martes, 18 de enero de 2011

"LA SENDA DEL PERDEDOR" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 7

Había peleas continuamente. Las profesoras no parecían enterarse de nada. Y había siempre problemas cuando llovía. Cualquier niño que llevase a la escuela un paraguas o un impermeable era automáticamente marginado. La mayoría de nuestros padres eran demasiado pobres para comprarnos esas cosas, y cuando lo hacían, las escondíamos entre arbustos. Cualquiera que fuera visto con un paraguas o un impermeable era considerado un mariquita. Recibía palizas después de clase. La madre de David le hacía llevar paraguas en cuanto había el menor asomo de nubes.

En el recreo, los de primer grado se reunían en el campo de baseball y elegían los equipos. David y yo nos poníamos juntos. Siempre ocurría lo mismo. A mí me elegían el penúltimo y a David el último, así que siempre jugábamos en diferentes equipos. David era aún peor que yo. Con su bizquera ni siquiera podía ver la bola. Yo necesitaba mucha práctica. Nunca había jugado con los niños de mi barrio. No sabía cómo recoger una bola ni cómo lanzarla. Pero yo quería jugar, me gustaba. A David le daba miedo la bola, a mí no. Yo le daba fuerte al bate, le daba con más fuerza que nadie, pero nunca podía darle a la bola. Siempre fallaba. Una vez conseguí tocarla y que saliera desviada. Eso me supo a gloria. Conseguí llegar a primera base, y el chico de la primera me dijo: «Es la única forma en que puedes llegar hasta aquí.» Yo me quedé quieto mirándole. Mascaba chicle y le salían largos pelos negros de la nariz. Tenía el pelo pringoso de vaselina. No paraba de sonreír.
—¿Qué miras? —me preguntó.
Yo no supe qué decir. No estaba acostumbrado a conversar.
—Los muchachos dicen que estás loco —me dijo—, pero no me asustas.
Te estaré esperando algún día después de clase.

Yo seguí mirándole. Tenía una cara horrible. Entonces el pitcher lanzó la bola y yo corrí hacia la segunda base. Corrí como un descosido y me tiré resbalando hasta la base. La bola llegó tarde. No habían podido eliminarme.
—¡Estásfuera! —gritó el chico al quele había tocado arbitrar. Yo me
levanté, sin poder creérmelo.
—¡He dicho que ESTÁS FUERA! —gritó el arbitro.

Entonces supe que no me aceptaban. No me aceptaban ni a mí ni a David. Los otros me querían «fuera» porque se suponía que yo estaba «fuera». Sabían que David y yo éramos amigos. Era por culpa de David por lo que a mí no me aceptaban. Mientras salía fuera de la cancha vi a David jugando en tercera base con sus pantalones cortos. Sus calcetines de color azul y amarillo se le habían caído hasta los pies. ¿Por qué me había tenido que elegir a mí? Me había dejado marcado. Aquella tarde después de clase me fui a toda prisa y caminé solo hasta mi casa, sin David. No quería verle otra vez aguantando las palizas de los chicos del colegio o de su madre. No quería escuchar su triste violín. Pero al día siguiente a la hora del almuerzo, cuando se sentó a mi lado, comí de sus patatas fritas.

Finalmente llegó mi día. Yo era alto y me sentía poderoso en el círculo. No podía creer que fuera tan malo como ellos querían que fuera. Yo bateaba a lo loco, pero con fuerza. Sabía que era fuerte, y quizás, como ellos decían, «un chiflado». Pero tenía este fuerte sentimiento en mi interior que me decía que algo real bullía en mí. Puede que sólo fuera mierda endurecida, pero eso era más de lo que ellos tenían. Me tocó batear. «¡Eh,ES EL REY DEL FALLO¡EL
SEÑOR PEGA-AL-AIRE!» Vino la bola.

Le di con todas mis fuerzas y sentí cómo el bate conectaba como yo había deseado durante tanto tiempo. La bola subió, subió, a lo másALTO, hasta el campo izquierdo, pasando porENC IM A del chico que jugaba de campista izquierdo. Se llamaba Don Brubaker, y se quedó parado mirando la bola volar por encima de su cabeza. Parecía que nunca fuese a caer. Entonces Brubaker empezó a correr a por la bola. Quería cogerla en el aire para eliminarme. Nunca lo conseguiría. La bola cayó y rodó hasta otra cancha donde estaban jugando unos chicos de 5.º grado. Yo corrí lentamente hasta la primera base, le pegué a la almohada, miré al tipo de la primera, corrí lentamente hasta la segunda, la toqué, corrí hasta la tercera donde estaba David, lo ignoré, pasé la tercera y culminé la vuelta completa. Nunca había habido un día igual. ¡Nunca se había visto una vuelta completa por parte de un niño de primer grado! Al llegar a la marca de salida pude oír a uno de los jugadores, Irving Bone, decirle al capitán del equipo, Stanley Greensberg:
—Vamos a meterlo en el equipo titular. (El equipo titular jugaba con
equipos de otras escuelas.)
—No —contestó Stanley Greensberg.

Stanley tenía razón. Nunca volví a batear para una vuelta completa. Fallaba la mayoría de las veces. Pero ellos siempre recordarían aquel golpe, y aunque me siguieran odiando, era una clase mejor de odio, como si no estuvieran muy seguros de por qué.

La temporada de fútbol era peor. Yo no podía coger la pelota ni lanzarla, pero entré a jugar en un partido. Cuando uno de los contrarios vino corriendo hacia mi posición, lo agarré del cuello de la camisa y lo tiré al suelo. Cuando empezaba a levantarse, le arreé una patada. No me gustaba. Era el primera base con vaselina en el pelo y con pelo en los orificios de la nariz. Entonces se acercó Stanley Greensberg. Era más grande que cualquiera de nosotros. Me podría haber matado si lo hubiera querido. Era nuestro líder. Lo que dijera, iba a misa. Me dijo: «No entiendes las reglas. Se acabó el fútbol para ti.»

Me pasaron al voleibol. Jugaba al voleibol con David y los demás mantas. No era nada interesante. Chillaban y gritaban y se excitaban, pero losotros estaban jugando al fútbol. Yo quería jugar fútbol. Todo lo que necesitaba era un poco de práctica. El voleibol era algo vergonzoso; un juego de niñas.

Después de un tiempo dejé de jugar. Me quedaba en el centro de la explanada, donde nadie jugaba. Era el único que no jugaba a nada. Me quedaba allí todos los días durante los dos recreos hasta que se acababan.

Un día, mientras estaba allí, se me presentaron más problemas. Un balón vino volando hacia mí y me pegó en la cabeza. Me tiró al suelo. Me sentía mareado. Me rodearon entonces, haciendo bromas y riendo. «¡Oh, mirad, Henryse ha desmayado! ¡Henry se ha desmayado como una señora! ¡Miradle!»

Me levanté mientras el sol no paraba de dar vueltas. Entonces me puse firme. El cielo se empezó a quedar quieto. Era como estar en una jaula. Estaban a mi alrededor, caras, narices, bocas y ojos. Como no paraban de burlarse de mí, pensé que me habían pegado deliberadamente con el balón.

No era limpio.
—¿Quién tiró esa pelota? —pregunté.
—¿Quieres saber quién tiró la pelota?
—Sí.
—¿Y qué piensas hacer cuando lo sepas?
No respondí.
—Fue Billy Sherril —dijo alguien.

Billy era un chaval gordito, la verdad es que más agradable que el resto, pero era uno de ellos. Empecé a caminar hacia Billy. El no se movió. Cuando me acerqué más, me lanzó un directo. Apenas lo sentí. Le pegué detrás de la oreja izquierda y cuando se llevó la mano a ella, le pegué en el estómago. Cayó al suelo. Se quedó allí.

—Levántate y pelea con él, Billy —dijo Stanley Greensberg. Lo levantó y lo empujó hacia mí. Le pegué un puñetazo en la boca y él se llevó las dos manos a la boca.
—Está bien —dijo Stanley—. ¡Yo ocuparé su lugar!
Los chicos sonrieron. Yo decidí salir corriendo, no quería morir. Pero

entonces llegó un profesor.
—¿Qué está pasando aquí? —Era el señor Hall.
—Henry le pegó a Billy —dijo Stanley Greensberg.
—¿Es verdad eso, niños? —preguntó el señor Hall.
—Sí —contestaron ellos.

El señor Hall me llevó de la oreja todo el camino hasta el despacho del director. Me echó de un empujón a una silla enfrente de un escritorio vacío y llamó a la puerta del director. Estuvo allí dentro durante un rato y cuando se fue, no me miró siquiera. Yo permanecí allí sentado cinco o diez minutos hasta que salió el director y se sentó en el escritorio que tenía yo delante. Era un hombre muy digno con el pelo blanco y una pajarita azul. Parecía un verdadero caballero. Se llamaba Knox. El señor Knox dobló las manos y me miró sin hablar. Cuando lo hizo, no me pareció tan caballero. Parecía querer humillarme, tratarme como los otros.
—Bueno —dijo finalmente—, dime qué ha pasado.
—No ha pasado nada.
—Le has hecho daño a ese niño, a Billy Sherril. Sus padres van a querer
saber por qué lo has hecho.
No contesté.

—¿Crees que te puedes tomar la justicia por tu mano cuando ocurre algo

que no te gusta?
—No.
—¿Entonces por qué lo hiciste?
No contesté.
—¿Te crees que eres mejor que el resto de las personas?
—No.

El señor Knox siguió sentado. Tenía un largo abridor de cartas que deslizaba hacia delante y hacia atrás por el tapete verde del escritorio. Había un frasco de tinta bastante grande y un portaplumas con cuatro plumas. Yo me preguntaba si iba a pegarme.
—¿Entonces por qué hiciste lo que hiciste?
No contesté. El señor Knox deslizaba de un lado a otro el abridor de
cartas. Sonó el teléfono. Lo cogió.
—¿Hola? ¿Oh, sí, señora Kirby? ¿Que él qué? ¿Qué? ¿Oiga, es que no
puede mantener la disciplina? Ahora estoy ocupado. De acuerdo, la llamaré

en cuanto acabe con esto...
Colgó. Se apartó el pelo blanco de los ojos con una mano y me miró.
—¿Por qué me causas estos problemas?
No contesté.
—¿Crees que eres duro, eh?
Seguí en silencio.
—¿Un chico duro, eh?

Había una mosca que volaba alrededor del escritorio. Sobrevoló el frasco de tinta. Entonces se posó sobre el negro tapón del tintero y se quedó allí frotándose las alas.
—Está bien, muchacho, tú eres duro y yo soy duro. Vamos a darnos la

mano.
Yo no me creía duro, así que no le di la mano.
—Venga, dame la mano.
Saqué la mano, él me la cogió y la sacudió en saludo. Entonces se detuvo
y me miró. Tenía unos ojos azules más claros que su pajarita azul. Eran casi
hermosos. Siguió mirándome y aguantando mi mano. Entonces empezó a

apretar.
—Quiero felicitarte por ser un chico duro.
Apretó más.
—¿Crees que yo soy un tipo duro?
No contesté.
Apretó entre sí los huesos de mis dedos. Podía sentir el hueso de cada
dedo cortando como una cuchilla la carne del dedo de al lado. Empezaron a

relampaguear luces rojas delante de mis ojos.
—¿Crees que soy un tipo duro? —preguntó él.
—Te mataré —dije.
—¿Qué?
El señor Knox apretó aún más. Tenía una mano como un torno de

carpintero. Podía ver cada poro de su cara.
—¿Los chicos duros no gritan, o sí?
No pude mirarle más a la cara. Bajé la mirada hacia el escritorio.

—¿Soy un tipo duro? —me preguntó.
Apretó con más fuerza. Yo necesitaba gritar, pero me mantenía en

silencio para que nadie me pudiese oír desde las clases.
—Ahora, ¿soy un tipo duro?
Esperé. Odiaba tener que decirlo. Entonces dije:
—Sí.

El señor Knox me soltó la mano. No me atreví a mirarla, la dejé colgar a mi flanco. Vi que la mosca se había ido y pensé «no es tan malo ser una mosca». El señor Knox estaba escribiendo en un pedazo de papel.
—Mira, Henry, estoy escribiendo una nota para tus padres y quiero que
tú se la entregues. ¿Se la vas a entregar, ¿verdad?
—Sí,
Metió la nota en un sobre y me lo dio. Estaba cerrado y yo no tuve el
menor deseo de abrirlo.

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