domingo, 23 de enero de 2011

LA SENDA DEL PERDEDOR" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 10

Lila Jane era una niña de mi edad que vivía en la casa de al lado. Todavía no me dejaban jugar con los niños del vecindario, pero quedarse sentado en el dormitorio era una estupidez. Salía y daba un paseo por el patio de atrás, mirando las cosas, sobre todo a los bichos. O me sentaba en la hierba e imaginaba cosas. Una de las cosas que me imaginaba era que me convertía en un gran jugador de baseball, tan fantástico que podía pegarle a la bola cada vez que bateaba, o una vuelta completa a la cancha cada vez que me daba la gana. Pero a veces fallaba para desorientar al otro equipo. Le pegaba a la bola cuando veía el momento. Una temporada, por el mes de julio, sólo llevaba 139 golpes y una vuelta completa. HENRY CHINASKI ESTÁ
ACABADO, decían los periódicos. Entonces empecé a pegarle, ¡Y cómo le daba!
Una vez hice 16 vueltas de una sola vez. Otra vez hice 24 carreras en un
partido. Al finalizar la temporada llevaba 523 golpes.

Lila Jane era una de las niñas más guapas que había visto en el colegio. Era una de las más bonitas, y vivía en la casa de al lado. Un día, cuando yo estaba en el patio de atrás, ella se asomó por la valla y se quedó

mirándome.
—¿Tú no juegas con los otros niños, verdad?
La miré. Tenía una larga cabellera pelirroja y ojos marrón oscuro.
—No —contesté.
—¿Por qué no?
—Ya los veo lo suficiente en el colegio.
—Yo me llamo Lila Jane —dijo ella.
—Yo Henry.
Siguió mirándome y yo seguí sentado en la hierba mirándola. Entonces

dijo:
—¿Quieres verme las bragas?
—Bueno.

Se levantó el vestido. Las bragas eran limpias y de color rosa. Tenían buena pinta. Siguió con el vestido levantado y entonces se dio la vuelta para que pudiese verla por detrás. Su trasero tenía muy buena pinta. Entonces se

bajó el vestido.
—Adiós —dijo, y se fue.
—Adiós.
Ocurría cada tarde.
—¿Quieres ver mis bragas?
—Bueno

Las bragas eran casi siempre de diferente color, y cada vez tenían mejor

aspecto.
Una tarde, después de que Lila Jane me enseñara las bragas, yo dije:
—Vamos a dar un paseo.
—Está bien —dijo ella.
Nos encontramos en la parte delantera y bajamos juntos por la calle. Era
realmente bonita. Caminamos sin decir nada hasta que llegamos a un solar

vacío. La vegetación era alta y verde.
—Vamos a entrar en el solar —dije.
—Vale —dijo Lila Jane.
Entramos por entre las altas hierbas.
—Enséñame otra vez las bragas.
Se levantó el vestido. Bragas azules.
—Vamos a tumbarnos aquí —dije.

Nos tumbamos entre las hierbas, yo la cogí por el pelo y la besé. Entonces le subí el vestido y miré sus bragas. Le puse la mano en el culo y la besé de nuevo. Seguí besándola y agarrándole el culo. Estuvimos así durante un buen rato. Entonces dije:
—Vamos a hacerlo.
No estaba muy seguro de qué había que hacer, pero me daba cuenta de

que había algo más.
—No, no puedo —dijo ella.
—¿Por qué no?
—Nos verán esos hombres.
—¿Qué hombres?
—¡Allí! —señaló.
Miré por entre las hierbas. Quizás a media manzana de distancia había

unos cuantos obreros arreglando la calle.
—¡No nos pueden ver!
—¡Sí que pueden!
Me levanté.
—¡Maldita sea! —dije, salí fuera del solar y volví a casa.

Durante un tiempo no volví a ver a Lila Jane por las tardes. No importaba. Era la temporada de fútbol y yo era, en mi imaginación, un gran medio trasero. Podía lanzar el balón a 50 metros y patearlo a 40. Pero rara vez teníamos que patearlo, no cuando yo llevaba el balón. Era mejor correr sorteando hombretones. Yo los arrasaba. Hacían falta cinco o seis hombres para placarme. Algunas veces, como en el baseball, me compadecía de ellos y me dejaba placar habiendo avanzado sólo ocho o diez metros. Entonces normalmente me lesionaban, gravemente, y me tenían que sacar del campo. Mi equipo se hundía, digamos 40 a 17, y cuando faltaban tres o cuatro minutos para el final, yo volvía al campo, furioso de haber sido lesionado. Cada vez que cogía el balón corría de una tirada hasta la línea de fondo. ¡Cómo me vitoreaba la multitud! Y en defensa placaba continuamente, interceptaba cada pase. Estaba en todas partes. ¡Chinaski, la Furia! A punto de pitar el final, cogía el balón en nuestra línea de fondo. Corría hacia adelante, hacia un lado, hacia detrás. Evitaba blocaje tras blocaje. Saltaba por encima de los rivales caídos. No recibía el menor apoyo. Mi equipo era un puñado de mariquitas. Finalmente, con cinco hombres colgando de mí, yo me resistía a caer y los arrastraba hasta la línea de fondo, marcando el gol del triunfo en el momento en que se acababa el partido.

Una tarde vi como un chico bastante grande entraba en nuestro patio trasero saltando la valla. Se quedó mirándome. Era alrededor de un año mayor que yo y no era de mi colegio.
—Soy del colegio Marmount —dijo.
—Será mejor que te vayas de aquí —dije—. Mi padre está a punto de

venir.
—¿De veras?
Me levanté.
—¿Qué haces aquí?
—He oído que los del colegio Delsey pensáis que sois muy duros.
—Ganamos todos los juegos ínter-escolares.
—Es porque hacéis trampas. En Marmount no nos gustan los tramposos.
Llevaba una vieja camisa azul, desabotonada a medias. Llevaba una

muñequera de cuero en su brazo izquierdo.
—¿Piensas que eres duro? —me preguntó.
—No.
—¿Qué tienes en tu garaje? Creo que cogeré algo de tu garaje.
—Vete de aquí.
Las puertas del garaje estaban abiertas y él fue hacia allí. Allí no había

gran cosa. Encontró un viejo balón de playa desinflado y lo cogió.
—Creo que me quedaré con esto.
—Suéltalo.
—¡Trágatelo! —dijo y me lo lanzó a la cabeza. Yo me tambaleé. Vino
desde el garaje hacia mí. Yo retrocedí y él me siguió por el patio.
—¡Los tramposos no prosperan! —dijo.

Me lanzó un golpe. Yo me eché hacia atrás. Pude sentir el aire de su puño pasando junto a mi cara. Cerré los ojos, me lancé hacia él y empecé a dar puñetazos. Conectaba golpes, a veces. Sentí que me pegaba, pero no hacía daño. Más que nada, estaba asustado. No podía hacer otra cosa más que seguir tirando puñetazos. Entonces oí una voz:
—¡Paraos ya!

Era Lila Jane. Estaba en mi patio. Los dos dejamos de pegarnos. Ella cogió una vieja lata de hojalata y se la arrojó al chico. Yo le pegué en mitad de la frente y me quedé expectante. El se quedó un momento quieto y luego salió corriendo, llorando y chillando. Salió por la puerta trasera, bajó por el callejón y desapareció. Por una latita de hojalata. Yo estaba sorprendido. Un chico grande como él llorando así. En Delsey teníamos un código. Hasta los más mierdas recibían las palizas sin abrir la boca. Esos tipos de Marmount no eran gran cosa.

—No tenías por qué haberme ayudado —le dije a Lila Jane.
—¡Te estaba pegando!
—No me hacía daño.
Lila Jane atravesó el patio corriendo, salió, entró en su patio y se metió
en su casa.
Todavía le gusto, pensé yo.

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