domingo, 3 de abril de 2011

"LA SENDA DEL PERDEDOR" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 53

Yo solía volver de clase bajando la colina de Westview. Nunca llevaba libros en la mano. Aprobé mis exámenes asistiendo a las clases y adivinando las respuestas. Jamás tuve que empollar los exámenes y conseguí las calificaciones «C» de aprobado. Y mientras bajaba la colina me metí en una enorme tela de araña. Empecé a romperla y quitármela de encima mientras buscaba a la araña. Entonces la vi: era una enorme y negra hija de puta. La aplasté. Había aprendido a odiar a las arañas. Cuando fuera al infierno, me devoraría una araña.

Durante toda mi vida en ese vecindario me había metido en telas de arañas, me habían atacado los cuervos y había vivido con mi padre. Todo era eternamente triste, sombrío y maldito. Incluso el tiempo era un tiempo de perros. O era insoportablemente cálido durante semanas o, si llovía, llovía durante cinco o seis días. El agua anegaba los jardines y penetraba en las casas. Quienquiera que fuera el que diseñó el sistema de drenaje, probablemente había sido bien pagado por su ignorancia en la materia.

Y mis propios asuntos iban de mal en peor, tal como cuando nací. La única diferencia era que ahora podía beber de vez en cuando, aunque nunca lo suficiente. El beber era lo único que evitaba que un hombre se sintiera desplazado e inútil. Todo lo demás era luchar y luchar, abriéndose paso a tajos. Y nada era interesante, nada. Todo el mundo era igual, reprimiéndose y controlándose. Y yo tenía que vivir con esos mamones el restode mis días, pensé. ¡Dios mío! Todos tenían un agujero en el culo y órganos sexuales y bocas y sobacos. Se sentaban y charloteaban y eran tan estúpidos como la cagada de un caballo. Las chicas tenían buen aspecto vistas a distancia, con el sol filtrándose entre sus ropas y cabellos. Pero cuando se acercaban y mostraban sus cerebros a través de la cháchara de sus bocas, te sentías con ganas de excavar una trinchera en una colina y esconderte con una ametralladora. Verdaderamente nunca sería capaz de ser feliz, casarme y tener hijos. Demonios, ni siquiera podía obtener trabajo como lavaplatos.

A lo mejor podría ser un asaltante de bancos. Algo realmente emocionante. Algo con relumbre y pasión. Sólo tenemos una oportunidad. ¿Por qué ser un limpiaventanas?
Encendí un cigarrillo y seguí bajando la colina. ¿Era yo el único en
agobiarme por un futuro sin posibilidades?

Vi otra de esas grandes arañas negras. Yacía en su telaraña justo a la altura de mi cara y en medio del camino. Cogí el cigarrillo y lo aplasté contra ella. La enorme araña se agitó de tal modo que las ramitas del arbusto donde afianzaba su telaraña se movieron. Saltó de su telaraña y cayó sobre la acera. Asesinas cobardes, todas eran unas cobardes asesinas. La aplasté con el zapato. Un día útil, había matado dos arañas y trastocado el equilibrio de la naturaleza, ahora nos iban a devorar los mosquitos y las moscas.

Seguí bajando la colina, estaba cerca del final cuando un gran arbusto empezó a agitarse. La Reina de las Arañas me perseguía. Avancé a su encuentro.
Mi madre saltó a la acera desde detrás del arbusto. —¡Henry, Henry! ¡No
vayas a casa, no vayas a casa, tu padre te matará!
—¿Y cómo va a hacerlo? Puedo darle de azotes en el trasero.
—¡No, estáfurioso, Henry! ¡No vayas a casa, te matará! ¡Te he estado
esperando durante horas!
Los ojos de mi madre se habían ensanchado por el miedo y tenían un

bello color castaño.
—¿Qué está haciendo en casa tan temprano?
—¡Tenía dolor de cabeza y le concedieron la tarde libre!
—Creí que estabas trabajando, ¿acaso no has encontrado un nuevo

trabajo?
Ella había conseguido por fin trabajo como guardesa de una casa.
—¡Vino y me recogió! ¡Estáfurio so! ¡Temata rá!
—No te preocupes, mamá, si intenta algo en contra mía voy a darle una

patada en el culo, te lo prometo.
—Henry, ¡ha encontrado tus narraciones y las ha leído!
—Jamás le pedí que lo hiciera.
—¡Las encontró en un cajón! ¡Las ha leído todas!

Yo había escrito diez o doce historias cortas. Dale a un hombre una máquina de escribir y se convierte en escritor. Había escondido las narraciones bajo el papel del fondo del cajón donde guardaba mis calzoncillos y calcetines.
—Bueno —dije—, el viejo ha estado rebuscando y se ha quemado los
dedos.
—¡Dijo que iba a matarte! ¡Dijo que ningún hijo suyo podía escribir
historias semejantes y vivir bajo el mismo techo que él!

La cogí por el brazo.
—Vamos a casa, mamá, y veamos qué es lo que hace...
—¡Henry, ha tirado todas tus ropas sobre el césped, toda tu ropa sucia,
tu máquina de escribir, tu maleta y tus narraciones!

—¿Mis narraciones?
—Sí, esas también...
—¡Le mataré!
Me separé de ella, crucé la calle 21 y bajé por la Avenida Longwood. Ella

me siguió.
—¡Henry, Henry, no vayas a casa!
La pobre mujer se aferraba a mi camisa.

—Henry, escucha, ¡consíguete una habitación en cualquier sitio! ¡Henry, tengo diez dólares! ¡Coge estos diez dólares y alquila una habitación en algún sitio!
Me giré. Ella sostenía los diez dólares en la mano.

—Olvídalo —contesté—, voy a ir.
—¡Henry, coge el dinero! ¡Hazlo por mí! ¡Hazlo por tu madre!
—Bueno, de acuerdo...
Cogí los diez y me los embutí en el bolsillo del pantalón.
—Gracias, es un montón de dinero.
—Está bien así, Henry. Te quiero, Henry, pero tienes que irte.

Corrió delante mío mientras me acercaba a casa. Entonces lo vi: todo estaba esparcido por el césped, todas mis ropas, limpias y sucias, la maleta abierta, calcetines, pijamas, camisas, un abrigo viejo, todo tirado por todos lados, sobre el césped y la acera. Y vi cómo el viento se llevaba mis manuscritos arrojándolos contra el sumidero y contra todas partes.
Mi madre corrió por la acera hasta la casa y yo grité de forma que
pudiera oírme:
—¡DILE QUE SALGA AQUÍ, QUE VOY A PARTIRLE LA CABEZA EN DOS!

Primero recogí mis manuscritos. Ese era el más bajo de los golpes, hacerme eso a mí. Era la única cosa que no tenía derecho a tocar. A medida que recogía las hojas del sumidero, del césped y la acera, comencé a sentirme mejor. Recogí todas las que pude, las metí en la maleta asentándolas bajo un zapato, y luego rescaté la máquina de escribir. Su maletín se había roto pero parecía estar bien. Miré todos mis andrajos esparcidos en derredor. Dejé la ropa sucia y los pijamas, que sólo eran un par, y de los desechados por él. No había gran cosa más que recoger. Cerré la maleta, recogí la máquina de escribir y comencé a andar. Pude ver dos caras atisbando tras las cortinas. Pero en seguida me olvidé mientras subía por Longwood, cruzaba la calle 21 y subía la colina de Westview. No me sentía muy distinto a como siempre me había sentido. Ni alegre ni deprimido; todo parecía ser sólo una continuación. Iba a coger el tranvía «W», cambiar de línea luego e ir a algún lugar del centro.

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