domingo, 27 de marzo de 2011

"LA SENDA DEL PERDEDOR" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 48

—¿Así que no pudiste mantener un empleo siquiera una semana?
Estábamos comiendo albóndigas y espaguettis. Mis problemas siempre se
discutían a la hora de cenar. La hora de la cena era casi siempre un

momento desgraciado.
No respondí a la pregunta de mi padre.
—¿Qué pasó? ¿Por qué te dieron la patada en el culo? —insistió.
No respondí.
—Henry, ¡contesta a tu padre cuando te habla! —chilló mi madre.
—¡No supo aguantar, eso es todo!
—Mírale la cara —dijo mi madre—, toda raspada y cortada. ¿Te pegó tu

jefe, Henry?
—No, madre...
—¿Por qué no comes, Henry? Parece que nunca tienes hambre.
—No puede comer —dijo mi padre—, no puede trabajar, no puede hacer
nada... ¡No merece ni que le den por culo!
—No deberías hablar así en la mesa, papaíto —reconvino mi madre.

—¡Bueno, es la pura verdad! —mi padre tenía una enorme pelota de espaguettis enrollada en su tenedor. Introdujo la masa en su boca y empezó a mascar, y mientras batía sus mandíbulas alanceó una albóndiga y se la metió en la boca, luego volvió a abrirla para añadir un pedazo de pan francés.
Recordé lo que Iván había dicho en Los hermanos Karamazov: «¿Quién
no desea asesinar a su padre?»

Mientras mi padre mascaba toda esa masa de comida, una larga hebra de espaguetti colgaba de una esquina de su boca. Al fin se dio cuenta y sorbió la hebra ruidosamente. Después cogió su taza de café, echó dos grandes cucharadas de azúcar, alzó la taza y bebió un largo sorbo que inmediatamente escupió sobre su plato y el mantel.
—¡Esta mierda está demasiadocaliente!
—Deberías tener más cuidado, papaíto —dijo mi madre.

Peiné todo el mercado del trabajo, como solían decir ellos, pero era una rutina monótona e inútil. Tenías que conocer a alguien para obtener un trabajo, aunque fuera el de cobrador de autobús. Por eso todo el mundo era lavaplatos, la ciudad entera estaba llena dé lavaplatos sin trabajo. Me sentaba con ellos por las tardes en la playa Pershing. Los evangelistas también estaban allí. Algunos tenían tambores, otros guitarras, y los arbustos y rincones estaban plagados de homosexuales.

—Algunos tienen dinero —me dijo un joven vagabundo—. Ese tipo me llevó a su apartamento y estuve dos semanas. Podía comer y beber todo lo que quisiera y me compró algunas ropas, pero me la mamó hasta dejarme seco, al cabo de un tiempo no podía ni tenerme en pie. Una noche cuando él dormía me arrastré fuera de allí. Fue horrible. Una vez me besó y le aticé un golpe que lo envió a través de la habitación. «Si vuelves a hacer eso —le dije—, ¡te mataré!»

La Cafetería Clifton era un sitio agradable. Si no tenías mucho dinero, te dejaban que pagaras lo que pudieras. Y si no tenías ningún dinero, no pagabas. Entraban algunos vagabundos y holgazanes y comían bien. El propietario era un viejo rico fuera de lo corriente. Yo nunca pude aprovecharme de ellos y comer hasta inflarme. Pedía un café y pastel de manzana y les pagaba veinticinco centavos. A veces me tomaba un par de rollitos de crema. El sitio era tranquilo y fresco, así como limpio. Había una gran fuente y podías sentarte cerca de ella e imaginar que todo iba bien. La Cafetería Philippe también era un sitio agradable. Podías tomarte un café por tres centavos y hacer que te lo rellenaran varias veces. Te sentabas todo el día sin parar de beber café y nunca exigían que te fueras, tuvieras el aspecto que tuvieras. Sólo pedían a los vagabundos que no trajeran su vino para beberlo allí. Los sitios como ese te proporcionaban un poco de esperanza cuando no tenías ninguna.

Los tipos de la plaza Pershing discutían todo el día acerca de si existía Dios o no. La mayoría de ellos no sabían exponer bien sus argumentos, pero de vez en cuando se enfrentaban algún religioso y un ateo que sabían hablar, y entonces montaban un buen espectáculo.

Cuando tenía algunas monedas solía ir al bar del sótano detrás del cine. Yo tenía 18 años pero me servían igual. Tenía el aspecto de tener cualquier edad. A veces parecía que tenía 25 y otras me sentía como si fuera un treinteañero. Llevaba el bar un chino que jamás hablaba con nadie. Todo lo que yo necesitaba era la primera cerveza, y después los homosexuales comenzaban a invitarme. Entonces me tomaba unos whiskies. Les sangraba unos cuantos whiskies y cuando se acercaban a mí me ponía antipático, les empujaba y salía. Al cabo de un tiempo me calaron y ya no me sirvió el sitio.

La biblioteca era el sitio más deprimente de los que iba. Me había quedado sin libros para leer. Al rato tan sólo aferraba algún libro gordo y me iba por ahí a mirar a las chicas. Siempre había una o dos en el edificio. Me sentaba a tres a cuatro sillas de distancia, pretendiendo que leía el libro, intentando parecer inteligente, deseando que alguna chica enganchara conmigo. Sabía que yo era feo, pero pensé que si aparentaba ser lo suficientemente inteligente tendría alguna oportunidad. Nunca funcionó. Las chicas sólo tomaban notas en sus cuadernos y luego se levantaban y salían mientras yo observaba cómo sus cuerpos se movían mágica y rítmicamente bajo sus limpios vestidos. ¿Qué habría hecho Máximo Gorky bajo esas circunstancias?
En casa siempre era igual. Nunca surgía la pregunta hasta después de los

primeros bocados de comida. Entonces mi padre me preguntaría:
—¿Encontraste trabajo hoy?
—No.

—¿Preguntaste en algún sitio?
—En muchos. Algunos de ellos los he visitado por segunda o tercera vez.
—No me lo creo.

Pero era cierto. También era cierto que algunas compañías ponían anuncios en el periódico todos los días y no tenían ningún trabajo que ofrecer. De ese modo el departamento de empleo de esas compañías tenía algo que hacer. También así se desperdiciaba el tiempo y se jodian las esperanzas de muchos desesperados.
—Encontrarás un trabajo mañana, Henry —decía siempre mi madre...

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