jueves, 3 de marzo de 2011

"LA SENDA DEL PERDEDOR" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 35

De vuelta en Chelsey High todo seguía igual. Un grupo de los mayores se había graduado, pero fueron reemplazados por otro grupo con coches deportivos y ropas caras. Nunca se enfrentaron conmigo. Me dejaban solo, ignorándome. Estaban ocupados con las chicas. Nunca hablaban con los chicos pobres ni dentro ni fuera de clase.
Cuando ya llevaba una semana de mi segundo semestre, hablé con mi
padre a la hora de cenar.
—Mira —dije—, el instituto es difícil. Me estás dando 50 centavos

semanales. ¿Podría ser un dólar?
—¿Un dólar?
—Sí.

Se metió en la boca una enorme porción de remolacha en vinagreta y cortada en rodajas y siguió masticando. Luego me miró bajo sus curvadas cejas.
—Si te doy un dólar a la semana, eso significará 52 dólares al año, lo que
significa que tengo que trabajar unasemana más sólo para pagarte a ti.

No respondí. Pero pensé: Dios mío, si piensas de ese modo, artículo por artículo, entonces no puedes comprar nada: pan, sandía, periódicos, harina, leche o espuma de afeitar. No dije nada más porque cuando odias, no mendigas...

Los chicos ricos disfrutaban saliendo y entrando a toda velocidad con sus coches, deslizándose, quemando neumáticos, sus coches destellando bajo la luz del sol mientras las chicas se agrupaban alrededor. Las clases eran un cuento, todos iban a algún sitio para aprobar y las clases eran un cuento rutinario. Todos obtenían buenas notas y rara vez les veías con libros, tan sólo quemando goma de neumáticos, tomando curvas a toda velocidad con sus coches llenos de chicas chillando y riendo. Yo les miraba con mis 50 centavos en el bolsillo. Ni siquiera sabía conducir un coche.

Mientras tanto los pobres y los perdidos y los idiotas continuaban fluyendo en torno mío. Yo tenía un sitio donde me gustaba comer bajo los graderíos del campo de fútbol. Tenía mi bolsa marrón de la comida con dos sandwiches de bologna. Ellos me rodeaban:
—Oye, Hank, ¿puedo comer contigo?

—¡Iros a la mierda! ¡No os lo voy a decir dos veces! Demasiados tipos de esa clase se me habían pegado ya. No me importaban mucho ninguno de ellos: Baldy, Jimmy Hatcher y ese desgarbado chico judío, Abe Mortenson. Mortenson era un estudiante con sobresalientes pero también uno de los mayores idiotas del colegio. Había algo radicalmente equívoco en él. La saliva se formaba constantemente en su boca pero, en lugar de escupirla en el suelo para desembarazarse de ella, se escupía en las manos. No sé porqué hacía eso y no se lo pregunté. No me gustaba preguntar. Tan sólo le miraba sintiéndome disgustado. Una vez regresé a casa con él y descubrí por qué sacaba tanto sobresaliente. Su madre le obligaba a pegar la nariz a los libros y hacía que la mantuviera en esa posición. Le hacía leer todos sus libros de texto una y otra vez, página a página.

—Tiene que aprobar sus exámenes —me dijo. Nunca se le ocurrió que quizás los libros estuvieran equivocados. O que a lo mejor no importaban. No le pregunté nada a ella.

Me pasaba otra vez lo mismo que en la escuela primaria. En torno mío se agrupaban los débiles en lugar de los fuertes, los feos en lugar de los hermosos, los perdedores en vez de los ganadores. Parecía que mi destino en la vida era viajar en su compañía. Eso no me importaba tanto como el hecho de que yo les parecía irresistible a todos esos tipos idiotas y grises. Era como una mierda que atraía a las moscas en lugar de una flor que subyugara a las deseadas mariposas y abejas. Yo quería vivir solo, me sentía mejor estando solo, mucho más limpio; sin embargo no era lo suficientemente listo para desembarazarme de ellos. Quizás eranmis maestros: otro tipo de padres. En cualquier caso era incómodo tenerlos revoloteando alrededor mientras me comía mis sandwiches de bologna.

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