jueves, 27 de enero de 2011

"LA SENDA DEL PERDEDOR" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 13

Estaba en el 4.° grado cuando lo descubrí. Probablemente fui uno de los
últimos en saberlo, porque todavía seguía sin hablar con nadie. Un chaval se

me acercó mientras estaba parado en un rincón durante el recreo.
—¿No sabes cómo se hace? —me preguntó.
—¿El qué?
—Joder.
—¿Qué es eso?

—Tu madre tiene un agujero... —hizo un círculo con el pulgar y el índice de su mano derecha— y tu padre tiene una picha... —cogió el dedo índice de su mano izquierda y lo metió hacia delante y atrás por el agujero—. Entonces la picha de tu padre echa jugo y unas veces tu madre tiene un bebé y otras no.
—A los bebés los hace Dios —dije yo.
—Y una mierda —contestó el chaval, y se fue.

Era difícil para mí creerlo. Cuando se acabó el recreo me senté en clase y pensé acerca de ello. Mi madre tenía un agujero y mi padre tenía una picha que echaba jugo. ¿Cómo podían tener cosas como esas y andar por ahí como si todo fuera normal, hablando de las cosas, y luego haciendo eso sin contárselo a nadie? Me dieron verdaderas ganas de vomitar al pensar que yo había salido del jugo de mi padre.

Aquella noche, después de que se apagasen las luces, me quedé despierto en la cama escuchando. Claramente, empecé a escuchar sonidos. Su cama comenzó a rechinar. Podía oír los muelles. Salí de la cama, me acerqué de puntillas a su cuarto y escuché. La cama seguía produciendo sonidos. Entonces se paró. Volví corriendo a mi habitación. Oí a mi madre ir al baño. Oí que tiraba de la cadena y luego salía.

¡Qué cosa más terrible! ¡No importaba que lo hicieran en secreto! ¡Y pensar que todo el mundo lo hacía! ¡Los profesores, el director, todo el mundo! Era bastante estúpido. Entonces pensé en hacerlo con Lila Jane y no me pareció tan estúpido.

Al día siguiente en clase no dejé de pensar en ello. Miraba a las niñas y me imaginaba haciéndolo con ellas. Lo haría con todas ellas y fabricaría bebés. Llenaría el mundo de chicos como yo, grandes jugadores de baseball, bateadores infalibles. Aquel día, un poco antes de acabar la clase, la profesora, la señora Westphal, dijo:
—Henry, ¿puedes quedarte cuando se acabe la clase?
Sonó el timbre y los otros niños se fueron. Yo me quedé sentado en mi pupitre y esperé. La señora Westphal estaba corrigiendo papeles. Pensé, tal vez quiere hacerlo conmigo. Me imaginé subiéndole el vestido y mirando su agujero.
—Bueno, señora Westphal, estoy listo.
Ella levantó la mirada de sus papeles.
—De acuerdo, Henry, primero borra la pizarra. Luego saca los borradores
y límpialos.

Hice lo que me dijo, luego me volví a sentar en mi pupitre. La señora Westphal siguió allí corrigiendo papeles. Llevaba un vestido azul muy ajustado, unos grandes pendientes dorados, tenía una nariz pequeña y

usaba gafas sin montura. Esperé y esperé. Entonces dije:
—¿Señora Westphal, por qué me ha hecho quedarme después de clase?
Ella levantó la vista y me ¡miró. Sus ojos eran verdes y profundos.
—Te he hecho quedarte después de clase porque a veces eres malo.
—¿Ah, sí? —sonreí.
La señora Westphal me miró. Se quitó las gafas y siguió mirándome. Sus
piernas estaban detrás del escritorio. No podía mirar por debajo de su

vestido.
—Hoy no has prestado atención, Henry.
—¿Ah, no?
—No, y no uses ese tono. ¡Estás hablando con una dama!
—Oh, ya veo...
—¡No te hagas el gracioso!
—Lo que usted diga.
La señora Westphal se levantó y salió de detrás de su escritorio. Vino por
el pasillo y se sentó en el pupitre de al lado. Tenía unas piernas largas y
bonitas enfundadas en medias de seda. Me sonrió, extendió una mano y me

tocó la muñeca.
—Tus padres no te dan mucho cariño, ¿verdad?
—No me hace falta —dije.
—Henry, todo el mundo necesita cariño.
—Yo no necesito nada.
—Pobre niño.
Se levantó, vino hasta mi pupitre y lentamente cogió mi cabeza entre sus
manos. Se inclinó y la apretó contra sus pechos. Yo eché la mano y cogí sus
piernas.
—¡Henry, tienes que dejar de pelearte con todo el mundo! Queremos

ayudarte.
Agarré con más fuerza las piernas de la señora Westphal.
—¡De acuerdo, vamos a joder!
La señora Westphal me apartó y se enderezó.
—¿Qué has dicho?
—He dicho «¡Vamos a joder!».
Me miró durante un buen rato. Entonces dijo:

—Henry, no le voy a contarjamás a nadie lo que acabas de decir, ni al director, ni a tus padres, ni a nadie. Pero quiero que nunca,nunca vuelvas a decirme eso otra vez. ¿Entiendes?
—Entiendo.
—Está bien. Ahora puedes irte a casa.
Me levanté y fui hacia la puerta. Cuando la abrí, la señora Westphal dijo:
—Buenas tardes, Henry.
—Buenas tardes, señora Westphal.

Bajé caminando por la calle, reflexionando. Me había parecido que ella quería joder, pero tenía miedo porque yo era demasiado joven para ella y mis padres o el director podían descubrirlo. Había sido excitante quedarme a solas con ella en la clase. Esta cosa de joder estaba bien. Le daba a la gente cosas extra en que pensar.

Camino de casa había que cruzar una ancha avenida. Cogí el paso de peatones. De repente apareció un coche que venía directo hacia mí. No disminuyó la velocidad. Iba de un lado a otro salvajemente. Traté de apartarme de su camino pero parecía que me seguía. Vi los faros, las ruedas, el parachoques. El coche me atropello y entonces todo fue oscuridad...

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