jueves, 10 de marzo de 2011

"LA SENDA DEL PERDEDOR" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 40

La Instrucción, designada como Ejercicios de Entrenamiento para la Reserva de Oficiales, era un asunto para los inadaptados. Como yo decía: o eso o la gimnasia. Hubiera escogido la gimnasia pero no quería que los demás vieran los granos de mi espalda. Algo funcionaba mal en todos los que se apuntaban a la Instrucción. La mayoría eran tipos a los que no les gustaban los deportes o bien eran forzados por sus padres a escogerla porque pensaban que era un gesto patriótico. Los padres de los chicos ricos solían ser más patrióticos porque tenían más que perder si el país se hundía. Los padres pobres eran bastante menos patrióticos, y a menudo sólo lo profesaban porque los habían educado así o era lo que se esperaba de ellos. Subconscientemente sabían que no les iría peor si los rusos, o los alemanes, o los chinos, o los japoneses gobernaran el país; sobre todo si tenían la piel oscura. Las cosas incluso podían mejorar. De cualquier modo, como la mayoría de los padres de los alumnos de Chelsey eran ricos, teníamos un enorme número de tipos haciendo Instrucción.

Por tanto hacíamos marchas bajo el sol y aprendimos a cavar letrinas, curar picaduras de serpiente, vendar a los heridos, hacer torniquetes y ensartar al enemigo con las bayonetas. Aprendimos cómo usar granadas, infiltrarnos, desplegar las tropas: maniobras, retiradas, avances. Disciplina mental y psíquica. Pasamos por el campo de tiro, ¡bang, bang!, y obtuvimos nuestras medallas al mejor tirador. Efectuábamos maniobras reales en el campo, nos metíamos en los bosques y hacíamos una guerra de mentirijillas. Nos arrastrábamos sobre el estómago con nuestros fusiles en la mano para sorprender al enemigo. Éramos muy serios. Incluso yo lo era. Había algo en todo ese asunto que te aceleraba la circulación de la sangre. Era algo estúpido y todos sabíamos que era estúpido, al menos la mayoría de nosotros, pero algo se disparaba en nuestros cerebros y todos queríamos participar. Nos adoctrinaba un viejo militar retirado, el coronel Sussex. Empezaba a ser un tipo senil y baboso, con sus hilillos de saliva colgando de las comisuras de su boca hasta alcanzar la barbilla. Nunca decía nada. Tan sólo se paseaba con su uniforme cubierto de medallas y cobraba su paga del Instituto. Durante nuestras falsas maniobras portaba un cuaderno y anotaba la puntuación. Se erguía sobre una elevada colina y hacía —probablemente— anotaciones en su cuaderno. Pero nunca nos dijo quién había ganado. Cada parte reclamaba la victoria.
El teniente Herman Beechcroft era bastante mejor. Su padre era dueño
de una panadería y de un servicio de repartir comidas a los hoteles. De todos modos, él era mejor. Siempre pronunciaba el mismo discursito antes
de una maniobra.

—¡Recordad, tenéis queodiar al enemigo! ¡El enemigo quiere violar a vuestras madres y hermanas! ¿Queréis que esos monstruos violen a vuestras madres y hermanas?

El teniente Beechcroft no tenía barbilla en absoluto. Su rostro caía abruptamente, y donde debiera estar el hueso de la mandíbula, sólo había un pequeño botón. No sabíamos bien si era una deformidad o no. Pero sus ojos eran magníficos cuando se enfurecían, eran unos enormes y deslumbrantes símbolos azules de la guerra y la victoria.
—¡Wbitlinger!

—¡Sí, señor!
—¿Quieres que esos tipos violen a tu madre?
—Mi madre está muerta, señor.
—Oh, lo siento...¡Drake!
—¡Sí, señor!
—¿Quieres que esos tipos violen a tu madre?
—¡No, señor!

—Muy bien. ¡Recordad que esto es laguerra! Aceptamos la clemencia pero nosotros no la concedemos. Tenéis que odiar al enemigo.¡ Ma tad le! Un hombre muerto no puede derrotaros. ¡La derrota es un mal! ¡Los victoriosos escriben la historia! ¡AHORA ID A POR ESOS MAMONES!

Desplegábamos nuestras líneas, enviábamos una avanzadilla de exploradores y comenzábamos a arrastrarnos entre la maleza. Yo podía divisar al coronel Sussex sobre la colina con su cuaderno. Éramos los Azules contra los Verdes. Cada uno de nosotros teníamos una tira de tejido coloreado atado a nuestro brazo derecho. Nosotros éramos los Azules. Arrastrarse entre los arbustos era un puro infierno. Hacía calor. Había insectos, polvo, piedras y espinas. Yo no sabía ni dónde estaba. Nuestro jefe de escuadrón, Kozak, se había desvanecido. No teníamos comunicaciones. Estábamos jodidos. Nuestras madres iban a ser violadas. Seguí arrastrándome hacia adelante, despellejándome y arañándome, sintiéndome perdido y asustado, pero sobre todo sintiéndome como un tonto. Toda esa tierra vacía y ese cielo despejado, colinas, arroyos, acres y acres. ¿Quién era el dueño de todo eso? Posiblemente el padre de uno de esos chicos ricos. No íbamos a capturar nada. Todo el lugar estaba alquilado al Instituto. NO
FUMAR. Repté hacia adelante. No teníamos cobertura aérea, ni tanques, nada.

Éramos un puñado de mariquitas en una estúpida maniobra, sin comida, mujeres ni sentido. Me levanté, anduve un poco y me senté apoyando la espalda contra un árbol, dejé mi fusil en el suelo, y esperé.

Todo el mundo se había perdido y no importaba. Me quité la tira azul de mi brazo y esperé a una ambulancia de la Cruz Roja o algo parecido. La guerra posiblemente era el infierno, pero los intervalos eran aburridos.

Entonces la maleza crujió y de ella salió un chico que me divisó en seguida. Tenía una banda Verde en su brazo. Un violador. Me apuntó con su fusil. Yo no tenía ningún distintivo en el brazo y estaba tumbado en la hierba. El quería hacer un prisionero. Yo le conocía. Era Harry Missions. Su padre era el dueño de una compañía aserradora. Seguí apoyado en el árbol.

—¿Azul o Verde? —aulló.
—Soy Mata-Hari.
—¡Un espía! ¡Yo apreso a los espías!
—Venga ya, corta el rollo, Harry. Este es un jueguecito de niños. No me
jorobes con tu fétido melodrama.
Los arbustos crujieron de nuevo y apareció el teniente Beechcroft.

Missions y Beechcroft se miraron.
—¡Por la presente te hago prisionero! —chilló Beechcroft a Missions.
—¡Por la presente te hago prisionero! —chilló Missions a Beechcroft.
Ambos estaban realmente nerviosos y furiosos, podía sentirlo.
Beechcroft sacó su sable.
—¡Ríndete o te atravesaré!
Missions aferró su fusil por el cañón.
—¡Ven aquí y aplastaré tu maldita cabeza!
Entonces la maleza crujió por todos lados. Los gritos habían atraído tanto

a los Azules como a los Verdes. Seguí apoyado en el árbol mientras ellos se mezclaban. Hubo un montón de polvo y restregar de pies y aquí y acullá se oía el maligno crujido de un fusil machacando un cráneo.
—¡Oh, Jesús! ¡Oh, Dios mío!

Algunos cuerpos cayeron. Se perdieron fusiles. Luchaban con los puños y los cuerpos. Vi a dos chicos con distintivo Verde aferrados en una llave letal. Apareció el coronel Sussex. Sopló frenéticamente su silbato. Su saliva se esparció por todas partes. Entonces se metió en el fregado blandiendo su bastón de mando y comenzó a pegar con él a las tropas. Era bastante bueno. Azotaba como si fuera un látigo y hería como una cuchilla.

—¡Oh, mierda! ¡ME RINDO!
—¡No,pare! ¡Jesús! ¡Piedad!
—¡Mamá!

Las tropas se separaron y quedaron mirándose unos a otros. El coronel Sussex recogió su cuaderno. Su uniforme no se había arrugado. Sus medallas seguían en su sitio. Su gorra, inclinada en perfecto ángulo. Blandió su bastón de mando, lanzándolo al aire, y lo cogió de nuevo, luego se retiró. Nosotros le seguimos.

Trepamos a los viejos camiones del ejército con sus lonas rotas que nos habían traído. Arrancaron los motores y partimos. Nos encarábamos unos a otros sentados en los largos bancos de madera. Todos los Azules estábamos juntos cuando vinimos sentados en un camión y los Verdes en otro. Ahora nos habían mezclado y la mayoría de nosotros miraban sus desgastados y polvorientos zapatos mientras éramos zarandeados de aquí para allá, de izquierda a derecha, arriba y abajo a medida que el camión pasaba por las raíces que descollaban en la vieja carretera. Estábamos cansados, derrotados y frustrados. La guerra se había acabado.

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