jueves, 20 de enero de 2011

"LA SENDA DEL PERDEDOR" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 8

Llevé el sobre a casa, se lo entregué a mi madre y entré en el dormitorio. Mi dormitorio. Lo mejor del dormitorio era la cama. Me gustaba estar en la cama durante horas, incluso de día, con las sábanas subidas hasta la barbilla. Allí se estaba bien, nunca ocurría nada, no había gente, nada. Mi madre me encontraba a menudo en la cama durante el día.
—¡Henry, levántate! ¡No es bueno para un chico joven el estar en la
cama todo el día! ¡Levántate! ¡Haz algo!
Pero no había nada que hacer.
Aquel día no me metí en la cama. Mi madre estaba leyendo la nota. Al
poco rato la oí llorar. Luego empezó a lamentarse:
—¡Oh, Dios mío! ¡Eres la desgracia de tu padre y mía! ¡Qué desgracia!

¡Supón que se enteran los vecinos! ¿Qué pensarán los vecinos?
Ellos nunca hablabancon los vecinos.
Entonces se abrió la puerta y mi madre entró corriendo en la habitación:
—¿Cómo le has podido hacer esto a tu madre?
Las lágrimas le caían por la cara. Me sentí culpable.
—¡Espera a que llegue tu padre!
Cerró de un portazo. Yo me quedé sentado en la silla, esperando. De
alguna manera, me sentía culpable...

Oí llegar a mi padre. Siempre cerraba de un portazo, caminaba pesadamente y hablaba a gritos. Estaba en casa. Después de unos momentos se abrió la puerta del dormitorio. Medía casi dos metros, era un hombre grande. Todo se desvaneció, la silla en la que estaba sentado, el papel pintado de la pared, la pared, todos mis pensamientos. Era como la oscuridad eclipsando al sol, su violencia hacía desaparecer todas las cosas. Era todo orejas, nariz, boca; no, podía mirarle a los ojos, sólo era una cara enrojecida de ira.
—Está bien, Henry. Entra en el baño.

Entré y él cerró la puerta tras nosotros. Las paredes eran blancas. Había un espejo de baño y una pequeña ventana, con una cortinilla negra rota. Estaban la bañera y el retrete y los azulejos del suelo. Cogió la badana de cuero para afilar la navaja de afeitar que colgaba de un gancho. Iba a ser la primera de una serie incontable de palizas que se fueron haciendo más y más frecuentes. Siempre, me parecía a mí, sin una verdadera razón.

—Bueno, bájate los pantalones.
Me bajé los pantalones.
—Bájate los calzoncillos.

Me los bajé.

Entonces me atizó. El primer golpe me produjo más impresión que dolor. El segundo me hizo más daño. Cada golpe iba incrementando el dolor. Al principio yo era consciente de las paredes, la bañera, el retrete. Al final, no podía ver nada. Mientras me pegaba me insultaba, pero yo no podía entender las palabras. Pensé en sus rosas, en las rosas que cultivaba en el patio. Pensé en su automóvil en el garaje. Traté de no gritar. Sabía que si me ponía a gritar quizás parase, pero sabiéndolo, y sabiendo que él deseaba que me pusiera a gritar, me hacía el valiente y aguantaba. Se me saltaban las lágrimas de los ojos, pero permanecía en silencio. Después de un rato todo se convirtió en un mareante remolino, en una vorágine donde sólo quedaba la posibilidad mortal de que no acabase nunca. Finalmente, como si me pusiera en marcha, comencé a sollozar, atragantándome con la baba salada que me corría por la garganta. El se detuvo.

Desapareció de allí. Comencé a visualizar de nuevo la pequeña ventana y el espejo. La badana de cuero colgaba de su gancho, larga, marrón y doblada. Yo no me podía agachar para subirme los calzoncillos y los pantalones, así que anduve hasta la puerta a duras penas con los pantalones alrededor de los tobillos. Abrí la puerta del baño y allí estaba mi madre, de pie en el salón.
—No ha estado bien —le dije—. ¿Por qué no me has ayudado?
—El padre —dijo ella —siempre tiene la razón.

Entonces mi madre se fue. Yo entré en mi dormitorio, arrastrando la ropa entre los pies, y me senté en la cama. El colchón me hacía daño. Afuera, a través de la persiana, pude ver las rosas de mi padre que estaban creciendo. Eran rojas y blancas y amarillas, grandes y en plenitud. El sol estaba muy bajo, pero todavía no se había ocultado, y los restos de su luz pasaban a través de la persiana. Sentía como si incluso el sol perteneciese a mi padre, como si yo no tuviera derecho a él porque su luz brillaba en la casa de mi padre. Era como sus rosas, algo que le pertenecía a él y no a mí.

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