martes, 1 de marzo de 2011

"LA SENDA DEL PERDEDOR" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 34

Al día siguiente, mientras yacía en la cama, me cansé de esperar que pasaran aviones y busqué un gran cuaderno amarillo que destinaba para las tareas del instituto. Estaba en blanco. Encontré una pluma y volví a la cama con el cuaderno y la pluma. Hice varios dibujos. Dibujé mujeres con zapatos de tacón alto que cruzaban las piernas teniendo las faldas subidas.

Y luego comencé a escribir. Escribí sobre un aviador alemán de la Primera Guerra Mundial, el barón Von Himmlen. Pilotaba un Fokker rojo. Y no era en absoluto popular entre sus compañeros. No hablaba siquiera con ellos. Bebía solo y volaba solo. No se preocupaba de las mujeres aunque todas le amaban. Estaba por encima de eso. Demasiadas ocupaciones. Estaba absorto derribando aviones aliados. Ya había derribado a 110 y la guerra aún no había acabado. Su Fokker rojo, al que llamaba «El Pájaro de la Muerte de Octubre», era conocido en todas partes. Incluso la infantería enemiga le conocía porque a menudo volaba muy bajo sobre ellos, cogiendo sus armas y riéndose mientras les tiraba botellas de champán suspendidas de pequeños paracaídas. Al Barón Von Himmlen nunca le atacaban menos de cinco aviones aliados a la vez. Era un tipo feo con cicatrices en la cara, pero parecía atractivo si se le observaba el tiempo suficiente: un atractivo que radicaba en sus ojos, en su estilo, su valentía, su fiereza solitaria.

Escribí páginas sobre los combates aéreos del barón: cómo podía derribar a tres o cuatro aviones y regresar con su Fokker rojo hecho un colador. Aterrizaría dando botes, saltaría del avión mientras aún estaba rodando y se dirigiría directamente al bar, donde aferraría una botella y se sentaría solo en una mesa, bebiendo las copas de un trago y depositando los vasos con un golpe en la mesa. Nadie bebía como el barón. Los demás permanecían inmóviles, mirándole. En una ocasión otro piloto dijo:
—¿Qué es lo que te pasa, Himmlen? ¿Crees que eres demasiado bueno
para nosotros?

Era Willie Schmidt, el tipo más fuerte y grandón de toda la escuadrilla. El barón apuró la copa, se irguió, y lentamente caminó hacia Willie que estaba de pie junto a la barra. El resto de los pilotos se hizo a un lado.
—Jesús, ¿qué es lo que vas a hacer? —preguntó Willie a medida que
avanzaba el barón.
El barón siguió aproximándose lentamente a Willie sin despegar la boca.
—¡Jesús, barón! ¡Tan sólo bromeaba! ¡Te lo juro por mi madre!
Escúchame, barón... Barón... ¡nuestros enemigos son otros! ¡Barón!
El barón disparó su derecha. No podía verse. Se estrelló contra la cara de Willie propulsándole sobre la barra, donde dio una voltereta y cayó al otro lado aterrizando sobre el espejo con el impulso de una bala de cañón. Todas las botellas cayeron de sus estantes. El barón sacó un cigarrillo y lo encendió, luego regresó a su mesa y se sirvió otra copa. Nadie molestó al barón tras eso. Recogieron a Willie caído tras la barra. Su cara era una masa sanguinolenta.

El barón cazaba avión tras avión, derribándolos del cielo. Nadie parecía entenderle y nadie sabía cómo había llegado a ser tan hábil con su Fokker rojo y sus extrañas peculiaridades. Como su destreza en la lucha. O el porte airoso que poseía al andar. Siempre luchaba y luchaba. Su suerte era adversa en ocasiones. Un día que regresaba de destruir a tres aviones aliados, mientras hacía un vuelo rasante sobre sus enemigos fue alcanzado por la metralla de una explosión. Su mano fue cercenada a la altura de la muñeca, pero se las arregló para volver a la base con su Fokker rojo. Desde entonces voló con una mano metálica que reemplazaba a la original. No afectó su destreza como piloto. Y los compañeros del bar ponían más cuidado que nunca cuando se dirigían a él.

Muchas más cosas le sucedieron al barón tras eso. Por dos veces se estrelló en tierra de nadie y se arrastró hasta su escuadrilla, medio muerto, a través de alambres de espino, antorchas y fuego enemigo. Muchas otras veces fue dado por muerto por sus camaradas. En una ocasión desapareció durante ocho días mientras sus compañeros pilotos se sentaban en el bar añorándole y comentando el gran hombre que había sido. Cuando alzaron la vista, ahí estaba el barón irguiéndose en la entrada, con una barba de ocho días, el uniforme desgarrado y cubierto de lodo, los ojos legañosos y enrojecidos y su acerada mano destellando a la luz del bar. Entonces se plantó frente a ellos y dijo:
—¡Mejor dadme un poco de jodido whisky o destrozo el local!

El barón siguió con sus fantásticas hazañas. La mitad de mi cuaderno estaba repleto de las hazañas del barón Von Himmlen. Me hacía sentir bien el escribir sobre el barón. Un hombre siempre necesita a alguien. No había nadie a mi alrededor, así que tenía que construirme alguno, crearlo como
debiera de ser realmente un hombre. No era una cuestión de creérmelo o
fantasear, sino de no vivir la vida sin un hombre de ese tipo alrededor.

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