sábado, 9 de abril de 2011

"LA SENDA DEL PERDEDOR" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 57

Un día, después de la clase de Inglés, la señorita Curtis me pidió que me quedara.

Tenía unas piernas magníficas y ceceaba al hablar. Había algo producido por la combinación del ceceo y sus piernas que me ponía caliente. Debía de tener unos 32 años, era culta y tenía estilo, pero al igual que todos los demás era una maldita liberal y eso demostraba poca originalidad o carácter; sólo adoración por Franky Roosevelt. Me gustaba Franky a causa de sus programas para los pobres durante la Depresión. El también tenía estilo. Realmente no creo que le importaran un bledo los pobres, pero era un gran actor, con una magnífica voz al servicio de una excelente oratoria. Pero quería meternos en la guerra. Así él entraría en los libros de Historia. Los presidentes en tiempo de guerra tenían más poder y, después, se les dedicaban más páginas. La señorita Curtis era una réplica del viejo Franky, sólo que con mejores piernas. El pobrecito Franky no tenía piernas bonitas pero sí un maravilloso cerebro. En muchos otros países hubiera sido un dictador prepotente.

Cuando salió el último estudiante, me acerqué a la mesa de la señorita Curtis. Ella me sonrió. Yo había observado sus piernas durante horas y ella lo sabía. Ella sabía lo que yo quería y que no tenía nada que enseñarme. Sólo había dicho una cosa que yo memoricé. No era idea suya, obviamente, pero me gustó:
—No se debe sobreestimar la estupidez de la masa.
—Señor Chinaski —dijo mirándome— tenemos ciertos estudiantes en esta clase que piensan que son muy listos.
—¿Sí?
—El señor Felton es nuestro alumno más inteligente.
—De acuerdo.
—¿Qué es lo que le preocupa?
—¿Qué?
—Hay algo... que le molesta.
—Tal vez.
—Este es su último semestre, ¿no es cierto?
—¿Cómo lo sabe usted?



Había estado despidiéndome con la vista de esas piernas. Decidí que el campus sólo era un lugar donde esconderse. Existían adictos al campus que se quedaban para siempre. El ambiente de todala Universidad era blandengue. Nunca te advertían qué es lo que ibas a encontrar en la vida real. Te hacían empollar un montón de teoría y no te contaban lo dura que era la calle. La educación universitaria podía destrozar para siempre a un individuo. Los libros podían reblandecerte. Cuando los apartabas a un lado y realmente salíasfuera, entonces necesitabas saber lo que jamás te enseñaron. Yo había decidido retirarme tras ese semestre y relacionarme con Apestoso y su pandilla y quizás encontrarme con alguien que tuviera los arrestos necesarios para robar una tienda de licores o, mejor, un banco.

—Sabía que se iba a retirar —dijo ella suavemente.
—«Empezar» es una palabra más correcta.
—Va a haber una guerra. ¿Leyó el «Marinero del Bremen»?
—Esas porquerías del New Yorker no me interesan.
—Tiene que leer cosas como esa si quiere entender qué es lo que pasa

hoy día.
—No pienso igual.
—Usted se rebela contrat odo . ¿Cómo va a sobrevivir?
—No lo sé. Ya estoy cansado.
La señorita Curtis se quedó mirando la mesa largo rato. Luego alzó la
vista y me miró.
—Vamos a entrar en esa guerra de un modo u otro. ¿Va a participar en

ella?
—No me importa la guerra. Puede que vaya o puede que no.
—Sería un buen marine.
Sonreí, pensé un instante en la idea, pero luego la rechacé.
—Si se queda otro curso —dijo ella—, podrá conseguir todo lo que
desee...
Me miró y supe perfectamente lo que ella quería decir y ella advirtió que
yo sabía perfectamente lo que había querido decir.
—No —repliqué—, voy a irme.

Anduve hasta la puerta, me paré en el umbral, me giré e hice una pequeña seña de despedida con la cabeza, una leve y rápida seña. Salí y caminé por entre los árboles del campus. Por todas partes —o así lo parecía— había un chico y una chica juntos. La señorita Curtis estaba sentada sola frente a su mesa mientras yo caminaba solo. Qué gran triunfo hubiera sido. Besar esos labios ceceantes, acariciar sus piernas abiertas mientras Hitler devoraba Europa y codiciaba Londres.

Al cabo de un rato fui hacia el gimnasio. Iba a vaciar mi taquilla. No más gimnasia para mí. La gente siempre hablaba sobre el limpio olor del sudor fresco. Tenían que excusarse por ello. Nadie hablaba del buen olor de una mierda fresca. No había nada tan glorioso como el olor de una mierda de cerveza, me refiero a aquella que se produce tras haber bebido la noche anterior veinte o veinticinco cervezas. El hedor de una de esas mierdas se esparcía por todas partes y permanecía flotando su buena hora y media. Te hacía darte cuenta de que estabas vivo.

Encontré mi taquilla, la abrí y tiré mi equipo de gimnasia a la basura. También arrojé dos botellas de vino vacías. Buena suerte para el próximo que utilizara la taquilla. A lo mejor acababa de alcalde de Boise, Idaho. Tiré también el candado a la basura. Nunca me había gustado su combinación: 1,2,1,1,2. No era muy aguda. La dirección de la casa de mis padres era 2122. Todo era reducido y mínimo. En la Instrucción, la combinación del
candado fue 1,2,3,4:1,2,3,4. Quizás algún día llegaría hasta el 5.

Salí del gimnasio y atajé cruzando por el medio del campo de juego. Estaban practicando el rugby y me aparté un poco para evitar a los jugadores.
Entonces oí vociferar a Baldy:
—¡Oye, Hank!

Alcé la vista y le divisé sentado en los graderíos con Monty Ballard. No era gran cosa Ballard. Lo más agradable de él era que nunca hablaba, a menos que se le preguntara algo. Nunca le pregunté nada. Ballard miraba a

la vida parapetado tras su rubio cabello y anhelaba ser biólogo.
Los saludé y seguí andando.
—¡Ven aquí, Hank! —aulló Baldy—. ¡Es importante!
Me acerqué.
—¿De qué se trata?
—Siéntate y observa a ese tío cuadrado vestido con el traje de gimnasia.
Me senté. Sólo había un tipo con traje de gimnasia. Llevaba zapatillas con

clavos. Era bajo pero ancho, muy ancho. Tenía unos bíceps asombrosos, así como sus hombros, grueso cuello y cortas y macizas piernas. Su pelo era negro; su cara aplastada hasta parecer plana; boca pequeña, apenas nariz, y unos ojos que se abrían en algún sitio del rostro.
—Vaya, he oído hablar de este chico —dije.
—Obsérvale —replicó Baldy.

Había cuatro jugadores en cada equipo. Se lanzó la pelota. El extremo zaguero la pasó. King Kong Junior estaba de defensa. Jugaba cerca del centro. Uno de los jugadores del equipo ofensivo jugó a la larga distancia, otro a la corta y el del centro bloqueó. King Kong Junior inclinó los hombros y embistió contra el que jugaba a la corta incrustándole el hombro en un costado. El tipo se quedó boqueando. Luego King Kong se giró y salió trotando.

—¿Habéis visto? —dijo Baldy.
—King Kong...
—King Kong no juega al rugby en absoluto. Sólo carga contra alguien con
toda sus fuerzas, juego tras juego.
—No puedes embestir a un jugador antes de que reciba la pelota —dije

yo—. Va contra las reglas.
—¿Y quién va a decírselo? —preguntó Baldy.
—¿Vas tú a decírselo? —pregunté a Ballard.
—No —contestó Ballard.

Le tocaba sacar al equipo de King Kong. Ahora podía placar legalmente. Embistió al más pequeño de los jugadores enviándolo por los aires con la cabeza entre las piernas. Tardó un buen rato en ponerse de nuevo en pie.
—Ese King Kong es un subnormal —dije—. ¿Cómo demonios pasó la
prueba de entrada?
—No la hay para el rugby.

El equipo de King Kong se alineó. Joe Stapen era el mejor de los jugadores del otro equipo. Quería llegar a profesional. Era alto, cerca de dos metros, delgado y con mucho coraje. Joe Stapen y King Kong cargaron el uno contra el otro. Stapen lo hizo bastante bien. Al menos no cayó al suelo. Al juego siguiente volvieron a cargar entre sí. Esa vez Joe besó un poco el suelo.
—Mierda —dijo Baldy—, Joe se está desinflando.
La vez siguiente Kong placó a Joe aún con más fuerza y le arrastró cinco

o seis metros teniendo el hombro clavado en la espalda de Joe.
—¡Esto es asqueroso! ¡Este tipo no es más que un jodidosádico! —dije.
—¿Es un sádico? —preguntó Baldy a Ballard.
—Es un jodido sádico —contestó Ballard.

Al juego siguiente Kong se abalanzó otra vez sobre el jugador más enclenque. Tan sólo se acercó corriendo y se dejó caer sobre él. El tipo enclenque no se movió durante un rato. Luego se sentó sujetándose la

cabeza. Daba la impresión de que estaba acabado. Entonces me levanté.
—Bueno, allá voy —dije.
—¡Atízale a ese hijo de perra! —dijo Baldy.
—Por supuesto —repliqué.
Bajé al campo.
—Escuchad, compadres, ¿necesitáis un jugador?
El chaval pequeñajo se levantó y empezó a salir del campo. Al llegar a mi

altura se detuvo un momento.
—No entres en el juego, todo lo que quiere ese tipo es matar a alguien.
—Tan sólo es un juego —dije.
Era nuestro turno de sacar. Me metí en el corro con Joe Stapen y los

otros dos supervivientes.
—¿Cuál es nuestro plan de juego? —pregunté.
—Aguantar como podamos —dijo Stapen.
—¿Cómo vamos?
—Creo que están ganando —dijo Lenny Hill, el centro-campista.

Disolvimos el corro. Joe Stapen se plantó atrás esperando la pelota. Yo me quedé mirando a Kong. Nunca le había visto por el campus. Probablemente merodeaba por los retretes de los tíos en el gimnasio. Tenía pinta de ser un huele-mierdas. Y también un come-fetos.

—¡Tiempo! —grité.
Lenny Hill se irguió con la pelota. Yo sólo miraba a Kong.
—Mi nombre es Hank. Hank Chinaski. Periodismo.
Kong no respondió. Tan sólo me observaba. Su piel tenía el color cerúleo

de los muertos. En sus ojos no brillaba la menor chispa de vida.
—¿Cuál es tu nombre? —le pregunté.
Siguió mirándome.
—¿Qué es lo que te pasa? ¿Se te quedó un trozo de placenta metido
entre los dientes?
Kong alzó lentamente su brazo derecho. Luego lo enderezó y me señaló

con el dedo. Después bajó el brazo.
—Bueno, que me chupen la polla —dije—, ¿qué significaeso?
—Vamos, juguemos de una vez —dijo uno de los compañeros de Kong.

Lenny se agachó sobre la pelota y la lanzó hacia atrás. Kong vino a por mí. No pude enfocarle bien. Vi los graderíos y algunos árboles y parte del edificio de Químicas temblar mientras él me placaba. Me tiró de espaldas y
luego dio vueltas en torno mío mientras agitaba los brazos como si fueran
alas. Me levanté sintiéndome mareado. Primero Becker me puso K.O., luego

este mono sádico. Olía, apestaba; era un verdadero y maligno hijo de perra.
Stapen no había completado el pase. Formamos corro.
—Tengo una idea —dije.
—¿Cuál es? —preguntó Joe.
—Yo tiro la pelota. Tú placas.
—Dejémoslo como está —dijo Joe.

Disolvimos el corro. Lenny se agachó sobre la pelota y la lanzó a Stapen. Kong vino a por mí. Bajé un hombro y me abalancé contra él. Tenía demasiada fuerza el tío gorila. Salí despedido a un lado, me reafirmé y, mientras lo hacía, Kong atacó de nuevo clavando su hombro en mi estómago. Me caí. Me puse en seguida en pie de un salto aunque me sentía mal. Empezaba a tener problemas con la respiración.

Stapen había completado un pase corto. Perdíamos por tres. No hicimos corro. Cuando se lanzó la pelota, Kong y yo nos abalanzamos el uno contra el otro. En el último instante di un salto para caer sobre él. Todo el peso de mi cuerpo aterrizó sobre su cabeza, desequilibrándole. Mientras caía le di una patada con todas mis fuerzas justo en la barbilla. Ambos chocamos contra el suelo. Yo me levanté primero. Al alzarse Kong, un hilillo de sangre descendía por su boca y tenía un hermoso hematoma en la cara. Trotamos hasta nuestras posiciones.

Stapen había efectuado un pase incompleto. Perdíamos por cuatro. Stapen dio unos pasos atrás para patear la pelota. Kong también se retrasó para cubrir al jugador zaguero. El zaguero cogió la pelota en el aire y los dos comenzaron a cruzar corriendo el campo abriendo Kong la marcha. Corrí a su encuentro. Kong esperaba que de nuevo le cayera encima, pero esta vez me tiré a sus piernas y le cogí por los tobillos. Cayó pesadamente, estrellando la cara contra el suelo. Se quedó aturdido e inmóvil, completamente extendido en el suelo. Le cogí con fuerza por el cuello y mientras se lo apretaba, clavé mi rodilla en su espina dorsal.
—Oye, Kong, compañero, ¿estás bien?
Los demás se acercaron corriendo.
—Creo que se ha hecho daño —dije—. Que alguien me ayude a sacarle
del campo.
Stapen le cogió por un lado, yo por el otro y anduvimos hasta la línea
lateral. Cerca de la línea fingí tropezar y le pisé el tobillo con mi pie

izquierdo.
—Oh —dijo Kong— por favor, dejadme solo...
—Estamos ayudándote, compañero.
Cuando llegamos a la línea lateral, le soltamos. Kong se sentó y comenzó
a limpiarse la sangre de la boca. Luego se agachó y palpó su tobillo. Estaba
despellejado y pronto se hincharía. Me incliné sobre él.
—Oye, Kong, vamos a acabar el partido. Estamos perdiendo y

necesitamos una oportunidad para recuperarnos.
—Nanay, tengo que ir a clase.
—No sabía que aquí enseñaran el oficio de perrero.
—Es la clase de Literatura Inglesa, primer curso.

—Vaya, eso es importante. Bueno, mira, te ayudaré a llegar hasta el
gimnasio y a ponerte bajo una ducha caliente, ¿te parece bien?
—No, apártate de mí.
Kong se levantó. Tenía aspecto de derrota. Sus grandes hombros caídos
y sangre y tierra por toda la cara. Dio unos pocos pasos cojeando.
—Oye, Quinn —dijo a uno de sus compañeros— échame una mano...
Quinn sujetó a Kong por el brazo y ambos anduvieron lentamente en
dirección al gimnasio.
—¡Oye, Kong! —vociferé—. ¡Espero que llegues a tu clase! ¡Dile a Bill
Saroyan «hola» de mi parte!

Los demás muchachos estaban a mi alrededor, incluyendo a Baldy y Ballard que habían bajado de las gradas. Yo acababa de efectuar el acto más condenadamente bueno de mi vida y no había una chica bonita en varias

millas a la redonda.
—¿Alguien tiene un cigarrillo? —pregunté.
—Tengo Chesterfield —dijo Baldy.
—¿Todavía fumas esa porquería?
—Te cojo uno —dijo Joe Stapen.
—De acuerdo —dije—, ya que no hay otra cosa.
Permanecimos en pie, fumando.
—Todavía somos los suficientes para seguir jugando —soltó alguien.
—Y una mierda —contesté—. Odio los deportes.
—Bueno —dijo Stapen—, verdaderamente acabaste con Kong.
—Sí —afirmó Baldy—: Estuve observándolo todo. Pero hay algo que me

confunde.
—¿Y qué es? —preguntó Stapen.
—Me pregunto cuál de los dos es el sádico.
—Bueno —dije—, me tengo que ir. Hay una película de Cagney esta
noche y voy a ir con mi coñito.
Empecé a cruzar el campo.
—¿Quieres decir que te llevarás la mano derecha a la película? —
preguntó a gritos uno de los chicos tras de mí.
—Las dos manos —contesté por encima del hombro.

Salí del campo, pasé frente al edificio de Químicas y luego crucé la pradera frontal. Allí estaban ellos, chicos y chicas con sus libros, sentados en bancos, bajo árboles o sobre el césped. Libros verdes, azules, marrones. Hablaban entre sí, sonriendo, riendo en ocasiones. Fui hasta el extremo del campus donde finalizaba la línea «V» del autobús. Me subí al «V», saqué el billete, fui hasta la trasera del autobús, me senté en el último asiento y, como siempre, esperé.

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