sábado, 2 de abril de 2011

"LA SENDA DEL PERDEDOR" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 52

La guerra estaba yendo bastante bien en Europa. Al menos para Hitler. La mayoría de los estudiantes no se pronunciaban sobre el tema. Pero los profesores auxiliares eran casi todos izquierdistas y antihitlerianos. Parecía no haber derechistas entre los profesores, exceptuando al señor Glasgow, de Económicas, y lo era con discreción.

Lo correcto, intelectual y popular, era ir a la guerra contra Alemania para detener el avance del fascismo. En mi caso no tenía ningunas ganas de ir a la guerra para salvar mi modo actual de vida o el posible futuro que me esperaba. Yo no tenía Libertad. No tenía nada. Con Hitler quizás obtuviera un coño de cuando en cuando y una paga semanal de más de un dólar. Además, como había nacido en Alemania, tenía una cierta lealtad natural y no me gustaba ver cómo equiparaban a todos los alemanes con monstruos e idiotas. En los cines aceleraban las imágenes de las noticias para hacer que Hitler y Mussolini parecieran locos frenéticos. También, con todos los profesores en contra de Alemania, descubrí que personalmente me era imposible simplemente estar de acuerdo con ellos. Sin sentirme alienado, pero sí naturalmente contrariado, decidí oponerme a sus puntos de vista. Nunca había leído el Mein Kampf ni tenía deseos de hacerlo. Para mí, Hitler sólo era otro dictador, sólo que, en vez de mis regañinas a la hora de cenar, probablemente me volara los sesos o las pelotas si iba a la guerra a intentar pararle.

Algunas veces, cuando los profesores hablaban y hablaban sobre los horrores del nazismo (nos enseñaron a escribir «nazi» con «n» minúscula, incluso si encabezaba una frase) y el fascismo, yo me ponía en pie de un brinco y soltaba algún comentario:
—¡La supervivencia de la raza humana depende de una selección
responsable!
Lo que significaba: vigila con quién te vas a la cama; pero yo sólo sabía
eso. Realmente mosqueaba a todo el mundo.
No sé de dónde sacaba mis discursitos:
—Uno de los errores de la democracia es que el voto universal da lugar a
un líder común que nos conduce a una vida vulgar, apática y predecible.

Evitaba cualquier referencia directa a los judíos y los negros, los cuales nunca me habían ocasionado ningún problema. Todos mis problemas provenían de los blancos no judíos. Por lo tanto yo no era un nazi por temperamento o elección; fueron los profesores los que me hicieron seguir esa línea por parecerse y pensar como ellos y encima tener un prejuicio antialemán. Además yo había leído por ahí que si un hombre no creía o entendía verdaderamente la causa a la cual se adhería, de algún modo podía ser más convincente, lo que me daba una considerable ventaja sobre los profesores.

—Entrenad un caballo de tiro para convertirlo en uno de carreras y obtendréis un híbrido que no es ni veloz ni fuerte. ¡Una nueva Raza Dominadora surgirá de la selección premeditada y útil!

—No hay guerras buenas o malas. Lo único malo de una guerra es perderla. En todas las guerras ambos lados creen pelear por una Buena Causa. No se trata de saber quién tiene o no la razón, ¡se trata de comprobar quién tiene los mejores generales y el mejor ejército!
Me encantaba. Podía demostrar todo lo que me daba la gana.

Por supuesto estaba separándome más y más de las chicas. Pero de todos modos nunca había estado cerca. Creí que a causa de mis arrebatados discursos estaba solo en el campus, pero no fue así. Algunos más me habían escuchado. Un día, mientras me encaminaba a la clase de Reportajes de Actualidad, oí que alguien seguía mis pasos. Nunca me gustó que nadie me siguiera de cerca. Por eso me giré mientras andaba. Era el Delegado general de los estudiantes, Boyd Taylor. Era muy popular entre los estudiantes, el único tipo en la historia de la Universidad que había sido elegido Delegado por segunda vez.
—Oye, Chinaski, quiero hablar contigo.

Nunca me había fijado mucho en Boyd, era el típico joven americano bien parecido y con un futuro garantizado, siempre vestido con corrección, simpático y gentil, con cada pelo de su bigote perfectamente atusado. No tenía idea de cuál era su atractivo para los estudiantes. Se puso a mi lado y anduvo conmigo.
—¿No crees que no es bueno para ti, Boyd, que te vean caminar

conmigo?
—Ese es mi problema.
—De acuerdo. ¿Qué pasa?
—Chinaski, esto es sólo entre tú y yo, ¿entiendes?
—Claro.
—Escucha, no tengo fe en las acciones o ideales de tipos como tú.
—¿Entonces?
—Pero quiero que sepas que si ganáis, aquí y en Europa, aceptaría con
agrado estar a vuestro lado.
Sólo pude mirarle y reír.
Se quedó plantado mientras yo seguía andando. Nunca te fíes de un
hombre que tiene el bigote perfectamente igualado...

También otros habían estado escuchando. Saliendo de la clase de Reportajes de Actualidad, me encontré con Baldy que estaba con un chico de un metro cincuenta de alto por noventa centímetros de ancho. La cabeza del chico estaba hundida en sus hombros, tenía un cráneo totalmente redondo, orejas pequeñas, cabello perfilado, ojos de guisante y una boca pequeña y húmeda.
Un desquiciado, pensé, quizás un asesino.
—¡OYE, HANK! —aulló Baldy.

Me aproximé.
—Creí que habíamos acabado, LaCrosse.
—¡Oh, no! ¡Todavía quedangran des cosas por hacer!
¡Mierda! ¡Baldy también era uno de ésos!
¿Por qué la idea de la Raza Superior no atraía más que a los disminuidos
mentales y físicos?
—Quiero que conozcas a Igor Stirnov.
Me acerqué y nos dimos la mano. El apretó la mía con todas sus fuerzas.

Realmente me hizo daño.
—Suéltame —dije— o te voy a partir el cuello.
Igor me soltó.
—No confío en la gente que estrecha las manos con blandura. ¿Por qué lo
haces tú?
—Hoy estoy débil. Quemaron mi tostada del desayuno y al mediodía se

me cayó el batido de chocolate.
Igor se volvió hacia Baldy.
—¿Qué le pasa a este chico?
—No te preocupes por él. Actúa a su modo.
Igor volvió a mirarme.
—Mi padre era ruso blanco. Durante la Revolución le mataron los rojos.

¡Tengo que vengarme de esos bastardos!
—Ya veo...
Entonces otro estudiante se nos acercó.
—¡Oye, Fenster! —aulló Baldy.

Fenster se aproximó. Nos dimos la mano. Yo apenas apreté. No me gustaba dar la mano. El nombre de Fenster era Bob. En una casa de Glensdale iba a celebrarse una reunión, Americanos por el Partido Americano. Fenster era el representante por la Universidad. Fenster se fue y Baldy se inclinó para susurrarme en el oído:
—¡Son nazis!

Igor tenía un coche y cuatro litros de ron. Nos encontramos frente a la casa de Baldy. Igor pasó la botella. Buen licor, realmente quemaba las membranas de mi garganta. Igor conducía el coche como si fuera un tanque, sin detenerse en las señales de stop. La gente tocaba el claxon mientras pisaban el freno e Igor les blandía una pistola réplica de las de verdad.
—Oye, Igor —dijo Baldy—, muestra tu pistola a Hank.
Igor estaba conduciendo. Baldy y yo estábamos sentados atrás. Igor me
tendió la pistola. La miré.
—¡Es fantástica! —dijo Baldy—. La talló en madera y la pintó con betún

de zapatos. Parece de verdad, ¿no es cierto?
—Sí —contesté—. Incluso ha perforado un agujero en el cañón.
Devolví la pistola a Igor.
—Muy bonita —dije.
Me volvió a pasar el ron. Me pegué un trago y pasé la botella a Baldy. El
se quedó mirándome y dijo:
—¡Heil Hitler!
Fuimos los últimos en llegar. Era una casa grande y bonita. En la puerta
nos salió al paso un tipo gordo que tenía el aspecto de alguien que se había pasado toda la vida comiendo castañas junto al fuego. Parecía que los padres no estaban por ahí. Su nombre era Larry Kearny. Le seguimos a través del caserón y bajamos una escalera larga y oscura. Todo lo que yo podía distinguir eran los hombros y la nuca de Kearny. Evidentemente era un tipo bien alimentado y parecía mucho más saludable que Baldy, Igor o yo mismo. A lo mejor podíamos aprender algo allí.

Llegamos al sótano y encontramos varias sillas. Fenster nos hizo un signo aprobatorio con la cabeza. Había otros siete tipos que no conocía. Sobre un estrado se alzaba una mesa. Larry subió al estrado y se plantó tras la mesa. Detrás suyo, sobre la pared, se extendía una bandera americana. Larry se irguió muy erecto.

—¡Ahora juraremos nuestra lealtad a la bandera americana!
¡Dios mío! —pensé—. ¡Me he equivocado de sitio!
Nos alzamos y proferimos nuestros juramentos, pero yo me paré después
de «juro por»... y no dije qué.

Nos sentamos. Larry comenzó a hablar parapetado tras la mesa. Explicó que, ya que era la primera reunión que él presidía, cuando tuviéramos dos o más reuniones, cuando nos conociéramos entre nosotros, podríamos elegir un presidente. Pero mientras tanto...

—Nos enfrentamos, en América, a dos severas amenazas a nuestra libertad. Por un lado el azote del comunismo y por otro el alzamiento negro. A menudo trabajan conjuntamente. Nosotros, verdaderos americanos, nos reunimos aquí en un intento de contrarrestar este azote, esta amenaza. ¡Ha llegado hasta tal punto que ninguna chica blanca y decente puede andar por la calle sin ser acosada por un macho negro!
Igor pegó un brinco.
—¡Los mataremos!

—Los comunistas quieren arrebatarnos la riqueza por la que tanto hemos trabajado, por la que nuestros padres se desvivieron ysus padres antes que ellos se mataron a trabajar. ¡Los comunistas quieren entregar nuestro dinero a todo negro, homosexual, vagabundo, asesino y exhibicionista que camina por nuestras calles!
—¡Los mataremos! —¡Hemos de detenerlos! —¡Nos armaremos!
—Sí, nos armaremos. ¡Nos armaremos y reuniremos aquí para formular
un Plan Maestro para salvar a América!
El grupo entero aplaudió. Dos o tres vociferaron: «¡Heil Hitler!» Entonces
llegó el momento-de-conocernos-entre-nosotros.

Larry nos pasó unas cervezas frías y formamos pequeños corros para charlar, sin decirnos gran cosa, excepto que necesitábamos hacer mucho tiro al blanco para luego saber utilizar nuestras armas cuando llegara el momento.

Cuando fuimos a la casa de Igor tampoco parecía que estuvieran en ella sus padres. Igor cogió una sartén, puso en ella cuatro trozos de mantequilla y comenzó a derretirlos. Cogió el recipiente del ron, vertió una cantidad generosa y la calentó junto a la mantequilla.
—Esto es lo que beben los hombres —dijo. Luego observó a Baldy—.
¿Eres un hombre, Baldy?
Baldy ya estaba borracho. Se mantenía muy erguido con los brazos cayéndole a los costados.
—¡Sí, SOY UN HOMBRE! —y comenzó a llorar. Las lágrimas se deslizaron por
su rostro—. ¡Soy UN HOMBRE! —Se mantenía muy erguido y mientras rodaban

los lagrimones vociferaba—: ¡HEIL HITLER!
Igor me miró fijamente.
—¿Eres un hombre?
—No lo sé. ¿Está ya listo ese ron?
—No sé si confiar en ti. No estoy seguro de que seas uno de los nuestros.

¿Acaso eres un espía doble? ¿Eres un agente del enemigo?
—No.
—¿Eres uno de nosotros?
—No lo sé. Sólo estoy seguro de una cosa.
—¿Cuál es?
—No me caes bien. ¿Está ya preparado el ron?
—¿Ves? —dijo Baldy— . ¡Te dije que era un tipo despreciable!
—Veremos quién es el más despreciable cuando se acabe la noche —
contestó Igor.

Igor vertió la mantequilla derretida junto al hirviente ron, luego apagó el fuego y removió la mezcla. No me caía bien él, pero ciertamente era distinto y eso me gustaba. Encontró tres copas grandes y azules, con letras rusas inscritas en ellas. Vertió el ron con mantequilla en las copas.
—Muy bien —dijo— ¡bebeoslo!
—Mierda, está hirviendo —dije mientras trasegaba la copa. Estaba
demasiado caliente y atufaba a mantequilla.

Observé cómo Igor se bebía la suya. Vi sus pequeños ojos de guisante asomar por el borde de la copa. Se las arregló para trasegarlo mientras ríos de mantequilla con ron caían por las comisuras de su boca. El estaba estudiando a Baldy. Baldy permanecía plantado en píe observando su copa. Yo sabía desde tiempo antes que Baldy no tenía una afición natural a la bebida.

Igor miraba fijamente a Baldy.
—¡Bébelo!
—Sí, Igor, sí...

Baldy alzó la copa azul. Lo estaba pasando mal. Estaba demasiado caliente para él y no le gustaba cómo sabía. La mitad del contenido se deslizó por su barbilla y cayó sobre su camisa. La copa vacía se estrelló

contra el suelo de la cocina.
Igor se plantó frente a Baldy.
—¡Tú no eres un hombre!
—¡SOY UN HOMBRE, IGOR!¡SOY UN HOMBRE!
—¡MIENTES!
Igor le golpeó con un revés y la cabeza de Baldy cayó hacia un lado.
Propinó otro revés y enderezó la cabeza de Baldy. Este se puso firmes

manteniendo los brazos rígidos a los costados.
—Soy... un... hombre... Igor permaneció frente a él.
—¡Haré un hombre de ti!
—Vale —le dije a Igor—, déjale solo.
Igor salió de la cocina. Me serví otro ron. Era una bebida asquerosa pero
no había nada más.
Igor entró en la cocina. Estaba empuñando un revólver, un revólver de

verdad de seis tiros.
—Vamos a jugar ahora a la ruleta rusa —anunció.
—Sí, con el coño de tu madre —contesté.
—Yo jugaré, Igor —dijo Baldy—. ¡Jugaré! ¡Soy unho mbre!
—De acuerdo —contestó Igor—, sólo hay una bala en el revólver. Giraré
el tambor y te pasaré el revólver.
Igor dio vueltas al tambor y entregó el revólver a Baldy. Baldy lo cogió y
apuntó a su cabeza.
—Soy un hombre... soy un hombre... ¡lo haré! —Comenzó a llorar de
nuevo—. ¡Lo haré... porque soy un hombre...!
Baldy desvió la boca del revólver de su sien. Apuntó a otro sitio y apretó
el gatillo. Sonó un click.
Igor volvió a coger el arma, giró el tambor y me la tendió. Yo se la
devolví.
—Tú primero.
Igor volvió a girar el tambor, sostuvo el revólver contra la luz de modo
que viera la recámara y luego se lo aplicó a la sien. Sonó un click.
—Magnífico —dije—. Has mirado en la recámara para ver dónde estaba la

bala.
Igor dio vueltas al tambor y me pasó el revólver.
—Es tu turno.
Le devolví el arma.
—Guárdatelo —le repliqué.
Me aproximé a los fuegos para servirme otro ron. Mientras lo hacía sonó
un disparo. Miré al suelo. Al lado de mi pie, en el suelo de la cocina, había

un agujero de bala.
Me giré en redondo.
—Si vuelves a apuntarme con esa cosa otra vez, te mataré, Igor.
—¿Ah sí?
—Sí.

Permaneció frente a mí sonriendo. Lentamente comenzó a elevar el revólver. Yo esperé. Al poco lo bajó. Ya bastaba por esa noche. Fuimos hasta el coche e Igor nos llevó hasta casa. Pero primero paramos en el Parque Westlake, alquilamos una barca y remamos por el lago hasta acabarnos el ron.Con el último sorbo, Igor cargó el revólver y efectuó varios disparos contra el fondo de la barca. Estábamos a treinta metros de la orilla y tuvimos que nadar...

Era muy tarde cuando llegué a casa. Me arrastré sobre el arbusto de las bayas y trepé por la ventana. Me desvestí y fui a la cama mientras en la habitación próxima mi padre roncaba.

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