jueves, 8 de agosto de 2013

"FACTÓTUM" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 41

Todavía conservaba mi coche de treinta y cinco dólares. Los caballos estaban calientes. Nosotros estábamos calientes. Jan y yo no sabíamos nada de caballos, pero confiábamos en la suerte. En aquellos días se corrían ocho carreras en vez de nueve. Nosotros teníamos una fórmula mágica —la llamábamos «Harmatz en la octava». Willie Harmatz era un jockey más que decente, pero tenía problemas de peso, igual que Howard Grant los tiene ahora. Examinando las estadísticas, nos habíamos dado cuenta de que Harmatz con frecuencia conseguía ganar en la última carrera, dando normalmente muy buenos dividendos.

No íbamos allí todos los días. Algunas mañanas estábamos demasiado enfermos por culpa de la bebida como para levantarnos de la cama. Entonces nos levantábamos ya entrada la tarde, bajábamos a la tienda de licores, nos quedábamos allí un rato, luego nos pasábamos una hora o dos en algún bar, escuchábamos la máquina tocadiscos, observábamos a los borrachos, fumábamos, escuchábamos la risa de los muertos... era una agradable forma de vivir.
Teníamos suerte. Parecía que sólo acabáramos en el hipódromo los días adecuados.
—Pero oye —le decía a Jan—, no puede hacerlo otra vez... es imposible.

Y allí llegaba Willie Harmatz, con la vieja carrera de estirón de siempre, remontando en el último momento, atravesando el tupido pelotón, superando la angustiosa distancia... Allí venía el viejo Willie a 16, a 8 a uno, a 9 a dos. Willie seguiría salvándonos cuando todo el resto del mundo se volviese indiferente y se diese por vencido.

El coche de treinta y cinco pavos casi siempre arrancaba, ese no era el problema; el problema era poner las luces. Después de la octava carrera siempre estaba ya muy oscuro. Jan normalmente insistía en llevar una botella de oporto en su bolso. En el hipódromo bebíamos cerveza y si las cosas iban bien, bebíamos en el bar del hipódromo, principalmente escocés con agua. Yo ya tenía una multa por conducir borracho y ahora me veía conduciendo una coche sin luces, sin saber apenas por dónde íbamos.
—No te preocupes, nena —decía yo—, el próximo bache que cojamos encenderá las

luces.
Teníamos la ventaja de los amortiguadores rotos.
—¡Ahí hay un socavón! ¡Sujétate el sombrero!
—¡No tengo sombrero!
Yo pasaba por encima.
¡TUMP! ¡TUMP! ¡TUMP!

Jan rebotaba de arriba a abajo, tratando de sostener su botella de oporto. Yo me aferraba al volante y trataba de divisar un poco de luz carretera adelante. El atravesar baches siempre conseguía encender las luces. Unas veces antes, otras después, pero siempre acababan encendiéndose.

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