lunes, 28 de marzo de 2011

"LA SENDA DEL PERDEDOR" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 49

Busqué un trabajo durante todo el verano pero no pude encontrar ninguno. Jimmy Hatcher consiguió uno en una fábrica de aviones. Hitler estaba actuando en Europa y creando trabajos para los parados. Estuve con Jimmy el día que llenamos nuestros impresos de ingreso. Los rellenamos de igual modo, la única diferencia estaba en que en donde ponía «Lugar de Nacimiento» yo escribí Alemania y él Reading.

—Jimmy obtuvo un trabajo. Proviene del mismo instituto que tú y tiene tu edad —dijo mi madre—. ¿Por qué no conseguiste trabajo en la fábrica de aviones?
—Pueden distinguir a los que no les gusta trabajar —dijo mi padre—.
¡Todo lo que él desea hacer es sentarse sobre su culo haragán en el

dormitorio y escuchar su música sinfónica!
—Bueno, al chico le gusta la música. Eso es algo.
—¡Pero no haceNADA con esa afición! ¡No la convierte en algo útil!
—¿Qué debería hacer?
—Tendría que ir a un estudio de radio y decirles que le gusta ese tipo de

música y que le dieran trabajo radiándola. —Cristo, no se hace así, no es tan fácil. —¿Cómo lo sabes? ¿Lo has intentado? —Te lo puedo decir, así no se consigue.
Mi padre se introdujo en la boca una gran tajada de carne de cerdo. Una
grasienta porción colgaba de sus labios mientras mascaba. Era como si

tuviera tres labios. Luego lo deglutió todo y miró a mi madre.
—Ves, mamá, el chico no quiere trabajar.
Mi madre me miró:
—Henry, ¿por qué no tomas tu comida?

Finalmente se decidió que me matricularía en la Universidad de la Ciudad de Los Angeles. No había que abonar una fianza escolar y se podían comprar libros de segunda mano en la cooperativa de libros. Mi padre estaba simplemente avergonzado porque yo no trabajaba, y el ir a estudiar me haría obtener algo de respetabilidad. Eli LaCrosse (Baldy) había estado allí durante un curso. El me aconsejó.

—¿Cuál es la carrera más jodidamente fácil de aprobar? —le pregunté.
—Periodismo. Sus asignaturas son muy fáciles.
—De acuerdo. Seré periodista.
Miré el programa universitario.
—¿Y en qué consiste eso del Día de Orientación del que hablan aquí?


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—Oh, sáltate todo eso, es una mierda.
—Gracias por advertirme, compañero. En su lugar iremos a ese bar que

está al otro lado del campus y nos tomaremos un par de cervezas.
—¡Totalmente de acuerdo!
—Claro.

Tras el Día de Orientación venía aquel en que te apuntabas en las materias que te interesaban. La gente corría arriba y abajo frenéticamente con papeles y cuadernos. Yo había llegado en el tranvía. Cogí el «W» hasta Vermont y luego el «V» en dirección Norte hacia Monroe. No sabía adonde iba toda esa gente ni lo que tenía que hacer yo. Me sentí mareado.
—Perdóname... —pregunté a una chica.
Ella giró la cabeza y siguió andando enérgicamente. Pasó un chico
corriendo y le así por el cinturón, deteniéndole.
—Oye, ¿qué demonios estás haciendo? —preguntó.
—Cállate. ¡Quiero saber qué coño pasa! ¡Quiero saber qué tengo que

hacer!
—Te lo explicaron todo ayer en Orientación.
—Oh...

Le solté y salió corriendo. Yo no sabía qué hacer. Pensé que sólo tenías que llegar hasta algún sitio y decirle a alguien que querías apuntarte a Periodismo, al curso de Iniciación Periodística, y ellos me darían una tarjeta con mi programa de clases. No era así. Esos tipos sabían lo que tenían que hacer y no hablarían. Me sentí como si estuviera otra vez en la escuela primaria, separado del grupo que sabía más de lo que yo sabía. Me senté en un banco y observé a la gente correr de arriba abajo. Quizás podía inventármelo todo. Les diría a mis padres que iba a la Universidad de la Ciudad de Los Angeles y vendría todos los días a tumbarme en el césped. Entonces vi a ese chico corriendo hacia mí. Era Baldy. Le cogí por el cuello.

—¡Oye, oye, Hank! ¿Qué te pasa?
—¡Te voy a dar para el pelo, gilipollas!
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
—¿Cómo coño me apunto a clase? ¿Qué tengo que hacer?
—¡Pensé que lo sabías!
—¿Cómo?¿Cómo iba a saberlo? ¿Acaso he nacido con ese conocimiento
adquirido y etiquetado, listo para consultarlo cada vez que lo necesite?
Le arrastré hasta un banco, sujetándolo aún por el cuello de su camisa.
—Ahora exponme, de forma clara e inteligente, todo lo que hay que
hacer y cómo. ¡Explícamelo bien y por ahora no te zurro!
Así Baldy me lo explicó todo. Al instante tuve mi día de Orientación
concentrado. Todavía le sujetaba por el cuello.
—Por ahora te voy a dejar. Pero algún día resolveré este asunto. Vas a
pagar por andar jodiéndome. No sabrás cuándo, pero caeré sobre ti.

Le dejé ir. Fue corriendo a reunirse con los que ya corrían. Yo no tenía necesidad de inquietarme o darme prisa. Iba a obtener las peores aulas, los peores profesores y el peor horario. Con lentitud fui paseando mientras me apuntaba a mis clases. Parecía que yo era el único estudiante despreocupado de todo el campus. Empecé a sentirme superior.
A las 7 de la mañana tenía clase de Inglés. Eran las 7.30 y yo estaba resacoso mientras permanecía en pie fuera del aula, escuchando junto a la puerta. Mis padres habían pagado mis libros y yo los había vendido para bebérmelos. Me escapé por la ventana del dormitorio la noche anterior y me acerqué al bar del barrio. Tenía una palpitante resaca de cerveza. Aún me sentía borracho. Abrí la puerta y entré. Me quedé de pie. El señor Hamilton, el profesor auxiliar de Inglés, estaba situado frente a la clase cantando. Funcionaba un tocadiscos y la clase cantaba a coro con el señor Hamilton. La canción era de Gilbert y Sullivan:

Ahora soy el gobernante de la Armada de la Reina...
He copiado todas las órdenes con letra redondilla...
Ahora soy el gobernante de la Armada de la Reina...
Permaneced pegados a vuestras mesas y nunca salgáis a la mar...
Y siempre seréis los gobernantes de la Armada de la Reina...

Fui hasta el fondo de la clase y encontré un asiento vacío. Hamilton apagó el tocadiscos. Estaba vestido con un traje blanco y negro y su camisa era naranja chillón. Se parecía a Nelson Eddy. Entonces se quedó mirando a

la clase, miró su reloj de pulsera y se dirigió a mí:
—¿Es usted el señor Chinaski?
Asentí con la cabeza.
—Llega usted con treinta minutos de retraso.
—Sí.
—¿Llegaría usted con treinta minutos de retraso a una boda o un funeral?
—No.
—¿Por qué no? Si no le importa explicarnos...

—Bueno, si el funeral fuera el mío, tendría que ser puntual. Si la boda fuera la mía, sería mi funeral. —Siempre fui rápido con la lengua, nunca aprendería.
—Mi querido señor —dijo el señor Hamilton—, hemos estado escuchando
a Gilbert y Sullivan para aprender a pronunciar bien. Por favor, levántese.
Me levanté.
—Ahora, cante por favor, «Permaneced pegados a vuestras mesas y no
salgáis nunca a la mar y siempre seréis los gobernantes de la Armada de la

Reina».
Seguí plantado en mi sitio.
—¡Bien, comience, por favor!
Canté toda la frase y me senté.
—Señor Chinaski, apenas pude oírle. ¿No podría usted cantar con un

poco más de energía?
Me levanté de nuevo, aspiré todo un océano de aire y vociferé:
—¡SI QUIERRES SER EL GOBERNANTE DE L'ARMADA DE LA
REBINA, PÉGATE ALA MESA Y NUUNCA BAYAS AL MAARRR!

La había cantado al revés.
—Señor Chinaski —dijo el señor Hamilton— siéntese, por favor.
Me senté. La culpa la tenía Baldy.

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