miércoles, 16 de febrero de 2011

"LA SENDA DEL PERDEDOR" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 26

Mi madre iba cada mañana a su mal pagado trabajo y mi padre, que no tenía trabajo, también salía cada mañana. Aunque la mayoría de los vecinos estaban sin empleo, él no quería que advirtieran que estaba parado. Así cada mañana a la misma hora se metía en su coche y salía como si fuera a trabajar. Por la tarde volvía siempre a la misma hora. Para mí era perfecto, porque me quedaba solo en el lugar. Ellos cerraban la casa, pero yo sabía cómo introducirme. Abría la puerta de rejilla con un cartón. La puerta del porche estaba cerrada con llave por dentro, pero yo deslizaba un periódico bajo la puerta y hacía que cayera la llave. Entonces retiraba el periódico de debajo de la puerta y la llave venía con él. Quitaba el cerrojo de la puerta y entraba. Cuando salía, primero cerraba la puerta de rejilla, cerraba la puerta del porche por dentro dejando la llave puesta, y entonces salía por la puerta principal dejando el pestillo del picaporte puesto.

Me gustaba quedarme solo. Cierto día estaba jugando uno de mis juegos. Había un reloj con segundero y yo me montaba mi competición para ver cuánto tiempo podía aguantar la respiración. Cada vez que lo hacía, superaba mi anterior récord. Las pasaba moradas, pero me enorgullecía cada vez que añadía algunos segundos a mi récord. Ese día añadí otros cinco segundos completos y estaba de pie recuperando el aliento, cuando anduve hasta la ventana delantera. Era un ventanal cubierto por cortinas rojas. Había una pequeña rendija entre las cortinas y miré por ella. ¡Jesucristo! Nuestra ventana estaba directamente enfrente del porche delantero de la casa de los Anderson. La señora Anderson estaba sentada en los escalones y yo veía su vestido casi desde la misma altura. Ella tenía unos 23 años de edad y unas piernas maravillosamente torneadas. Casi podía ver el lugar donde nacían. Entonces me acordé de los binoculares del ejército que poseía mi padre. Estaban en el estante superior de su armario. Corrí y los cogí, volví a toda velocidad, me agaché y los ajusté para ver las piernas de la señora Anderson. ¡Me sentí transportado a la mismísima encrucijada! Y era algo diferente a ver las piernas de la señorita Gredis; no tenías que simular que no estabas mirando. Te podías concentrar. Y es lo que hice. Estaba justo allí, absolutamente caliente. Jesucristo, ¡vaya piernas, vaya costados! Y cada vez que se movía era algo insoportable e increíble.

Me arrodillé sosteniendo los binoculares con una mano y saqué mi aparato con la otra. Escupí en la palma de mi mano y empecé. Por un momento creí ver un retazo de sus bragas. Estaba a punto de correrme y paré. Seguí mirando con los binoculares y luego comencé a frotarme de nuevo. Cuando estaba a punto de correrme paré otra vez. Entonces esperé y comencé a meneármela de nuevo. Esta vez sabía que no sería capaz de pararme. Ella estaba justo delante. ¡Yo viéndoselo casi todo! Era casi como follar. Me corrí. Salpiqué todo el parquet bajo la ventana. Era blanco y espeso. Me levanté, fui hasta el baño y cogí un poco de papel higiénico, volví y recogí el emplasto. Llevé de nuevo el papel al cuarto de baño y lo hice desaparecer con una cascada de agua.
La señora Anderson venía y se sentaba sobre esos escalones casi todos
los días, y cada vez que lo hacía, yo cogía los binoculares y me la cascaba.
Si la señora Anderson llega a saber esto alguna vez, creo que me
matará...

Mis padres iban al cine todos los miércoles por la noche. Se podía apostar dinero en el teatro y ellos tenían necesidad de ganar alguno. Fue en una de esas noches de los miércoles cuando yo descubrí cierta cosa. Los Pirozzi vivían en la casa situada al Sur de la nuestra. Nuestro sendero corría a lo largo del lado Norte de su casa, donde había una ventana que se abría mostrando su salón delantero. La ventana estaba velada por una fina cortina. Había un muro que formaba un arco frente a la calzada y estaba rodeado de setos. Cuando me introducía entre el muro y la ventana me rodeaban los arbustos y nadie podía verme desde la calle, especialmente por la noche.

Me escondía en cuclillas en ese hueco. Era fantástico, mejor de lo que me esperaba. La señora Pirozzi estaba sentada sobre el sofá leyendo un periódico. Sus piernas estaban cruzadas. En un cómodo sillón en el centro de la habitación el señor Pirozzi leía el periódico. La señora Pirozzi no era tan joven como la señorita Gredis o la señora Anderson, pero tenía unas bellas piernas sustentadas por unos zapatos de tacón alto, y cada vez que pasaba una página de su periódico cruzaba las piernas y la falda se le subía más, dejándome ver una mayor porción de muslo.
Si mis padres volvieran a casa del cine y me pillaran allí —pensaba yo—
me matarían. Pero valía la pena. Valía la pena correr el riesgo.

Yo permanecía inmóvil tras la ventana y miraba fijamente las piernas de la señora Pirozzi. Tenían un gran perro pastor que dormía frente a la puerta. Ese día yo había estado mirando las piernas de la señorita Gredis en clase de Inglés, luegome la había cascado observando las de la señora Anderson, y ahora aún tenía más. ¿Por qué el señor Pirozzi no miraba las piernas de su esposa? Tan sólo leía su periódico. Era obvio que la señora Pirozzi intentaba atraerlo, porque su falda se alzaba más y más. Luego pasó una página y cruzó rápidamente sus piernas de modo que la falda saltó hacia atrás mostrando sus desnudos y blancos muslos. ¡Parecían ser de crema! ¡Algo increíble! ¡Era la mejor de todas!

Entonces vi con el rabillo del ojo cómo se movían las pantorrillas del señor Pirozzi. Se levantó velozmente y avanzó hacia la puerta delantera. Yo salí corriendo y haciendo ruido entre los arbustos. Le oí abrir la puerta. Yo estaba ya corriendo por la calzada y me introduje por nuestro patio trasero hasta esconderme tras el garage. Permanecí inmóvil un momento, escuchando. Luego salté la cerca posterior pasando por encima de las parras y cayendo al patio siguiente. Corrí atravesándolo hasta llegar a la calzada y comencé a trotar como un perro en dirección Sur, aparentando que era tan

sólo un muchacho entrenándose. No me seguía nadie, pero seguí trotando.
Si sabe que he sido yo, si se lo dice a mi padre, soy hombre muerto...
¿Y si sólo había dejado que el perro saliera a hacer sus necesidades?

Corrí hasta el Bulevar Oeste de Adams y me senté sobre el banco de un tranvía. Permanecí sentado cinco minutos o así, luego anduve el camino de vuelta a casa. Cuando llegué, mis padres aún no habían vuelto. Entré en la casa, me desvestí, apagué las luces y esperé que amaneciera...

Otro miércoles por la noche Baldy y yo estábamos tomando nuestro atajo habitual entre dos casas de apartamentos, íbamos camino al sótano de su padre cuando Baldy se detuvo frente a una ventana. La sombra era incierta pero aún visible. Baldy se agachó y miró subrepticiamente al interior. Me hizo entonces una seña.
—¿Qué es eso? —susurré.
—¡Mira!
Había un hombre y una mujer en una cama, desnudos. Una sábana les
cubría parcialmente. El hombre intentaba besar a la mujer y ella le

rechazaba.
—¡Maldita sea, déjame hacértelo, Marie!
—¡No!
—¡Pero estoy cachondo, por favor!
—¡Quítame tus malditas manos de encima!
—Pero Marie, ¡te quiero!
—Tú y tu jodido amor...
—Marie, por favor.
—¿Te callarás alguna vez?
El hombre se giró encarándose con la pared. La mujer cogió una revista,
acomodó un almohadón bajo su cabeza y empezó a leerla.
Baldy y yo nos apartamos de la ventana.
—Jesús —dijo Baldy—, ¡me estaba poniendo malo! —Creí que íbamos a
ver algo —dije.
Cuando llegamos a la bodega, el padre de Baldy había puesto un enorme
candado en la puerta del sótano.
Volvimos a esa ventana una y otra vez, pero nunca vimos que realmente
pasara algo. Siempre era lo mismo.
—Marie, ha pasado ya mucho tiempo. Estamos viviendo juntos, lo sabes.
¡Estamos casados!
—¡Vaya mierda de con trato!
—Sólo esta vez, Marie, y no te volveré a molestar. No te volveré a

molestar en mucho tiempo. ¡Te lo prometo!
—¡Cállate! ¡Me enfermas!
Baldy y yo nos fuimos de allí.
—Mierda —dije.
—Mierda —replicó él.
—No creo que tenga siquiera polla —dije.
—Seguro que no —dijo Baldy.
Dejamos de ir por allí.

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