domingo, 13 de febrero de 2011

"LA SENDA DEL PERDEDOR" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 24

Nuestra profesora de Inglés, la señorita Gredis, era la más buena de todas. Era una rubia con una larga y afilada nariz. Su nariz no era en absoluto perfecta, pero no te dabas cuenta si le mirabas el resto. Llevaba vestidos ajustados y escotes bajos, zapatos negros de tacón alto y medias de seda. Tenía un cuerpo de serpiente rematado por unas largas y hermosas piernas. Sólo se sentaba tras su mesa cuando pasaba lista. Dejaba un pupitre vacío en la primera fila y, tras pasar lista, se sentaba sobre el pupitre encarándose a nosotros. La señorita Gredis se sentaba bien alta con sus piernas cruzadas y la falda subida. Nunca habíamos visto tales tobillos, tales piernas, tales caderas. Bueno, también Lilly Fischman, pero Lilly era una adolescente crecidita mientras que la señorita Gredis estaba en plena flor. Y nosotros podíamos verla a diario durante una hora completa. No había un solo chico en la clase que no se entristeciera cuando el timbre marcaba el final de nuestra sesión de Inglés. Hablábamos mucho sobre ella.
—¿Tú crees que quiere que se la folien?
—No, creo que le gusta tomarnos el pelo. Sabe que nos enloquece y eso

le basta, no quiere otra cosa.
—Yo sé dónde vive. Voy a ir allí alguna de estas noches.
—¡Seguro que no tienes cojones!
—¿Ah, no? ¡La follaré de tal modo que sacaré la mierda de sus entrañas!
¡Está pidiendo que se lo hagan!
—Un chico que conozco de octavo grado dijo que fue una noche a su
casa.
—¿Ah sí? ¿Y qué pasó?

—Abrió la puerta vestida con un camisón y con las tetas prácticamente sobresaliendo. El chico dijo que se había olvidado de cuáles eran los deberes para el día siguiente y venía a preguntar. Ella le hizo entrar.
—¿Y no hubo tomate?
—Sí. No pasó nada. Ella le hizo un poco de té, le dijo cuáles eran los

deberes y él se fue.
—Si llego a entrar yo, ¡me meto dentro de verdad!
—¿Ah sí? ¿Qué hubieras hecho tú?

—Primero la hubiera penetrado por detrás. Luego me hubiera comido su coño, después me la frotaría contra sus pechos y luego la forzaría a que me la mamara.
—No fanfarronees, soñador. ¿Te has acostado siquiera alguna vez?
—Cojones que sí. Me he acostado. Varias veces.

—¿Y cómo fue?
—Pringoso.
—No te podías correr, ¿eh?
—Mojé todo el lugar. Creí que nunca pararía.
—Te mojastes toda la palma de la mano, ¿no?
—¡Ja, ja, ja!
—¡Ah, ja, ja, ja!
—¡Ja, ja!
—Conque te pringaste toda la mano, ¿eh?
—¡Que os den por el culo, tíos!
—No creo que ninguno de nosotros se haya acostado con una tía —dijo

uno de los chicos.
Hubo un silencio.
—Y una mierda. Me acosté por primera vez a los siete años.
—Eso no es nada. Yo lo hice a los cuatro.
—Seguro, Red, ¡te acostastes en la cuna!
—Lo hice con una nenita debajo de la casa.
—¿Y se te puso dura?
—Claro.
—¿Y te corriste?
—Creo que sí. Algo saltó como un chorro.
—Claro, te measte en su coño, Red.
—¡Y un huevo!
—¿Cómo se llamaba la nenita?
—Betty Ann.
—¡Hostia! —dijo el chico que aseguraba haberse acostado cuando tenía
siete años—. La mía también se llamaba Betty Ann.
—Esa puta —dijo Red.

Un estupendo día de primavera estábamos sentados en clase de Inglés y la señorita Gredis se sentaba sobre el pupitre frente a nosotros. Tenía la falda subida más que otras veces y era terrible, hermoso, maravilloso y obsceno. Tales piernas, tales caderas; nos sentíamos hechizados. Era algo increíble. Baldy estaba sentado en su pupitre contiguo al mío, al otro lado del pasillo. Se inclinó y empezó a darme golpecitos en la pierna con su dedo:
—¡Está rompiendo todos los récords! —susurró—. ¡Mira! ¡Mira!
—¡Dios mío! —dije—, ¡cállate o se bajará la falda!

Baldy retiró su mano y yo esperé. No habíamos alertado a la señorita Gredis. Su falda continuó subida como nunca. Fue un día de los que hacen época. No había ni un chico en clase que no estuviera empalmado y la señorita Gredis continuaba hablando. Estoy seguro que ninguno de los chicos oía una palabra de lo que decía. Sin embargo las chicas se giraban y se miraban unas a otras como diciéndose que esa puta había llegado muy lejos. La señorita Gredis no podía ir muy lejos. Era casi como si ahí arriba no hubiera un coño sino algo muchísimo mejor. Esas piernas. El sol, atravesando la ventana, se vertía sobre esas piernas y esas caderas y jugaba sobre la cálida seda tan firmemente ceñida. La falda estaba tan alta, tan subida, que todos rezábamos por vislumbrar las bragas, por vislumbrar
algo. Jesucristo, era como si el mundo se acabara y empezara y volviera a
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acabarse, todo parecía real e irreal, el sol, las caderas, y la seda, tan suave, tan cálida, tan fascinante. La clase entera vibraba. La vista se empañaba y volvía a aclararse y la señorita Gredis seguía sentada como si no pasara nada y seguía hablando como si todo fuera absolutamente normal. Eso era lo que hacía del momento algo tan bueno y tan fantástico: el hecho de que ella pretendiera que nada sucedía. Miré a mi pupitre durante un instante y vi los poros de la madera ampliados como si cada veta fuera un remolino líquido. Luego volví a mirar rápidamente a las piernas y las caderas, enfadado conmigo mismo por haber desviado la vista un instante y quizás haberme perdido algo.
Entonces comenzó el sonido: bump, bump, bump, bump...

Richard Waite. Sentado en la última fila. Tenía unas orejas enormes y unos labios espesos, los labios estaban hinchados monstruosamente y tenía un cabezón enorme. Sus ojos apenas tenían color, no reflejaban ni interés ni inteligencia. Poseía unos enormes pies y siempre tenía la boca abierta. Cuando hablaba, las palabras salían una por una, entrecortadas, con grandes pausas entre ellas. Ni siquiera era un mariquita. Nadie hablaba nunca con él. Nadie sabía qué coño hacía en nuestra escuela. Daba la impresión de que algo importante faltaba en su atuendo. Llevaba ropa limpia, pero su camisa siempre se salía por atrás y uno o dos botones faltaban siempre en su camisa o en sus pantalones. Richard Waite. Vivía en algún sitio e iba a clase todos los días.
«Bump, Bump, Bump, Bump...»

Richard Waite se la estaba pelando, una dedicatoria a las caderas y piernas de la señorita Gredis. Por fin demostraba alguna debilidad. Quizás no entendiera para nada los hábitos de la sociedad. Ahora todos le oíamos. La señorita Gredis le oía. Las chicas le oían. Todos sabíamos lo que estaba haciendo. Era tan jodidamente estúpido, que ni siquiera tenía el sentido común suficiente para no hacer ruido. Y cada vez se excitaba más y más. Los golpes aumentaron de volumen. Su puño cerrado golpeaba los bajos de su pupitre.
«BUMP, BUMP, BUMP, BUMP...»

Todos miramos a la señorita Gredis. ¿Qué es lo que haría? Ella vaciló un instante y miró a toda la clase. Sonrió, tan compuesta como siempre, y luego continuó hablando:

—Creo que el idioma inglés es la forma de comunicación más expresiva y contagiosa. Para empezar, deberíamos de agradecer que tengamos el don de expresarnos con tan magnífico idioma. Y si abusamos de él, estamos abusando de nosotros mismos. Así que escuchemos, prestemos atención, valoremos nuestra herencia, y sin embargo exploremos y desarrollemos el idioma...
«BUMP, BUMP, BUMP, BUMP...»

—Hemos de olvidarnos de Inglaterra y del uso que hace de nuestra lengua común. Aunque sus formas lingüísticas son correctas, nuestro propio idioma americano contiene grandes pozos de recursos sin explotar. Estos recursos hasta ahora han permanecido guardados. Esperemos el momento oportuno con los escritores oportunos y algún día veremos una explosión literaria...

«BUMP, BUMP, BUMP, BUMP...»

Si, Richard Waite era uno de los pocos con quien nunca hablábamos. En realidad le teníamos miedo. No era alguien a quien pudieras sacarle la mierda a palos y además no nos haría sentirnos mejor. Lo único que querías era estar lo más lejos posible de él, no deseabas mirar esos grandes labios, esa bocaza abierta como la de una rana empalada. Le rehuías porque no podías derrotar a Richard Waite.

Esperamos y esperamos mientras la señorita Gredis seguía hablando de la contraposición de las culturas inglesa y americana. Esperamos, mientras Richard Waite seguía y seguía. El puño de Richard golpeaba contra los bajos de su pupitre y todas las niñas se miraban entre sí mientras los chicos pensaban qué coño hacía en clase ese tonto del culo. Lo iba a estropear todo. Un solo gilipollas como ese y la señorita Gredis bajaría su falda para siempre.
«BUMP, BUMP, BUMP, BUMP...»

Y entonces se paró. Richard seguía sentado inmóvil. Había acabado. Le lanzamos unas cuantas miradas furtivas. Parecía el mismo de siempre. ¿Estaría el esperma sobre su regazo o en su mano?
El timbre sonó. La clase de Inglés había acabado.

Después de aquello, hubo más dosis de lo mismo. Richard Waite golpeteaba a menudo mientras nosotros escuchábamos a la señorita Gredis, que se sentaba en el pupitre delantero cruzando las piernas con descaro. Los chicos aceptaban la situación. Pasado algún tiempo, incluso nos divertía. Las chicas la aceptaron pero no les gustaba, especialmente a Lilly Fischman, que casi estaba arrinconada.

Además de Richard Waite, yo tenía otro problema en esa clase. Harry Walden. Harry Walden era guapo, eso pensaban las chicas, tenía unos largos rizos dorados y vestía con ropas finas y delicadas. Parecía un petimetre del siglo dieciocho emperifollado con extraños colores: verde oscuro, azul oscuro. No sé dónde demonios encontraban sus padres esa ropa. Y siempre se sentaba muy erguido y escuchaba con atención. Como si entendiera todo. Las chicas decían: «Es un genio.» A mí no me lo parecía en absoluto. Lo que yo no entendía era por qué los chicos no se liaban con él. Me molestaba. ¿Cómo podía escaparse tan fácilmente?
Me lo encontré un día en el vestíbulo y le detuve.
—A mí no me parece que seas un montón de mierda —le dije—. ¿Por qué
todo el mundo piensa que eres una mierda caliente?

Walden miró hacia la derecha y por encima mío. Cuando giré mi cabeza para mirar en esa dirección, se deslizó en torno mío como si yo fuera un elemento de una alcantarilla, y un momento más tarde ya estaba sentado en su asiento en la clase.

Casi todos los días la señorita Gredis exhibía todo lo exhibible y Richard se la pelaba mientras Walden permanecía inmóvil, sentado con el porte de creerse que era un genio. Me ponía malo.
Les pregunté a algunos de los otros chicos:

—Escuchad ¿realmente creéis que Harry Walden es un genio? Tan sólo permanece sentado vestido con sus lindas ropas y no dice esta boca es mía. ¿Qué es lo que prueba eso? Todos nosotros podríamos hacerlo.

No me contestaban. Yo no podía entender sus sentimientos acerca de ese jodido chaval. Y aún empeoró. Surgió el rumor de que Harry Walden iba a ver a la señorita Gredis todas las noches, que era su alumno favorito y que hacían el amor. Me enfermaba. No me podía imaginar a Harry despojándose de su delicado atuendo verde y azul, doblándolo sobre una silla y luego deshaciéndose de sus calzoncillos de satén naranja para deslizarse bajo las sábanas donde la señorita Gredis acunaba su dorada y rizosa cabecita y la acariciaba a la par que también le hacía otras cosas.

El rumor era susurrado por las chicas, que siempre parecían saberlo todo. Y aunque a las chicas no les gustaba especialmente la señorita Gredis, creían que la situación era perfecta y razonable porque Harry Walden era un genio delicado y necesitado de toda la simpatía que pudiera obtener.
Detuve a Harry Walden en el vestíbulo otra vez más.
—¡Te voy a dar una patada en el culo, tú, hijo de puta, a mí no me tomas
el pelo!
Harry Walden me miró. Luego miró por encima de mi hombro y señaló
algo diciendo:
—¿Qué es eso que hay ahí?

Me giré para mirar. Cuando le volví a mirar ya se había ido. Estaba sentado y a salvo en la clase rodeado por todas las chicas que pensaban que era un genio y le adoraban por ello.

Hubo más y más rumores acerca de Harry Walden y sus visitas nocturnas a la casa de la señorita Gredis. Algunos días Harry ni siquiera estaba en la clase. Esos días eran los mejores para mí, porque sólo tenía que aguantar el golpeteo rítmico y no los ricitos dorados y la adoración que sentían por ese pedazo de cosa todas las niñas con sus faldas y suéters y trajecitos almidonados... Cuando Harry no estaba ahí, las niñas susurraban:

—Es que es tan sensible...
Y Red Kirkpatrick diría:
—Ella está matándolo a polvos.

Una tarde entré en la clase y el asiento de Harry Walden estaba vacío. Supuse que estaba jodiendo como siempre. Entonces la noticia corrió de pupitre en pupitre. Yo era siempre el último en enterarme. Finalmente llegó hasta mí: Harry Walden se había suicidado. La noche anterior. La señorita Gredis no lo sabía todavía. Miré a su asiento. Nunca más se volvería a sentar en él. Toda esa ropa colorida se había ido al carajo. La señorita Gredis terminó de pasar lista, bajó y se sentó en el pupitre delantero cruzando sus piernas. Llevaba puestas las medias de seda más finas que nunca habíamos visto. Su falda estaba arremangada casi hasta las caderas...

—Nuestra cultura americana —dijo— está destinada a la grandeza. La lengua inglesa, ahora tan limitada y estructurada, será reinventada y mejorada. Nuestros escritores utilizarán lo que yo denominoamericanés...

Las medias de la señorita Gredis tenían casi el color de la carne. Era como si no las llevara en absoluto, como si estuviera desnuda frente a nosotros, pero como además no lo estaba, sino que sólo lo parecía, la sensación era muchísimo mejor.
—Y descubriremos más y más nuestras propias verdades y nuestro
propio modo de hablar, y esta nueva voz no estará constreñida por viejas historias, viejas costumbres, sueños viejos e inútiles...
«Bump, bump, bump...»

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