viernes, 4 de marzo de 2011

"LA SENDA DEL PERDEDOR" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 36

Las vendas eran realmente útiles. El Hospital General del Condado de Los Ángeles finalmente me ofrecía alguna solución. Los granos se secaron. No es que desaparecieran, pero sí que se aplanaron un poco. Sin embargo surgían otros nuevos que se hinchaban otra vez. Me perforaron y envolvieron con vendas por segunda vez.

Mis sesiones con la aguja eran interminables. Treinta y dos, treinta y seis... treinta y ocho sesiones. Ya no temía en absoluto a la aguja. Además, nunca la había temido. Sólo sentí rabia. Pero la rabia había desaparecido. Ni siquiera existía resignación por mi parte, tan sólo disgusto, disgusto por lo que me pasaba, disgusto y cólera con los doctores que no sabían cómo ayudarme. Eran unos inútiles y yo también me sentía inútil; la diferencia estribaba en que yo era la víctima. Ellos podían volver a sus casas y encerrarse en sus vidas mientras yo tenía que aguantar la misma cara.

Pero hubo ciertos cambios en mi vida. Mi padre encontró trabajo. Aprobó un examen en el Museo del Condado de Los Angeles y obtuvo trabajo como guardián. Mi padre solía hacer bien los exámenes. Le encantaban las matemáticas y la historia. Aprobó el examen y por fin tuvo un trabajo donde ir cada mañana. Sólo había tres plazas de guardianes, y él consiguió una de ellas.
El Hospital General del Condado de Los Angeles supo de algún modo lo
de mi padre y la señorita Ackermann me dijo un día:
—Henry, ésta es tu última sesión de tratamiento. Te echaré de menos.
—Venga, no te engañes —dije—, no digas tonterías. ¡Vas a echarme de
menos tanto como yo a esa aguja eléctrica!
Pero aquel día se comportaba de modo extraño. Sus ojos estaban

acuosos y oí cómo se sonaba la nariz.
Una de las enfermeras le preguntó:
—Vaya, Janice, ¿qué te pasa?
—Nada, estoy perfectamente.
Pobre señorita Ackermann. Yo tenía 15 años y estaba cubierto de granos,
enamorado de ella y ninguno de los dos podíamos hacer nada.
—Muy bien —dijo ella—, ésta va a ser tu última sesión de rayos
ultravioletas. Túmbate sobre el estómago.
—Por fin sé cuál es tu nombre —le dije—. Janice. Es un nombre bonito.
Igual que tú.
—Oh, cállate —dijo ella.
La volví a ver cuando sonó el primer aviso del aparato. Me di la vuelta,
Janice reajustó el aparato y salió de la habitación. Jamás volví a verla.
Mi padre no creía en los doctores que no fueran solteros.
—Te harán mear en un tubo, pillarán tu dinero y volverán junto a sus
esposas en Beverly Hills —decía mí padre.

Pero en una ocasión me envió a uno. A un doctor con mal aliento y una cabeza tan redonda como una pelota de baloncesto, salvo que tenía dos pequeños ojos ahí donde la pelota no tenía ninguno. No me gustaba mi padre y el doctor no era mucho mejor. Me dijo que no tomara alimentos fritos y que bebiera zumo de zanahorias. Eso fue todo.
Mi padre me avisó de que volvería al instituto el trimestre siguiente.

—Me estoy rompiendo el culo para evitar que la gente robe. Algún negro rompió el cristal de una urna y robó monedas antiguas antes de ayer. Cogí al bastardo. Rodamos por las escaleras juntos. Le retuve hasta que llegaron los otros. Arriesgo mi vida todos los días. ¿Por qué tienes que estar aplanando tu culo y deprimiéndote? Quiero que seas ingeniero. ¿Cómo coño vas a ser ingeniero mientras sigas rellenando cuadernos con mujeres con la falda levantada hasta el culo? ¿Eseso todo lo que sabes dibujar? ¿Por qué no pintas flores, o montañas o mares? ¡Vas a volver al instituto!

Bebí zumo de zanahorias y esperé matricularme de nuevo. Sólo había perdido un trimestre. Los granos no se habían curado, pero ya no eran tan terribles como antes.
—¿Sabes lo que me cuesta el zumo de zanahoria? Tengo que trabajar a
primera hora todos los días por tu maldito zumo de zanahorias.

Descubrí la Biblioteca Pública de La Ciénaga. Obtuve un carnet de lector. La biblioteca estaba cerca de la vieja iglesia de West Adams. Era muy pequeña y sólo había una bibliotecaria. Ella tenía mucha clase. Tenía unos 38 años y ya su pelo era completamente blanco y recogido en un apretado moño sobre su nuca. Su nariz era afilada y poseía unos ojos verde- profundos tras unas gafas sin montura. Me sentía como si ella conociera todas las cosas.

Anduve por la biblioteca mirando libros. Los saqué de sus estantes, uno por uno. Pero todos eran un camelo. Eran sosos y pesados. Páginas y páginas de palabras sin sentido. Y si lo tenían, tardaban mucho en demostrarlo, y cuando lo hacían ya estabas demasiado cansado como para que te importara en absoluto. Probé libro tras libro. Seguramente, entre todos esos libros tenía que haberuno.

Cada día andaba hasta la biblioteca en Adams esquina a La Brea y ahí estaba mi bibliotecaria, severa, infalible y silenciosa. Seguí sacando los libros de sus estantes. El primer libro auténtico que encontré estaba escrito por un tipo llamado Upton Sinclair. Sus párrafos eran simples y llenos de furia. Escribía con furia. Escribía sobre las inmundas cárceles de Chicago. Decía las cosas lisa y directamente. Entonces encontré otro autor. Su nombre era Sinclair Lewis y el libro se llamaba Calle Mayor. Mondaba las capas de hipocresía que cubrían a la gente. Pero parecía carecer de pasión.
Volví en busca de más libros. Me leía cada libro en una sola tarde.
Estaba un día dando vueltas y lanzando miradas furtivas a mi
bibliotecaria, cuando divisé un libro con el título de Bow Dow to Wood and
Stone. Por fin algo bueno, porque eso era lo que todos hacíamos. ¡Ya era hora de algo defuego!. Abrí el libro. Estaba escrito por Josephine Lawrence. Una mujer. Eso estaba bien. Cualquiera podía encontrar el conocimiento. Abrí sus páginas. Pero era como las de la mayoría de los otros libros: blandas, oscuras, aburridas. Devolví el libro a su estante. Y mientras mi mano estaba ahí, alcancé el libro siguiente. Estaba escrito por otro Lawrence. Abrí el libro al azar y comencé a leer. Trataba sobre un hombre frente a un piano. Al principio parecía una falsedad. Pero seguí leyendo. El hombre del piano estaba turbado. Su mente soltaba cosas. Cosas oscuras y curiosas. Los párrafos de las páginas eran densos como un hombre que gritara, no «Joe, ¿dónde estás?», sino más bien «Joe, ¿dónde hay algo?» Ese era Lawrence el de los párrafos espesos y sangrientos. Nunca me habían hablado de él. ¿Por qué ese secreto? ¿Por qué no se le hizo publicidad?
Leí un libro por día. Me leí todo lo de D. H. Lawrence en esa biblioteca. Mi
bibliotecaria comenzó a mirarme de forma rara cuando le pedía los libros.
—¿Cómo estás hoy? —solía preguntarme.

Eso siempre sonaba bien. Me sentía como si realmente me hubiera ido a la cama con ella. Me leí todos los libros de D. H. y esos me condujeron a otros. A H. D., la poetisa. Y Huxley, el más joven de los Huxley y amigo de Lawrence. Todo me vino de golpe. Un libro me llevaba al siguiente. Así descubrí a Dos Passos. No era demasiado bueno, realmente, pero sí lo bastante. Su trilogía sobre los Estados Unidos me costó leerla más de un día. Dreiser no me gustaba. Sherwood Anderson sí. Y entonces vino Hemingway. ¡Qué subyugante! Sabía cómo escribir una línea. Era puro gozo. Las palabras no eran abstrusas sino cosas que hacían vibrar tu mente. Si las leías y permitías que su hechizo te embargara, podías vivir sin dolor, con esperanza, sin importarte lo que pudiera sucederte.
Pero de vuelta a casa...
—¡APAGA LAS LUCES! —chillaba mi padre.

Ahora estaba leyendo a los rusos, a Turgueniev y Gorky. Las normas de mi padre incluían que todas las luces habían de apagarse a las 8 de la tarde. El quería dormir para estar fresco y despejado en su trabajo al día siguiente. Su conversación en casa rondaba siempre el tema «del trabajo». Hablaba a mi madre acerca de su «trabajo» desde el momento que cruzaba la puerta por la tarde hasta que se iba a la cama. Estaba decidido a subir en el escalafón.
—¡Muy bien! ¡Ya está bien de malditos libros! ¡Apaga las luces!

Para mí, esos hombres que se habían introducido en mi vida provenientes de la nada, eran mi única oportunidad. Las únicas voces que me hablaban.
—De acuerdo —solía decir yo.

Entonces cogía la lamparita de mi cabecera, reptaba bajo las mantas, metía el almohadón dentro y me leía cada nuevo libro apoyándolo en el almohadón y protegido por el edredón y las mantas. Llegaba a hacer mucho calor, la lámpara ardía y me costaba respirar. Entonces levantaba las mantas para que entrara el aire.
—¿Qué es eso? ¿Estoy viendo una luz? Henry ¿has apagado tu luz?
Rápidamente bajaba de nuevo las mantas y esperaba hasta que oía
roncar a mi padre.

Turgueniev era un tipo muy serio, pero podía hacerme reír porque el encontrar una verdad por vez primera puede ser muy divertido. Cuando la verdad de alguien es la misma que la tuya y parece que la está contando sólo para ti... eso es fantástico.

Leía libros por la noche, de ese modo, bajo las mantas y con la sobrecalentada lamparilla. Leer todos esos buenos párrafos mientras te sofocabas... era hechizante.
Y mi padre había encontrado un trabajo, y eso era la magia para él.

ENLACE " CAPITULO 37 "

No hay comentarios: