viernes, 25 de febrero de 2011

"LA SENDA DEL PERDEDOR" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 31

Al día siguiente estaba sentado en mi pequeña y verde silla metálica esperando ser llamado. Frente a mí se sentaba un hombre que tenía algo raro en su nariz. Era muy roja y tosca y gruesa y grande y parecía que tan sólo empezaba ahora a crecer. Se podía ver como una sección había crecido sobre la otra. Miré a la nariz y luego intenté no volver a hacerlo. No quería que el hombre me pescara espiándole, sabía como debía sentirse. Pero el hombre parecía estar muy cómodo; era gordo y estaba sentado casi

dormido.
Le llamaron el primero:
—¿Sr. Sleeth?
Se movió un poquito en su silla.
—¿Leeth? ¿Richard Sleeth?
—¿Eh? Sí, aquí estoy...
Se levantó y anduvo hacia la puerta.
—¿Cómo está usted hoy, Sr. Sleeth?
—Muy bien... estoy perfectamente...
Siguió al doctor hacia la sala de consulta.

Me llamaron casi una hora después. Seguí al doctor a través de unas puertas pivotantes y entramos en otra sala. Era mayor que la habitación de las consultas. Me dijeron que me desnudara y me sentara sobre una mesa.

El doctor me miró.
—Realmente lo tuyo es un caso especial, ¿no es verdad?
—Sí.
Me apretó un forúnculo de la espalda.
—¿Te ha dolido?
—Claro.
—Bien —dijo—, vamos a intentar secarlos.
Le oí poner en marcha una máquina que rechinaba y zumbaba. Podía oler

come se calentaba el aceite.
—¿Preparado? —preguntó.
—Sí.

Aplicó la aguja eléctrica sobre mi espalda. Me estaban perforando. El dolor era inmenso. Llenaba la habitación. Sentí como la sangre corría por mi espalda. Luego sacó la aguja.
—Ahora vamos a por otro —explicó el doctor.
Me incrustó la aguja. Luego la extrajo y atacó un tercer grano. Otros dos
hombres habían entrado y permanecían en pie mirando. Probablemente eran doctores. La aguja se introdujo de nuevo en mis carnes.
—Nunca he visto a un muchacho soportar la aguja de este modo —dijo
uno de los hombres.
—No se queja en absoluto —dijo el otro.
—¿Por qué no os dais una vuelta y le pincháis el culo a alguna

enfermera? —les pregunté.
—¡Mira, hijo, no nos hables de ese modo!
La aguja se hincó en mi espalda. Yo no contesté.
—Este chico evidentemente es un amargado...
—Sí, claro, eso es.
Los hombres se fueron.
—Esos son unos magníficos profesionales —dijo mi doctor—. No está bien
que abuses de ellos.
—Usted siga perforando —le contesté.

Lo hizo. La aguja se calentó pero él siguió y siguió. Me perforo completamente la espalda, luego dedicó su atención a mi pecho. Entonces me tendí y me trabajó el cuello y la cara.
Entró una enfermera y recibió instrucciones:

—Ahora, señorita Ackermann, quiero que estas... pústulas... sean secadas completamente. Y cuando empiece a salir sangre, siga apretando. Quiero que las vacíe completamente.
—Sí, Dr. Grundy.
—Y después aplique el aparato de rayos ultravioletas. Dos minutos en

cada lado para empezar...
—Sí, Dr. Grundy.
Seguí a la señorita Ackermann a otra habitación. Me dijo que me tumbara

sobre la mesa. Cogió una gasa y comenzó con el primer grano.
—¿Te duele?
—No se preocupe.
—Pobre muchacho...
—No se preocupe. Tan sólo siento que usted tenga que hacer esto.
—Pobre muchacho...
La señorita Ackermann fue la primera persona que mostró simpatía
conmigo. Me sentí raro. Era una pequeña y rechoncha enfermera cercana a

la treintena.
—¿Vas al colegio? —preguntó.
—No, tuvieron que sacarme de él.
La señorita Ackermann siguió extrayendo y apretando mientras hablaba.
—¿Qué es lo que haces durante todo el día?
—Me quedo en la cama.
—Eso es terrible.
—No, es agradable. A mí me gusta.
—¿Te duele?
—Siga, está bien.
—¿Qué es lo que tiene de agradable estar en cama todo el día?
—Así no tengo que ver a nadie.
—¿Y eso te gusta?
—Oh, sí.

—¿Y qué es lo que haces durante todo el día?
—Algunos días escucho la radio.
—¿Y qué es lo que escuchas?
—Música. Y gente hablando.
—¿Piensas en las chicas?
—Seguro. Pero están descartadas.
—Pero no quisieras pensar de ese modo.

—Hago esquemas de los aviones que vuelan sobre mi casa. Pasan todos los días a la misma hora. Los tengo cronometrados. Digamos que sé que uno de ellos va a pasar a las 11.15 de la mañana. A eso de las 11.10 aguzo el oído para detectar el ruido de sus motores. Intento escuchar el primer zumbido. A veces imagino que lo he oído y a veces no estoy seguro y entonces comienzo a oírlo. Y el sonido crece. Luego a las 11.15 pasa por encima y el sonido es todo lo fuerte que debe de ser.
—¿Haces eso todos los días?
—No lo hago cuando vengo aquí.
—Date la vuelta —dijo la señorita Ackermann. Me di la vuelta. Entonces
en la sala de al lado un hombre comenzó a chillar. Estábamos al lado de la

conmocionada sala. Realmente gritaba con fuerza.
—¿Qué es lo que le están haciendo? —pregunté a la señorita Ackermann.
—Está en la ducha. —¿Y eso le hace chillar de ese modo?
—Sí.
—Seguro que yo estoy peor que él.
—No, no lo estás.

Me gustaba la señorita Ackermann. Lancé una furtiva mirada sobre ella. Su cara era redonda, no era muy bonita pero llevaba su gorrito de enfermera de forma coqueta y tenía unos grandes ojos marrón oscuro. Eran sus ojos. Mientras apelotonaba unas gasas para tirarlas al cubo, observé cómo andaba. Bueno, no era la señorita Gredis, y yo había visto muchas otras mujeres con mejor tipo, pero había algo cálido en torno a ella. No estaba pensando todo el rato en comportarse como una mujer.

—Tan pronto termine con tu cara —dijo—, te pondré bajo el aparato de rayos ultravioletas. Tu próxima cita será pasado mañana a las 8.30 de la mañana.
Después de eso no hablamos nada más.
Entonces terminó. Me puse unas gafas y la señorita Ackermann conectó
el aparato de rayos ultravioletas.

Tenía un sonido como de tic-tac. Era apacible. Debía de ser el reloj automático, o el reflector metálico de la lámpara que estaba calentándose. Era confortable y relajante, pero cuando empecé a pensar en todo ello decidí que todo lo que me estaban haciendo era inútil. Imaginé que aun la mejor aguja dejaría marcas sobre mí para el resto de mi vida. Esto era de por sí bastante terrible pero no era lo que más me importaba. Lo que me preocupaba de verdad es que no sabían cómo tratar mi problema. Lo percibía en sus discusiones y en sus modales. Vacilaban, incómodos, y de algún modo desinteresados y aburridos. Finalmente no me importó lo que hicieran. Tan sólo tenían que hacer algo —cualquier cosa—, porque no hacer nada sería poco profesional.

Experimentaban con los pobres y, si funcionaba, utilizaban el tratamiento con los ricos. Y si no funcionaba, aún había un montón de pobres para experimentar sobre ellos.

La máquina dio la señal de que habían pasado los dos minutos. La señorita Ackermann entró, me dijo que me diera la vuelta, reajustó la máquina y salió. Era la persona más amable que me había encontrado en ocho años.

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