miércoles, 2 de febrero de 2011

"LA SENDA DEL PERDEDOR" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 17

De todos los chicos del barrio, Frank era el más simpático. Acabamos haciéndonos amigos, empezamos a salir juntos, no necesitábamos mucho a los otros tíos. A Frank le habían echado más o menos del grupo, así que se hizo amigo mío. No era como David, el que volvía a casa desde la escuela conmigo. Frank se las sabía arreglar mucho mejor. Yo hasta me apunté a la Iglesia católica porque Frank iba allí. A mis padres les gustaba que yo fuera a la iglesia. Las misas del domingo eran muy aburridas. Y teníamos que ir a clases de catecismo. Teníamos que estudiarnos el catecismo. No eran más que aburridas preguntas y respuestas.
Una tarde estábamos sentados en mi porche y yo estaba leyéndole el
catecismo en voz alta a Frank. Leí la frase: «Dios tiene ojos que todo lo

ven.»
—¿Ojos que todo lo ven? —preguntó Frank.
—Sí.
—¿Quieres decir algo así? —dijo.
Cerró los puños y se los puso sobre los ojos.

—Tiene botellas de leche por ojos —dijo Frank, volviéndose hacia mí con los puños en los ojos. Empezó a reírse. Yo empecé también a reírme. Nos reímos durante un buen rato. Entonces Frank se paró.
—¿Crees que nos habrá oído?
—Supongo que sí. Si puede verlo todo, probablemente también puede
oírlo todo.
—Tengo miedo —dijo Frank—. Podría matarnos. ¿Tú crees que nos
matará?
—No lo sé.
—Lo mejor será que nos quedemos aquí sentados y esperemos. No te
muevas. Quédate quieto.
Nos quedamos sentados en los escalones del porche y esperamos.

Esperamos un largo rato.
—Quizás no lo vaya a hacer ahora —dije yo.
—Se toma Su tiempo —dijo Frank.
Esperamos otra hora, entonces bajamos a casa de Frank. Estaba
construyendo una maqueta de avión y yo quería verla...

Una tarde decidimos ir a confesarnos por primera vez. Fuimos a la iglesia. Conocíamos a uno de los curas, el más importante. Lo habíamos conocido en una heladería y él nos había hablado. Incluso habíamos ido a su casa una vez. Vivía al lado de la iglesia con una anciana. Estuvimos un rato y le hicimos todo tipo de preguntas sobre Dios. ¿Cómo era EL? ¿Se pasaba el día entero sentado en un trono? ¿Iba al baño como todo el mundo? El cura nunca contestaba nuestras preguntas directamente, pero de todas formas parecía un tipo majo, tenía una sonrisa agradable.

Caminamos hacia la iglesia pensando en la confesión, en cómo sería. Al acercarnos a la iglesia, un perro vagabundo comenzó a andar a nuestro lado. Estaba muy flaco y hambriento. Nos paramos y le acariciamos, le

rascamos la espalda.
—Es una pena que los perros no puedan ir al cielo —dijo Frank.
—¿Por qué no pueden?
—Tienes que estar bautizado para ir al cielo.
—Podíamos bautizarle.
—¿Crees que debemos?
—Se merece una oportunidad de ir al cielo.
Lo cogí en brazos y entramos en la iglesia. Lo llevamos hasta la pila de
agua bendita y yo lo sostuve mientras Frank le echaba un poco de agua por

la frente.
—De este modo te bautizo —dijo Frank.
Lo sacamos y lo volvimos a dejar en la acera.
—Hasta parece diferente —dije yo.

El perro perdió el interés y se fue andando calle abajo. Nosotros volvimos a entrar en la iglesia, parándonos primero en la pila de agua bendita, mojándonos los dedos y santiguándonos. Nos arrodillamos en un banco cerca del confesionario y esperamos. Una gorda salió de detrás de la cortina. Tenía olor corporal. Nos llegó su fuerte olor al pasar junto a nosotros. Su olor se mezclaba con el olor de la iglesia, que era como de orina. Todos los domingos la gente venía y aspiraba aquel olor a meado y nadie decía nada. Quería hablarle al cura acerca de ello, pero no podía. Quizás fueran los cirios.
—Voy a entrar —dijo Frank.
Entonces se levantó, atravesó la cortina y desapareció. Estuvo allí largo
rato. Cuando salió, estaba sonriendo.
—¡Ha sido magnífico, simplemente magnífico! ¡Entra tú ahora!

Me levanté, aparté la cortina y entré. Estaba oscuro. Me arrodillé. Todo lo que podía ver delante mío era un enrejado. Frank decía que Dios estaba allí detrás. Me arrodillé y traté de pensar en algo malo que hubiera hecho, pero no podía pensar en nada. Seguí allí de rodillas tratando y tratando de pensar en algo, pero no podía. No sabía qué hacer.
—Venga —dijo una voz—. ¡Di algo!
La voz sonaba enfadada. Yo no esperaba que fuera a haber ninguna voz.
Pensé que Dios tenía mucho tiempo libre. Estaba asustado. Decidí mentir.

—Bueno —dije—, yo he... he pegado a mi padre. He... insultado a mi madre... Robé dinero a mi madre del bolso. Me lo gasté en caramelos. Desinflé el balón de Chuck. Miré a una niña por debajo de la falda. He pegado a mi madre. Me he comido los mocos. Eso es todo. Excepto que hoy bauticé a un perro.
—¿Que bautizaste a un perro?
Estaba acabado. Pecado mortal. No hacía falta seguir. Me levanté para irme. No supe si la voz me recomendaba que rezara varios Ave María o si no
llegó a decir nada. Aparté la cortina y allí estaba Frank esperando. Salimos

de la iglesia y de nuevo estuvimos en la calle.
—Me siento limpio —dijo Frank—. ¿Tú no?
—No.
Nunca volví a confesarme. Era peor que la misa de las diez.

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