Para cuando me llamaron a cenar, ya fui capaz de subirme los pantalones y caminar hasta la mesa de la cocina, donde comíamos siempre excepto los domingos. Encontré dos almohadones en mi silla. Me senté sobre ellos, pero todavía me ardían el culo y las piernas. Mi padre estaba hablando de su trabajo, como siempre.
—Le dije a Sullivan que combinase tres rutas en dos para que quedase
un hombre libre en cada reparto. No vale la pena cargar en tres rutas.
—Deberían hacerte caso, papá —dijo mi madre.
—Por favor —intervine yo—, por favor perdonadme, pero no me siento
con ganas de comer...
—¡Te comerás tuCOMIDA! —gritó mí padre—. ¡Esta comida la ha
preparado tu madre!
—Sí —dijo mi madre—, roast beef con zanahorias y guisantes.
—Y puré de patatas con salsa —completó mi padre.
—No tengo hambre.
—¡Te comerás hasta la última cagarruta de tu plato! —dijo mi padre.
Quería hacerse el gracioso. Esa era una de sus bromas favoritas.
—¡PAPÁ! —dijo mi madre con disgusto.
Empecé a comer. Era terrible. Era como si me los estuviese comiendo a
ellos, sus creencias, lo que ellos eran. No masticaba, sólo me lo tragaba para
deshacerme de ello. Mientras tanto mi padre hablaba de lo bien que sabía todo, de la suerte que teníamos de comer buenos alimentos cuando la mayoría de la gente en el mundo, e incluso en América, se moría de hambre.
—¿Qué hay de postre, mamá? —preguntó mi padre.
Su cara era horrible, los .labios se le salían hacia fuera, grasientos y húmedos de placer. Actuaba como si nada hubiese ocurrido, como si no me hubiera pegado. Cuando regresé a mi cuarto pensé «esta gente no son mis padres, me han debido adoptar y no les gusta cómo he salido».
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