miércoles, 9 de marzo de 2011

"LA SENDA DEL PERDEDOR" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 39

Un domingo Jimmy me habló de ir a la playa con él. El quería nadar. Yo no quería que me vieran llevando bañador, porque mi espalda estaba cubierta de granos y cicatrices, aunque aparte de eso, yo tenía un buen tipo. Pero nadie se daría cuenta deeso. Tenía un pecho amplio y fuertes piernas, pero nadie los advertiría.

No había nada que hacer y no tenía ningún dinero y los chicos no jugaban en las calles los domingos. Decidí que la playa pertenecía a cualquiera. También yo tenía derecho. Mis marcas y granos no iban contra la ley.Así que nos montamos en nuestras bicicletas y comenzamos a pedalear.
Había que recorrer quince millas. Eso no me importaba. Tenía suficientes
piernas.

Me mantuve a la par que Jimmy durante todo el camino hasta Culver City... Luego empecé a pedalear gradualmente más rápido. Jimmy se esforzó, tratando de seguir el ritmo. Podía ver cómo se agotaba. Saqué un cigarrillo y lo encendí. Luego pasé el paquete a Jimmy.
—¿Quieres uno, Jimmy?
—No... gracias...
—Esto es como matar pájaros con tirachinas —le dije—, deberíamos

hacerlo más a menudo.
Empecé a pedalear con más fuerza. Me sentía pleno de energías.
—¡Es realmente fantástico! —insistí—. ¡Es mejor que cascársela!
—¡Oye, ve un poco más lento! Me volví y le miré.
—No hay nada como un buen amigo para montar juntos en bicicleta.
¡Vamos, amigo!
Entonces apliqué todas mis fuerzas y me separé. El viento soplaba en mi
cara, me sentía muy bien.
—¡Oye, espera! ¡ESPERA, MALDITA SEA! —aulló Jimmy.

Yo me reí y seguí esforzándome. En seguida Jimmy estaba a media manzana de distancia, una manzana, dos manzanas. Nadie sabía cuan bueno era yo. Nadie sabía lo que era capaz de hacer. Era una especie de milagro. El sol lanzaba sus rayos amarillos sobre las cosas y yo los hendía como si fuera una loca cuchilla sobre ruedas. Mi padre era un mendigo en las calles de la India, pero todas las mujeres del mundo estaban enamoradas de mí...
Iba lanzado a toda velocidad cuando llegué al semáforo. Pasé entre la fila
de coches parados. Ni siquiera los coches eran un obstáculo, habían de seguirme. Pero no por mucho tiempo. Un chico y una chica en su
descapotable verde comenzaron a seguirme.
—¡Oye, chico!
—¿Sí? —les miré. El era un tipo grandote de unos veintitantos años, con
brazos peludos y un tatuaje.
—¿Dónde cojones crees que vas? —me preguntó.
Estaba intentando lucirse delante de su rubia. Ella era una mirona de

larga melena rubia flotando al viento.
—¡Que te den por el culo, colega! —le respondí.
—¿Cómo?
—He dicho: ¡que te den por el culo!
Le hice la seña con el dedo.
El siguió conduciendo a mi lado.
—¿Le vas a bajar los humos, Nick? —oí como la chica le preguntaba.
El siguió conduciendo a mi lado.
—Oye, chico. No he oído bien lo que has dicho. ¿Te importaría repetirlo?
—Sí, dilo otra vez —dijo la mirona con su melenaza fluctuando al viento.
Eso me mosqueó. Ella me mosqueaba.
Le miré de nuevo.
—De acuerdo, ¿quieres meterte en líos? Aparca, yo soy tu lío.

Salió disparado ganándome una media manzana, aparcó y abrió la puerta. Mientras salía pegué un quiebro en torno suyo y casi me meto en la ruta de un Chevrolet que se quedó pitándome. Mientras me metía por una calle adyacente, pude oír como el grandullón se reía...

Después de que el tipo se hubo ido, pedaleé de vuelta al Boulevard Washington, recorrí algunas manzanas, bajé de la bici y esperé a Jimmy sentado en la parada del autobús. Podía ver cómo se acercaba. Cuando llegó, me hice el dormido.
—¡Vamos, Hank! ¡No seas tan cabrón conmigo!
—Oh, ¡Hola, Jimmy! ¿Ya estás aquí?

Intenté que Jimmy escogiera un lugar de la playa donde no hubiera demasiada gente. Me sentía normal llevando la camisa puesta, pero cuando me la quitara me iba a quedar expuesto. Odiaba a los malditos bañistas y sus cuerpos inmaculados. Odié a toda la maldita gente que estaban tomando el sol o se bañaban o dormían o comían o hablaban o jugaban a la pelota. Odié sus culos y sus caras y sus codos y sus pelosy ojos y sus ombligos y sus trajes de baño.
Me tendí sobre la arena pensando. Debía de haberme pegado con ese

gordo hijo de puta. ¿Qué demonios sabía él que no supiera yo?
Jim se tendió a mi lado.
—¡Qué demonios! —dijo—, vamos a nadar.
—Todavía no —repliqué.

El agua estaba llena de gente. ¿Cuál era la fascinación de la playa? ¿Por qué le gustaba a la gente? ¿No tenían nada mejor que hacer? Eran unos mamones con sesos de gallina.
—Piénsalo —dijo Jim—, las mujeres entran en el agua para mearse.
—Sí, y luego tú te lo tragas.
Nunca habría modo de que yo me acoplara a la gente. Quizás me
131

convirtiera en monje. Pretendería creer en Dios y viviría en una celda, tocaría el órgano y me emborracharía con vino. Nadie follaría conmigo. Podría meterme en una celda a meditar durante meses, no tendría que ver a nadie y me mandarían vino regularmente. El problema consistía en que los hábitos eran de lana virgen. Peores que los uniformes de Instrucción. No

podía soportarlos. Tenía que pensar en alguna otra cosa.
—Oh, oh —dijo Jim.
—¿Qué sucede?
—Hay unas chicas que se están fijando en nosotros.
—¿Y eso qué?
—Están hablando y riéndose. Puede que vengan hasta aquí.
—¿Sí?
—Sí. Y si se acercan, ya te avisaré. Cuando lo haga, túmbate de
espaldas.
Mi pecho sólo tenía unos pocos granos y marcas.
—No te olvides —reiteró Jim—, cuando te avise túmbate sobre la
espalda.
—Ya te he oído.
Yo apoyaba mi cabeza sobre los brazos. Sabía que Jim estaba mirando a
las chicas sonriéndoles. Tenía gancho con ellas.
—Son unos coños simples —dijo—, son realmente estúpidas.
¿Por qué había venido yo hasta aquí? —pensé—. ¿Por qué siempre hay
que escoger entre lo malo y lo peor?
—¡Oh, oh, Hank, aquí vienen!
Alcé la vista. Eran cinco. Me tendí sobre la espalda. Las chicas se
acercaron riéndose tontamente y se quedaron paradas. Una de las chicas

dijo:
—Oye, ¡esos chicos son guapos!
—¿Vivís por aquí? —preguntó Jim.
—Oh sí —dijo una de ellas—, ¡dormimos con las gaviotas!
Todas lanzaron risitas.
—Bien —dijo Jim—, nosotros somos águilas. No sé bien qué hacer con

cinco gaviotas.
—¿Y cómo lo hacen los pájaros? —preguntó una de ellas.
—Maldita sea si lo sé —dijo Jim—, quizás podamos averiguarlo.
—¿Por qué no venís donde tenemos la toalla? —preguntó otra.
—De acuerdo —replicó Jim.

Tres de las cinco chicas habían hablado. Las otras dos permanecieron bajándose los bañadores para que no viéramos lo que ellas no querían que viéramos.
—No contéis conmigo —dije yo.
—¿Qué es lo que le pasa a tu amigo? —preguntó una de las chicas que se
había estado bajando el bañador para taparse el culo.
—Es un tipo raro —contestó Jim.

Se levantó y se marchó con las chicas. Yo cerré los ojos y escuché el rumor de las olas. Miles de peces devorándose unos a otros. Infinidad de bocas y culos comiendo y cagando. La tierra entera no era nada más que bocas y culos devorando y cagando. Y jodiendo.

Me di la vuelta y observé a Jim con sus cinco chicas. Estaba de pie sacando pecho y luciendo sus pelotas. No tenía mi pecho de barril ni mis fuertes piernas. Era esbelto y delgado, con su pelo negro y su traviesa boca repleta de dientes perfectos, sus pequeñas orejas redondas y su largo cuello. Yo no tenía apenas cuello. Mi cabeza parecía asentarse directamente sobre los hombros. Pero yo era fuerte. Y sin embargo no lo suficientemente bueno, a las damas les gustaban losdandies. Si no fuera por mis granos y mis cicatrices, estaría junto a ellas mostrándoles un par de cosas. Les mostraría mis pelotas y haría que todas sus cabecitas huecas se fijaran en mí. En mí, con mi vida de 50 centavos semanales.

Vi como las chicas se ponían de pie de un salto y seguían a Jim al agua. Las oí reír y chillar como idiotas... ¿Qué? No, eran bonitas. No eran como los adultos y los padres. Al menos se reían. Las cosas eran divertidas. No tenían que contenerse. No tenía sentido vivir estructurando las cosas, D. H. Lawrence lo sabía. Necesitamos amor, pero no el tipo de amor que la gente utiliza y es utilizada por él. El viejo D. H. Lawrence había llegado a saber algo. Su compadre Huxley sólo era un intelectual inquieto, pero cuan maravilloso. Mejor que G. B. Shaw y su equilibrada mente que profundizaba demasiado en los orígenes, convirtiendo su agudo ingenio en una carga que evitaba que realmente sintiera nada, y su brillantez oral, que desmenuzaba tanto a la mente como a las sensibilidades, sólo producía hastío. Y sin embargo era magnífico leerlos a todos. Mostraban cómo los pensamientos y las palabras podían ser fascinantes, aunque fueran inútiles.

Jim estaba salpicando a las chicas. Era el Rey Acuático y todas le adoraban. Era la posibilidad y la promesa. Era un tío grande. Sabía como montárselo. Yo había leído muchos libros pero él había leído uno que yo no conocía. Era un artista, con su pequeño bañador y sus pelotas y sus orejas redondas y su traviesa sonrisa. Era el mejor. No le podía desafiar más de lo que desafié al hijo de puta del descapotable verde y su mirona de larga melena rubia ondeando al viento. Ambos tenían lo que se merecían. Yo era una mierda de 50 centavos flotando en el verde océano de la vida.

Observé cómo salían del agua, relucientes, jóvenes e invictos. Quería que me quisieran. Pero nunca por piedad. Y, sin embargo, a pesar de sus cuerpos y mentes aterciopelados y vírgenes, se perdían algo de la vida porque no habían sido puestos a prueba aún. Cuando la adversidad alcanzara sus vidas posiblemente llegara demasiado tarde o fuera demasiado poderosa. Yo estaba preparado. Quizás.

Observé cómo Jim se secaba con la toalla de una de las chicas. Mientras miraba, un niño cualquiera de unos cuatro años se acercó, cogió un puñado de arena y me lo tiró a la cara. Luego se quedó frente a mí, feliz, con su boca enarenada fruncida en un gesto de victoria. Era una osada y encantadora pequeña mierda. Con el dedo hice señas para que se acercara. ¡Acércate, acércate! Permaneció en su sitio.

El cabroncete me miró, se dio la vuelta y salió corriendo. Tenía un culo estúpido. Dos nalgas con forma de pera que oscilaban como si estuvieran desunidas. Mejor, otro enemigo que desaparecía.
Entonces Jim, el conquistador, regresó. Se plantó frente a mí. También él
feliz.

—Se han ido —dijo.
Miré hacia donde estaban las chicas para asegurarme que se habían ido.
—¿Adonde fueron? —pregunté.
—¿Qué coño importa? Tengo los teléfonos de las dos más buenas.
—¿Las más buenas para qué?
—Parajode r, idiota.
Me levanté.
—¿Idiota? Me parece que te voy a dar por culo.
Su rostro se realzaba con la brisa marina. Podía verle retorciéndose sobre

la arena, alzando sus blancos pies.
Jim contestó a mi reto.
—Tranquilo, Hank. Mira, ¡te puedo dar sus números de teléfono!
—¡Guárdatelos! ¡No tengo tus jodidos y estúpidos oídos!
—De acuerdo. De acuerdo. Somos amigos, ¿no es verdad?

Anduvimos por la playa hasta el paseo donde teníamos las bicicletas tras la casa playera de algún tipo. Y, mientras andábamos, sabíamos de quién había sido la jornada, y darle por culo a alguien no hubiera cambiado esa realidad, aunque quizás hubiera ayudado. Mas no lo suficiente. Durante todo el camino de regreso a casa, montados en nuestras bicis, no intenté lucirme como lo hice antes. Yo necesitaba algo más. Quizás me hacía falta esa rubia del descapotable verde y su largo pelo flotando al viento.

ENLACE " CAPITULO 40 "

No hay comentarios: