miércoles, 3 de noviembre de 2010

CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 63

Regresamos a la 1010. Tenía mi cheque. Había dejado dicho que no nos
molestasen. Tammie y yo empezamos a beber. Había leído cinco o seis poemas sobre ella.
—Sabían quién era yo —me dijo—, algunas veces me entraba la risa. Era
embarazoso.
Habían sabido acertadamente quién era ella. Refulgía de sexo. Incluso las
cucarachas y las hormigas y las moscas querían jodérsela.

Alguien llamó a la puerta. Se colaron dos personas, un poeta y su mujer. El poeta era Morse Jenkins, de Vermont. Su mujer era Sadie Everet. Tenían cuatro botellas de cerveza.

El llevaba sandalias y unos jeans gastados; brazaletes turquesa; una cadena alrededor de la garganta; una barba y larga melena; blusa naranja. Hablaba sin parar y daba vueltas por la habitación.

Hay un problema con los escritores. Si lo que había escrito un escritor se publicaba y vendía mucho, muchos ejemplares, el escritor pensaba que era magnífico. Si lo que había escrito un escritor se publicaba y vendía un número aceptable de ejemplares, el escritor pensaba que era magnífico. Si lo que había escrito se publicaba y vendía poco, pensaba que era magnífico. Si lo que había escrito nunca se publicaba y no tenía dinero suficiente para publicárselo él mismo, entonces pensaba que era, más que magnífico, genial. La verdad, sin embargo, es que había muy poca magnificencia. Era prácticamente inexistente, invisible. Pero podías estar seguro de que los peores escritores eran los que más confiaban en sí mismos, los que menos dudas tenían. De cualquier manera, los escritores eran seres que había que evitar, y yo trataba de evitarlos, pero era casi imposible. Pretendían que existiera una especie de hermandad, de unidad. Ninguno de ellos tenía nada que hacer con la literatura, ninguno podía ayudar a la máquina de escribir.
—Yo hacía de sparring con Clay antes de que se convirtiese en Alí —dijo Morse.

Morse saltó y fintó, danzando—. Era bastante bueno, pero le di castaña alguna vez.
Morse hizo boxeo de sombra por la habitación.
—¡Mirad mis piernas —dijo—, tengo unas piernas fantásticas!
—Hank tiene mejores piernas que tú —dijo Tammie.
Siendo un hombre de piernas, asentí.
Morse se sentó. Apuntó con la botella de cerveza a Sadie.
—Trabaja de enfermera. Me mantiene. Pero algún día lo voy a conseguir. ¡Todos
me van a oír!
Morse nunca iba a necesitar un micrófono en sus lecturas.
Me miró.

—Chinaski, tú eres uno de los dos o tres mejores poetas vivos. Lo estás haciendo de verdad. Escribes con un par de cojones. ¡Pero aquí vengo yo también! Deja que te lea mi mierda. Sadie, pásame mis poemas.
—No —dije—. ¡Espera! No quiero oírlos.

—¿Por qué no, tío? ¿Por qué no?
—Ya he tenido demasiada poesía esta noche, Morse. Sólo quiero tumbarme y
olvidarlo.
—Bueno, está bien... Oye, nunca contestas mis cartas.
—No soy un snob, Morse, pero recibo 75 cartas al mes. Si las contestase todas, eso

es todo lo que haría.
—Apuesto a que contestas a las mujeres.
—Eso depende...

—Está bien, tío, no soy rencoroso. Me siguen gustando tus cosas. Quizás yo nunca llegue a ser famoso, pero yo creo que lo conseguiré y que te alegrarás de haberme conocido. Vamos, Sadie, larguémonos...
Les acompañé hasta la puerta. Morse agarró mi mano. No la estrechó ni la sacudió,

y ninguno de los dos miró al otro.
—Eres un buen viejo —dijo.
—Gracias, Morse...
Y se fueron.

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