jueves, 29 de septiembre de 2011

La barba blanca


Y Herb hacía un agujero en una sandía y se jodía la sandía y luego obligaba a Talbot, al pequeño Talbot, a comérsela. Nos levantábamos a las seis y media de la mañana a recoger las manzanas y las peras y estábamos casi en la frontera y los bombardeos estremecían la tierra mientras tú arrancabas manzanas y peras, procurando ser buen chico, procurando recoger sólo las maduras, y luego bajabas a mear (hacía frío por las mañana) y a fumar un poco de hash en el water. No había quién entendiera todo aquello. Estábamos cansados y nos daba igual. Estábamos a miles de kilómetros de casa en un país extranjero y todo nos daba igual. Era como si hubiesen excavado un espantoso agujero en la tierra y nos hubiesen tirado por él.
Trabajábamos sólo por el alojamiento y la comida y un pequeñísimo salario y lo que podíamos robar. Ni siquiera el sol se portaba bien; estaba cubierto de aquella especie de sutil celofán rojo que los rayos no podían atravesar, así que siempre andábamos enfermos, siempre en la enfermería, donde lo único que hacían era alimentarte con aquellos inmensos pollos fríos. Aquellos pollos sabían a goma y te sentabas en la cama y comías aquellos pollos de goma, uno detrás de otro, moqueando sin parar, chorreándote los mocos por la nariz, por la cara, y tenías que aguantar los pedos de aquellas enfermeras culigordas. Tan mal estaba uno allí que tenía que sanar y volver en seguida a aquellos estúpidos manzanos y perales.
La mayoría habíamos huido de algo: mujeres, facturas, niños, incapacidad para soportar. Estábamos

descansando y cansados, enfermos y cansados, estábamos liquidados.
—No deberías obligarle a comerse esa sandía —dije.
—Venga, cómela —dijo Herb—. ¡Cómela o te juro que te arranco la cabeza de los hombros!

El pequeño Talbot mordía aquella sandía, tragando las pepitas y el semen de Herb, llorando en silencio. A los hombres cuando se aburren, les gusta pensar cosas para no volverse locos. O quizá se vuelvan locos. El pequeño Talbot estuvo enseñando álgebra en un instituto de enseñanza media de los Estados Unidos, pero había tenido algún problema y se había largado a nuestro pozo de mierda, y ahora estaba comiendo semen mezclado con jugo de sandía.
Herb era un tipo grande, con unas manos como palas mecánicas, barba negra como de alambre y
tiraba tantos pedos como aquellas enfermeras. Llevaba siempre aquel inmenso cuchillo de caza a la

cadera, metido en una vaina de cuero. No lo necesitaba, podía matar a cualquiera sin él.
—Oye Herb —dije—, ¿por qué no sales ahí y terminas de una vez con esta guerra? Ya estoy harto.
—No quiero desequilibrar la balanza —dijo Herb.
Talbot había acabado con la sandía.
—Sí, ¿por qué no echas un vistazo a los calzoncillos, a ver si los tienes cagados? —preguntó a
Herb.
—Una palabra más —contestó Herb— y tendrás que llevar el culo en una mochila.

Salimos a la calle y allí estaba toda aquella gente culiflaca en pantalones cortos, armados y con barba de días. Hasta algunas de las mujeres parecían necesitar un afeitado. Había por todas partes un vago olor a mierda, y de cuando en cuando ¡BURUMB... BURUMB!, oías el bombardeo. Menudo «alto el fuego»...
Entramos en un sitio, cogimos una mesa y pedimos un poco de vino barato. En el local ardían velas.
Había algunos árabes sentados en el suelo, inertes y soñolientos. Uno tenía un cuervo en el hombro y de vez en cuando alzaba la palma de la mano. En la palma había una o dos semillas. El cuervo las cogía y
parecía tener dificultades para tragarlas. Vaya mierda de tregua. Vaya mierda de cuervo.

Luego vino y se sentó a nuestra mesa una chica de trece o catorce años. Tenía los ojos de un azul lechoso, si es que puede concebirse un azul lechoso, y la pobrecilla no tenía más que pechos. Era sólo un cuerpo, brazos, cabeza, etc., colgando de aquellos pechos. Unos pechos mayores que el mundo, que aquel mundo que estaba matándonos. Talbot la miraba a los pechos, Herb la miraba a los pechos, yo la miraba a los pechos. Era como si nos hubiese visitado el último milagro, y sabíamos que los milagros habían terminado. Estiré la mano y toqué uno de aquellos pechos. No pude evitarlo. Luego lo apreté. La chica se echó a reír y dijo, en inglés:
—Te ponen caliente, ¿eh?

Me eché a reír. Ella vestía una cosa amarilla transparente. Llevaba bragas y sostén rojos; zapatos de tacón alto verdes y grandes pendientes verdes. Le brillaba la cara como si la hubiesen barnizado y tenía la piel entre marrón pálido y amarillo oscuro. En fin, no soy pintor, no sé decirlo exactamente. Tenía pezones. Tenía pechos. Era todo un espectáculo.

El cuervo voló una vez alrededor del local en un falso círculo, aterrizó otra vez en el hombro del árabe. Yo, allí sentado, pensaba en los pechos, y en Herb y en Talbot también. En Herb y en Talbot, en que jamás me habían dicho qué les había llevado allí y en que yo jamás había dicho qué me había llevado allí y en que éramos unos absolutos fracasos, unos imbéciles que nos escondíamos, intentando no pensar ni sentir, pero sin decidirnos todavía a matarnos, vegetando aún por el mundo. Nuestro sitio era aquél. Pertenecíamos a aquello. Luego cayó una bomba en la calle y la vela de nuestra mesa se desprendió de su soporte. Herb la cogió y yo besé a la chica, acariciándole los pechos. Estaba volviéndome loco.
—¿Quieres joder? —preguntó ella.

Me indicó el precio, pero era demasiado alto. Le dije que éramos sólo recolectores de fruta y que cuando aquello acabase tendríamos que ir a trabajar a las minas. Las minas no eran ninguna juerga. La última vez la mina estaba en la montaña. En vez de cavar en el suelo, derribamos la montaña. El filón estaba en la cima y el único medio de extraerlo era desde abajo. Así que excavamos aquellos agujeros hacia arriba formando un círculo, cortamos la dinamita, cortamos las mechas y metimos los cartuchos en aquel círculo de agujeros. Había que unir todas las mechas a una mecha general más larga, encenderla y largarle. Tenías dos minutos y medio para alejarte lo más posible. Luego, después de la explosión, volvías y paleabas toda aquella mierda y luego repetías el proceso. Subías y bajabas corriendo aquella escalerilla como un mono. De vez en cuando, encontraban una mano o un pie, y nada más. Los dos minutos y medio no habían bastado. O una de las mechas estaba mal, y el fuego se había corrido. El fabricante había hecho trampas, pero estaba demasiado lejos para preocuparse. Era como tirarse en paracaídas: si no se abría, no había a quién reclamar en realidad.

Subí con la chica. El cuarto no tenía ventana, y la luz era también de velas. Había un colchón en el suelo. Nos sentamos los dos en él. Ella encendió la pipa de hash y me la pasó. Le di una chupada y se la pasé, contemplando otra vez aquellos pechos. Me parecía casi ridícula, allí colgada de aquellas dos cosas. Era casi un crimen. Ya dije casi. Y, después de todo, hay otras cosas además de los pechos. Las cosas que van con ellos, por ejemplo. En fin, yo no había visto nada parecido en Norteamérica. Pero claro, en Norteamérica, cuando había algo como aquello, los ricos le echaban mano y lo escondían hasta que se estropeaba o cambiaba, y entonces nos dejaban probar a los demás.

Pero yo estaba furioso contra Norteamérica porque me habían echado de allí. Siempre habían intentado matarme, enterrarme. Hubo incluso un poeta conocido mío, Larsen Castile, que escribió un largo poema sobre mí en el que al final encontraban un montículo en la nieve una mañana y paleaban la nieve y allí estaba yo. «Larsen, gilipollas —le dije—, eso es lo que tú quieres.»

En fin, me lancé a los pechos, chupando primero uno, luego el otro, me sentía como un niño. Al menos sentía lo que yo imaginaba que podría sentir un niño. Me daban ganas de llorar de lo bueno que era. Teñía la sensación de poder estar allí chupando aquellos pechos eternamente. A la chica parecía no importarle. ¡De hecho, brotó una lágrima! ¡Era tan delicioso, el que brotara una lágrima! Una lágrima de plácido gozo. Navegando, navegando. Dios, ¡lo que tienen que aprender los hombres! Yo había sido siempre hombre de pierna, mis ojos siempre quedaban atrapados por las piernas: las mujeres que salían de los coches me dejaban siempre absolutamente extasiado. No sabía qué hacer. Ay, cuando salía una mujer de un coche y yo veía aquellas PIERNAS... SUBIENDO. Todo aquel nylon, aquellas trampas, toda aquella mierda... ¡SUBIENDO! ¡Demasiado! ¡No puedo soportarlo! ¡Piedad! ¡Que me capen como a los bueyes!... Sí, era demasiado... Y ahora, me veía chupando pechos. En fin.
Metí las manos bajo aquellos pechos, los alcé. Toneladas de carne. Carne sin boca ni ojos. CARNE
CARNE CARNE. Me la metí en la boca y volé al cielo.

Luego me lancé a su boca y empecé a bajarle las bragas rojas. Luego la monté. Pasaban navegando vapores en la oscuridad. Me echaban chorros de supor por la espalda los elefantes. Temblaban en el viento flores azules. Ardía trementina. Eructaba Moisés. Un neumático bajó rodando una verde ladera. Y así terminó todo. No tardé mucho. Bueno... en fin.
Ella sacó una pequeña palangana y me lavó y luego me vestí y bajé la escalera. Herb y Talbot

estaban esperándome. La eterna pregunta:
—¿Qué tal?
—Bueno, casi como las demás.
—¿Quieres decir que no se lo hiciste en los pechos?
—Demonios. Yo sólo sé que se lo hice en algún sitio.
Herb subió.
—Voy a matarle —me dijo Talbot—. Le mataré esta noche con su propio cuchillo cuando esté

dormido.
—¿Te cansaste de comer sandías?
—Nunca me gustaron las sandías.
—¿No quieres probarla? Quizá lo haga también.
—Los árboles están casi vacíos. Creo que pronto tendremos que irnos a las minas.
—Al menos allí no estará Herb apestando los pozos con sus pedos.
—Ah sí, no me acordaba. Vas a matarle.
—Sí, esta noche, con su propio cuchillo. No me lo estropearás, ¿verdad?
—No es asunto mío. Supongo que me lo dices como un secreto.
—Gracias.
—De nada...

Luego bajó Herb. Las escaleras se estremecían con sus pisadas. Todo el local se estremecía. No podías diferenciar el ruido de las bombas del ruido que hacía Herb. Luego bombardeóél. Pudimos oírlo, FLURRRRPPPP, luego pudimos olerlo, por todas partes se extendió el olor. Un árabe que había estado durmiendo apoyado en la pared, despertó, soltó un taco y salió corriendo a la calle.
—Se la metí entre los pechos —dijo Herb—. Y luego fue como un mar debajo de su barbilla.
Cuando se levantó, le colgaba como una barba blanca. Necesitó dos toallas para limpiarse. Después de

hacerme a mí, tiraron el molde.
—Después de hacerte a ti se olvidaron de tirar de la cadena —dijo Talbot.
Herb se limitó a sonreír.
—¿No vas a probarla tú, pajarillo? —le dijo.
—No, cambié de idea.
—Miedo, ¿eh? Me lo figuraba.
—No, es que tengo otra cosa en la cabeza.
—Probablemente la polla de alguien.
—Puede que tengas razón. Me has dado una idea.
—No hace falta mucha imaginación. Basta con que te la metas en la boca. En fin, haz lo que

quieras.
—No es eso lo que pienso.
—¿Sí? ¿Y qué es lo que piensas? ¿Que te la metan por el culo?
—Ya lo descubrirás.
—Lo descubriré, ¿eh? ¿Qué me importa a mí lo que hagas con la polla de otro?
Luego, Talbot se echó a reír.
—Este pajarillo se ha vuelto loco. Ha comido demasiada sandía.
—Quizá, quizá —dije yo.

Bebimos un par de rondas de vino y nos fuimos. Era nuestro día libre, pero nos habíamos quedado sin dinero. Lo único que podíamos hacer era volver, tumbarnos en los catres y esperar el sueño. Hacía mucho frío allí de noche, y no había calefacción y sólo nos daban dos mantas muy finas. Tenías que echar encima de las mantas toda la ropa: chaquetas, camisas, calzoncillos, toallas, todo. Ropa sucia, ropa limpia, todo. Y cuando Herb tiraba un pedo, tenías que taparte la cabeza con todo aquello. Volvimos, pues, y yo me sentía muy triste. Nada podía hacer. A las manzanas les daba igual, a las peras les daba igual. Norteamérica nos había echado o nosotros habíamos escapado. A dos manzanas de distancia cayó una bomba encima de un autobús escolar. Los niños volvían de una excursión. Cuando pasamos había trozos de niños por todas partes. La carretera estaba llena de sangre.
—Pobres niños —dijo Herb—. Nunca les joderán.
Yo pensé que ya lo habían hecho. Seguimos nuestra ruta.

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