martes, 19 de octubre de 2010

CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 53

La noche del jueves Bobby telefoneó otra vez.
—Eh, tío, ¿qué estás haciendo?
—Nada importante

—¿Te importa si me paso a tomar una cerveza?
—Preferiría no tener visitantes esta noche.

—Oh, vamos, hombre, sólo me quedaré para un par de cervezas...
—No, mejor no.
—¡BUENO, PUES QUE TE JODAN! —gritó.
Colgué y fui a la otra habitación.
—¿Quién era? —preguntó Tammie.
—Solamente alguien que quería venir aquí,
—Era Bobby ¿no?
—Sí.
—Le tratas mal. Se siente solo cuando su mujer está en el trabajo. ¿Qué coño pasa
contigo?Tammie se levantó de un salto y entró corriendo en el dormitorio. La oí marcando
un número. Le acababa de comprar una botella de champagne. No la había abierto. La cogí
y la escondí en el armario de la limpieza.
—Bobby —dijo por el teléfono—, soy Tammie. ¿Acabas de telefonear? ¿Dónde
está tu mujer? Oye, me paso ahora por ahí.

Colgó y salió del dormitorio.
—¿Dónde está el champagne?
—Te jodes —dije yo—, no vas a ir ahí a bebértelo con él.
—Quiero ese champagne. ¿Dónde está?
—Que lo compre él.
Tammie cogió un paquete de cigarrillos de la mesa y salió corriendo.
Saqué el champagne, lo descorché y me serví una copa. Ya no escribía poemas de
amor. De hecho, no escribía nada. No estaba con ganas de escribir.
El champagne entraba con facilidad. Bebí copa tras copa.
Luego me quité los zapatos y me acerqué al apartamento de Bobby. Miré por la

ventana. Estaban sentados muy juntos en el sofá, charlando.
Regresé. Acabé con el champagne y empecé con la cerveza.
Sonó el teléfono. Era Bobby.
—Oye, ¿por qué no te vienes para aquí y te tomas una cerveza con Tammie y
conmigo?
Colgué.
Bebí algo más de cerveza y fumé un par de puros baratos, Me fui poniendo cada
vez más borracho. Fui al apartamento de Bobby. Llamé a la puerta. Me abrió.
Tammie estaba al fondo sentada en el sofá esnifando coca usando una cucharadita
de McDonalds. Bobby puso una cerveza en mi mano.
—El problema —me dijo— es que eres inseguro, te falta confianza en ti mismo.

Chupé de la cerveza.
—Tienes razón, Bobby —dijo Tammie.
—Algo en mi interior me produce dolor.
—Solamente es que eres inseguro —dijo Bobby—, es muy simple.
Tenía dos números de teléfono de Joanna Dover. Probé en el de Galveston.
Contestó.
—Soy yo, Henry.
—Se te oye bebido.
—Lo estoy. Quiero ir a verte.

—¿Cuando?
—Mañana.
—De acuerdo.
—¿Me esperarás en el aeropuerto?
—Claro, nene.
—Reservaré un vuelo y te llamaré después.
Cogí el vuelo 707, que salía del internacional de Los Ángeles al día siguiente a las
12:15. Le pasé la información a Joanna Dover. Dijo que estaría allí.
Sonó el teléfono. Era Lydia.
—Pensé que debía decirte que he vendido la casa. Me voy a Phoenix. Salgo
mañana por la mañana.
—Muy bien, Lydia. Buena suerte.
—Tuve un aborto. Casi me muero, fue horrible. Perdí mucha sangre. No quiero

molestarte con ello.
—¿Estás bien ahora?
—Estoy bien. Sólo quiero salir de esta ciudad, estoy harta de esta ciudad.
Nos despedimos.
Abrí otra cerveza. Se abrió la puerta y Tammie entró. Empezó a dar vueltas
salvajemente, mirándome.
—¿Ha vuelto Valerie a casa? —pregunté—. ¿Le curaste la soledad a Bobby?
Tammie siguió dando vueltas. Tenía muy buena pinta con su vestido largo, se la

hubiesen jodido o no.
—Vete de aquí —dije.
Dio una vuelta más y se fue corriendo a su casa.
No pude dormir. Afortunadamente, tenía algo más de cerveza. Seguí bebiendo y acabé la última cerveza a las 4:30 de la madrugada. Me senté a esperar a que se hicieran las
seis, entonces salí a por más.

El tiempo pasó lentamente. Di vueltas por toda la casa. No me sentía bien, pero empecé a cantar canciones. Cantaba y rondaba de un lado a otro, del baño al dormitorio al salón a la cocina y de vuelta, canturreando canciones.

Miré el reloj. Las once y cuarto. El aeropuerto estaba a una hora de mi casa. Estaba vestido. Llevaba zapatos pero no calcetines. Todo lo que cogí fue un par de gafas de leer que metí en el bolsillo de mi camisa. Salí por la puerta sin equipaje.
El Volks estaba enfrente. Subí. La luz del sol era muy fuerte. Puse mi cabeza sobre
el volante un momento. Oí una voz desde el patio.
—¿Dónde se cree que va así?

Puse en marcha el coche, encendí la radio y salí. Tenía problemas para conducir. Continuamente me salía del carril cruzando la raya amarilla y yéndome contra el tráfico contrario. Tocaban la bocina y yo volvía a mi sitio.

Llegué al aeropuerto. Faltaban quince minutos. Me había pasado discos en rojo, signos de stop, había excedido el límite de velocidad, fuertemente, durante todo el camino. Tenía catorce minutos. El parking estaba lleno. No pude encontrar un hueco. Entonces vi un sitio enfrente de un ascensor. Un cartel decía, NO APARCAR. Aparqué. Mientras cerraba el coche, mis gafas cayeron del bolsillo y se rompieron contra el suelo.
Bajé corriendo por las escaleras hasta el mostrador de reservas. Hacía calor. El
sudor me corría por todo el cuerpo.
—Reserva para Henry Chinaski... —el empleado rellenó el ticket y yo pagué el

importe.
—Por cierto —dijo el empleado—, he leído sus libros.
Corrí por el control de seguridad. Sonó la alarma. Demasiada calderilla, siete llaves
y mi cortaplumas. Lo puse todo en el plato y lo atravesé otra vez.
Cinco minutos. Puerta 42.
Todo el mundo había embarcado. Subí. Tres minutos. Encontré mi asiento, me
hundí en él. El capitán estaba hablando por el micrófono.
Corrimos por la pista, nos elevamos por el aire. Hicimos un giro sobre el océano y
nos pusimos en dirección a Texas.

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