martes, 6 de agosto de 2013

"FACTÓTUM" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 40

Llegué al almacén de bicicletas a las 10 :30 de la mañana. La hora de entrada era a las 8. Era la pausa de media mañana y el vagón del café estaba a la puerta. El personal del almacén estaba allí fuera. Me acerqué y pedí un café doble y una rosquilla con mermelada. Hablé con Carmen, la secretaria del encargado, acerca de las curiosidades de los camiones de carga. Como de costumbre, llevaba un vestido estrechamente ajustado que se amoldaba a su cuerpo como un globo hinchado se amolda al aire que contiene, quizás más aún. Tenía capas y capas de lápiz de labios rojo oscuro y mientras hablaba se mantenía a la mínima distancia posible, mirándome a los ojos y riéndose, frotando partes de su cuerpo contra mí. Carmen era tan agresiva que asustaba, te daban ganas de salir corriendo ante tal presión. Como la mayoría de las mujeres, quería aquello que no tenía, pero Jan me estaba absorbiendo todo el semen y alguna cosa más. Carmen pensó que yo me lo estaba montando de duro sofisticado. Yo me inclinaba hacia atrás comiéndome mi rosquilla y ella se echaba sobre mí. Acabó el descanso y todos entramos al almacén. De repente me imaginé sosteniendo las bragas de Carmen, ligeramente manchadas de caca con uno de mis dedos del pie mientras yacíamos juntos desnudos en la cama en su apartamento de Main Street. El señor Hansen, el encargado, estaba parado en la puerta de su oficina.
—¡Chinaski! —bramó. Conocí el tono: todo había acabado para mí.

Me acerqué hasta él y me paré enfrente suyo. Estaba vestido con un traje marrón claro de verano recién planchado, corbata ancha (verde), camisa marrón claro y zapatos negro-marrón claro exquisitamente relucientes. De repente me apercibí de los clavos en las suelas de mis gastados zapatos pinchándome en las plantas de los pies. Me faltaban tres botones de la sucia camisa. La cremallera de mis pantalones se había atascado por la mitad. La hebilla de mi cinturón estaba rota.

—¿Sí? —pregunté.
—Voy a tener que despedirle.
—Bueno.
—Es usted un empleado cojonudo, pero voy a tener que despedirle.
El tío estaba en una situación embarazosa, a mí me daba un poco de corte por él.
—Ha estado llegando al trabajo a las diez y media durante cinco o seis días. ¿Cómo se
cree que les sienta esto a los otros empleados? Ellos trabajan una jornada de ocho horas.
—Estoy de acuerdo. Relájese.

—Mire, yo de joven también era un tío duro. Solía aparecer por el trabajo con un ojo morado tres o cuatro veces al mes. Pero todos los días estaba allí, trabajando y apechugando con mi deber. Puntual. Poco a poco me fui abriendo camino.
No contesté.
—¿Qué es lo que le pasa? ¿Cómo es que de repente ya no puede venir puntual al
trabajo?
Tuve una súbita intuición de que podía salvar mi trabajo si le daba una respuesta
adecuada.
—Verá, es que me acabo de casar. Ya sabe lo que son estas cosas. Estoy en mi luna de
miel. Por las mañanas, empiezo a ponerme mis vestidos, el sol brilla a través de las persianas

y ella me arrastra de nuevo al lecho para una última ración de cuello de pavo.
No funcionó.
—Daré orden de que le extiendan su liquidación.
Hansen se volvió hacia su oficina. Entró y oí como le decía algo a Carmen. Tuve otra
repentina inspiración y le llamé con unos golpecitos en uno de los paneles de cristal. Hansen
levantó la mirada, se acercó y abrió el cristal.
—Oiga —le dije—, yo nunca me lo he hecho con Carmen, de verdad. Es muy bonita,
pero no es mi tipo. Hágame el cheque por toda la semana.
Hansen se dio la vueta.
—Hazle el cheque por una semana.

Era sólo martes. Era algo que no me esperaba —pero él y Alabam estaban por aquel entonces sacando cerca de 20.000 pedales del almacén. Carmen se acercó y me entregó el cheque. Se quedó allí y me sonrió con indiferencia mientras Hansen se sentaba al teléfono y llamaba a la oficina de Desempleo del Estado.

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