viernes, 25 de marzo de 2011

"LA SENDA DEL PERDEDOR" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 47

Los primeros tres o cuatro días en Mears-Starbuck fueron idénticos. De hecho, la similitud era un valor muy de fiar en Mears-Starbuck. El sistema de castas era algo plenamente aceptado. No había un solo vendedor que hablara con un almacenista, fuera de dos o tres frases superficiales. Y eso me afectaba. Pensaba sobre ello a medida que empujaba mi carrito por ahí. ¿Acaso era que los vendedores eran más inteligentes que los almacenistas? Ciertamente estaban mejor vestidos. Me molestaba que creyeran que su fachada era tan valiosa. Quizás si yo hubiera sido un vendedor me sentiría del mismo modo. No me preocupaba gran cosa de los otros almacenistas. Ni de los vendedores.

Ahora, pensé mientras empujaba el carrito, tengo este trabajo. ¿Es esto todo? No me extraña que la gente robe bancos. Había demasiados trabajos humillantes. ¿Por qué demonios no era yo un alto magistrado o un concertista de piano? Porque se necesitaba mucha preparación y costaba dinero. De todos modos, yo no quería ser nada. Y lo estaba consiguiendo.
Metí mi carrito en el ascensor y pulsé el botón.

Las mujeres querían a los hombres que ganaban dinero, querían hombres de éxito. ¿Cuántas mujeres de categoría vivían en chabolas de techo de uralita? Bueno, de todos modos yo no quería a ninguna mujer. No para vivir con ella. ¿Cómo podían los hombres vivir con las mujeres? ¿Qué importaba eso? Lo que yo quería era vivir en una cueva en el Colorado con víveres y comida para tres años. Me limpiaría el culo con arena. Cualquier cosa, cualquier cosa que evitara que me ahogase en esta existencia monótona, trivial y cobarde.
El ascensor subió. El albino aún lo controlaba.
—Oye, he oído que tú y Mewks os disteis un recorrido por los bares

anoche.
—Me invitó a algunas cervezas. No tengo un centavo.
—¿Os acostasteis?
—Yo no.
—¿Por qué no me lleváis con vosotros la próxima vez? Os mostraré cómo
conseguir echar un polvo.
—¿Y qué es lo que tú sabes?
—He estado por ahí. La semana pasada me conseguí una muchacha

china. Y sabes, es tal como dicen.
—¿Qué es lo que dicen?
Llegamos al sótano y se abrieron las puertas.

—No tienen la raja del coño vertical, sino horizontal.
Ferris me estaba esperando.
—¿Dónde demonios has estado?
—En la Sección de Jardinería.
—¿Qué hiciste, fertilizar las fucsias?
—Sí, solté una mierda en cada tiesto.
—Escucha, Chinaski...
—¿Sí?
—Las bromas aquí, las hago yo. ¿Entiendes?
—Entiendo.
—Bien, toma esto. Es un pedido para la Sección de Caballeros.
Me pasó la hoja del pedido.
—Localiza estos artículos, entrégalos, obtén una firma y vuelve.

La Sección de Caballeros estaba dirigida por el señor Justin Phillips Junior. Era un tipo bien criado y cortés de unos veintidós años. Se erguía muy erecto, tenía pelo negro, ojos negros y labios gruesos. Desgraciadamente apenas tenía pómulos, pero casi no se advertía. Su tez era pálida y vestía trajes oscuros con camisas pulcramente almidonadas. Las vendedoras le adoraban. Era sensible, inteligente y sagaz. También poseía una cierta antipatía, como si su antecesor se la hubiera pasado. Una vez rompió con la tradición para hablarme:
—Es una pena, ¿no?, que tengas esas feas marcas en la cara.

Mientras rodaba con mi carrito en dirección a la Sección de Caballeros, Justin Phillips estaba en pie muy erguido, con su cabeza levemente inclinada, mirando —como hacía la mayor parte del tiempo— arriba y abajo como si viera cosas que nosotros no distinguíamos. Quizás yo no reconocía la casta de alguien sólo con verle. Verdaderamente daba la impresión de que estaba por encima de lo que le rodeaba. Era un truco magnífico si podías realizarlo y encima te pagaban por ello. A lo mejor era eso lo que les gustaba a las chicas y a la Dirección. Realmente era un tipo demasiado bueno para lo que estaba haciendo, pero de todos modos lo hacía.
Llegué a su altura.
—Aquí está su pedido, señor Phillips.

Hizo como si no me viera, lo que me dolía por un lado y era un buen asunto por otro. Repuse los artículos que faltaban en los estantes mientras él miraba a un punto situado por encima del ascensor.

Entonces oí unas risas argentinas y alcé la vista. Provenían de una pandilla que se había graduado conmigo en Chelsey. Estaban probándose jerseys, pantalones y varias cosas más. Los conocía de vista solamente, ya que no habíamos hablado durante nuestros cuatro años de instituto. Su cabecilla era Jimmy Newhall. Había sido el centrocampista de nuestro equipo de rugby y no le habían derrotado en tres años. Su pelo era de un bonito color amarillo y el sol o las luces de las aulas colegiales parecían estar resaltando siempre sus reflejos. Tenía un poderoso cuello sobre el que se asentaba el rostro del adolescente perfecto esculpido por algún maestro. Todo en él era como debiera de ser: nariz, barbilla y demás rasgos. Y un cuerpo perfecto en consonancia con el rostro. Los que le rodeaban no eran tan perfectos como él, pero se aproximaban mucho. Revoloteaban alrededor
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probándose jerseys y riéndose, esperando ir a la Universidad del Sur de
California o la de Stanford.
Justin Phillips firmó mi recibo y me dirigí hacia el ascensor cuando oí una

voz:
—¡OH CIELOS, CIELOS, TIENES UN GRAN ASPECTO CON ESA INDUMENTARIA!
Me detuve, giré sobre mis talones e hice un saludo rutinario con mi mano

izquierda.
—¡Miradle! ¡El chico más duro de la ciudad después de Tommy Dorsey!
—Con su aspecto logra que Gable parezca un fontanero.

Dejé mi carrito y volví por mis pasos. No sabía lo que iba a hacer, tan sólo me planté frente a ellos, mirándolos. No me gustaban, nunca me habían gustado. Podrían parecer dioses para otros, pero no para mí. Había algo en sus cuerpos comparable a los de las mujeres. Eran cuerpos delicados que no se habían enfrentado a ninguna prueba. Eran unos bellos don nadie. Me enfermaban. Les odiaba. Eran parte de la pesadilla que siempre, de un modo u otro, me había acosado.
Jimmy Newhall me sonrió.
—Oye, almacenista, ¿cómo es que nunca formaste parte de nuestro

equipo?
—No era eso lo que yo quería.
—No hay huevos, ¿eh?
—¿Sabes donde está el parking en el tejado?
—Claro.
—Nos veremos allí...
Se encaminaron hacia el parking mientras yo me quitaba el delantal y lo

tiraba dentro del carrito. Justin Phillips Junior me sonrió.
—Querido chaval, te van a zurrar la badana.
Jimmy Newhall estaba esperándome rodeado por sus compañeros.
—¡Mirad al chico del almacén!
—¿Creéis que lleva ropa interior de señora?

Newhall estaba plantado al sol con su camisa y camiseta quitadas. Metía estómago y sacaba pecho. Tenía buen aspecto. ¿Dónde demonios me había metido? Sentí cómo temblaba mi labio inferior. Ahí, sobre el tejado, sentí miedo. Miré a Newhall, los dorados rayos del sol iluminaban su rubio cabello. Le había visto muchas veces sobre el campo de rugby. Había visto cómo ganaba muchas carreras de 50 y 60 yardas mientras yo deseaba que ganara el otro equipo.
Ahora estábamos mirándonos el uno al otro. Me dejé la camisa puesta.

Seguíamos plantados enfrentándonos.
Newhall dijo por fin:
—De acuerdo, ahora voy a por ti.
Empezó a moverse hacia adelante. Justo entonces apareció una viejecita
vestida de negro portando un montón de paquetes. Sobre su cabeza llevaba

un pequeño sombrero verde.
—¡Hola, chicos! —dijo la vieja.
—Hola, abuela.
—Maravilloso día...
La diminuta anciana abrió la puerta de su coche y metió dentro los

paquetes. Luego se giró hacia Jimmy Newhall.
—¡Oh, quémagní fico cuerpo tienes, hijo mío! ¡Apuesto a que podrías ser
Tarzán de los Monos!
—No, abuela —dije—, perdóneme pero él es elMono y los que están con
él son su tribu.
—Oh —dijo ella. Montó en su coche, lo arrancó y esperamos hasta que
salió del parking.
—Vale, Chinaski —dijo Newhall—, en el instituto eras famoso por tus
desprecios y tu maldita bocaza.Ahora voy a recetarte la cura.

Newhall saltó hacia adelante. Estaba preparado. Yo no tanto. Creí ver un pedazo de cielo cayendo sobre mí erizado de puños. Era más rápido que un mono, más rápido y más grande. No pude ni lanzarle un puñetazo, sólo sentí sus puños y eran duros como roca. Mirando de soslayo a través de mis ojos entrecerrados podía ver cómo sus puños volaban y aterrizaban. Dios mío, tenía potencia, parecía no acabar nunca y yo no tenía lugar donde meterme. Empecé a pensar que a lo mejor yo era un mariquita, que quizás debiera serlo y entonces rendirme.

Pero a medida que siguió golpeándome, mi miedo desapareció. Sólo estaba asombrado por su fuerza y energía. ¿De dónde la sacaba un cerdo como él? Estaba pleno. No pude ver nada más, mis ojos se cegaron con relámpagos rojos, verdes y púrpura, y entonces algo ROJO estalló dentro de mí... y sentí cómo me derrumbaba.
¿Es así como sucede?
Caí sobre una rodilla. Oí pasar un avión por encima. Deseé estar en él.
Sentí que algo corría por mi boca y barbilla... era sangre cálida manando de

mi nariz.
—Déjale, Jimmy, está acabado...
Miré a Jimmy.
—Tu madre es una pajillera —le dije.
—¡TE MATARÉ!

Newhall se abalanzó sobre mí antes de que me pudiera levantar. Me cogió por la garganta y rodamos y rodamos hasta quedar debajo de un Dodge. Oí cómo su cabeza se golpeaba contra algo.
No sé contra qué se dio, pero oí el crujido. Sucedió muy rápidamente y

los demás no se dieron cuenta.
Me levanté y Newhall también.
—Voy a matarte —dijo.

Newhall movió los puños como si fueran aspas de un molino. Esta vez no era tan terrible. Golpeaba con la misma furia pero había perdido algo. Ahora era más débil. Cuando me atizaba, no veía ya relámpagos de colores. Podía ver el cielo, los coches aparcados, las caras de sus amigos y a él mismo. Yo siempre había tardado en arrancar. Newhall estaba aún intentando cumplir su amenaza pero era mucho más débil. Y yo tenía unas manos pequeñas; pequeños puños que eran armas terribles.
Qué tiempos tan frustrantes fueron aquellos años: tener el deseo y la
necesidad de vivir pero no la habilidad.
Incrusté un derechazo en su estómago y le oí boquear, por lo que le
agarré por la nuca con mi izquierda y clavé otra derecha en la boca de su estómago. Entonces lo aparté de mí y le apliqué el un dos sobre su escultórico rostro. Vi la mirada de sus ojos y fue fantástico. Le estaba dando algo que nunca le habían dado. El estaba aterrorizado. Aterrorizado porque no sabía cómo encajar la derrota. Decidí acabar con él lentamente.
Entonces alguien me golpeó en la nuca. Fue un golpe fuerte. Me di la

vuelta y miré.
Era su amigo pelirrojo, Carl Evans.
Vociferé señalándole con el dedo:
—¡Maldito cabrón, apártate de mí! ¡Me enfrentaré con vosotros uno por
uno! ¡En cuanto termine con este menda tú serás el siguiente!

No me llevó mucho tiempo acabar con Jimmy. Incluso intenté realizar algunas fintas y bailoteos a su alrededor. Le propinaba algunos golpes cortos, saltaba en torno suyo y luego comenzaba a atizarle de pleno. El aguantó muy bien durante un rato y pensé que no podría acabar con su resistencia, cuando entonces me dirigió esa extraña mirada que parecía decir: oye, mira, quizás debiéramos ser amigos y tomarnos un par de cervezas juntos. Entonces se derrumbó.
Sus amigos se acercaron, le recogieron y, sosteniéndole, hablaron con él:
—¡Oye, Jim! ¿Estás bien?
—¿Qué es lo que te ha hecho el hijo de puta, Jim? Vamos a hacerle
pedazos, Jim. Tan sólo dínoslo.
—Llevadme a casa —replicó Jim.
Me quedé mirando cómo bajaban las escaleras sujetándole entre todos,
mientras uno de ellos llevaba su camisa y camiseta...
Fui al piso bajo para recoger mi carrito. Justin Phillips estaba

esperándome.
—No creí que regresaras —dijo sonriendo desdeñosamente.
—No confraternice con los trabajadores no cualificados —le contesté.

Cogí el carrito y empecé a arrastrarlo. Mis ropas estaban revueltas y mi cara no tenía precisamente buen aspecto. Anduve hasta el ascensor y pulsé el botón. El albino subió en el tiempo debido. Las puertas se abrieron.
—La noticia se ha esparcido —dijo—. He oído que eres el nuevo campeón
mundial de los pesos pesados.
Las noticias viajan velozmente en los lugares donde nunca sucede gran

cosa.
Ferris y su oreja rebanada me estaban esperando.
—¿Acaso te dedicas a zurrar la badana a nuestros clientes?
—Sólo a uno.
—No tenemos modo de saber cuándo empezarás con otro.
—Ese tipo me retó.
—Nos importa un comino. Todo lo que sabemos es que estás despedido.
—¿Y qué pasa con mi cheque?
—Lo recibirás por correo.
—Muy bien, hasta la vista...
—Un momento, necesito la llave de tu taquilla.
Saqué mi llavero que sólo tenía una llave, la saqué y se la entregué a
Ferris.
Anduve hasta la puerta del vestuario de los empleados y la abrí de par en par. Era una pesada puerta metálica que se abría con dificultad. Mientras lo hacía, dejando entrar así la luz del sol, me giré y dirigí un pequeño saludo a Ferris. No respondió. Sólo me devolvió la mirada. Luego la puerta se cerró. De algún modo me caía bien.

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