lunes, 20 de junio de 2011

Bebedora de larga distancia (relato completo)


Eran las tres de la mañana y sonó el teléfono. Francine se levantó, contestó y le llevó el teléfono a Toni a la cama. El teléfono era de Francine. Toni contestó. Era Joanna, conferencia desde San Francisco.
—Oye —dijo Toni—, te dije que no me llamaras nunca aquí.
Joanna había estado bebiendo.
—Cierra el pico y escúchame. Estás en deuda conmigo, Toni.
Toni suspiró lentamente.
—Vale, adelante.
—¿Cómo está Francine?
—Eres muy amable por preguntar. Perfectamente. Estamos muy bien los dos. Estábamos durmiendo.
—Bueno, qué se le va a hacer, hombre, pues yo es que me entró hambre y salí a porpizza. Fui a una
pizzería.
—Ya.
—¿Tienes algo contra la pizza?
—Sí, es una mierda, una basura.

—Ay, no sabes lo que es bueno. En fin, me senté en la pizzeria y pedí una pizza especial. «Tráiganme la mejor que tenga», dije. Y me senté a una mesa y me la trajeron y me dijeron, dieciocho dólares. Y yo dije que no podía pagar dieciocho dólares. Se echaron a reír y se fueron y empecé a devorar la pizza.
—¿Y qué tal tus hermanas?
—Ya no vivo con ninguna de ellas. Me echaron las dos. Fue por las conferencias que te puse. Las facturas del teléfono fueron de más de doscientos dólares.
—Ya te dije que no llamaras más.
—Cállate. Es mi manera de desahogarme. Estás en deuda conmigo.
—Está bien. Adelante.

—En fin, el caso es que estaba comiéndome la pizza y preguntándome cómo iba a pagarla, cuando me entró sed. Necesitaba una cerveza, así que cogí lapizza, me fui a la barra y pedí una cerveza. La bebí y seguí comiendo pizza y entonces vi un tejano muy alto, de pie, a mi lado. Como mínimo debía de medir dos diez. Me invitó a una cerveza. Estaban poniendo música en la máquina de discos, música del Oeste. Era un sitio ambientado del Oeste. A ti no te gusta la música del Oeste, ¿verdad?
—Es la pizza lo que no me gusta.

—Bueno, pues le di al tejano piernas largas un poco de pizza y él me invitó a otra cerveza. Y seguimos bebiendo cerveza y comiendo pizza hasta que se acabó lapizza. El pagó la pizza y nos fuimos a otro bar. También con decorado del Oeste. Bailamos. Bailaba bien. Bebimos y seguimos visitando bares estilo Oeste. En todos los bares a los que fuimos había música del Oeste. Bebimos cerveza y bailamos. Bailaba muy bien.
—¿Y?

—Por fin nos entró hambre otra vez y fuimos a un auto-restaurante a tomar una hamburguesa. Y
cuando estábamos comiendo las hamburguesas, él de repente se inclinó y me besó. Un beso ardiente. ¡Ufff!
—¿Y?
—Y yo le dije: «Qué demonios, vámonos a un motel.» Y él dijo: «No, vamos a mi casa.» Y yo dije:

«No, quiero ir a un motel.» Pero insistió en que fuéramos a su casa.
—¿Estaba allí la esposa?
—No, su mujer está en la cárcel. Ha matado a tiros a una de sus hijas, de diecisiete años.
—Ya.
—Bueno, el tejano tenía otra hija, de dieciséis años y me la presentó y luego nos fuimos a su
dormitorio.
—¿Tengo que escuchar los detalles?
—¡Déjamehablar! Esta llamada la pagoyo. ¡He pagado yo todas estas llamadas! ¡Estás en deuda
conmigo, me oyes!
—Adelante.
—Bueno, nos metemos en el dormitorio, nos desnudamos. Estaba realmente muy bien el tipo, pero
el pajarito lo tenía completamente lánguido.
—El problema es cuando los huevos están lánguidos.
—De todos modos, lo cierto es que nos metimos en la cama y empezamos a juguetear. Pero el caso

era...
—¿Demasiado borracho?
—Por supuesto. Pero el asunto era que sólo se ponía caliente cuando su hija entraba en la habitación,
o hacía ruidos... cuando tosía, o cuando tiraba de la cadena. Cualquier señal de la chica le ponía a tono, se

ponía muy caliente.
—Comprendo.
—¿Comprendes?
—Sí.

—En fin, por la mañana, el tipo me dijo que allí tenía un hogar para toda la vida, si quería. Más una asignación de trescientos dólares a la semana. Tiene una casa muy maja: dos cuartos de baño y medio, tres o cuatro televisores, una librería llena de libros: Pearl S. Buck, Agatha Christie, Shakespeare, Proust, Hemingway, los clásicos de Harvard, cientos de libros de cocina y la Biblia. Tiene dos perros, un gato, tres coches...
—¿Y?
—Es todo lo que quería contarte. Adiós.
Joanna colgó, Toni también colgó. Luego dejó el aparato en el suelo. Se estiró en la cama. Ojalá

Francine esté dormida, pensó. No lo estaba.
—¿Qué quería? —preguntó.
—Me contó un cuento de un hombre que se tiraba a sus hijas.
—¿Por qué? ¿Por qué se le ocurrió contarte semejante cosa?
—Supongo que pensó que me interesaría, pero el hecho es que ella también se lo tiró.
—¿Y te interesó?
—En realidad no.

Francine se dio la vuelta hacia él y él la abrazó. Los borrachos de las tres de la madrugada, en todos los Estados Unidos, miraban fijamente a las paredes, dándose finalmente por vencidos. No tenías que estar borracho para sentirte destrozado, para que te liquidase una mujer; pero podías sentirte destrozado y convertirte en un borracho. Durante un tiempo, especialmente si eras joven, podías pensar que te acompañaba la suerte; y a veces así era. Toda clase de estadísticas y de leyes entraban en acción para mantenerte en la inopia. Luego, una noche, la calurosa noche de un jueves de verano,tú te convertías en el borracho,tú estabas completamente solo en una habitación de alquiler, una habitación de tres al cuarto; y, por mucha experiencia que hubiese de noches similares, daba lo mismo; o era peor aún. Porque habías llegado a pensar que no tendrías que volver a afrontarlos. Lo único que podías hacer era encender otro cigarrillo, servirte otro whisky, mirar las paredes desconchadas a la busca de labios y de ojos. Lo que los hombres y las mujeres se hacían mutuamente era del todo incomprensible.

Toni abrazó a Francine con más fuerza, apretó su cuerpo silenciosamente contra el de ella y escuchó
su respiración. Era horrible tener otra vez que tomarse en serio una mierda así.

Los Angeles era una locura. Escuchó. Los pájaros ya estaban en acción, gorjeando, y, sin embargo, era noche cerrada. Pronto la gente inundaría las autopistas. Pronto se oiría su ronroneo incesante, sumado al de los coches que se pondrían en marcha por doquier en las calles. Y, mientras tanto, los borrachos de las tres de la mañana del universo, yacerían en sus lechos intentando conciliar el sueño, que tanto merecían, e intentándolo en vano.

Charles Bukowski del libro Música de cañerías.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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