domingo, 13 de marzo de 2011

"LA SENDA DEL PERDEDOR" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 42

—Tienes que intentar ser como Abe Mortenson —dijo mi madre—,
siempre saca sobresaliente. ¿Por qué tú nunca tienes un sobresaliente?
—Henry es un tonto del culo —replicó mi padre—. A veces no puedo creer
que sea hijo mío.
—¿Acaso no quieres serfeliz , Henry? —preguntó mi madre—. Nunca

sonríes. Sonríe y sé feliz.
—Deja de sentirte desgraciado —dijo mi padre—. ¡Sé un hombre!
—¡Sonríe, Henry!
—¿Qué va a ser de ti? ¿Cómo diablos te lo vas a hacer? ¡No tienes
energías para emprender nada!
—¿Por qué no vas a ver a Abe? Habla con él, aprende a ser como es él —
dijo mi madre...
Llamé a la puerta del piso de los Mortenson. La puerta se abrió. Era la

madre de Abe.
—No puedes ver a Abe. Está ocupado estudiando.
—Lo sé, señora Mortenson. Sólo quiero verle un minuto.
—De acuerdo. Su habitación está justo ahí.

Fui hasta su habitación. Tenía su propia mesa. Estaba sentado con un libro abierto sobre otros dos. Sabía cuál era el libro por el color de sus pastas: «Deberes y derechos del ciudadano.» ¡Por los clavos de Cristo, en sábado!
Abe alzó la vista y me vio. Escupió en sus manos y siguió leyendo el

libro.
—Hola —dijo mientras leía una página.
—Apuesto a que te has leído esa página diez veces, mamón.
—Tengo que memorizarlo todo.
—Es sólo basura.
—Tengo que aprobar mis exámenes.
—¿Has pensado alguna vez en follar con una chica?
—¿Qué? —escupió en sus manos.
—¿Has mirado alguna vez el vestido de una chica y deseado ver más?

¿Has pensado por casualidad en su cosita?
—Eso no es importante.
—Es importante para ella.
—Tengo que estudiar.
—Hemos montado un pequeño partido de béisbol. Yo y algunos de los
chicos del instituto.

—¿En domingo?
—¿Qué pasa con los domingos? La gente hace un montón de cosas en

domingo.
—Pero, ¿béisbol?
—Los profesionales juegan en domingo.
—Pero les pagan.
—¿Y a ti te pagan por leerte esa página una y otra vez? Venga, respira

un poco de aire puro, te aclarará la mente.
—De acuerdo. Pero sólo un momentito.
Se levantó y le seguí por el pasillo hasta llegar a la puerta delantera.
Cruzamos la puerta.
—Abe, ¿dónde vas?
—Salgo un instante.
—Bien, pero date prisa en volver. Tienes que estudiar.
—Lo sé...
—Bueno, Henry, encárgate de que vuelva en seguida.
—Me ocuparé de él, señora Mortenson.

Ahí estaban Baldy, Jimmy Hatcher y otros chicos del instituto además de unos pocos del vecindario. Sólo teníamos siete muchachos en cada equipo, lo que hacía que quedaran desprotegidos un par de ángulos, pero yo lo prefería así. Yo jugaba en el centro del campo. Había mejorado mucho mi juego, las cogía casi todas. Me gustaba jugar a corta distancia para coger los tiros bajos. Pero lo que más me agradaba era correr para recoger las pelotas que pasaban por encima de mi cabeza. Eso es lo que hizo Jigger Statz con el equipo de los Angeles. Solo marcó en esa ocasión 280 puntos, pero por todos los tantos que evitó que colaran los del equipo contrario se podía considerar que marcó 500.

Todos los domingos más de una docena de chicas del vecindario venían y nos observaban. Yo las ignoraba. Ellas chillaban cuando sucedía algo excitante. Jugábamos con la pelota dura de los profesionales y cada uno teníamos nuestro guante, incluso Mortenson. El tenía el mejor. Apenas lo había usado.
Troté hasta el centro del campo y empezó el partido. Abe estaba en la
segunda base. Metí mi mano dentro del guante y le vociferé a Mortenson:
—¡Oye, Abe! ¿Te gustaría que tus cojones fueran tan grandes como esa
pelota?
Oí cómo se reían las chicas.

El primer chico bateó y falló. No era muy bueno. Yo fallaba también muchas veces, pero era el más poderoso bateador de todos ellos. Podía lanzarla por encima del solar hasta llegar a la calle. Siempre estaba muy agachado sobre la base. Aparentaba ser un muelle.

Cada momento del juego era excitante para mí. Todos los partidos que había perdido segando el césped, todos esos días de mi primera escuela en que yo era arrinconado, ya habían pasado. Me había desarrollado. Yo tenía algo y sabía que lo tenía y me sentía bien por ello.
—¡Oye, Abe! —vociferé—. ¡Con todo lo que te escupes en las manos no
necesitas talco!
El siguiente chico conectó un tiro alto, muy alto, y yo corrí hacia atrás para cogerla por encima de mi hombro. Corrí a toda velocidad hacia atrás,
sintiéndome fenomenal, sabiendo que crearía el milagro una vez más.

Mierda. La pelota chocó contra un alto árbol al fondo del solar. Vi cómo caía botando entre las ramas. Me detuve y esperé. Malo, caía hacia la izquierda. Corrí hacia la izquierda. Entonces rebotó a la derecha. Corrí hacia la derecha. Golpeó otra rama, se quedó inmóvil unos instantes y luego se deslizó entre las hojas cayendo directamente en mi guante. Las chicas chillaron.

Envié la pelota a nuestro lanzador con un solo bote y corrí hasta el centro. El siguiente chico falló el bateo. Nuestro lanzador, Harvey Nixon, sabía enviarla con fuego.

Cambiamos de sitio y me tocó arriba por primera vez. Nunca había visto al chico que estaba sobre el túmulo. No era de Chelsey. Me pregunté de dónde sería. Era un grandullón en todos los sentidos: enorme cabeza, gran boca, enormes orejas y gran corpachón. Su pelo caía sobre los ojos dándole aspecto de tonto. Su pelo era castaño y sus ojos verdes, y esos verdes ojos me miraban fijamente a través del pelo como si me odiaran. Daba la impresión de que su brazo izquierdo era más largo que el derecho. Era el brazo con el que lanzaba. Nunca me había enfrentado a un zurdo, no con la pelota profesional. Pero podía vencerse a cualquiera. Puestos cabeza abajo, todos eran iguales.
«Gatito» Floss, le llamaban. Vaya gatito de 90 kilos.
—¡Venga, Carnicero, envíala fuera —pidió una de las chicas. Me llamaban
«Carnicero» porque jugaba bien y además las ignoraba.
Gatito me lanzó una mirada entre sus dos orejones. Escupí sobre la base,
clavé mis píes y blandí el bate.

Gatito movió la cabeza como si el recogedor le hubiera hecho una seña. Pero sólo estaba pavoneándose. Luego paseó la vista por el solar. Más pavoneo. Todo a favor de las chicas. Su cabezota no albergaba más que retazos de pensamiento.

Alzó su brazo. Yo miraba la pelota que sostenía en su izquierda. Mis ojos jamás abandonaban la pelota. Había aprendido el truco. Tenías que concentrarte en la pelota y seguirla durante todo su recorrido hasta que alcanzaba la base y entonces le dabas un castañazo con el palo.

Vi cómo la pelota abandonaba sus dedos en medio del resplandor del sol. Era una mancha asesina, borrosa y zumbante, pero podía pararse. Pasó más abajo de mis rodillas y fuera de la zona de bateo. Su recogedor hubo de tirarse al suelo para recogerla.

—Primera pelota —tartamudeó el viejo pedo del vecindario que arbitraba nuestros partidos. Era un vigilante nocturno de unos grandes almacenes y le gustaba hablar con las chicas. «Tengo dos chicas en casa que son como vosotras, niñas. Realmente bonitas. También llevan vestidos ceñidos». Le gustaba agacharse sobre la base y mostrarles sus grandes cachas. Eso es todo lo que tenía, eso y un diente de oro.

El recogedor devolvió la pelota a Gatito Floss.
—¡Oye, Minino! —le chillé.
—¿Te refieres a mí?
—Me refiero a ti, brazos cortos. Tendrás que acercarte un poco más o
tendré que llamar un taxi.
—La próxima bola es toda tuya —me contestó.
—Bien —repliqué clavando los pies de nuevo sobre la base.

Volvió a repetir los mismos gestos, cabeceando de nuevo como respondiendo a una seña, abrazando con su mirada a todo el personal. Sus ojos verdes me miraron tras la cortina de su sucio pelo castaño. Se preparó para lanzar la pelota. Salió disparada de entre sus dedos. Era una pequeña mota marrón que venía disparada desde el cielo y desfigurada por el sol. De pronto, avanzaba como un cohete directa a mi cráneo. Me dejé caer sobre mis pies, sintiendo cómo rozaba mis cabellos.
—¡Primer tanto! —refunfuñó el viejo tío pedo.
—¿Qué? —vociferé. El recogedor aún tenía la pelota en las manos. Estaba
tan sorprendido por la declaración del arbitro como yo. Le quité la pelota de

las manos y se la mostré a esa especie de arbitro.
—¿Qué es esto? —le pregunté.
—Es una pelota de béisbol.
—Muy bien. Recuerde qué aspecto tiene.

Cogí la pelota y anduve hacia el pequeño montículo. Los ojos verdes fijos en mí no pestañearon bajo el flequillo castaño. Pero la boca se abrió un poco, como la de una rana boqueando.
Me aproximé a Gatito.

—No sé hacer filigranas con la cabeza. La próxima vez que hagas esto, te la voy a meter por donde se te olvidó limpiarte. —Le pasé la pelota y regresé a mi base. Afirmé bien los pies y alcé el bate.
—Uno a uno —contabilizó el viejo pedo.

Floss reculó coceando la tierra de su montículo. Miró hacia el extremo izquierdo. No había nada más que un perro pulgoso rascándose la oreja. Floss lo miró como si esperara una seña. Estaba pensando en las chicas e intentando impresionarlas. El viejo tío pedo se agachó marcando su macizo culo, también intentando lucirse. Probablemente yo era el único que concentraba su mente en lo que hacía.

Y llegó el instante, Gatito Floss alzó su brazo. Esa aspa de molino zurdo podía asustarte si te dejabas. Tenías que armarte de paciencia y esperar a la pelota. Finalmente tenían que lanzártela. Entonces era tu turno, y cuanto más fuerte la lanzaran, con más fuerza podías batear y mandarla al cuerno.

Vi cómo la pelota abandonaba sus dedos a la par que chillaba una chica. Floss no había perdido su vigor. La bola parecía un proyectil, sólo que más grande y dirigido de nuevo a mi cráneo. Todo lo que sé es que intenté morder el polvo lo más rápido que pude. Me llené la boca.

—¡SEGUNDO TANTO! —oí que vociferaba el viejo pedo. Ni siquiera pronunciaba bien. Consíguete un tipo que trabaje por nada y obtendrás un haragán.

Me levanté limpiándome el polvo. Mis calzones tenían un aspecto terrible. Mi madre seguro que preguntaría: «¿Henry, cómo logras ensuciarte tanto? Y no pongas esa cara. Sonríe y serás feliz.»

Volví al montículo y me planté frente a él. Nadie dijo ni pío. Tan sólo me quedé mirando a Gatito. Yo tenía mi bate en la mano. Cogí el bate por su extremo y lo apliqué contra su nariz. El se lo quitó de un manotazo. Me di la vuelta y volví a mi base. A mitad de camino me paré y volví a mirarle
fijamente. Luego regresé a la base.
Volví a afirmarme y blandí el bate. Esta iba a ser la mía. Gatito clavó sus
ojos sobre una seña inexistente. Se quedó mirando un buen rato y luego

meneó la cabeza: NO. Sus ojos verdes fijos en mí tras la cortina de su pelo.
Moví el bate con más fiereza.
—¡Mándala al cuerno, Carnicero! —chilló una chica.
—¡Carni! ¡Carni! ¡Carni! —vociferó otra.
Entonces Gatito nos dio la espalda y se quedó mirando al centro del
campo.

—¡Tiempo! —dije yo y salí de la base. Había una niña preciosa vestida con un traje amarillo. Su pelo era rubio y liso y caía como una dorada cascada. Realmente hermosa. Logré fijar su mirada un instante y ella me decía:
—¡Carni, hazlo, por favor!
—¡Cállate! —repliqué y volví a mi base.

El tiro vino. Lo vi desde el principio. Era mi tiro. Desgraciadamente, yo quería que viniese por la derecha para salir de mi base y matar o ser matado. Pero la pelota fue directa al centro de la base. Cuando me puse en posición lo único que pude hacer fue rozarla débilmente por arriba.
El bastardo me había mamoneado todo el rato.
Me marcó otros tres tantos directos en las siguientes jugadas. Podía jurar
que el tipo tenía al menos 23 años. Probablemente era un semiprofesional.
Uno de los muchachos finalmente le arrebató dos tantos.

Pero yo era bueno jugando. Recogí algunas buenas. Sabía moverme. Y también que cuanto más viera cómo lanzaba Gatito, mejor podría hacerle frente luego.

Ya no intentaba machacarme el cráneo. No le hacía falta. Tan sólo las dirigía al centro de mi cuerpo. Yo esperaba que fuera cuestión de tiempo el que pudiera batear una buena.

Pero las cosas empeoraron y empeoraron. No me gustó en absoluto. A las chicas tampoco. Ojos Verdes no sólo era bueno sobre el montículo del lanzador, sino también en la base bateando pelotas. Los primeros bateos le permitieron recorrer dos bases. Con el tercero envió la pelota muy por encima y se marcó un doble, recorriendo dos bases. La pelota pasó entre Abe y yo, que estaba de centro-campista. Yo sprinté para salir al encuentro, las chicas chillaron, y, mientras, Abe corrió mirando por encima de su hombro, la boca caída y babeante, pareciéndose a un subnormal. Yo llegué cargando a toda velocidad y exclamando: «¡Es mía!» En realidad era suya, pero de algún modo no soportaba la idea de que fuera él quien la recogiera. El no era más que un maldito roedor de libros y la verdad es que no me gustaba, por ello cargué contra él mientras la pelota descendía. Nos estrellamos el uno contra el otro. La pelota se cayó de su guante mientras caíamos al suelo y yo la recogí en el aire.
Me levanté mientras él seguía en el suelo.
—¡Levántate! ¡Bastardo de mierda! —le espeté.
Abe permaneció en el suelo. Estaba llorando y se sujetaba el brazo
izquierdo.

—Creo que me he roto el brazo —contestó.
—¡Levántate, so cagarruta!
Abese irguió por fin y salió del campo de juego, llorando y sujetándose

el brazo.
Yo miré a mi alrededor.
—De acuerdo —dije—, ¡juguemos al béisbol!

Pero todo el mundo se estaba yendo. Incluso las chicas. El partido evidentemente había finalizado. Me quedé unos minutos más y luego caminé hacia casa...
Justo antes de cenar sonó el teléfono. Mi madre se puso al aparato. Su

voz comenzó a excitarse. Colgó y oí como charlaba con mi padre.
Luego vino a mi habitación.
—Ven a la sala, por favor —me dijo.

Me acerqué y me senté en el sillón. Cada uno de ellos se sentó en una silla. Siempre actuaban del mismo modo. Las sillas significaban que pertenecías a la casa; el sillón era para las visitas.
—Acaba de telefonear la señora Mortenson. Han hecho unas radiografías.
Has roto el brazo de su hijo.
—Fue un accidente —contesté.
—Dice que va a demandarnos. Tiene un abogado judío. Nos embargarán
todo lo que tenemos.
—Tampoco tenemos muchas cosas.
Mi madre era una de esas mujeres que lloran en silencio. Cuanto más
lloraba más fluían las lágrimas. Sus mejillas comenzaron a brillar bajo la luz

del crepúsculo.
Se limpió los ojos. Tenían un color parduzco, desdibujado por el llanto.
—¿Por qué le rompiste el brazo a ese chico?
—Fue un encontronazo. Ambos fuimos a recoger la pelota.
—¿Qué es eso de «encontronazo»?
—El que se lo busca, lo obtiene.
—Pero entonces, ¿fue un encontronazo?
—Sí.
—¿Y de qué modo nos va a ayudar el que sea un accidente? El abogado
judío tiene en su ventaja un brazo roto.

Me levanté y me retiré a mi habitación donde esperé la cena. Mi padre no había dicho nada. Estaba confundido. Por un lado estaba preocupado por la idea de perder todo lo que tenía, y por otro estaba orgulloso de tener un hijo que podía partirle el brazo a alguien.

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