jueves, 24 de marzo de 2011

"LA SENDA DEL PERDEDOR" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 46

Los tiempos aún eran duros. Nadie se sorprendió más que yo cuando Mears-Starbuck telefoneó y me pidió que me presentara a trabajar el lunes. Me había recorrido la ciudad trabajando en docenas de cosas. No había nada más que pudiera hacer. Yo no quería un empleo, pero tampoco quería vivir con mis padres. Mears-Starbuck tendría mil actividades distintas. No me podía imaginar cuál de ellas me tocaría. Era una compañía de grandes almacenes con edificios en muchas ciudades.

El lunes siguiente, ahí iba yo andando al trabajo con mi comida dentro de una bolsa de papel marrón. El gran almacén estaba sólo unas manzanas más arriba de mi antiguo instituto.

Todavía no entendía por qué me habían escogido. Tras rellenar varios formularios, la entrevista duró sólo unos minutos. Debí de dar las respuestas correctas.
Con la primera paga que tenga, pensé, me voy a alquilar una habitación
cerca de la Biblioteca Pública de Los Angeles.

Mientras andaba, no me sentí tan solo. Y no lo estaba. Advertí que un hambriento perro vagabundo me seguía. La pobre criatura estaba terriblemente delgada, podía ver cómo se marcaban las costillas a través de su piel. La mayor parte de su pelo se había caído. Lo poco que quedaba colgaba en pequeños jirones y parches. El perro estaba apaleado, acobardado, solitario, asustado, una víctima del homo sapiens.

Me detuve y me arrodillé ofreciéndole la mano. Saltó hacia atrás.
—Ven aquí, compañero, soy tu amigo... ven, ven aquí...
Se acercó. Tenía unos ojos inmensamente
—¿Qué es lo que te han hecho, muchacho?

Se acercó aún más, arrastrándose sobre la acera, tembloroso, meneando la cola con rapidez. Entonces se abalanzó sobre mí. Era bastante grande, al menos lo que quedaba de él. Sus patas delanteras me empujaron de espaldas y me quedé tendido sobre la acera mientras me lamía la cara, la boca, las orejas, la frente. Le separé de un empujón, me levanté y limpié mi cara.
—¡Tranquilo! ¡Necesitas algo de comer! ¡COMIDA!
Metí la mano en mi bolsa y saqué un bocadillo. Lo desenvolví y le di una
porción.
—¡Una parte para ti y otra para mí, compañero!
Dejé su porción sobre la acera. Se acercó, olisqueó y luego se dio la
vuelta, cabizbajo, mirándome por encima del hombro a medida que se
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retiraba.
—¡Oye, espera, compañero! ¡Es crema de cacahuete! ¡Ven aquí, toma un
poco! ¡Oye, muchacho, ven aquí! ¡Vuelve!

El perro se acercó de nuevo con suma cautela. Encontré un bocadillo de bologna, partí una porción, quité la capa de mostaza barata y la situé sobre la acera.
El perro se acercó al pedazo, la olisqueó con el morro y se dio la vuelta,
marchándose. Esta vez ni siquiera giró la cabeza. Aceleró bajando la calle.
No era de extrañar que me hubiera sentido deprimido toda la vida. No
me estaba alimentando correctamente.
Anduve hacia los grandes almacenes. Era la misma calle que recorría
cuando iba al instituto.

Llegué. Encontré la entrada de servicio, empujé la puerta y me introduje. Pasé de la luz brillante del sol a la penumbra. Mientras enfocaba la vista, divisé a un hombre en pie a pocos metros de mí. Le habían rebanado media oreja hacía ya algún tiempo. Era muy alto y delgado, con unas pupilas del tamaño de una cabeza de alfiler de color gris destacando sobre unos ojos incoloros. Un hombre extremadamente alto y delgado, pero de forma repentina, justo encima de su cinturón, descollaba una abombada barriga. Toda la grasa de su cuerpo estaba ahí concentrada mientras que el resto había desaparecido.
—Soy el superintendente Ferris —dijo—, supongo que usted es el señor

Chinaski.
—Sí, señor.
—Llega usted con cinco minutos de retraso.
—Me retrasé porque... Bueno, me detuve a dar de comer a un perro
vagabundo —dije haciendo una mueca.

—Esa es una de las excusas más tontas que jamás he oído, y eso que llevo aquí treinta y cinco años. ¿No podía emplear alguna excusa mejor que esa?
—Acabo de empezar, señor Ferris.
—Y casi ha acabado. El reloj está ahí encima y las fichas aquí. Coja su
ficha y marque en el reloj.
Encontré mi ficha. Henry Chinaski, empleado n.° 68.754. Me acerqué
hasta el reloj pero no sabía lo que tenía que hacer.
Ferris se aproximó y se detuvo tras de mí, mirando el reloj.
—Ahora lleva usted seis minutos de retraso. Cuando se retrase diez
minutos, perderá una hora de paga.
—Supongo que será mejor llegar con una hora de retraso.
—No se haga el gracioso. Si quiero un cómico, escucho a Jack Benny. Si
llega usted con una hora de retraso, pierde la jornada completa.
—Lo siento, pero no sé cómo se utilizan estos relojes marcadores.

¿Dónde he de introducir la ficha?
—¿Ve esta ranura?
—Sííí.
—¿Qué?
—Quería decir que sí.
—De acuerdo. Esa ranura se utiliza para el primer día de la semana. Hoy.

—Ah.
—Tiene que introducir su ficha aquí de este modo...
La introdujo y luego la extrajo.
—Entonces, cuando su ficha está ahí dentro, baja esta palanca.
Ferris bajó la palanca, pero la ficha no estaba dentro de la ranura.
—Entiendo. Vamos allá.
—No, espere.
Sostuvo la ficha enfrente mío.
—Ahora bien, cuando fiche para comer, ha de hacerlo en esta otra
ranura.
—Sí, entiendo.
—Cuando fiche a la vuelta, introdúzcala en la siguiente ranura. Dispone
de treinta minutos para comer.
—Treinta minutos, suficiente.

—Ahora, para fichar a la salida, utilice esta última ranura. Esto significa que hay que fichar cuatro veces al día. Luego se va usted a su casa, a su habitación o adonde sea, duerme, vuelve, y ficha otras cuatro veces cada jornada laboral hasta que le despidan, se muera o se jubile.
—Lo he entendido.

—Y quiero que sepa que ha retrasado usted mi charla a los nuevos empleados, de los cuales forma usted parte. Yo soy el encargado aquí. Mi palabra es ley y sus deseos no significan nada. Si no me gusta algo de usted: la forma en que se ate los zapatos, se peine o se tire pedos, le pondré de patitas en la calle, ¿entendido?
—¡Sí, señor!

Una joven entró contoneándose exageradamente sobre sus zapatos de altos tacones, melena castaña ondeando tras de sí. Estaba vestida con un traje ceñido. Sus labios eran grandes y expresivos aunque excesivamente maquillados. Extrajo su ficha con un gesto teatral, fichó y, respirando con más lentitud, devolvió la ficha a su lugar.

Lanzó una ojeada sobre Ferris.
—¡Hola, Eddie!
—¡Hola, Diana!

Obviamente Diana era una vendedora. Ferris se acercó a la chica y comenzaron a hablar. No pude oír sus palabras, pero sí sus risas. Luego se separaron. Diana se acercó al ascensor que la llevaría hasta su puesto. Ferris se me acercó con mi ficha en su mano.

—Voy a fichar ahora, señor Ferris —le dije.
—Lo haré por usted. Quiero que empiece inmediatamente.
Ferris insertó la ficha en el reloj y aguardó. Yo también esperé. Oí el click

del reloj y él bajó la palanca. Luego devolvió la ficha al fichero.
—¿Cuánto me he retrasado, señor Ferris?
—Diez minutos. Ahora sígame.
Fui tras él.
Vi a todo un grupo esperando.

Cuatro hombres y tres mujeres. Todos eran viejos y parecían tener problemas de salivación. Pequeñas manchas de baba se habían formado en las comisuras de sus bocas, la baba se había secado volviéndose blanca y pastosa para luego ser cubierta por otra nueva capa. Algunos de ellos eran demasiado delgados, otros demasiado gordos. Algunos eran miopes y otros temblaban. Un viejo con una camisa de colores chillones tenía una joroba en su espalda. Todos sonreían y tosían mientras daban chupaditas a sus cigarrillos.
Entonces me di cuenta de cuál era el mensaje.

Mears-Starbuck buscaba empleadosestables. La compañía no se preocupaba en rotar la plantilla (aunque esos nuevos reclutas obviamente no iban a ir a otra parte que no fuera el cementerio, hasta entonces habrían de ser empleados agradecidos y leales). Y a mí me habían escogido para que continuara con ellos. La señorita de la oficina de empleo me había valorado como si perteneciera a ese patético grupo de perdedores.
¿Qué pensarían mis ex-compañeros de instituto si me vieran? A mí, uno
de los chicos más duros de los que se graduaron.

Me acerqué y me planté con mi grupo. Ferris se sentó en una mesa dándonos la cara. Un chorro de luz caía sobre él desde un travesaño situado encima de su cabeza. Inhaló el humo de su cigarrillo y nos sonrió.
—Bienvenidos a Mears-Starbuck...

Parecía que iba a hacer una reverencia. Quizás se acordaba de cuando comenzó a trabajar con los grandes almacenes treinta y cinco años atrás. Hizo unos cuantos anillos de humo y observó cómo ascendían en el aire. Su oreja medio rebanada parecía impresionante iluminada desde arriba.

El tipo de al lado, una especie de regaliz humano, incrustó su afilado codo en mi costado. Era uno de esos individuos cuyas gafas parecen estar siempre a punto de caerse. Era aún más feo que yo.
—¡Hola! —susurró—. Soy Mewks, Odell Mewks.
—Hola, Mewks.
—Escucha, muchacho, cuando acabemos de trabajar, demos una ronda

por los bares. Quizás levantemos alguna chica.
—No puedo, Mewks.
—¿Tienes miedo de las chicas?
—Es por mi hermano. Está enfermo. Tengo que cuidarle.
—¿Enfermo?
—Peor. Tiene cáncer. Mea por un tubo a una botella sujeta en su pierna.
Entonces Ferris comenzó otra vez:
—Empezarán a trabajar con un salario de cuarenta y cuatro centavos a la

hora. No tenemos sindicato aquí. La dirección cree que lo que es bueno para la compañía, es bueno para ustedes. Somos como una familia dedicada al servicio y al beneficio. Todos ustedes recibirán un descuento del diez por ciento en cada artículo que compren aquí...
—¡Oh,MUCHACHO! —dijo Mewks en alta voz.
—Sí, señor Mewks, es un buen trato. Si usted se preocupa por nosotros,
nosotros nos preocuparemos por usted.

Podía permanecer en Mears-Starbuck cuarenta y siete años, pensé. Podría vivir con una amante loca, dejar que me cortaran la oreja izquierda y quizás heredar el trabajo de Ferris cuando él se retirara.
Ferris habló acerca de las vacaciones y los días libres que teníamos
concedidos, y luego terminó su discursito. Nos indicaron cuáles eran nuestras batas y nuestras taquillas, y nos condujeron al almacén del sótano.
Ferris también trabajaba ahí abajo. El respondía a los teléfonos. Cada vez
que respondía al teléfono, lo sujetaba con su mano izquierda —aplicándoselo

a su rebanada oreja— y enfundaba su mano derecha en el sobaco izquierdo.
—¿Sí? ¿Sí? ¿Sí? ¡En seguida va!
—¡Chinaski!
—Sí, señor.
—Departamento de ropa interior...
Entonces recogería la lista, vería cuáles y cuántos artículos hacían falta.
Nunca hacía esto mientras estaba al teléfono, siempre después.
—Localice estos artículos, entréguelos en el Departamento de ropa
interior, haga que firmen aquí y vuelva.
Sus discursitos nunca cambiaban.

Mi primera entrega iba destinada al Departamento de ropa interior. Localicé los artículos pedidos, los coloqué en mi pequeño carrito verde con sus cuatro ruedas neumáticas y lo empujé hacia el ascensor. El ascensor estaba en un piso superior y pulsé el botón y permanecí esperando. Al cabo de algún tiempo pude ver el suelo del ascensor mientras descendía. Era muy lento. Por fin llegó al nivel del sótano. Se abrieron las puertas y apareció un albino tuerto manejando los controles. Jesús.

El me miró.
—¿Nuevo aquí, no? —preguntó.
—Sí.
—¿Qué es lo que piensas de Ferris?
—Creo que es un gran tipo.
Seguro que esos dos vivían en la misma habitación y cocinaban por

turnos.
—No puedo llevarte arriba.
—¿Por qué no?
—Tengo que ir a cagar.
Salió del ascensor y se perdió.

Ahí me quedé esperando. Así era como normalmente funcionaban las cosas. Eras un gobernador o bien un basurero, un funámbulo de la cuerda floja o un ladrón de bancos, un dentista o un frutero, eras esto o lo otro. Tú querías trabajar bien, controlabas tus tareas y luego tenías que plantarte a esperar a algún gilipollas. Ahí estaba yo plantado, vestido con mi bata y al lado de mi carrito verde mientras el ascensorista cagaba.
Entonces me di cuenta, claramente, porqué los niños ricos y forrados

siemprese reían. Ellos sabían.
El albino volvió.
—Fue magnífico. Me siento quince kilos más ligero.
—Muy bien. ¿Podemos irnos ahora?
Cerró las puertas y ascendimos hasta la planta de ventas. Abrió las
puertas.
—Buena suerte —dijo el albino.
Empujé mi carrito por los pasillos buscando el Departamento de ropa
interior, a una tal señorita Meadows.
La señorita Meadows estaba esperando. Era esbelta y de aspecto magnífico. Parecía una modelo. Tenía los brazos cruzados. Mientras me acercaba, advertí que sus ojos eran de un profundo color esmeralda y tenían un poso de sabiduría. Debería conocer a gente como esa. Tales ojos, tal clase. Paré mi carrito frente a su máquina registradora.

—Hola, señorita Meadows —sonreí.
—¿Dónde demonios se había metido? —preguntó.
—Me llevó algún tiempo.
—¿No se da cuenta de que tengo clientes esperando? ¿No se da cuenta
de que intento dirigir un departamento con eficiencia?

Los vendedores cobraban diez centavos a la hora más que nosotros, aparte de comisiones. Me faltaba por descubrir que nunca nos hablaban de modo amistoso. Hombres o mujeres, todos eran iguales; creían que cualquier familiaridad era un insulto.
—Estoy del humor adecuado para telefonear al señor Ferris.
—Lo haré mejor la próxima vez, señorita Meadows.

Situé los artículos en su mostrador y le entregué el formulario para que firmara. Garabateó furiosamente su firma sobre el papel y, luego, en lugar de entregármelo en mano lo tiró dentro de mi carrito verde.
—Cristo, ¡no sé dóndeencuentran gente como usted!
Tiré de mi carrito hasta el ascensor, pulsé el botón y esperé. Las puertas

se abrieron y rodé a su interior.
—¿Cómo te fue? —me preguntó el albino.
—Me siento quince kilos más pesado —le respondí.
El sonrió con una mueca, se cerraron las puertas y descendimos.
A la hora de cenar, esa noche, mi madre dijo:
—Henry, ¡estoy tan orgullosa de que tengas un trabajo!
Yo no respondí.
Mi padre dijo:
—Bueno, ¿no estás contento de tener un trabajo?
—Sííí.
—¿Sí? ¿Eseso todo lo que sabes decir? ¿No te das cuenta de cuántos

hombres están sin trabajo hoy día?
—Muchos, supongo.
—Entonces debieras de estar agradecido.
—Mirad, ¿no podemos limitarnos a comer?
—También debieras de agradecer la comida. ¿Sabes cuánto cuesta esta

cena?
Aparté el plato de mí:
—¡Mierda, no puedo comer esta porquería!
Me levanté y fui hasta el dormitorio.
—¡Voy a buscarte y te enseñaré lo que es bueno!
Me detuve en seco:
—Estaré esperándote, viejo.

Entonces seguí mi camino. Entré y esperé. Pero sabía que no iba a venir. Puse el despertador para levantarme a tiempo. Tan sólo eran las 7.30 de la tarde, pero me desvestí y me metí en la cama. Apagué la luz y todo quedó en penumbra. No había nada que hacer, ningún sitio adonde ir. Mis padres pronto irían a la cama y apagarían sus luces.

A mi padre le gustaba el refrán: «Quien temprano se acuesta y temprano
se levanta, sabiduría, riqueza y salud alcanza.»
Pero en él no había funcionado en absoluto. Decidí que tenía que intentar

hacerlo al revés.
No me podía dormir.
¿Y si me masturbaba a la salud de la señorita Meadows?
Demasiado fácil.
Me revolqué en la oscuridad, esperando que algo sucediera.

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