sábado, 26 de febrero de 2011

"LA SENDA DEL PERDEDOR" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 32

Las perforaciones y drenajes continuaron durante semanas, pero con poco resultado. Cuando desaparecía un grano, aparecía otro. A menudo me plantaba solo frente al espejo, maravillándome de hasta qué punto podía afearse una persona. Miraba a mi cara con incredulidad, luego examinaba los granos de mi espalda. Estaba horrorizado. No era de extrañar que la gente mirara, no me extrañaba que dijeran cosas poco amables. No era un simple caso de acné juvenil. Eran unos granos inflamados, implacables, enormes e hinchados, repletos de pus. Me sentía aislado, como si hubieran
elegido que yo fuera de ese modo. Mis padres jamás hablaban de mi

condición. Todavía estaban en el paro. Mi madre salía todas las mañanas para buscar trabajo y mi padre salía con el coche como si estuviera trabajando. Los sábados la gente parada obtenía alimentos gratis de los mercados, normalmente carne enlatada, por alguna oscura razón casi siempre picadillo. Comimos un montón de picadillo. Y sandwiches de Bolonia. Y patatas. Mi madre aprendió a hacer pastel de patatas. Cada sábado mis padres iban a buscar sus alimentos gratis, pero no iban al mercado más cercano porque temían que cualquier vecino los viera y supiera que estaban en la miseria. Así caminaban dos millas, bajando el Boulevard Washington, hasta una tienda dos manzanas más allá de Crenshaw. Era una larga caminata. Desandaban las dos millas sudando, portando sus bolsas de la compra repletas de picadillo enlatado, patatas y zanahorias. Mi padre no iba conduciendo porque quería ahorrar gasolina. Necesitaba la gasolina para conducir hasta su inexistente trabajo. Los demás padres no eran así. Simplemente permanecían sentados tranquilamente frente a sus porches o jugaban con herraduras en algún solar vacío.

El doctor me dio una substancia blanca para qué la aplicara en mi cara. Se endurecía y formaba una costra sobre los granos, dándome el aspecto de estar enyesado. La substancia no parecía ser de gran utilidad. Una tarde estaba solo en casa aplicando esa substancia sobre mi cara y cuerpo. Estaba de pie, vestido sólo con mis calzoncillos, intentando alcanzar las áreas infectadas de mi espalda con la mano, cuando oí voces. Eran Baldy y su amigo Jimmy Hatcher. Jimmy Hatcher era un chico bien parecido y un gran imbécil sabelotodo.

—¡Henry! —oí que llamaba Baldy. Escuché cómo hablaba con Jimmy. Luego cruzó el porche y llamó a la puerta—. ¡Oye, Hank, soy Baldy! ¡Ábreme!
Maldito idiota, pensé, ¿no entiendes que no quiero ver a nadie?

—¡Hank! ¡Hank! ¡Somos Baldy y Jim!
Golpeó en la puerta principal.
Le oí hablar con Jimmy:
—Escucha, ¡le he visto! ¡Le he visto andar por ahí dentro!
—Pero no contesta.
—Mejor entremos. Puede que tenga algún problema.
Imbécil, pensé. Yo te cogí como amigo. Te cogí como amigo cuando
nadie te podía soportar. ¡Ahora mira cómo me lo devuelves!

No podía creerlo. Corrí hasta el vestíbulo y me escondí en un armario, dejando la puerta ligeramente entreabierta. Estaba seguro de que no entrarían en la casa. Pero lo hicieron. Yo me había dejado la puerta trasera abierta. Les oí andar por la casa.
—Tiene que estar aquí —dijo Baldy—. He visto cómo algo se movía
dentro...
Jesucristo, pensé, ¿acaso no puedo moverme por ahí? Yo vivo en esta
casa.
Estaba acuclillado en el oscuro armario. Sabía que no podía dejar que me
encontraran dentro.
Abrí la puerta del armario y salté fuera. Vi a ambos de pie en la

habitación delantera. Corrí hasta ahí.
—¡SALID FUERA DE AQUÍ! ¡HIJOS DE PUTA!
Me miraron.
—¡SALID DE AQUÍ! ¡No TENÉIS DERECHO A ESTAR AQUÍ! ¡SALID ANTES DE QUE OS
MATE!
Empezaron a correr hacia el porche trasero.
—¡FUERA!¡FUERA u os MATO!

Oí cómo corrían por la entrada hasta llegar a la acera. No quería mirarlos. Fui a mi habitación y me tendí en la cama. ¿Por qué querían verme? ¿Qué es lo que ellos podían hacer? No se podía hacer nada. No había nada que hablar.

Un par de días más tarde mi madre no salió a buscar trabajo y no me tocaba ir al Hospital General del Condado de Los Angeles. Así que nos quedamos en casa juntos. No me gustaba nada. Quería que el sitio me perteneciera a mí solo. Oí cómo se movía por la casa y me quedé en mi dormitorio. Los granos estaban peor que nunca. Miré mi esquema de idas y venidas de aviones. El vuelo de la 1.20 estaba a punto de llegar. Empecé a escuchar. Llegaba con retraso. Eran ya la 1.20 y todavía se estaba aproximando. Cuando pasó por encima comprobé que llevaba tres minutos de retraso. Entonces oí el timbre de la puerta y a mi madre que la abría.
—Emily, ¿qué tal estás?
—Hola, Katty, bien, ¿y tú?
Era mi abuela, ahora ya muy vieja. Las oí hablar pero no podía distinguir
lo que decían. Agradecí no oírlo. Hablaron durante cinco o diez minutos y

luego oí cómo cruzaban el salón dirigiéndose hacia mi dormitorio.
—Os voy a enterrar a todos —decía mi abuela—. ¿Dónde está el chico?
Se abrió la puerta y apareció mi abuela en el umbral.
—Hola, Henry —saludó mi abuela.
—Tu abuela ha venido adrede para ayudarte —explicó mi madre.

Mi abuela tenía un enorme bolso. Lo dejó sobre la mesilla y sacó un
enorme crucifijo de plata de él.
—Tu abuela está aquí para ayudarte, Henry...

Mi abuela tenía más verrugas que nunca y estaba más gorda. Parecía invencible, como si nunca fuera a morirse. Había llegado a envejecer tanto que no tenía sentido que se muriera.
—Henry —dijo mi madre—, túmbate sobre el estómago.

Me tumbé y vi cómo mi abuela se inclinaba sobre mí. Con el rabillo del ojo observé cómo balanceaba el enorme crucifijo sobre mí. Yo había rechazado la religión un par de años antes. Si era verdad, convertía en idiotas a la gente, o bien producía idiotas. Y si no era verdad, entonces eran doblemente idiotas.

Pero eran mi abuela y mi madre. Decidí que procedieran a su aire. El crucifijo pendulaba adelante y atrás sobre mi espalda, sobre mis granos, sobre mí.

—Dios —rezó mi abuela—, ¡extrae el demonio del cuerpo de este pobre muchacho! ¡Contempla sus llagas! Me enferman. ¡Dios! ¡Míralas! ¡Es el demonio, Dios, que habita en el cuerpo del muchacho! ¡Extrae el demonio de su cuerpo, Señor!
—¡Saca el demonio de su cuerpo, Señor! —repitió mi madre.
Lo que necesito es un buen doctor, pensé. ¿Qué es lo que les pasa a
estas mujeres? ¿Por qué no me dejan solo?

—Dios —dijo mi abuela—, ¿por qué permites que el demonio more en este cuerpo? ¿Acaso no ves cómo disfruta el demonio? Mira estas llagas, Oh Señor. ¡Estoy a punto de vomitar con sólo mirarlas! ¡Son rojas y enormes y están llenas de porquería!
—¡Saca el demonio del cuerpo de mi chico! —chilló mi madre.
—¡Que Dios nos libre de este demonio! —chilló mi abuela.

Cogió el crucifijo y lo situó sobre el centro de mi espalda, clavándomelo. La sangre brotó, podía sentirla, al principio cálida, luego repentinamente fría. Me di la vuelta y me senté sobre la cama.
—¿Qué coño estáis haciendo?
—¡Estoy haciendo un agujero para que Dios extraiga al demonio por él!
—dijo mi abuela.
—Muy bien —dije—, quiero que las dos salgáis fuera de aquí, ¡y rápido!

¿Me habéis entendido?
—¡Aún está poseído! —dijo mi abuela.
—¡SACAD VUESTRO MALDITO INFIERNO DE AQUÍ! —vociferé.
Salieron, conmocionadas y molestas, dejando la puerta cerrada tras
ellas.

Fui hasta el cuarto de baño, cogí un poco de papel de baño e intenté detener la hemorragia. Extendí el papel de baño y lo miré. Estaba empapado. Cogí otro montón de papel y lo apliqué contra mi espalda durante un rato. Entonces cogí el yodo. Lo pasé intentando alcanzar con él mi herida. Era difícil. Finalmente dejé de intentarlo. De todos modos, ¿quién ha oído hablar de una espalda infectada? O bien morías o bien vivías. La espalda era algo que ningún gilipollas había imaginado jamás cómo amputar.

Volví a mi cuarto y me metí en la cama subiéndome las mantas hasta el
cuello. Me quedé observando el techo y hablando conmigo mismo.

De acuerdo, Dios, dime que estás ahí realmente. Tú me has metido en este lío. Quieres probarme. Supón que te pruebo yo a Ti. Supón que yo digo que no estás aquí. Tú me has dado una prueba suprema con mis padres y mis granos. Creo que he aprobado tu examen. Soy más duro que Tú. Si ahora mismo bajaras hasta aquí, escupiría en Tu cara, si es que tienes una cara. ¿Y también cagas? El cura jamás me contestó a esa pregunta. Nos dijo que no dudáramos. ¿Dudar qué? Creo que Tú ya me has estado dando la coña mucho rato, así que te pido que bajes hasta aquí para que pueda ponerte a prueba.
Esperé. Nada. Esperé a Dios. Esperé y esperé. Creo que me dormí.

Nunca había dormido sobre mi espalda. Pero cuando me desperté, estaba sobre ella y me sorprendí. Tenía las piernas dobladas por las rodillas y, frente a mí, formando dos montañitas bajo las sábanas. Y mientras miraba los dos declives vi dos ojos que me miraban entre ellos. Los ojos eran oscuros, negros, vacíos... mirándome bajo una capucha, una capucha negra y puntiaguda como la de un miembro del Ku-Klux-Klan. Permanecían fijos sobre mí, ojos oscuros y vacuos, y yo nada podía hacer. Estaba completamente aterrorizado. Pensé que era Dios, pero se suponía que Dios no miraba de esa forma.
No podía aguantar la mirada. No podía moverme. Seguía ahí mirándome
fijamente por encima del montículo de mis rodillas. Yo quería que

desapareciera. Que se fuera. Era poderosa y negra y amenazadora.
Pareció que se mantuvo durante horas, clavada en mí.
Y entonces desapareció...
Permanecí en la cama meditando sobre ella.
No podía creer que hubiera sido la de Dios. Vestido de ese modo. Hubiera
sido un truco barato.
Había sido una ilusión, por supuesto.

Pensé en ella durante diez o quince minutos, luego me levanté y busqué la pequeña caja marrón que me había dado mi abuela hacía años. Dentro de ella había pequeños rollos de papel con citas de la Biblia. Cada rollito estaba protegido por un cubículo de la cajita. Se suponía que uno se hacía una pregunta y el rollito que luego extrajera nos daría la contestación. Lo había intentado antes y me pareció inútil. Ahora lo intenté de nuevo. Le pregunté a la pequeña caja marrón:
—¿Qué es lo que significa lo que he visto? ¿Qué significan esos ojos?
Extraje un papel y lo desenrollé. Era un pequeño pedacito de papel
blanco.
—DIOS TE HA ABANDONADO.

Enrollé el papel y lo devolví a su cubículo dentro de la pequeña cajita marrón. No lo creí en absoluto. Volví a la cama y pensé en él. Era demasiado simple, demasiado directo. No creía en ello. Pensé en masturbarme para volver a la realidad. Aún no lo creía. Me volví a levantar y comencé a desenrollar todos los papelitos del interior de la caja marrón. Buscaba aquel que contenía la frase «DIOS TE HA ABANDONADO». Los desenrollé todos. Ninguno decía tal cosa. Los leí uno por uno y ninguno contenía la frase. Los enrollé de nuevo y los guardé cuidadosamente dentro de cada cubículo de la
pequeña caja marrón.

Mientras tanto, los granos empeoraron. Seguía cogiendo el tranvía de la línea 7 e iba al Hospital General del Condado de Los Angeles donde me estaba enamorando de la señorita Ackermann; la enfermera que extraía mis humores. Ella nunca sabría cómo cada punzada de dolor que me producía fortalecía mi ánimo. A pesar del horror de la sangre y el pus, siempre era humana y amable. Mi sentimiento amoroso por ella no era sexual.

Sólo deseaba que me envolviera con su almidonada blancura y juntos nos desvaneciéramos del mundo. Pero jamás lo hizo. Era demasiado práctica. Tan sólo me recordaría cuál era mi siguiente cita.

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