jueves, 31 de marzo de 2011

"LA SENDA DEL PERDEDOR" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 51

Sólo conocí un estudiante en la Universidad que me gustara: Robert
Becker. El quería ser escritor.

—Voy a aprender todo lo que aquí me pueden enseñar sobre el arte de escribir. Va a ser como desmontar completamente un coche y luego montarlo de nuevo.
—Eso parece mucho trabajo —dije.
—Voy a hacerlo.
Becker era dos o tres centímetros más bajo que yo pero era rechoncho y
de fuerte complexión, con grandes hombros y brazos.
—Tuve una enfermedad infantil —me dijo—, tuve que estar en cama
durante un año apretando dos pelotas de tenis, una en cada mano. Sólo por

hacer eso he llegado a ser como soy.
Tenía un trabajo como mensajero nocturno y se pagaba las clases.
—¿Cómo obtuviste tu trabajo?
—Conocí a un tipo que conocía a un tipo.
—Seguro que te puedo dar una tunda.
—Quizás sí, quizás no. Sólo me interesa escribir.
Estábamos sentados en una habitación situada por encima del prado. Dos

chicos estaban mirándome.
Uno de ellos habló:
—¡Oye! —me preguntó—. ¿Te importa si te pregunto algo?
—Adelante.
—Bueno, solías ser un mariquita en la escuela elemental, me acuerdo de

ti. Y ahora eres un tío duro. ¿Qué pasó?
—No lo sé.
—¿Eres cínico?
—Probablemente.
—¿Eres feliz siendo cínico?
—Sí.
—¡Entonces no eres un cínico, porque los cínicos no son felices!
Los dos chicos ejecutaron unos pasos de vodevil y se fueron riendo.
—Te han hecho quedar mal —dijo Becker.
—No, exageraban demasiado.
—¿Eres cínico?
—Soy infeliz. Si fuera cínico, probablemente me sentiría mucho mejor.
Salimos de la habitación. Las clases se habían terminado. Becker quería
guardar sus libros en la taquilla. Nos acercamos hasta ellas y los guardamos.

Becker me pasó cinco o seis hojas de papel.
—Toma, lee esto. Es una narración breve.
Nos acercamos de nuevo a mi taquilla, la abrí y le tendí una bolsa de

papel.
—Toma un trago...
Era una botella de oporto.
Becker dio un sorbo y yo otro.
—¿Siempre guardas una botella en tu taquilla? —me preguntó.
—Lo intento.
—Escucha, esta noche libro. ¿Por qué no vienes y te presento a algunos

de mis amigos?
—La gente no me cae muy bien.
—Estos son tipos diferentes.
—¿Sí? ¿Dónde nos vemos? ¿En tu casa?
—No. Aquí, te escribiré la dirección... —empezó a escribir en un trozo de

papel.
—Escucha, Becker, ¿a qué se dedican esos amigos tuyos? —quise saber.
—Beben —dijo Becker.
Me guardé el papel en el bolsillo.

Esa noche después de cenar leí la narración de Becker. Era buena y me sentí celoso. Contaba cómo por la noche llevaba un telegrama en su bicicleta a una mujer hermosa. Su estilo era objetivo y claro y suavemente pudoroso. Becker reconocía estar influenciado por Thomas Wolfe, pero no se lamentaba y exageraba como hacía Wolfe. Su narración tenía sentimiento pero sin estar subrayado en letras de neón. Becker sabía escribir; sabía escribir mejor que yo.

Mis padres me habían conseguido una máquina de escribir y yo había intentado escribir algunas narraciones breves, pero sólo conseguí historias amargas y confusas. No es que fueran muy malas, pero parecían implorar, no tenían vitalidad propia. Mis historias eran más oscuras y extrañas que la de Becker, pero no servían. Bueno, una o dos de ellas me parecían buenas, pero creo que acerté por casualidad en lugar de dirigirlas desde el principio. Becker era claramente mejor. Quizás intentaría dedicarme a la pintura.

Esperé hasta que mis padres se hubieron dormido. Mi padre siempre roncaba fuertemente. Cuando le oí, abrí la ventana del dormitorio y me deslicé fuera cayendo sobre los arbustos de bayas. Al lado tenía el sendero y anduve lentamente en la oscuridad. Luego subí por la calle Longwood hasta la 21.a, torcí a la derecha y subí la colina por Westview hasta donde finalizaba la línea del «W». Pagué mi billete y anduve hasta la trasera del tranvía, me senté y encendí un cigarrillo. Si los amigos de Becker eran tan buenos como la narración que me había dado a leer, entonces iba a ser una noche de órdago.

Becker estaba ya en la dirección de la calle Beacon. Sus amigos estaban desayunando. Fui presentado. Estaba Harry, estaba Lana, estaba Tragón, Apestoso, estaba Pájaro de las Ciénagas, Ellis, Cara de Perro y, finalmente, estaba el Destripador. Todos sentados en torno a una gran mesa de desayuno. Harry tenía un trabajo legítimo en algún lugar, él y Becker eran los únicos que estaban empleados. Lana era la mujer de Harry, Tragón —su
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hijo— estaba sentado en una alta banqueta. Lana era la única mujer de la
reunión. Cuando me la presentaron, miró directamente a mis ojos y sonrió.

Todos eran jóvenes, delgados, y fumaban y liaban cigarrillos.
—Becker nos habló de ti —dijo Harry—. Dice que eres un escritor.
—Tengo una máquina de escribir.
—¿Vas a escribir sobre nosotros? —preguntó Apestoso.
—Prefiero beber.
—Perfecto. Vamos a hacer un concurso de bebida. ¿Tienes algún dinero?
—preguntó Apestoso.
—Dos dólares...
—Vale, la apuesta entonces es de dos dólares. ¡Que cotice todo el
mundo! —dijo Harry.
Eso hacía dieciocho dólares. El dinero tenía buen aspecto tirado sobre la

mesa. Apareció una botella junto con unos pequeños vasos.
—Becker nos dijo que tú crees que eres un tipo duro. ¿Eres un tipo duro?
—Claro.
—Bien, vamos a verlo...

La luz de la cocina era muy brillante. El whisky era puro, un whisky amarillo oscuro. Harry llenó los vasos. Semejante delicia. Mi boca, mi garganta, no podían esperar. La radio estaba encendida. «¡Oh, Johnny, oh,
Johnny, cómo sabes amar!» cantaba alguien.
—¡Hasta el hígado! —dijo Harry.
No había modo que yo perdiera. Podía beber durante días. Nunca había
tenido demasiado de beber.

Tragón tenía un diminuto vaso frente a él. Al alzar nosotros los nuestros y beberlos, él alzó el suyo y bebió. Todo el mundo pensó que era divertido, yo no creí que fuera muy divertido el que un enano así bebiera, pero no dije

nada.
Harry sirvió otra ronda.
—¿Has leído mi narración corta, Hank? —preguntó Becker.
—Sí.
—¿Qué te pareció?
—Es buena. Estás preparado. Todo lo que necesitas ahora es un poco de
suerte.
—¡Hasta el hígado! —dijo Harry.
La segunda ronda no fue ningún problema, todos la ingerimos, incluso

Lana.
Harry me miró.
—¿Te gustaría vomitar la bebida, Hank?
—No.
—Bien. En caso que lo hicieras, tenemos a Cara de Perro para evitarlo.

Cara de Perro era dos veces más grande que yo. Era tan hastiante estar en el mundo. Cada vez que mirabas a tu alrededor, siempre había algún tipo listo para destrozarte sin darte tiempo a respirar. Miré a Cara de Perro.
—¡Hola, compañero!
—Compañero tu padre —contestó—. Limítate a beberte la copa.
Harry rellenó los vasos saltándose el de Tragón, sin embargo, lo que
aprecié. Muy bien, los alzamos y bebimos. Entonces Lana pasó de la
competición.
—Mañana alguien tendrá que limpiar todo esto y despertar a Harry para
que trabaje —dijo.

Se sirvió la siguiente ronda. Justo en ese momento se abrió la puerta de sopetón y un chico grandón y bien parecido de unos 22 años entró corriendo en la habitación.
—Mierda, Harry —dijo—, ¡escóndeme! ¡Acabo de atracar una maldita
gasolinera!
—Mi coche está en el garage —replicó Harry—. ¡Túmbate en el suelo del
asiento trasero y quédate ahí!

Bebimos. Se sirvió otra ronda. Apareció una nueva botella. Los dieciocho dólares aún estaban en el centro de la mesa. Todos seguíamos en el asunto excepto Lana. Iba a hacer falta mucho whisky para derrotarnos.
—Oye —pregunté a Harry—, ¿no nos vamos a quedar sin bebida?
—Muéstrale, Lana...

Lana abrió las puertas superiores de un armario. Pude ver hileras e hileras de botellas de whisky, todas de la misma marca. Parecía ser el botín producto del asalto a un camión, y probablemente lo era. Y esos eran los miembros de la banda: Harry, Lana, Apestoso, Pájaro de las Ciénagas, Ellis, Cara de Perro y el Destripador, tal vez Becker y, seguramente, el chaval joven que se escondía ahora en el asiento trasero del coche de Harry. Me sentí honrado por beber con una parte tan activa de la población de Los Angeles. Dedicaría mi primera novela a Robert Becker. Y sería una novela mejor que la de «El Tiempo y el Río».
Harry siguió sirviendo rondas y seguimos trasegándolas. La cocina estaba
azulada por el humo de los cigarrillos.

Pájaro de las Ciénagas se retiró el primero. Tenía una larguísima nariz y sólo sacudió la cabeza, no más, no más, y todo lo que podías ver era su narizota oscilando entre la humareda azul.
Ellis fue el siguiente en caer derrotado. Tenía mucho pelo en el pecho
pero, evidentemente, no en sus pelotas.

Cara de Perro se retiró a continuación. Pegó un salto hasta el fregadero y vomitó. Al escucharle, Harry tuvo la misma idea y saltó hasta el cubo de basura, donde vomitó.
Con eso quedábamos Becker, Apestoso, Destripador y yo.
Becker fue el siguiente. Tan sólo cruzó los brazos sobre la mesa, apoyó la
cabeza, y se quedó frito.
—La noche es aún joven —dije—. Normalmente bebo hasta que sale el
sol.—¡Claro —dijo Destripador—, y también cagas en un cesto!

—Por supuesto, y tiene la forma de tu cabezota.
Destripador se levantó.
—¡Tú, hijo de perra! ¡Te voy a partir el culo!
Me lanzó un golpe a través de la mesa, falló y tiró la botella. Lana cogió

una fregona y limpió el suelo de líquido. Harry abrió otra botella.
—Siéntate, Des, o perderás la apuesta —dijo Harry.
Harry sirvió otra nueva ronda. La hicimos desaparecer.
Destripador se puso en pie, anduvo hasta la puerta trasera, la abrió y se
quedó mirando al cielo.
—Oye, Des, ¿qué demonios estás haciendo? —preguntó Apestoso.
—Estoy comprobando si tenemos luna llena.
—Bueno, ¿la hay?
No hubo respuesta. Oímos cómo caía por los escalones y aterrizaba sobre

el seto. Le dejamos allí.
Con eso quedábamos Apestoso y yo.
—Todavía no he visto a nadie derrotar a Apestoso —dijo Harry.
Lana acababa de acostar a Tragón. Volvió a la cocina.
—¡Jesús, hay cuerpos caídos por todos lados!
—Sirve más, Harry —dije yo.

Harry llenó el vaso de Apestoso y luego el mío. Sabía que no era capaz de bebérmelo, así que hice lo único que podía hacer. Pretendí que era algo fácil coger el vaso y beberlo de un trago. Apestoso se quedó mirándome.
—Vuelvo en seguida. Tengo que ir al cagadero.
Nos quedamos sentados esperando.
—Apestoso es un buen tipo —dije—. No deberías llamarle así. ¿Cómo se

ganó el apodo?
—No sé —contestó Harry—, alguien se lo puso.
—Ese chico escondido en tu coche. ¿Va a salir alguna vez?
—No hasta mañana.
Seguimos sentados esperando.
—Creo —dijo Harry— que es mejor que echemos un vistazo.

Abrimos la puerta del baño. Daba la impresión de que Apestoso no estaba en él. Entonces le vimos. Se había caído en la bañera. Sus pies sobresalían en un extremo. Sus ojos estaban cerrados y estaba

completamente ido. Volvimos a la mesa.
—El dinero es tuyo —dijo Harry.
—¿Qué tal si me dejáis contribuir algo por las botellas de whisky?
—Olvídalo.
—¿Lo dices en serio?
—Sí, por supuesto.
Recogí el dinero y lo guardé en mi bolsillo delantero. Luego miré el vaso

de Apestoso.
—Es una pena desperdiciar este trago —dije.
—¿Quieres decir que vas a bebértelo? —preguntó Lana.
—¿Por qué no? Un trago para el camino...
Lo hice desaparecer.
—Muy bien, muchachos, ¡ha sido fantástico!
—Buenas noches, Hank.

Salí por la puerta trasera pasando por encima del cuerpo de Destripador. Encontré un callejón trasero y torcí a la izquierda. Anduve por él y vi un sedán Chevrolet de color verde. Me tambaleaba un poco a medida que me acercaba a él. Aferré la manija de la puerta trasera para afirmarme. La maldita puerta no estaba cerrada y se abrió de golpe haciéndome caer sobre la acera. Había luna llena y yo me di un fuerte golpe en el codo. El whisky me había subido de golpe. Me parecía imposible levantarme, pero tenía que hacerlo. Se suponía que yo era un chico duro. Me levanté y me caí contra la puerta medio abierta, afeitándome a ella, apoyándome en la manija. Permanecí un rato afirmándome y luego me senté en el asiento trasero del coche. Permanecí otro rato dentro. Luego comencé a vomitar. Me salió todo, vomité y vomité, cubriendo toda la trasera del Chevrolet. Luego volví a sentarme otro rato. Después me las arreglé para salir del coche. No me sentía tan mareado. Saqué mi pañuelo y limpié el vómito de mis pantalones y zapatos lo mejor que pude. Cerré la puerta del coche y seguí andando por el callejón. Tenía que encontrar el tranvía de la línea «W». Lo encontraría.

Y lo hice. Me subí en él. Bajé en la calle Westview, anduve por la 21.ay doblé al Sur por la Avenida Longwood hasta el número 2.122. Ascendí por el sendero del vecindario, encontré el arbusto de las bayas, trepé por encima de él y a través de la ventana abierta hasta entrar en mi dormitorio. Me desvestí y me metí en la cama. Debía de haberme tomado cerca de un litro de whisky. Mi padre roncaba aún, sólo que en ese momento de una forma más estruendosa y horrenda. De todos modos caí dormido.

Como siempre, llegué a la clase de Inglés del señor Hamilton con treinta minutos de retraso. Eran las 7.30 de la mañana. Me quedé fuera de la puerta y escuché. Estaban oyendo a Gilbert y Sullivan de nuevo. La misma canción sobre el mar y la Armada de la Reina. Hamilton no se cansaba de ellos. En el instituto tuve un profesor de Inglés que sólo nos hablaba de Poe, Poe, Edgar Allan Poe.
Abrí la puerta. Hamilton se acercó al tocadiscos y levantó la aguja. Luego
anunció a la clase:

—Cuando el señor Chinaski llega, sabemos que son las 7.30. El señor Chinaskisiempre llega a tiempo. El único problema es que es el tiempo incorrecto.
Hizo una pausa mirando a todas las caras de su clase. Parecía muy, muy
digno. Luego bajó la vista hasta mí.

—Señor Chinaski, da igual que llegue usted a las 7.30 o no llegue en absoluto. De cualquier modo le voy a calificar con una «D» en este curso 1.° de Inglés.
—¿Una «D», señor Hamilton? —pregunté con mi famoso gesto de burla—
. ¿Por qué no una «F»?
—Porque la «F», a veces, puede implicar la palabra «follar». Y no creo
que usted valga siquiera un polvo.
La clase entera aulló y rió y pateó y bramó. Yo me di la vuelta y salí
cerrando la puerta tras de mí. Crucé el vestíbulo oyendo aún sus carcajadas.

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