sábado, 29 de enero de 2011

"LA SENDA DEL PERDEDOR" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 14

Más tarde, en el hospital, me estaban frotando las rodillas con pedazos
de algodón empapados en algo. Me ardían. Mis codos también me ardían.
El doctor estaba inclinado sobre mí junto a una enfermera. Yo estaba en
la cama y el sol pasaba a través de una ventana.
Todo parecía muy plácido. El doctor me sonrió. La enfermera se

incorporó y me sonrió. Se estaba bien allí.
—¿Cómo te llamas? —me preguntó el doctor.
—Henry.
—¿Henry qué?
—Chinaski.
—¿Polaco, eh?
—Alemán.
—¿Por qué nadie quiere ser polaco?
—Yo nací en Alemania.
—¿Dónde vives? —me preguntó la enfermera.
—Con mis padres.
—¿De verdad? —dijo el doctor—. ¿Y dónde es eso?
—¿Qué les ha pasado a mis codos y mis rodillas?
—Te atropello un coche. Por suerte, no te pillaron las ruedas. Los testigos
dicen que parecía estar borracho. Te dio y salió huyendo. Pero anotaron su

matrícula. Le cogerán.
—Tiene una enfermera muy guapa... —dije.
—Oh, gracias —dijo ella.
—¿Quieres una cita con ella? —preguntó el doctor.
—¿Qué es eso?
—¿Quieres salir con ella? —dijo el doctor.
—No sé si lo podría hacer con ella. Soy demasiado joven.
—¿Hacer qué?
—Ya sabe.
—Bueno —sonrió la enfermera—, ven a verme después de que se curen
tus rodillas y veremos lo que se puede hacer.
—Perdona —dijo el doctor—, pero tengo que ver otro caso de accidente—

. Abandonó la habitación.
—Ahora —dijo la enfermera—, ¿puedes decirme en qué calle vives?
—Virginia Road. —Dame el número, cariño.
Le di el número de la casa. Me preguntó si teníamos teléfono. Le dije que
no me acordaba del número.

—Está bien —dijo ella—, lo encontraremos. Y no te preocupes. Has tenido suerte. Sólo te has llevado un golpe en la cabeza y unos raspones en las rodillas.
Era muy bonita, pero sabía que después de que se curasen mis rodillas

no me querría volver a ver.
—Quiero quedarme aquí —dije.
—¿Qué? ¿Quieres decir que no quieres volver a casa con tus padres?
—No. Dejen que me quede aquí.
—No podemos hacer eso, cariño. Necesitamos estas camas para gente
que está realmente enferma o herida.
Me sonrió y salió de la habitación.
Cuando llegó mi padre, entró directo en la habitación y sin una palabra
me sacó de la cama. Salimos de la habitación y me llevó por el pasillo.
—¡Pequeño bastardo! ¿No te he enseñado a mirar aAMBO S lados antes de

cruzar la calle?
Me llevó a rastras por el hall. Nos cruzamos con la enfermera.
—Adiós, Henry —dijo ella.
—Adiós.
Entramos en un ascensor con un viejo en una silla de ruedas. Una
enfermera estaba detrás de él. El ascensor comenzó a descender.
—Creo que me voy a morir —dijo el viejo—. No quiero morir. Tengo
miedo de morir...
—¡Ya has vivido bastante, viejo cabrón! —murmuró mi padre.

El viejo le miró asustado. El ascensor se paró. La puerta siguió cerrada. Entonces vi por primera vez al ascensorista. Se sentaba en un pequeño taburete. Era un enano vestido con un uniforme de color rojo brillante y con un gorrito también rojo.
El enano miró a mi padre:
—Señor —dijo—. ¡Es usted un loco repugnante!
—Macaco —contestó mi padre—, o abres la jodida puerta o te aplasto el
culo.

La puerta se abrió. Fuimos hacia la salida. Mi padre me llevó en volandas a través del césped del hospital. Yo todavía llevaba puesto un camisón del hospital. Mi padre llevaba mi ropa en una bolsa. El aire me levantaba el camisón y podía ver mis rodillas peladas, sin vendar y pintadas con mercromina. Mi padre casi corría atravesando el césped.

—¡Cuando cojan a ese hijo de puta —dijo— le demandaré! ¡Le sacaré hasta el último penique! ¡Me mantendrá por el resto de su vida! ¡Estoy harto de la maldita camioneta de la leche! ¡Lechería el Estado dorado! ¡Estado dorado, mi culo peludo! Nos iremos a los Mares del Sur. ¡Viviremos de cocos y piña tropical!
Mi padre abrió la puerta del coche y me colocó en el asiento delantero.
Luego él se sentó en su lado. Puso en marcha el coche.

—¡Odio a los borrachos! Mi padre era un borracho. Mis hermanos son unos borrachos. Los borrachos sondébi les. Los borrachos soncobarde s. ¡Y los borrachos que atropellan y huyen. Deberían ser encerrados por el resto de sus vidas!
Mientras conducíamos hacia casa siguió hablándome.

—¿Sabes que en los Mares del Sur los nativos viven en chozas de hierba? Se levantan por las mañanas y la comida les cae desde los árboles. Sólo tienen que cogerla y comerla, cocos y piñas tropicales. ¡Y los nativos creen que los hombres blancos son dioses! Pescan peces y asan jabalíes, y las chicas bailan y llevan faldas de hierba y dan masajes a los hombres detrás de las orejas. ¡Lechería el Estado dorado, miculo peludo!

Pero el sueño de mi padre no se iba a hacer realidad. Cogieron al hombre que me atropello y lo metieron en la cárcel. Tenía mujer y tres hijos y no tenía trabajo. Era un borracho insolvente. Estuvo en la cárcel un tiempo pero mi padre no presentó cargos. Como decía, «¡No puedes sacar sangre de un jodido nabo!».

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