domingo, 12 de diciembre de 2010

CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 89

Tres o cuatro días más tarde encontré su nota y llamé a Debra. Me dijo que fuera a
su casa. Me dio una dirección en Playa del Rey y fui hasta allí. Tenía un pequeño chalet con jardín frontal. Entré, aparqué y llamé al timbre. Era uno de ésos con dos tonos de campana. Debra abrió la puerta. Estaba igual que la recordaba, con una enorme boca de carmín, pelo corto, pendientes brillantes, perfume y casi continuamente, una amplísima sonrisa.—¡Oh, entra, Henry!
Lo hice. Había un tío allí sentado, pero era obviamente un homosexual, así que no

tenía que enfrentarme con él.
—Este es Larry, mi vecino. Vive en la casa de atrás.
Nos dimos la mano y me senté.
—¿Hay algo para beber? —pregunté.
—¡Oh,He n ry!
—Puedo ir a buscar algo. Podía haber traído, pero no sabía lo que te gustaba.
—Oh, tengo algo.
Debra entró en la cocina.
—¿Qué tal te va? —le pregunté a Larry.
—No he estado muy bien, pero ahora voy mejor. Estoy haciendo autohipnosis.

Hace maravillas.
—¿Quieres beber algo, Larry? —preguntó Debra desde la cocina.
—Oh, no, gracias...

Debra salió con dos vasos de vino tinto. La casa de Debra tenía una decoración muy recargada. Había algo en todas partes. Todo era lujoso y se oía música de rock saliendo de todas direcciones por pequeños altavoces.
—Larry está practicando la autohipnosis.
—Me lo ha dicho.
—No sabes lo bien que duermo desde que la hago, no sabes lo bien que me siento.
—¿Crees que todos deberíamos probarla?
—Bueno, eso es difícil de decir. Pero puedo decir que conmigo funciona a las mil
maravillas.
—Voy a dar una fiesta la noche de Halloween, Henry. Va a venir todo el mundo.

¿Por qué no te animas? ¿De qué crees que podría ir disfrazado, Larry?
Los dos me miraron.
—Bueno, no sé... —dijo Larry—. Realmente no sé. ¿Quizás?... oh, no... No creo.

El timbre ding-dongueó y Debra fue a abrir. Era otro homosexual sin camisa. Llevaba una máscara de lobo con la lengua colgando, una lengua enorme de goma saliendo de la boca. Parecía triste y deprimido.
—Vincent, éste es Henry. Henry, éste es Vincent...
Vincent me ignoró. Se quedó allí con su lengua de goma.
—He tenido un día horrible en el trabajo. No puedo aguantarlo más. Creo que lo
voy a dejar.

—Pero Vincent ¿qué vas a hacer? —le preguntó Debra.
—No sé. Pero puedo hacer cantidad de cosas. ¡No tengo por qué estar comiéndome

su mierda!
—¿Vienes a la fiesta, verdad, Vincent?
—Por supuesto. Lo he estado preparando durante días.
—¿Te has memorizado tus frases para la obra?

—Sí, pero esta vez creo que tenemos que representar la obraan tes de hacer los juegos. La última vez, antes de empezar la obra estábamos tan borrachos por culpa de los juegos que no le hicimos justicia.
—Muy bien, Vincent, lo haremos así.

Tras eso, Vincent y su lengua se dieron la vuelta y se fueron.
Larry se levantó.
—Bueno, yo también me tengo que ir. Me alegro de haberte conocido.
—Está bien, Larry.
Nos dimos la mano y Larry salió por la cocina y la puerta trasera hacia su casa.
—Larry me ha servido siempre de mucha ayuda, es un buen vecino. Me alegro de

que hayas sido amable con él.
—El estuvo correcto. Demonio, estaba aquí antes que yo.
—No hay nada sexual entre nosotros.

—Ni entre nosotros tampoco.
—Ya sabes a lo que me refiero.
—Saldré a comprar algo de beber.
—Henry, tengo de todo. Sabía que ibas a venir.

Debra volvió a llenar nuestros vasos. La miré. Era joven, pero parecía sacada de los años 30. Llevaba una falda negra que bajaba hasta la pantorrilla, zapatos negros con tacones altos, una blusa blanca de cuello alto, un lazo en el cuello, pendientes, pulseras, la boca de carmín, bastante rouge, perfume. Estaba bien construida con bonitos pechos y nalgas que meneaba al andar. Encendía continuamente cigarrillos, había colillas manchadas de carmín por todas partes. Me sentía de vuelta a la niñez. Ni siquiera llevaba pantys y de vez en cuando se estiraba las medias, mostrando lo justo de pierna, lo justo de rodilla. Era el tipo de chica que amaban nuestros padres.
Me habló de su negocio. Tenía algo que ver con papeleos de juzgado y abogados.
La ponía frenética pero se ganaba bien la vida.

—A veces me regañan por mi ineficacia, pero lo supero y me perdonan. ¡No sabes cómo son esos condenados leguleyos! Lo quieren todo inmediatamente, y no piensan en el tiempo que cuesta conseguirlo.

—Los abogados y los doctores son los miembros más sobrevalorados y superpagados de la sociedad. Les sigue el mecánico del taller de la esquina. Luego el dentista.
Debra cruzó las piernas y se le subió un poco la falda.

—Tienes unas piernas muy bonitas, Debra. Y sabes cómo vestirte. Me recuerdas a
las chicas de la época de mi madre. Cuando las mujeres eran mujeres.
—Eres muy cortés, Henry.

—Sabes a lo que me refiero. Y es cierto especialmente en Los Ángeles. Una vez, no hace mucho, estuve fuera de la ciudad y cuando volví, ¿sabes cómo supe que estaba de vuelta?
—Bueno, no...

—Fue con la primera mujer con quien me crucé en la calle. Llevaba una falda tan corta que le veías con toda facilidad las bragas. Y a través de las bragas, perdóname, se le veían los pelos del coño. Supe que estaba otra vez en Los Ángeles.

—¿Dónde estabas? ¿En Main Street?
—Main Street, una mierda. Era el cruce Beverly y Fairfax.
—¿Te gusta el vino?
—Sí, y me gusta tu casa. Debería mudarme aquí.
—Mi casero es celoso.
—¿Hay alguien más que pueda ponerse celoso?
—No.
—¿Por qué?

—Trabajo duro y sólo quiero volver a casa y relajarme por la noche. Me gusta decorar esto. Una amiga que trabaja para mí y yo vamos a ir mañana de anticuarios. ¿Te gustaría venir?
—¿Estaré aquí por la mañana?

Debra no contestó. Me sirvió otra copa y se sentó junto a mí en el diván. Yo me incliné y la besé. Mientras lo hacía le subí la falda y miré de reojo aquella pierna de nylon. Tenía buena pinta. Cuando acabamos de besarnos se bajó otra vez la falda, pero yo ya me había aprendido aquella pierna de memoria. Se levantó y fue al baño. Oí la cadena del water. Luego hubo una pausa. Probablemente se estaría poniendo más carmín. Saqué mi pañuelo y me limpié la boca. El pañuelo quedó teñido de rojo. Finalmente estaba consiguiendo aquello que todos los chicos de la universidad menos yo habían conseguido. Los chicos bonitos ricos, dorados y bien vestidos con sus automóviles nuevos y yo con mis trajes de pelagatos y mi bicicleta rota.

Debra salió. Se sentó y encendió un cigarrillo.
—Vamos a joder —le dije.
Debra entró en el dormitorio. Quedaba media botella de vino en la mesita. Me serví
una copa y encendí uno de sus cigarrillos. Ella quitó la música de rock. Eso estuvo bien.
Todo estaba tranquilo. Me serví otra copa. ¿Debería quizás mudarme a este sitio?

¿Dónde pondría la máquina de escribir?
—¿Henry?
—¿Qué?
—¿Dónde estás?

—Espera. Sólo quiero acabar esta copa.
—Muy bien.

Acabé la copa y luego me bebí lo que quedaba de la botella. Estaba en Playa del Rey. Me desnudé, dejando mi ropa en un montón descuidado sobre el sofá. Nunca había sido un elegante. Mis camisas estaban todas gastadas y deshilachadas, viejas de cinco o seis años, pasadas de moda. Lo mismo ocurría con mis pantalones. Odiaba las tiendas de ropa, odiaba a los empleados, actuaban como seres superiores, parecía que conocieran el secreto de la vida, tenían confidencias que yo desconocía. Mis zapatos estaban siempre viejos y rotos, también me disgustaban las zapaterías. Nunca compraba nada hasta que no tenía más remedio que sustituirlo, y eso incluía los automóviles. No era una cuestión de ahorro, simplemente no podía aguantar la idea de ser un comprador necesitando un vendedor, un vendedor siempre tan guapo, sabio y superior. Aparte, te robaba tiempo, tiempo que podías utilizar haraganeando o bebiendo.

Entré en el dormitorio sólo con los calzoncillos. Era consciente de mi blanca barriga escapando de ellos. Pero no hice el menor esfuerzo por encogerla. Me puse al borde de la cama, me bajé los calzones y me los quité. De repente me entraron ganas de beber más. Subí a la cama. Me metí bajo las colchas. Luego me acerqué a Debra. La abracé. Estábamos presionados juntos. Su boca estaba abierta. La besé. Su boca era como un coño húmedo. Estaba lista. Me di cuenta. No habría necesidad de preámbulos. Nos besamos y su lengua entró y salió de mi boca. La cogí entre mis dientes. Luego me subí encima de Debra y se la metí. Creo que era la manera en que su cabeza se echaba hacia un lado mientras la jodía. Me puso cachondo. Su cabeza estaba echada hacia un lado y pegaba en la almohada con cada embestida. De vez en cuando le volvía la cabeza y le besaba aquella boca roja de sangre. Finalmente estaba trabajando para mí. Me estaba jodiendo a todas las mujeres y chicas que había mirado con anhelo en las aceras de Los Ángeles en 1937, el último año malo de la Depresión, cuando un pedazo de culo costaba dos pavos y nadie tenía dinero ni esperanzas para nada. Había tenido que esperar tiempo para que llegara mi turno. Trabajé y bombeé, ¡estaba metiéndome en un polvo rojo, caliente e inútil! Agarré la cabeza de Debra una vez más y ataqué aquella boca de carmín otra vez mientras me derramaba en ella, en su diafragma.

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