lunes, 3 de enero de 2011

CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 101

Había estado escribiéndome con Tanya, y la noche del 5 de enero me llamó por

teléfono. Tenía una alta y excitada voz sexy como la que tenía Betty Boop. —Llego mañana por la tarde. ¿Me puedes recoger en el aeropuerto? —¿Cómo te reconoceré?
—Llevaré una rosa blanca.
—Magnífico.
—Oye, ¿estás seguro de que quieres que vaya?
—Sí.
—Muy bien, allí estaré.

Dejé el teléfono. Pensé en Sara. Pero Sara y yo no estábamos casados. Un hombre tenía sus derechos. Yo era un escritor. Era un viejo indecente. Las relaciones humanas nunca solían funcionar. Sólo las dos primeras semanas tenían algo electrizante, luego los participantes perdían el interés. Las máscaras caían y la realidad aparecía: dementes, imbéciles, chiflados, rencorosos, sádicos, asesinos. La sociedad moderna había creado su propia especie y la había enfrentado entre sí. Era un duelo a muerte en un cerco sin salida. Lo más que podía uno esperar de una relación, decidí, eran dos años y medio como máximo. El rey Mongut de Siam tenía 9.000 esposas y concubinas; el rey Salomón del Antiguo Testamento tenía 700 esposas; Augusto el fuerte de Sajonia tenía 365 mujeres, una para cada día del año. Sanidad en números.
Marqué el número de Sara. Estaba.

—Hola —dije.
—Me alegro de que llames. Estaba pensando en ti.
—¿Cómo va tu restaurante sólo para gente sana?
—No ha sido un mal día.
—Deberías subir los precios. Das las cosas tiradas.
—Si me arruino no tendré que pagar impuestos.
—Oye, alguien me ha llamado esta noche.
—¿Quién?
—Tanya.
—¿Tanya?
—Sí, nos hemos estado escribiendo. Le gustan mis poemas.
—Vi la carta. La que te escribió. La dejaste por ahí. ¿Es la chica que te mandó una
foto enseñando el coño?

—Sí.
—¿Y va a venir a verte?
—Sí.
—Hank, me siento mal, peor que mal. No sé qué hacer.
—Va a venir. Le dije que la esperaría en el aeropuerto.
—¿Qué es lo quein ten ta s? ¿Qué significa esto?
—Quizás no soy un hombre bueno. Hay muchas clases y grados, ya sabes.

—Eso no contesta nada. ¿Qué pasa contigo? ¿Qué pasa conmigo? ¿Qué pasa con nosotros? Me horroriza que esto parezca un folletín, pero dejé que mis sentimientos quedaran envueltos...

—Ella va a venir. ¿Esto es el final de lo nuestro, entonces?
—Hank, no sé. Creo que sí. No puedo soportarlo.
—Has sido muy amable conmigo. No estoy seguro de saber siempre lo que hago.
—¿Cuánto tiempo se va a quedar?
—Dos o tres días, supongo.
—¿No sabes cómo me voy a sentir?
—Creo que sí...
—Bueno, llámame cuando se vaya, entonces veremos.
—De acuerdo.

Entré en el baño y contemplé mi cara. Horrible. Me quité algunas canas de la barba y algo del pelo de alrededor de las orejas. Hola, muerte. Pero he vivido casi seis décadas. Te he dado tantas ocasiones de atraparme que hace ya mucho que debería estar en tus manos. Quiero ser enterrado cerca del hipódromo... donde pueda oír el galope final.

A la tarde siguiente estaba en el aeropuerto, esperando. Era temprano, así que me fui al bar. Pedí mi bebida y oí a alguien sollozar. Era una joven negra, de un color muy claro, con un ajustado vestido azul, y estaba intoxicada. Tenía sus pies encima de una silla y tenía subido el vestido, mostrando unas largas y suaves piernas de lo más sexy. Todos los tíos del bar la debían tener empalmada. Yo no podía parar de mirar. Estaba que ardía. Podía visualizarla en mi sofá, enseñando toda aquella pierna. Pedí otra copa y me acerqué. Me planté delante tratando de que no se me notara la erección.
—¿Se encuentra usted bien? —pregunté—. ¿Hay algo que pueda hacer por usted?
—Sí, invíteme a un Stinger.
Volví con el Stinger y me senté. Había quitado sus pies de la silla. Me senté a su
lado. Ella encendió un cigarrillo y pegó su flanco al mío. Yo encendí un cigarrillo.
—Me llamo Hank —dije.
—Yo Elsie —dijo ella. Apreté mi pierna contra la suya, moviéndola arriba y abajo

lentamente.
—Trabajo en repuestos de fontanería —dije. Elsie no contestó.
—El hijo de puta me dejó —dijo finalmente—. Le odio, Dios mío. ¡No sabes cómo
le odio!—Le pasa a casi todo el mundo siete o nueve veces.
—Probablemente, pero eso a mí no me ayuda. Quiero matarle.
—Tómatelo con calma.
Me incliné y apreté su rodilla. Mi erección era tan fuerte que dolía. Estaba a punto
de correrme.

—Cincuenta dólares —dijo Elsie.

—¿Por qué?
—Por lo que quieras.
—¿Te trabajas el aeropuerto?
-—Sí, vendo galletitas de los boy scouts.
—Lo siento. Pensé que estabas con problemas. Tengo que encontrarme con mi
madre dentro de cinco minutos.

Me levanté y me alejé.¡Una buscona! Cuando miré hacia atrás, Elsie tenía otra vez los pies sobre la silla, enseñando más que nunca. Por poco vuelvo y mando al carajo a Tanya.

Llegó el avión de Tanya, aterrizando sin estrellarse. Yo me quedé plantado esperándola, un poco apartado de la caterva de familiares, enemigos y amantes. ¿Qué aspecto tendría? No quería pensar en eso. Llegaron los primeros pasajeros y aguardé.

¡Oh, miraé sa! ¡Sié sa fuera Tanya!
¡O ésa, Dios mío! Con todo ese muslamen, vestida de amarillo, sonriendo.
O aquélla... en mi cocina lavando los platos.
O esa otra... chillándome, con una teta asomando fuera.
Venían unas cuantasmu je re s de verdad en aquel avión.
Sentí que alguien me daba un toque en la espalda. Me di la vuelta y detrás mío
estaba esta niña pequeñita. Parecía tener unos 18 años, largo cuello delgado, un poco

redonda de hombros, larga nariz, pero con pechos, sí,y piernas y un trasero, sí señor.
—Soy yo —dijo.
La besé en la mejilla.
—¿Traes equipaje?
—Sí.
—Vamos al bar. Odio esperar el equipaje.
—Muy bien.
—Eres tan pequeña...
—Cuarenta y cinco kilos.
—Jesús... —La partiría por la mitad. Sería como una violación a una niña.
Entramos en el bar y cogimos una mesa. La camarera pidió el carnet de identidad
de Tanya. Ella lo tenía listo.
—Aparentas 18 —dijo la camarera.
—Ya lo sé —respondió Tanya con su voz de Betty Boop—, tomaré un whisky
sour.
—Yo un coñac —dije.
Dos mesas más allá, la mulata estaba sentada con el vestido subido casi hasta el
culo. Sus bragas eran rosas. Me miraba fijamente. La camarera llegó con nuestras bebidas.

Tomamos un sorbo. Vi a la mulata levantarse. Se acercó a nuestra mesa. Puso las dos

manos sobre la mesa y se inclinó. Le apestaba el aliento a alcohol. Me miró.
—¡Así que ésta es tumad re, eh cabrón!
—Mi madre no pudo venir.

Elsie miró a Tanya.
—¿Cuánto cobras, querida?
—Vete a tomar por culo —dijo Tanya.
—¿La chupas bien?
—Lárgate o te pongo ese color doradito más morado que una pasa.
—¿Cómo? ¿Con una bolsa de judías?

Entonces Elsie se alejó meneando el trasero. Volvió a su sitio y extendió de nuevo aquellas piernas gloriosas. ¿Por qué no podía tener a las dos? El rey Mongut tenía 9.000 esposas. Piensa: 365 días al año divididos entre 9.000. Sin peleas. Sin períodos menstruales. Sin sobrecarga psíquica. Sólo fiesta y fiesta y fiesta. Le debió costar mucho al

rey Mogut morirse, o quizás le fue muy fácil. Pero no pudo haber término medio.
—¿Quién era ésa? —preguntó Tanya.
—Elsie.
—¿La conoces?
—Trató de engancharme. Pide 50 dólares por una mamada.
—Me jode esa tía... He conocido a un montón de pizmientas, pero...
—¿Qué es una pizmienta?
—Una pizmienta es una negra.
—Ah.
—¿Nunca lo has oído?
—Nunca.
—Bueno, yo he conocido un montón de pizmientas.
—Muy bien.

—Tiene unas piernasa co jo na n t es, sin embargo. Casi me pone cachonda.
—Tanya, las piernas son sólo una parte.
—¿Qué parte?
—La mayor.

—Vamos a por el equipaje...
Cuando nos íbamos Elsie gritó:
—¡Adiós,ma má!
No supe a cuál de los dos se dirigía.
Una vez en mi casa, nos sentamos en el sofá a beber.
—¿Te fastidia que viniera? —me preguntó Tanya.

—Tú no me fastidias...
—Tienes una novia. Me lo dijiste por carta. ¿Seguís juntos?
—No sé.
—¿Quieres que me vaya?
—No.
—Oye, creo que eres ung ra n escritor. Eres uno de los pocos escritores que puedo
leer.
—¿Sí? ¿Quiénes son los otros bastardos?
—No puedo recordar sus nombres ahora.
Me incliné y la besé. Su boca estaba abierta y húmeda. Se prestó con facilidad. Era
un número. Cuarenta y cinco kilos. Era como un elefante y una rana.

Tanya se levantó con su copa y se montó encima mío, dándome la cara. No llevaba bragas. Empezó a frotar su coño sobre mi erección. Nos abrazamos y besamos y ella siguió frotándose. Era muy eficaz. ¡Serpentea, pequeña niña culebra!

Entonces Tanya me desabrochó los pantalones. Me sacó la polla y se la metió de un golpe. Empezó a cabalgar. Podíaha cerlo , con sus 45 kilos. Yo apenas podía pensar. Hice pequeños movimientos, encontrándomela de vez en cuando. A ratos nos besábamos. Era bestial: estaba siendo violado por una niña. Se movía, me tenía clavado, atrapado. Era una locura. Sólo carne, sin amor. Estábamos llenando el aire con el olor del puro sexo. Mi niña, niña mía, ¿cómo puede tu cuerpecito hacer estas cosas?¿ Qu ién inventó a las mujeres? ¿Conq u é propósito? ¡Toma esa breva! ¡Y éramos unos perfectosextra ño s! Era como joderte tu propia mierda.

Se lo hacía como un mono en una cuerda. Tanya era una fiel lectora de todos mis trabajos. Arreció. Esta niña sabía. Sentía mi angustia. Atacó furiosamente, tocándose con un dedo el clítoris, con la cabeza echada hacia atrás. Estábamos cogidos los dos en el juego más viejo y excitante de todos. Nos corrimos juntos y duró y duró hasta que creí que mi corazón iba a pararse. Ella cayó sobre mí, pequeña y frágil. Toqué su pelo. Estaba sudando. Luego se apartó de mí y fue al baño.

Violación infantil, consumada. Enseñaban bien a los niños en estos días. El violador violado. Justicia final. ¿Sería una mujer «liberada»? No, simplemente era una calentorra.

Tanya salió. Tomamos otra copa. Condenada, empezó a reírse y a charlar como si nada hubiera ocurrido. Sí, eso era. Para ella había sido un simple ejercicio, como jugar al tenis o nadar.
—Creo que me voy a tener que mudar de donde vivo —dijo—. Rex me está
haciendo la vida imposible.
—Oh.
—Lo que quiero decir es que no tenemos sexo, nunca, pero aun así se muestra

demasiado celoso. ¿Recuerdas la noche en que me llamaste?
—No.
—Bueno, después de colgar, arrojó el teléfono contra la pared.
—Puede que esté enamorado de ti. Mejor que te portes bien con él.

—¿Te portas tú bien con la gente que te quiere?

—No, la verdad.
—¿Por qué?
—Soy infantil; no sé cómo manejarlo.
Bebimos hasta entrada la noche y luego nos fuimos a la cama. No había partido
aquellos 45 kilos por la mitad. Ella podía aguantar más, mucho más.

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