martes, 10 de diciembre de 2013

"FACTÓTUM" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 72

Eramos unos cuarenta o cincuenta en las clases de aprendizaje. Nos sentábamos todos
en pequeñas sillas pupitre en fila fijadas al suelo. Cada silla tenía una plataforma de madera

en el brazo derecho. Era igual que en los viejos días en clase de biología o química.
Smithson pasó lista.
—¡Peters!
—Yep.
—Calloway.
—Uh, huh.
—Me Bride...
(Silencio.)
—¿Mc Bride?
—Ah, sí.

Siguió la lista. Pensé que estaba muy bien que hubiera tantas vacantes de trabajo, aunque también me preocupaba un poco —probablemente harían que nos enfrentáramos de alguna manera. La ley del más fuerte. En América siempre había gente buscando trabajo. Siempre había un montón de cuerpos utilizables para reemplazar a otros. Y yo quería ser escritor. Casi todo el mundo era escritor. No todo el mundo pensaba en que podía ser dentista o mecánico de automóviles, pero todo el mundo sabía que podía ser escritor. De aquellos cincuenta tíos de la clase, probablemente quince o más pensaban que eran escritores. Casi todo el mundo usaba palabras y podía también escribirlas, en consecuencia casi todo el mundo podía ser escritor. Pero la mayoría de los hombres, por fortuna, no son escritores, ni siquiera conductores de taxi, y algunos —bastantes— desgraciadamente no son nada.
Smithson acabó de pasar lista y miró a su alrededor.
—Estamos aquí reunidos —comenzó, entonces paró de hablar. Miró a un tío negro de

la primera fila.
—¿Spencer?
-¿Sí?
—Le has quitado el alambre a tu gorra, ¿no?
—Sí.

—Bueno, veamos, tú estás sentado en tu taxi con tu gorra metida hasta las orejas como Doug Mc Arthur, y una buena señora con su bolsa de la compra se acerca y quiere coger el taxi y tú estás ahí sentado tal cual con tu brazo colgando fuera de la ventanilla y ella te mira y, claro, piensa que eres un cowboy. Pensará que eres un cowboy y no querrá montar en tu taxi. Cogerá el autobús. Esas pijadas están bien en el ejército, si eres un general victorioso en el Pacífico, pero esto es la compañía Yelloçw Cab de Taxis.
Spencer se agachó, cogió el alambre del suelo y lo volvió a colocar en la gorra.
Necesitaba el trabajo.

—Bueno, la mayoría de vosotros os creéis que sabéis conducir ¿eh, tíos? Pero el hecho es que muy poca gente sabe conducir, sólo sabe guiar a medias. Cada vez que conduzco por la calle me maravillo de que no ocurran más accidentes. Cada día veo a dos o tres personas saltarse un disco en rojo como si no existiera. Yo no soy un predicador, pero puedo deciros esto: con la vida que lleva la gente se está volviendo loca y su locura se manifiesta en la forma como conduce. Yo no estoy aquí para deciros cómo tenéis que vivir. Para eso ir a ver a vuestro rabino o a vuestro cura o a vuestra puta. Yo estoy aquí para enseñaros a conducir. Trato de mantener bajas nuestras tasas de seguro y manteneros vivos para que podáis volver por la noche a vuestras casas a comeros el chocho de vuestras mujeres.
—Hostia —dijo el chico que estaba a mi lado—, el viejo Smithson tiene labia, ¿eh?
—Todo hombre es un poeta —dije yo.

—Ahora —dijo Smithson— y, maldita sea, Mc Bride, despierta y escúchame... Bueno, ¿cuándo es el único momento en que un hombre puede perder el control de su taxi sin poder evitarlo?
—¿Cuando se le ponga dura? —dijo algún coñón.

—Mendoza, si no puedes conducir con la polla dura no nos sirves. Algunos de nuestros mejores choferes con ducen con la polla tiesa durante todo el día y también toda la noche.
Los chicos se rieron.
—Venga, ¿cuándo es el único momento en que un hombre puede perder el control de

su coche sin poder hacer nada para remediarlo?
Nadie respondió. Yo levanté la mano.
—¿Sí, Chinaski?
—Un hombre puede perder el control de su coche cuando estornuda.
—Correcto.
—Me sentí de nuevo como un alumno aventajado. Era igual que en los días en el City
College de L.A. —malas calificaciones, pero bueno para enrollarme en clase con los
profesores.
—De acuerdo, cuando estornudas ¿qué es lo que tienes que hacer?
Cuando levantaba otra vez la mano se abrió la puerta y un hombre entró en la

habitación. Se acercó y se me plantó delante.
—¿Es usted Henry Chinaski?
—Sí.
Me quitó de la cabeza la gorra de taxista, casi con rabia. Todo el mundo se quedó

mirándome. El rostro de Smithson permaneció inexpresivo e imparcial.
—Sígame —me dijo el hombre.
Le seguí por el corredor hasta su oficina.
—Siéntese.
Me senté.
—Hemos investigado acerca de usted, Chinaski. -¿Sí?
—Tiene dieciocho detenciones por borrachera y una por conducir borracho.
—Pensé que si lo ponía en la solicitud no me contratarían.
—Nos mintió.
—He dejado de beber.
—No importa. Desde el momento en que ha falsificado su solicitud queda anulado su
contrato.
Me levanté y me largué. Bajé caminando por la acera
junto al edificio del cáncer. Volví a nuestro apartamento. Jan estaba en la cama.
Llevaba puestas unas bragas rosas de encaje. Uno de los lados estaba sujeto con un imper-

dible. Ya estaba borracha.
—¿Cómo te ha ido, papi?
—No quieren saber nada de mí.
—¿Y cómo es eso?
—No quieren homosexuales.
—Oh, bueno. Hay vino en la nevera. Ponte un vaso y ven a la cama.
Eso hice.

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