viernes, 29 de julio de 2011

"PONIENDO CUERNOS A MARIE" DE CHARLES BUKOWSKI (RELATO COMPLETO)


Hacía calor aquella noche en el hipódromo, durante las carreras de un cuarto de milla. Ted había llegado con doscientos dólares y en la tercera carrera ya tenía quinientos treinta. Conocía bien los caballos. Puede que no fuese bueno en otras cosas, pero conocía los caballos. Ted miraba el marcador y miraba a la gente. La gente no sabía calibrar un caballo. Pero acudían al hipódromo con su dinero y sus sueños a cuestas. El hipódromo daba unexacta de dos dólares, casi en cada carrera, para engatusarles. Eso y el Pick- 6. Ted no tocaba nunca el Pick-6 ni los exactas ni los dobles. Se limitaba siempre a apostar ganador al mejor caballo, que no era necesariamente el favorito.

Marie siempre andaba fastidiándole por su afición a las carreras y eso que sólo iba dos o tres veces por semana. En seguida había vendido la empresa y se había retirado del negocio de la construcción. La verdad es que no tenía gran cosa que hacer.
El cuarto caballo parecía prometedor a seis-a-uno, pero quedaban aún dieciocho minutos para
apostar. Notó que le tiraban de la manga.
—Perdone, caballero, pero he perdido en las dos primeras carreras. Le vi cobrar sus apuestas. Parece
usted un tipo que sabe lo que hace. ¿Qué caballo le parece el mejor en esta carrera?

Era una rubia de pelo rojizo, de unos veinticuatro años, de finas caderas y unos pechos desmesurados. Largas piernas y una nariz muy linda, respingona. Boca como un capullito de rosa. Llevaba un vestido azul claro y zapatos blancos de tacón alto. Sus ojos azules le miraban.
—Bueno —dijo Ted sonriendo—, yo suelo apostar al ganador.
—Yo estoy acostumbrada a apostar a los purasangres —dijo la rubia—. ¡Pero esas carreras de un
cuarto son tanrápidasl
—Sí, casi todo se resuelve en dieciocho segundos. En seguida te das cuenta si te has equivocado o

no.
—Si mi madre supiera que estoy aquí perdiendo mi dinero, me daría de correazos.
—A mí también me gustaría dárselos —dijo Ted.
—¿No será usted uno de ésos, eh? —preguntó ella.
—Era sólo una broma —dijo Ted—. Venga, vamos al bar. Tal vez allí podamos elegir un ganador.
—De acuerdo, señor...
—Llámeme Ted. ¿Y tú cómo te llamas?
—Victoria.
Entraron en el bar.
—¿Qué vas a tomar? —preguntó Ted.
—Lo mismo que tú —dijo Victoria.
Ted pidió dos Jack Daniel. Bebió. Ella tomó, también un sorbo del suyo, sin mirarle. Ted le examinó
el trasero: era algo perfecto. Estaba más buena que la mayoría de estrellas de cine, y no parecía resabiada.
—Bueno —dijo Ted, señalando el programa—. En la próxima carrera, el cuarto tiene muy buen
aspecto y lo pagan seis-a-uno. Victoria soltó un «Ah.» muy sexy. Se inclinó para mirar el programa, rozándole con el brazo. Luego Ted sintió la presión de su pierna contra la suya.
—La gente no sabe lo que son los caballos —le dijo—. Muéstrame un hombre que entienda de

caballos y yo te mostraré alguien capaz de ganar dinero a espuertas.
Ella sonrió.
—Ojalá pueda llegar a saber tanto como tú.
—Te sobran dotes, nena. ¿Quieres otro?
—Oh no, gracias...
—Mira —dijo Ted—, lo mejor será que apostemos ya. —De acuerdo, apostaré dos dólares a

ganador. ¿Era al número cuatro?
—Sí, nena, al cuatro...
Hicieron las apuestas y fueron a ver la carrera. El cuarto no hizo una buena salida; quedó bloqueado;
pero se rehizo. Iba el quinto entre nueve, pero empezó a ganar terreno y llegó a la meta a la par que el

favorito de dos a uno. Todo dependía ahora de la fotografía.
Maldita sea, pensó Ted, ésta tengo que ganarla. ¡Por favor, por favor,tengo que ganarla!
—Oh —dijo Victoria—. ¡Estoy tanemocionada!
El marcador dio el número del ganador. Elcu a tro .
Victoria empezó a gritar y a saltar muy contenta.
—¡Ganamos, ganamos! ¡GANAMOS!

Se abrazó a Ted. Ted sintió su beso en la mejilla.
—Calma, nena, ha ganado el mejor, eso es todo.
Esperaron la señal y luego el marcador indicó el pago. Catorce dólares con sesenta.
—¿Cuánto apostaste? —preguntó Victoria.
—Cuarenta ganador —dijo Ted.
—¿Cuánto ganarás?
—Doscientos noventa y dos dólares. Vamos a recogerlos.
Se dirigieron a las ventanillas. De pronto Ted sintió la mano de Victoria en la suya. Y un tirón.

Quería que se detuviera.
—Inclínate —le dijo—. Quiero decirte una cosa al oído.
Ted se inclinó y sintió el refrescante contacto de los rosados labios en la oreja.
—Eres... un hombre con suerte..., quiero... joder contigo...
Ted se quedó pasmado, mirándola con una desmayada sonrisa.
—Dios mío —dijo.
—¿Qué pasa? ¿Tienes miedo?
—No, no, no es eso...
—¿Qué es, entonces?
—El problema es Marie... mi mujer... estoy casado... y me tiene controlado al minuto... Sabe cuándo

terminan las carreras y cuál es mi hora límite de llegada.
Victoria se echó a reír.
—¡Pues larguémonos ahora mismo! ¡Vámonos a un motel!
—Hecho —dijo Ted.
Cobraron y salieron al aparcamiento.
—Llevaremos mi coche. Luego te traigo, cuando acabemos —dijo Victoria.
Buscaron el coche. Era un Fiat azul del 82 que hacía juego con su vestido. La matrícula decía:

VICKY. Al meter la llave en la cerradura, Victoria vaciló.
—¿No serás uno de esos tipos, verdad?
—¿Qué tipos? —preguntó Ted.
—Uno de esos a los que les gusta azotar..., mi madre una vez tuvo una experiencia terrible...
—No te preocupes —dijo Ted—. Soy inofensivo.
Encontraron un motel a unos dos kilómetros del hipódromo. El Luna Azul. Sólo que el Luna Azul estaba pintado de verde. Victoria aparcó y se apearon, entraron, firmaron y les dieron la habitación 302. Habían parado a comprar una botella de Cutty Sark en el camino. Ted quitó el celofán a los vasos, encendió un cigarrillo y sirvió un par de whiskys mientras Victoria se desnudaba. Las bragas y el sostén eran de color rosa y el cuerpo era rosiblanco y muy hermoso. Era sorprendente que de vez en cuando naciese una mujer así, cuando todas las demás, la mayoría, no valían nada, o casi nada. Para perder la cabeza. Victoria era un sueño maravilloso.
Victoria estaba desnuda. Se acercó y se sentó al borde de la cama, junto a Ted. Cruzó las piernas.
Tenía pechos firmes y ya parecía excitada. Ted no podía creer del todo que hubiera tenido tanta suerte.

Luego ella soltó una risilla.
—¿De qué te ríes? —preguntó.
—¿Estás pensando en tu mujer?
—Bueno, no, pensaba en otra cosa.
—Pues,deberías pensar en tu mujer...
—Demonios —dijo Ted—. ¡Fuistetú quien propuso venir a joder.
—Preferiría que no utilizaras esa palabra...
—¿Te arrepientes?
—No, qué va. Dime, ¿tienes un cigarrillo?
—Claro...
Sacó uno, se lo puso en los labios y le dio fuego.
—Tienes el cuerpo más hermoso que he visto en mi vida —dijo Ted.
—No lo dudo —dijo ella, sonriendo.
—Oye, ¿no pretenderás echarte atrás? —le preguntó.
—Claro que no —contestó ella—. Desnúdate.

Ted empezó a desvestirse. Se sentía gordo, viejo y feo. Pero también muy afortunado. Había sido su mejor día en el hipódromo, en todos los sentidos. Colocó la ropa en una silla y se sentó de nuevo junto a Victoria.
Luego sirvió otro par de whiskys.
—Mira —le dijo—, tú eres una tía con clase, pero yo también soy un tío con clase. Cada uno tiene
clase a su manera. Yo supe hacer las cosas en el negocio de la construcción y aún sigo sabiendo hacerlas

con los caballos. No todo el mundo tiene tanto instinto.
Victoria bebió la mitad de su whisky y le sonrió.
—¡Oh, eres mi gran Buda gordo!
Ted terminó el whisky.
—Mira, si no quieres hacerlo, no lo hacemos. Olvídalo.
—Vamos a ver lo que tiene mi Buda...
Victoria deslizó la mano entre las piernas de Ted. Se la cogió y la apretó.
—Vaya, vaya..., aquí hay algo… —dijo Victoriav
—Claro..., ¿y qué?
Entonces ella se inclinó. Al segundo siguiente, ya se la estaba besuqueando. Ted sintió toda su boca

y su lengua.
—¡Hostias! —dijo.
Victoria alzó la cabeza y le miró.
—Por favor, cuida ese lenguaje.
—Está bien, Vicky, está bien. Me controlaré.
—¡Métete en la cama, Buda!

Ted se metió entre las sábanas y sintió el cuerpo de ella junto al suyo. Tenía la piel fresca. Ella entreabrió la boca y él la besó metiéndole la lengua. Le gustaba así, aquel frescor de primavera, joven, nuevo, agradable. Qué delicia. Jugueteó con ella abajo, pero ella tardaba en entregarse. Cuando sintió que se abría, le metió los dedos. Ya era suya, la muy zorra. Metió el dedo y le acarició el clítoris. Antes quieres jugar un poco, ¡pues vas a tener juego!, pensó. Luego, sintió los dientes de ella en su labio inferior. Fue un dolor agudísimo. Ted se apartó. Notó el sabor de la sangre y sintió una herida en los labios. Se incorporó y le cruzó con fuerza la cara, primero un lado, luego el otro. Después volvió a tantear allí abajo, se deslizó sobre su cuerpo y la penetró mientras posaba de nuevo su boca en la de ella. Luego le dio como un arrebato de venganza y echando de vez en cuando hacia atrás la cabeza, para mirarla, procuraba retrasarlo, contenerlo, hasta que de pronto vio aquella nube de cabellos color fresa desparramados por la almohada a la luz de la luna.
Ted sudaba y gemía como un colegial. Esto era, sí. El Nirvana. Un auténtico paraíso. Victoria no
decía nada. Los gemidos de Ted se desvanecieron y por fin acabó tumbándose a su lado. Se quedó mirando

fijamente la oscuridad. No me he acordado de chuparle las tetas, pensó.
Luego oyó la voz de Victoria.
—¿Sabes qué? —dijo.
—¿Qué? —dijo él.
—Me recuerdas a uno de esos caballos de las carreras de un cuarto.
—¿Qué quieres decir?
—Que todo se ha terminado en dieciocho segundos.
—Ya echaremos otra carrera, nena... —dijo él.

Ella fue al cuarto de baño. Ted se limpió con la sábana, como un viejo profesional. Victoria tenía un lado desagradable. Pero se la podía manejar. Tenía su aquello. ¿Cuántos hombres tenían, como él, casa propia y ciento cincuenta de los grandes en el banco a su entera disposición? El tenía clase y ella no podía ignorarlo.

Victoria salió del cuarto de baño con el mismo aspecto de antes, fresco, intacto, casi virginal. Ted encendió la lamparilla de la mesita. Se incorporó y sirvió dos whiskies. Ella se sentó al borde de la cama con su vaso y él salió de la cama y se sentó a su lado.
—Victoria —dijo—. Puedo hacerte la vida agradable.

—Supongo que sí, Buda. —Y seré mejor amante. —Por supuesto.
—Escucha, deberías haberme conocido de joven. Era duro, pero era grande. Tenía lo que hay que
tener. Y aún lo tengo. Ella le sonrió.
—Vamos, Buda, no está tan mal la cosa. Tienes una mujer, un montón de cosas a tu disposición.
—Todas menos una —dijo él, echando un trago y mirándola—. Menos una, que es la que de verdad
quiero...
—¡Mira cómo tienes el labio! ¡Estás sangrando!
Ted miró el vaso. Había gotas de sangre en el whisky y notó la sangre en la barbilla. Se limpió la
barbilla con el dorso de la mano.
—Voy a ducharme y a limpiarme, nena, ahora vuelvo.

Fue al cuarto de baño, abrió la puerta de la ducha y soltó el agua, comprobándola con la mano. Parecía estar a la temperatura adecuada, así que entró y dejó que el agua le corriera por todo el cuerpo. Vio la sangre mezclada con el agua diluyéndose hacia el desagüe. Era una gatita salvaje. Lo único que hacía falta con ella era mano firme.

Marie estaba bien, era buena, pero en realidad era un poco sosa. Había perdido el vigor de la juventud. Ella no tenía la culpa. Pero quizás encontrara el sistema de tener a mano a las dos. Victoria le rejuvenecía. Y él necesitaba una renovación. Y necesitaba un buen polvo de vez en cuando. Un polvo como aquél. Claro que todas las mujeres estaban medio locas y exigían más de lo normal. No se daban cuenta de que hacer el amor no era una experiencia gloriosa, sino sólo una pura necesidad.
—¡Date prisa, Buda! —la oyó decir—. ¡No me dejes aquí sola!
—¡No tardo, nena! —gritó desde debajo de la ducha.
Se enjabonó bien, se aclaró. Luego salió, se secó. Abrió la puerta del cuarto de baño y pasó al
dormitorio. La habitación estaba vacía. Victoria se había esfumado.

Resulta a veces notable la distancia existente entre los objetos más ordinarios, entre los acontecimientos más ordinarios. Vio de pronto las paredes, la alfombra, la cama, dos sillas, la mesita, el tocador y el cenicero con sus colillas. La distancia entre estos objetos era inmensa. De pronto parecían separados por años luz. En un súbito arrebato, corrió al armario y lo abrió. Sólo había perchas vacías. Cayó entonces en la cuenta de que su ropa había desaparecido. Camiseta, calzoncillos, camisa, pantalones. Las llaves del coche y la cartera, el dinero, los zapatos, los calcetines. Todo. En otro arrebato, miró debajo de la cama. Nada. Luego vio en el tocador la botella de whisky y se acercó. Se sirvió un trago. Y entonces vio dos palabras garrapateadas en el espejo del tocador con lápiz de labios color rosa: «¡ADIÓS, BUDA!»

Ted bebió el whisky, posó el vaso y se miró en el espejo: se vio a sí mismo muy gordo y muy viejo. No sabía qué tenía que hacer. Cogió la botella, se sentó al borde de la cama, donde había estado sentado con Victoria. Alzó la botella y bebió a morro mientras las brillantes luces de neón del bulevar penetraban a través de las polvorientas persianas. Luego se quedó allí, mirando afuera, viendo cómo pasaban los coches.

Charles Bukowski del libro Música de cañerías.

miércoles, 27 de julio de 2011

PAZ de CHARLES BUKOWSKI

Junto a la mesa de la esquina en
El café
Está sentada
Una pareja de mediana edad.
Han terminado de comer
Y están bebiendo una cerveza
Cada uno.
Son las 9 de la noche.
Ella está fumando un cigarrillo.
Luego él dice algo.
Ella asiente.
Luego habla ella.
Él sonríe, mueve la mano
Luego se quedan callados.
A través de la persianas
Junto a la mesa
Parpadea
Una luz roja de neón.

No hay guerra
No hay infierno.

Luego él levanta su botella
De cerveza.

Es verde,
Se la lleva a los labios
Le da un sorbo.

Es una Coronet.

Ella tiene el codo derecho
Apoyado sobre la mesa
Y en la mano
Sostiene el cigarrillo
Entre el pulgar y
El índice
Y cuando ella le mira
Fuera las calles
Florecen
En la noche.

Suerte

Hubo una vez
En que fuimos jóvenes
Dentro de esta máquina
Bebíamos
Fumábamos
Tecleábamos

Fue un tiempo d e
Esplendor
Un milagro

Aún lo es

Solo que ahora
En vez de
Ir hacia el tiempo
Es el tiempo
El que viene hacia nosotros
Y hace que cada palabra
Taladre
El papel

Clara
Rápida
Contundente

Alimentando
Un espacio
Que se cierra.

martes, 26 de julio de 2011

"EL TANTO DE BÉISBOL" DE CHARLES BUKOWSKI (RELATO COMPLETO)


Creo que entonces tenía veintiocho años. No trabajaba, pero tenía algún dinero, porque finalmente me había ido bien en el hipódromo. Serían más o menos las nueve y había estado bebiendo en mi habitación de alquiler durante un par de horas. Estaba aburrido y salí y eché a andar calle abajo. Llegué a un bar que había enfrente del que solía frecuentar y, por alguna razón, entré. Era un bar mucho más limpio y elegante que el otro, el mío de costumbre, y pensé, bueno, a lo mejor tengo suerte y me ligo una tía con clase.

Me senté junto a la puerta, a un par de taburetes de distancia del de aquella chica. Estaba sola. Había cuatro o cinco personas, hombres y mujeres, al otro extremo de la barra. El camarero hablaba con ellos y reía. Me estuve allí sentado tres o cuatro minutos. El camarero seguía hablando y riendo. Yo odiaba a aquellos pijoteros. Bebían lo que querían, conseguían propinas, se les envidiaba, se trincaban a las tías, tenían cuanto querían.

Saqué la cajetilla. Cogí un cigarrillo. No tenía cerillas. Miré a la chica.
—Disculpe, ¿tiene fuego?
Irritada, buscó en el bolso. Sacó una caja de cerillas... Luego, sin mirarme, me la tiró.
—Quédeselas —dijo.

Tenía el cabello largo y buen tipo. Llevaba un abrigo de piel de imitación y sombrerito haciendo conjunto. Observé cómo echaba la cabeza hacia atrás después de aspirar el humo. Lo expulsaba con estilo, con cierta elegancia. Era una de esas tías a las que te apetece arrearles con el cinturón.
El camarero seguía ignorándome.

Cogí un cenicero, lo alcé medio metro por encima de la barra y lo dejé caer. Esto atrajo su atención. Vino hacia mí. Era un grandullón de lo menos uno noventa y más de cien kilos. Un poco barrigón pero ancho de hombros, cabeza grande, manos grandes. Era guaperas, pero sin clase; sobre una ceja le colgaba

un mechón rebelde de cabello.
—Cutty Sark doble, con hielo —le dije.
—Menos mal que no rompiste el cenicero—dijo.
—Menos mal que lo oíste —contesté.
Las tablas rechinaron y crujieron mientras iba a prepararme la bebida.
—Espero que no me eche veneno en el whisky —le dije a la chica del visón falso.
—Jimmy es un tipo decente —dijo ella—. Jimmy no hace esa clase de cosas.
—No he conocido a ningún tipo decente que se llamara «Jimmy» —dije yo.
Jimmy volvió con mi whisky. Saqué la cartera y puse en la barra un billete de cincuenta dólares.

Jimmy lo cogió, lo alzó hacia la luz y dijo:
—¡Hostiasl
—¿Qué pasa, amigo? —pregunté—. ¿Es que no habías visto nunca un billete de cincuenta?
Se alejó de nuevo haciendo rechinar las tablas. Bebí un trago. Sabía bien:
—Ese tío parece que no haya visto nunca cincuenta dólares —le dije a la chica del sombrero de piel.
—. Yo sólo llevo billetes de cincuenta.
—Eres un fantasma —dijo ella.
—Es verdad —contesté—. Acabo de reventar un piso. Hace veinte minutos.
—Pues qué bien.
—Puedo pagarte lo que quieras.
—No hay nada en venta —dijo ella.
—¿Qué te pasa? ¿Es que lo tienes cerrado con candado? Si es así, no te preocupes, nadie va a venir a

pedirte de rodillas la llave.
Bebí otro trago.
—¿Quieres tomar algo? —pregunté.
—Sólo bebo con gente que me gusta —dijo ella.
—Ahora eres tú la que te has pasado —le dije.
¿Dónde está el camarero con mi cambio?, pensé. Tarda demasiado...
Estaba ya a punto de tirar otra vez el cenicero, cuando el tipo volvió haciendo rechinar la madera con

sus rudas pisadas.
Puso el cambio sobre la barra. Lo conté mientras él se alejaba de nuevo.
—¡EH! —grité.
Volvió.
—¿Qué pasa?
—Esto es cambio de diez. Te di cincuenta.
—Me diste un billete de diez...
Miré a la chica.
—Oye, tú lo viste, ¿no? ¡Le di cincuenta!
—Fueron diez —dijo ella.
—¿Pero qué coño pasa aquí? —pregunté.
Jimmy se alejaba ya.
—¡Oye, tú, esto no va a quedar así! —grité.
Pero Jimmy seguía caminando hacia el fondo de la barra, sin siquiera volverse. Allí se unió al grupo
con el que estaba y todos empezaron a hablar y a reírse.
Calibré la situación. La chica de al lado soltó un hilo de humo por la nariz, inclinando la cabeza
hacia atrás.

Pensé en destrozar el espejo de detrás de la barra. Lo había hecho una vez, en otro local. La idea no acababa de convencerme. ¿Iba a perder mi dinero? Aquel hijo de puta se me había meado encima delante de todo el mundo. Me inquietaba más su sangre fría que su tamaño. Debía contar con algún truco para sentirse tan seguro. ¿Un arma debajo de la barra? Desde luego, estaba esperando que me pasase. Todos los testigos estaban de su parte...

No sabía qué hacer. Había una cabina telefónica junto a la salida. Me levanté, fui hacia ella, eché una moneda, marqué un número al azar. Fingiría que llamaba a mis camaradas, que vendrían inmediatamente y destrozarían el bar. Escuché las llamadas al otro extremo de la línea. Se interrumpieron. Contestó una mujer.
—¿Sí? —dijo.

—Soy yo —contesté.
—¿Eres tú, Sam?
—Sí, sí, escucha...
—¡Sam, ha sucedido algo terrible! ¡Han atropellado a Wooly!
—¿Wooly?
—¡Nuestrope r ro , Sam! ¡Wooly hamuerto!
—¡Escúchame! ¡Estoy en El Ojo Rojo! ¿Sabes dónde queda? ¡Bien! ¡Quiero que vengas con Lefty,
Larry, Tony y Big Angelo, ¡de prisa . ¿Entendido? ¡Y que venga tambiénWo o l y!
Colgué y me senté. Pensé llamar a la policía. Pero sabía muy bien lo que pasaría. Darían la razón al camarero. Y yo acabaría en la celda de los borrachos.

Salí de la cabina y volví a la barra. Acabé el whisky. Luego cogí el cenicero y lo tiré al suelo con fuerza. El camarero me miró. Me levanté, le hice un corte de manga. Luego di la vuelta y salí por piernas, perseguido por su carcajada y la de todos los parroquianos...
Paré en la licorería. Compré dos botellas de vino y subí al Hotel Helen, que quedaba en la misma
calle, frente al bar de marras. Tenía allí una chica, como yo, alcohólica. Me llevaba diez años y trabajaba

allí de fregona. Subí los dos pisos, llamé a su puerta, deseando que estuviera sola.
—Nena —dije—. Tengo un problema. Me han jodido...
Se abrió la puerta. Betty estaba sola y más borracha que yo. Entré y cerré.
—¿Dónde están los vasos?
Me lo indicó, descorché una botella y serví dos vasos. Ella se sentó al borde de la cama y yo en una

silla. Le pasé la botella. Encendió un cigarrillo.
—No soporto este sitio, Benny. ¿Por qué no vivimos juntos ya?
—Tú empezaste a andar por las calles, nena, me volvías loco.
—Bueno, ya sabes cómo soy.
—Sí...
Distraída, Betty apoyó el cigarrillo en la colcha. Vi que empezaba a salir humo. Le aparté la mano.
Cogí un plato que había en el tocador y lo coloqué junto a la cama. Tenía tantos restos de comida seca, que

parecía una cerámica en relieve.
—Ahí tienes un cenicero...
—Te he echado de menos, sabes —dijo.
Bebí mi vino y serví otra ronda.
—Me han birlado un billete de cincuenta en el bar de enfrente. Les di un billete de cincuenta y me
devolvieron el cambio de diez.
—¿De dónde sacastetú cincuenta dólares? —Eso no importa, el caso es que los tenía. Y ese hijo de
puta me timó...
—¿Por qué no le atizaste? ¿Tenías miedo? Es Jimmy. ¡Las mujeres se vuelven locas por él! Todas las
noches, cuando cierra el bar, va al aparcamiento que hay detrás y se pone a cantar. Ellas se reúnen allí a

escucharle, y luego se lleva una al degolladero.
—Es un mierda...
—Jugaba al fútbol en el Notre Dame.
—¿Pero qué coño dices? ¿Es que te gusta ese tío?
—No puedo soportarle.
—Mejor, porque pienso darle una buena lección.
—Creo que le tienes miedo...
—¿Me has visto alguna vez eludir una pelea?
—Te he visto perder unas cuantas.

No respondí al comentario. Seguimos bebiendo y la conversación se desvió hacia otros temas. No recuerdo muy bien de qué hablamos. Cuando no andaba pateando las calles, Betty era un alma de Dios. No era tonta, pero estaba echa un lío, en fin, que era la perfecta alcohólica.Yo podía dejarlo uno o dos días. Ella no podía parar. Una pena. Hablamos. Teníamos una especie de entendimiento mutuo que hacía agradable la convivencia. Más tarde, hacia las dos, Betty dijo:
—Ven, mira...
Nos asomamos a la ventana y allá, en el aparcamiento, estaba Jimmy. Cantaba, no miento. Había tres
chicas, contemplándole en una explosión de risas.
Se reían de mi billete de cincuenta dólares. Seguro, pensé.
Luego, una de las chicas, subió al coche con él y las otras dos se fueron cantando. El coche no

arrancó de inmediato. Se encendieron los faros, el motor se puso al fin en marcha y salieron.
Será gilipollas, pensé. Yo nunca enciendo los faros hastadespués de poner el motor en marcha.
Miré a Betty.
—Ese hijo de puta se cree la hostia. Ya verá lo que es bueno.

—No tienes cojones —dijo ella.
—Oye, ¿aún tienes aquel bate de béisbol debajo de la cama? —le pregunté.
—Sí, pero no puedo prescindir de él...
—Claro que puedes —dije, dándole un billete de diez dólares.
—Está bien —dijo, y lo sacó de debajo de la cama—. A ver si eres capaz de marcar un buen tanto.
La noche siguiente, a las dos, yo estaba al acecho en el aparcamiento acuclillado detrás de dos

grandes cubos de basura. Tenía el bate de béisbol de Betty, modelo especial Jimmy Fox.
No tuve que esperar mucho. Jimmy salió con sus chicas.
—¡Canta para nosotras, Jimmy!
—¡Cántanos una detus canciones!
—Bueno..., está bien —dijo.
Se quitó la corbata, se la guardó en el bolsillo, se desabrochó el cuello de la camisa y alzó la testa
hacia la luna.

Yo soy el hombre que has estado esperando...
Yo soy el hombre que debes adorar...
Yo soy el hombre que te joderá en el suelo...
Yo soy el hombre que te hará pedir más...
Y más...
Y más...

Las tres chicas aplaudían y reían y se apretujaban a su alrededor.
—¡Oh, Jimmy! —¡Oh, JIMMY!
Jimmy retrocedió y miró a las chicas. Ellas esperaban. Por fin dijo:
—Bueno, esta noche será para... Caroline.

Tras lo cual, las otras dos chicas se quedaron muy lánguidas, bajaron la cabeza dócilmente y se fueron del bracete despacio; al llegar al bulevar se volvieron para sonreír y decir adiós a Jimmy y a Caroline.
Caroline estaba medio borracha y apenas se tenía en pie sobre sus tacones altos. Tenía un cuerpo

bonito y el pelo largo. Me recordaba a alguien.
—Eres un hombre de veras, Jimmy —le dijo—. Te quiero.
—Mentiras, zorra, tú lo que quieres es chupármela.
—Sí,eso también, Jimmy! —dijo Caroline riendo.
—Me la chuparás ahora mismo —dijo Jimmy, en tono súbitamente malévolo.
—No, espera... Jimmy, eso es demasiadorápido.
—¿No dices que me quieres? Pueschúpamela.
—No, espera.

Jimmy estaba bastante borracho. Tenía que estarlo para actuar así. No había mucha luz en el aparcamiento, pero tampoco estaba totalmente a oscuras. Algunos tíos están majaras. Les gusta hacerlo en público.
—Me la chuparás ahora mismo, zorra…
Jimmy se bajó la cremallera, agarró a Caroline por el pelo y la obligó a bajar la cabeza. Creí que la
chica iba a hacerlo. Parecía someterse.

Luego Jimmy gritó.Chilló. Le había mordido. Le alzó la cabeza tirándote del pelo y le atizó un puñetazo en la cara. Luego le largó la rodilla entre las piernas y la chica se desplomó, inmóvil. Se ha desmayado, pensé. Cuando él se vaya, podría arrastrarla detrás de los cubos y tirármela. Maldito el miedo que me daba. Pero decidí no salir de mi escondite. Agarré el bate y esperé a que se fuera. Le vi subirse la cremallera y avanzar con paso inseguro hacia el coche. Abrió la puerta, entró y se sentó; y se quedó allí sentado un rato. Luego, encendió las luces y puso el motor en marcha. Pero no arrancaba. Allí seguía parado en punto muerto. Luego le vi salir del coche. Sin apagar el motor. Sin apagar las luces. Dio la vuelta por delante del coche.
—¡Eh! —dijo a voces—. ¿Quién anda ahí? Te he... visto...
Empezó a avanzar hacia mí:
—...te veo..., quién cojones... que estás... escondido ahí entre esos cubos. Te estoy viendo..., vamos,
¡sal de ahí!
Seguía avanzando hacia mí. Con la luna a la espalda, parecía una monstruosa criatura salida de una
película de terror de la serie B.
—¡Sabandija de mierda! —dijo—. ¡Te voy a mear en la boca!

Se me venía encima. Estaba atrapado detrás de los cubos de basura. Así que alcé el bate y le aticé justo en medio de la cabeza. Pero no se derrumbó. Seguía allí plantado mirándome. Volví a golpearle. Parecía una vieja película cómica en blanco y negro. Seguía allí plantado mirándome con una cara muy poco agradable. Salí de detrás de los cubos de basura para salir por piernas. Me siguió. Me volví.

—Déjame en paz —le dije—. Olvidemos esto.
—¡Voy a matarte, sabandija! —dijo.
Aquellas manos inmensas avanzaron hacia mi cuello. Me escurrí y le aticé con el bate en las rodillas.

El golpe sonó como un tiro de pistola y Jimmy cayó.
—Olvidemos esto —le dije—. Ya estamos en paz, dejemos las cosas así.
Pero él seguía avanzando hacia mí arrastrándose, con las manos y las rodillas.
—¡Sabandija, voy a matarte!

Le aticé en la nuca con todas mis fuerzas. Quedó allí tumbado junto a su amiga. Miré a la chica. Era Caroline. La del abrigo de piel falso. Ya no me apetecía tirármela. Fui hasta el coche, apagué las luces, apagué el motor, saqué las llaves y las tiré a laazotea del edificio. Luego volví corriendo y le quité a Jimmy la cartera. Salí del aparcamiento en dirección sur, y, de pronto, me dije: «¡Mierda!» Volví corriendo al aparcamiento y busqué entre los cubos de basura. Me había dejado allí el whisky. Una botella en una bolsa de papel. La recogí. Salí y me largué, crucé la calle, me acerqué a un buzón de correos y miré alrededor. Nadie. Saqué los billetes de la cartera y eché la cartera al buzón. Después cambié de dirección y fui al Hotel Helen. Entré, subí la escalera, llamé a la puerta.

—¡BETTY, SOY BENNY! ¡ABRE, POR FAVOR!
La puerta se abrió.
—¿Qué coño pasa? —preguntó ella.
—Tengo whisky.
Entré, eché la cadena a la puerta. Las luces estaban encendidas. Recorrí la habitación apagándolas.
Nos quedamos a oscuras.

—¿Qué pasa? —preguntó ella—. ¿Te has vuelto loco?
Busqué vasos y serví dos whiskys con mano temblorosa.
La llevé hasta la ventana. Ya habían llegado los coches de la policía con sus destellos intermitentes.
—¿Qué coño ha pasado? —preguntó ella.
—Que alguien le ha atizado a Jimmy —dije.
Se oía acercarse una ambulancia. Llegó como una exhalación al aparcamiento. Cargaron primero a la

chica, luego a Jimmy.
—¿Quién se cargó a la chica? —preguntó Betty.
—Jimmy...
—¿Y a Jimmy?
—¿Qué coño importa?
Puse mi vaso de whisky en el alféizar de la ventana y eché mano al bolsillo. Conté los billetes.

Cuatrocientos ochenta dólares.
—Toma, nena...
Le di cincuenta dólares.
—¡Jesús, Benny, gracias!
—De nada...
—¡Te ha ido muy bien en las carreras!
—Como nunca, nena...
—¡Salud! —dijo alzando el vaso.
—Salud —dije yo, alzando el mío.
Entrechocamos los vasos y bebimos, mientras la ambulancia salía marcha atrás y giraba hacia el sur
con la sirena a toda pastilla. Por esta vez, no nos había tocado todavía a nosotros.

Charles Bukowski del libro Música de cañerías.

sábado, 23 de julio de 2011

"MERCANCIAS ROTAS" DE CHARLES BUKOWSKI (RELATO COMPLETO)


Frank entró en la autopista y se sumó al tráfico. Era empleado de la sección de repartos de la American Clock Company. Llevaba ya seis años currando. Nunca antes había pasado seis años seguidos en el mismo puesto, y aquel trabajo de los cojones le estaba matando. Tenía cuarenta y dos años y, con sólo el bachillerato y un diez por ciento de paro, no tenía mucha elección. Era su decimoquinto o decimosexto trabajo, y todos habían sido horrorosos.

Frank estaba cansado, quería llegar a casa y tomarse una cerveza. Metió el Volkswagen en el carril de velocidad máxima. Una vez allí, no se sintió ya tan seguro de tener prisa por llegar a casa. Fran estaría esperándole. La cosa duraba cuatro años.

Sabía lo que le esperaba. Fran se lanzaría en seguida a la pelea. Era inevitable. No podía remediarlo. Fran siempre estaba a la espera de la primera andanada. Dios, ella siempre estaba a punto para empezar el baile. Y luego, la que se armaba...

Frank sabía que era un fracasado. No hacía falta que Fran se lo recordase. Lo lógico es que dos personas que viven juntas se ayuden. Pero no. Ellos le habían cogido el gusto a criticarse. El la criticaba a ella y ella a él. Eran un par de fracasados. Lo único que les quedaba era demostrar cuál de los dos podía ser más sarcástico al respecto. Y además estaba aquel hijo de puta de Meyers. Meyers había vuelto a la sección de repartos diez minutos antes del cierre y se le había plantado delante.

jueves, 21 de julio de 2011

HEREDÓ de CHARLES BUKOWSKI

El viejo de al lado se murió

la semana pasada,

tenía 95 o 96,

no estoy seguro.

Pero ahora yo soy el viejo chocho

del barrio.

Cuando me agacho

a la mañana para recoger

el diario

pienso en ataques cardíacos

o cuando nado en mi

pileta

solo

pienso,

Jesucristo,

van a venir y

me van a encontrar flotando aquí,

boca abajo,

mis 8 gatos sentados en el

borde

lamiéndose y

rascándose.

morirse no es malo,

es esa pequeña transición

de aquí a

allá

lo que es extraño

como apagar de golpe

el interruptor de

la luz.

Ahora soy el viejo choto

del barrio,

estuve esforzándome en serlo por

algún tiempo,

pero ahora tengo que hacer

algunas nuevas

jugadas:

debo olvidarme de subirme

del todo la bragueta,

usar pantuflas en vez de mis

zapatos,

llevar los anteojos colgando de mi

cuello,

tirarme pedos sonoros en el

supermercado,

usar una media de

cada color,

dar marcha atrás con el auto

contra los cubos de basura.

debo acortar mis

zancadas, dar pequeños

pasitos,

empezar a mirar torcido,

agachar mi cabeza y

preguntar, "¿qué? ¿qué

dijiste?"

Tengo que tenerlo listo,

encanecer mi cabello,

olvidarme de

afeitarme.

quiero que me reconozcas

cuando me

veas:

ahora soy el viejo choto

del barrio

y no podrás decirme

una puta cosa que yo ya no

sepa.

¡respeta a tus mayores,

nene, y quítate

de mi

camino!

miércoles, 20 de julio de 2011

"MANTIS RELIGIOSA" DE CHARLES BUKOWSKI (RELATO COMPLETO)


Hotel Vista del Angel. Marty pagó al empleado, cogió la llave y subió las escaleras. Lo era todo
menos una noche agradable. Habitación 222. ¿El número tendría algún significado? Entró, encendió la luz,
y toda una docena de cucarachas salieron del empapelado, masticando y correteando sin tregua. Había teléfono de monedas. Metió una moneda y marcó. Ella contestó.
—¿Toni? —preguntó.
—Sí, soy yo —dijo ella.
—Toni, me estoy volviendo loco.
—Te dije que iría a verte. ¿Dónde estás?
—En el Vista del Ángel, Seis y Coronado, habitación 222.
—Iré a verte dentro de un par de horas.
—¿No puedes venir ahora mismo?
—Mira, tengo que llevar a los niños a casa de Carl, luego tengo que ir a ver a Jeff y a Helen, hace años que no les veo...
—Toni, te quiero, por amor de Dios, ¡necesito verte ahora!
—Si te libraras de tu mujer, Marty...
—Esas cosas requieren tiempo.
—Dentro de dos horas estaré ahí, Marty.
—Escucha, Toni...

Pero ella ya había colgado. Marty se sentó al borde de la cama. Aquélla sería su última aventura. Le desbordaba. Las mujeres eran más fuertes que los hombres. Conocían todas las jugadas. El no conocía ninguna.
Llamaron a la puerta. Fue a abrir. Era una rubia de treinta y tantos años, con una bata azul rota.

domingo, 17 de julio de 2011

"UN FAVOR A MI AMIGO DON" DE CHARLES BUKOWSKI (RELATO COMPLETO)


Me di la vuelta en la cama y cogí el teléfono. Era Lucy Sanders. La había conocido hacía dos o tres años; sexualmente, durante tres meses. Acabábamos de romper. Andaba contando por ahí que me había plantado por borracho, pero lo cierto era que yo la había dejado por mi chica de antes. No se lo había tomado bien. Decidí que debía intentar explicarle por qué había tenido que dejarla. Tenía que endulzarle la pildora. Yo quería ser buen chico. Cuando llegué, me recibió su amiga.

—¿Qué diablos quieres ahora?
—Quiero hablar con Lucy.
—Está en el dormitorio.
Pasé. Estaba en la cama, borracha, en bragas. Casi había vaciado una botella de escocés. En el suelo había un orinal con sus vómitos.
—Lucy —dije.
Volvió la cabeza hacia mí.
—¡Eres tú! ¡Has vuelto! Sabía que no te quedarías con esa zorra.
—Un momento, nena, espera, sólo he venido a explicarte por qué te dejé. Soy una buena persona.
Creí que te debía una explicación.
—Eres un cabrón. ¡Eres un tipo repugnante!
Me senté al borde de la cama. Cogí la botella de la cabecera y me eché un buen trago.
—Gracias. Tú ya sabías que quería a Lilly. Lo sabías incluso cuando yo vivía contigo. Lilly y yo
sentimos... afinidad.
—¡Pero decías que te estaba matando!
—Exageraciones. La gente está siempre rompiendo y reconciliándose. Las parejas son así.
—Yo te acogí. Te salvé.
—Lo sé. Me salvaste para Lilly.
—Eres un cabrón. ¡No reconoces a una buena mujer cuando la tienes!
Lucy se inclinó por el borde de la cama y vomitó.
Acabé el whisky.
—No debías beber esta bazofia. Es veneno.
Se incorporó.
—Quédate conmigo, Larry, no vuelvas con ella. ¡Quédate conmigo!
—No puedo hacerlo, nena.
—¡Mira mis piernas! ¡A que son bonitas! ¡Mira mis pechos! ¡A que son de primera!
Eché la botella de whisky a la basura.
—Lo siento, tengo que largarme, nena.

Lucy saltó hacia mí con los puños cerrados. Me atizó en la boca, en la nariz. La dejé desahogarse unos segundos, luego la sujeté por las muñecas y la tiré de espaldas en la cama. Me volví y salí del dormitorio. Su amiga estaba en la habitación de entrada.

—Tratas de ser buen chico y todo lo que sacas es un directo en la nariz —le dije.
—Tú nunca podrás ser un buen chico —dijo.
Di un portazo al salir, subí al coche y me largué.
Era Lucy, al teléfono.
—¿Larry?
—¿Sí? ¿Qué pasa?
—Oye, me gustaría conocer a tu amigo Don.
—¿Por qué?
—Dijiste que era tu único amigo. Quiero conocer a tu único amigo.
—Bien, qué demonios, te lo presentaré.
—Gracias.
—Pasaré por su casa después de ver a mi hija el miércoles. Llegaré hacia las cinco. ¿Por qué no vas tú
hacia las cinco y media y os presento?

Le di la dirección e instrucciones. Don Dorn era pintor. Tenía veinte años menos que yo y vivía en una casita de la playa. Me di la vuelta y volví a dormirme. Duermo siempre hasta el mediodía. Es el secreto de mi venturosa existencia.
Don y yo tomamos dos o tres cervezas antes de que llegara Lucy. Llegó muy nerviosa y traía una botella
de vino. Hice las presentaciones y Don descorchó la botella de vino. Don y yo seguimos dándole a la cerveza.
—¡Oh! —dijo Lucy, mirando a Don—. ¡Es encantador!
Don guardaba silencio. Lucy le tiró de la camisa.
—¡Eres unen canto! —Vació el vaso y se sirvió más. ¿Acabas de salir de la ducha?
—Más o menos hace una hora.
—¡Oh, qué rizos tienes en el pelo! ¡Qué monada!
—¿Cómo va la pintura, Don? —pregunté.
—No sé. Me estoy cansando de mi estilo. Creo que tengo que cambiar.
—¡Oh! ¿Son tuyos esos cuadros de la pared? —preguntó Lucy.
—Sí.
—¡Son preciosos! ¿Los vendes?
—A veces.
—Meencantan tus peces, ¡qué monos! ¿Dónde conseguiste todas esas peceras?
—Las compré.
—¡Mira ese pez naranja! ¡Ese naranja es monísimo!
—Sí, es bonito.
—¿Se devoran unos a otros?
—A veces.
—¡Eres un encanto!
Lucy bebía vaso tras vaso.
—Estás bebiendo demasiado —le dije.
—Mira quién fue a hablar.
—¿Sigues con Lilly? —preguntó Don.
—Un valor seguro —le dije.
Lucy vació el vaso. La botella estaba vacía.
—Perdonadme —dijo. Y corrió al cuarto de baño. La oímos vomitar.
—¿Qué tal los caballos? —preguntó Don.
—Estupendamente. ¿Y a ti cómo te va la vida? ¿Algún buen polvo últimamente?
—Tengo una mala racha.
—No pierdas la esperanza. La suerte puede cambiar.
—Eso espero, maldita sea.
—Lilly cada día está mejor. No sé cómo se lo hace.
Lucy salió del cuarto de baño.

—¡Oh, Dios mío, me encuentro mal, estoy mareada! —Se echó en la cama de Don y se estiró—.
¡Estoy mareada!
—Cierra los ojos —dije.
Se quedó allí en la cama, gimoteando sin quitarme los ojos de encima. Don y yo bebimos más cerveza. Luego le dije que tenía que irme.
—Que vaya bien —le dije.
—Suerte —dijo él.
Le dejé plantado en el quicio de la puerta, bastante borracho. Y me largué.
Me di la vuelta en la cama y cogí el teléfono.
—¿Qué hay?
Era Lucy.
—Lamento lo de anoche. Bebí demasiado vino en muy poco tiempo. Pero limpié el cuarto de baño como una buena chica. Don es un tipo muy majo. Me cae muy bien. Voy a comprarle un cuadro.
—Estupendo. Anda justo de pasta.
—No estarás enfadado conmigo, ¿eh?
—¿Por qué?
Se echó a reír.
—Quiero decir por mi numerito...
—Todo el mundo en América se entrompa por todas las esquinas.
—Yo no soy una borracha.
—Ya lo sé.
—Pasaré el fin de semana en casa; si quieres verme, ya lo sabes.
—No.
—¿Estás enfadado, Larry?
—No.
—Perfecto, entonces hasta pronto.
—Hasta pronto.
Colgué el teléfono y cerré los ojos. Si seguía ganando en las carreras me compraría un coche nuevo.

Y me trasladaría a Beverly Hills. Volvió a sonar el teléfono.
—¿Sí?
Era Don.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Perfectamente. ¿Todo bien?
—De maravilla.
—Voy a trasladarme a Beverly Hills.
—Fantástico.
—Quiero vivir más cerca de mi hija.
—¿Cómo le va a tu hija?
—Es preciosa. Lo tiene todo, física y mentalmente. —¿Sabes algo de Lucy?
—Acaba de telefonear.
—Me la chupó.
—¿Y qué tal?
—No pude correrme.
—Lo siento.
—No fue culpa tuya.
—Espero que no.
—Bueno, ¿todo bien, Larry?
—Eso creo.
—Bien. Llámame de vez en cuando.
—Claro. Adiós, Don.
Colgué, cerré los ojos. Sólo eran las once menos cuarto y yo dormía siempre hasta el mediodía. La
vida es todo lo agradable que se lo permitas.

Charles Bukowski del libro Música de cañerías.

viernes, 15 de julio de 2011

FUERA DE LOS BRAZOS de CHARLES BUKOWSKI

Fuera de los brazos de una amada
y dentro de los brazos de otra.

He sido salvado de morir en la cruz
por una señora que fuma mota y
escribe canciones y cuentos,
que es mucho más amable que la anterior y
el sexo es tan bueno o mejor.

No es nada agradable ser clavado en la cruz, abandonado,
es mucho más placentero olvidar a un amor
que no funcionó
ya que finalmente
ningún amor funciona...

Es mucho más placentero hacer el amor
en la playa en Del Mar
en el cuarto 42 y después
sentarse en la cama, tomar un buen vino,
platicar, tocarla,
fumar
escuchando las olas...

He muerto muchas veces creyendo
y esperando, esperando en un
cuarto,
la mirada fija en el techo agrietado,
esperando un telefonazo; una carta, un toquido en la puerta,
un sonido...
volviéndome loco
mientras ella baila con desconocidos
en un club nocturno...

No es nada agradable morir en la cruz
es más placentero escuchar tu nombre, quedito,
en la obscuridad.

Charles Bukowski.

jueves, 14 de julio de 2011

"UNA NOCHE HELADA" DE CHARLES BUKOWSKI (RELATO COMPLETO)


Leslie caminaba bajo las palmeras. Pisó una cagada de perro. Eran las diez y cuarto en Hollywood Este. Aquel día el mercado había subido 22 puntos y los especialistas no eran capaces de explicar por qué. A los especialistas se les daba mucho mejor explicar las bajas del mercado. Los desastres les hacían felices. Hacía frío en Hollywood Este. Leslie se abrochó el botón del cuello de su abrigo y tiritó. Encogió los hombros para defenderse del frío.

Se aproximaba un hombrecillo de sombrero gris de fieltro. El hombrecillo tenía la cara tan opaca como la corteza de una sandía, sin expresión. Leslie sacó un cigarrillo y se plantó en el camino. No medía más de uno sesenta y cinco y debía de pesar treinta y cinco kilos. Tendría unos cuarenta y cinco años.
—¿Me da fuego? —le preguntó.
—Oh, sí...

El hombrecillo comenzó a buscar su encendedor y Leslie le asestó un rodillazo en la entrepierna. El hombrecillo soltó un gruñido, se dobló y Leslie le golpeó detrás de la oreja. Cuando cayó, Leslie se arrodilló, le dio la vuelta, sacó su navaja y lo degolló a la luz de la luna de aquella noche fría de Hollywood Este.

Todo le parecía muy extraño. Era como un sueño medio recordado. Leslie no estaba seguro de si aquello había sucedido en la realidad. Al principio, la sangre daba la sensación de no decidirse a salir, pero la herida era profunda y la sangre brotó. Leslie se apartó con asco. Se incorporó, se alejó. Luego volvió, buscó en el bolsillo de aquel hombre, encontró una caja de cerillas, encendió el cigarrillo y se alejó calle abajo, hacia su apartamento. Leslie nunca tenía cerillas. Era uno de esos hombres sin bolígrafos ni cajas de cerillas en los bolsillos...

Ya en el apartamento, se sentó a beberse un whisky con agua. En la radio daban una cosa de Copeland. Aunque Copeland no fuese gran cosa, siempre era mejor que Sinatra. Había que aceptar lo que te dieran y aprovecharlo al máximo. Eso es lo que decía siempre su padre. Su jodido viejo. A la mierda viejo. A la mierda todos los Niños de Jesús. A la mierda Billy Graham. A tomar todo el mundo por culo.

Llamaron a la puerta. Era Sonny. Un chaval rubio que vivía al otro lado del patio. Sonny era mitad hombre y mitad polla y estaba hecho un lío. La mayoría de los tíos que la tenían de buen tamaño tenían problemas después de echar un polvo. Pero Sonny era más agradable que la mayoría. Era afable, educado y no carecía de inteligencia. A veces hasta era ingenioso.

—Oye, Leslie, quiero hablar contigo unos minutos.
—Vale. Pero, escucha, estoy cansado. Pasé todo el día en el hipódromo.
—Te ha ido mal, ¿eh?
—Cuando fui a sacar el coche del aparcamiento, me di cuenta de que un hijo de puta me había

arrancado todo el parachoques. Cerdo.
—¿Y qué tal te fue con los caballos?
—Gané doscientos ochenta dólares. Pero estoy hecho polvo.
—Vale. No te pegaré la paliza.
—Perfecto. ¿De qué se trata? ¿De tu chica? ¿Por qué no la envías a tomar viento? Os sentiréis mejor
los dos.

—No, no se trata de mi chica. Sólo se trata..., mierda, no lo sé. Cosas que pasan, ¿comprendes? No
consigo hacer nada. No puedo empezar nada. Estoy como bloqueado. Ni una oportunidad a la vista.
—Cojones, eso es lo normal. La vida es así. Pero sólo tienes veintisiete años. Puede que aún tengas suerte y te enrolles con alguien.
—¿Qué hacías tú a mi edad?
—Estaba peor que tú. Andaba de noche, borracho, rondando por las calles a la espera de un milagro.

No hubo suerte.
—¿Eso es lo único que se te ocurría?
—Bueno, lo más difícil es saber cuál tiene que ser tu primer movimiento.
—Sí. Todo parece tan inútil.
—Asesinamos al Hijo de Dios. ¿Crees que ese Cabrón va a perdonarnos? ¡Puede que yo esté loco,
pero El seguro que no!
—Te pasas el día ahí tirado, con tu albornoz roto, medio borracho, pero eres la persona más cuerda que conozco.
—Vaya, eso me gusta. ¿Conoces a mucha gente?
Sonny se limitó a encogerse de hombros.
—Lo que necesito saber es: ¿hay una salida? ¿Alguna clase de salida?
—No, no hay salida, chaval. Los psiquiatras aconsejan que nos dediquemos a jugar al ajedrez, al billar o a coleccionar sellos. Cualquier cosa menos pensar en las cuestiones importantes.
—El ajedrez es muy aburrido.
—Todo es aburrido. No hay salida. ¿Sabes lo que solían tatuarse en los brazos algunos vagabundos de los viejos tiempos?: «NACÍ PARA LA MUERTE.» Parece un poco burdo, pero es sabiduría elemental.
—¿Qué crees que llevan tatuado ahora en los brazos los vagabundos?
—No sé. Probablemente: «JESÚS ES NUESTRO REDENTOR.»
—No podemos librarnos de Dios, ¿verdad?
—Quizás El no pueda librarse de nosotros.
—Bueno, sabes, siempre es un buen rollo hablar contigo. Después de hablar contigo siempre me siento mejor.
—Pues ya sabes, chaval, cuando quieras.

Sonny se levantó, abrió la puerta, la cerró y se fue. Leslie se sirvió otro whisky. Los Rams de Los Angeles habían reforzado su línea defensiva. Una buena táctica. Todo en la vida evolucionaba hacia actitudes de DEFENSA. El telón de acero, la mente de acero, la vida de acero...

Leslie terminó el whisky, se quitó los pantalones y se rascó el culo, metiéndose los dedos bien dentro. La gente que se curaba las almorranas era mema. Cuando no había con quién tratar, lo mejor era estar solo. Se sirvió otro whisky. Sonó el teléfono.
—¿Sí?

Era Francine. A Francine le gustaba impresionarle. A Francine le encantaba creer que le impresionaba. Pero era más pesada que un elefante. Leslie pensaba muchas veces en lo amable que era por su parte el dejarla hablar y aburrirle de ese modo. Un tipo normal le habría colgado el teléfono inmediatamente, le habría cortado el rollo como una guillotina.
¿Quién había escrito aquel excelente ensayo sobre la guillotina? ¿Camus? Sí, Camus. Camus también era un plomo. Pero el ensayo sobre la guillotina y El extranjero eran excepcionales.

—Hoy he comido en el Hotel Beverly Hills —dijo Francine—. Estuve sola en una mesa. Tomé ensalada y bebidas. Por allí estaba Dustin Hoffman con otros actores y actrices. Me puse a hablar con la gente de las otras mesas y todos me sonreían, y todas las mesas rebosaban de sonrisas y señales de asentimiento con sus cabecitas amarillas como narcisos. Yo seguía hablando y ellos sonriendo. Debían de pensar que estaba loca y que la única manera de librarse de mí era sonreír. Al final acabaron por ponerse nerviosos, ¿comprendes?

—Perfectamente.
—Pensé que te gustaría que te lo contara.
—Sí...
—¿Estás solo? ¿Quieres compañía?
—Esta noche estoy muy cansado, Francine.

Francine colgó al cabo de un rato. Leslie se desvistió, se rascó el culo otra vez y se fue al cuarto de baño. Se pasó el hilo dental entre los pocos dientes que le quedaban. Qué horror de colgajos. Pensó que debería arrancárselos a martillazos. La cantidad de peleas callejeras en que se había metido, y nadie le había hecho saltar los dientes delanteros. En fin, al final todo se resuelve por sí mismo y se caerían solos. Leslie puso un poco de pasta de dientes en el cepillo eléctrico e intentó matar el tiempo un poco. Después se sentó en la cama y pasó un rato con el último whisky y un cigarrillo. Algo que hacer mientras esperaba a ver qué cariz tomaban las cosas. Contempló la caja de cerillas que tenía en la mano y comprendió de pronto que era la que le había quitado al hombrecillo cara de sandía. La idea le sobresaltó. ¿Había sucedido
aquello realmente? Escudriñó la caja de cerillas. Leyó el anuncio impreso:
1.000 ETIQUETAS PERSONALES CON SU NOMBRE Y DIRECCIÓN SOLO POR 1,00 DOLAR
Vaya, pensó, no parece que sea muy caro.


Charles Bukowski del libro Música de cañerías.

lunes, 11 de julio de 2011

"EL PAJARO QUE SE REMONTA" DE CHARLES BUKOWSKI (RELATO COMPLETO)


Íbamos a hacerle una entrevista a la famosa poetisa Janice Altrice. El director de American Poetry me pagaba por ella 175 dólares. Me acompañaba Tony con su cámara. El iba a ganar 50 dólares por las fotografías. Yo había pedido prestada una grabadora. La casa quedaba retirada, en las montañas, tras una larga cuesta. Paré el coche, eché un trago de vodka y le pasé la botella a Tony.
—¿Ella bebe? —preguntó Tony.
—Probablemente no —dije.

Puse el coche en marcha y continuamos. Nos desviamos por una empinada y estrecha carretera de tierra. Janice estaba esperándonos. Vestía pantalones y blusa blanca, con cuello alto de encaje. Bajamos del coche y caminamos hacia ella, en la ladera del pradillo. Nos presentamos y puse en marcha la grabadora de

pilas.
—Tony va a sacarle unas fotos —le dije—. Procure ser natural.
—Por supuesto —dijo ella.
Subimos el pradillo y ella señaló hacia la casa.
—La compramos cuando los precios eran muy bajos. Ahora no podríamos permitírnosla.
Señaló luego una casa más pequeña que había en la ladera.
—Es mi estudio. Lo construimos nosotros mismos. Hasta tiene cuarto de baño. Vengan a verlo.
La seguimos. Señaló de nuevo.
—Esos setos de flores los plantamos nosotros mismos. Se nos dan muy bien las flores.
—Son maravillosas —dijo Tony.

Abrió la puerta del estudio y entramos. Era grande y fresco, con delicadas mantas indias y demás artesanías por las paredes. Había una chimenea, una librería, un escritorio grande con una máquina de escribir eléctrica, un gran diccionario, papel para escribir, cuadernos. Ella era pequeña, con el cabello muy corto. Las cejas tupidas. Sonreía mucho. En el rabillo del ojo tenía una profunda cicatriz que parecía como perfilada con una navaja.

—Vamos a ver —dije—, mide usted uno cincuenta y tres y pesa...
—Cuarenta y seis kilos.
—¿Edad?
Janice se echó a reír mientras Tony le sacaba una foto.
—Es prerrogativa de una mujer no contestar a esa pregunta. —Se echó a reír de nuevo—. Diga
simplemente que soy intemporal.

Era una mujer de aspecto majestuoso. Me la imaginaba detrás de una tribuna, en alguna universidad, leyendo sus poemas, respondiendo preguntas, instruyendo a una nueva generación de poetas, encauzándoles hacia la vida. Probablemente también tuviera las piernas hermosas. Intenté imaginármela en la cama, pero no pude.
—¿En qué está usted pensando? —me preguntó.
—¿Es usted intuitiva?

—Por supuesto. Les prepararé café. Los dos necesitan beber
algo.
—Tiene razón.

Janice preparó café y nosotros salimos fuera. Salimos por una puerta lateral. Había un terreno de juegos en miniatura, columpios y trapecios, montones de arena, cosas así. Un jovencito de diez años llegó corriendo cuesta abajo.
—Es Jason, mi hijo más pequeño, mi bebé —dijo Janice desde la puerta.
Jason era un joven dios de pelo enmarañado, rubio, con pantalones cortos y una holgada camisa

morada. Llevaba zapatitos de dos colores. Parecía sano y vivaz.
—¡Mamá, mamá! ¡Columpíame! ¡Venga, columpíame!
Jason corrió al columpio, se sentó y esperó.
—Ahora no, Jason, estamos ocupados.
—¡Columpíame, mamá, columpíame, venga!
—Ahora no, Jason...
—¡MAMA MAMA MAMA MAMA MAMA MAMA MAMA! —gritaba Jason.

Janice se acercó al columpio y empezó a columpiar a Jason. Jason iba y venía, subía y bajaba, y nosotros esperábamos. Al cabo de un buen rato, terminaron y Jason se bajó del columpio. De uno de los agujeros de la nariz le colgaba un consistente moco verde. Se me acercó.
—Me gusta masturbarme —dijo. Luego escapó corriendo.

—No le reprimimos —dijo Janice; después miró soñadoramente hacia las montañas—. Antes montábamos a caballo por aquí. Tuvimos que defender la tierra contra los especuladores. Pero el mundo exterior nos cerca cada vez más. Aún así es encantador. Después de caer del caballo y romperme una pierna fue cuando escribí El pájaro que se remonta, un coro de magia.
—Sí, me acuerdo —dijo Tony.

—Aquella secoya la planté yo hace veinticinco años —dijo, señalándola—. En aquellos tiempos, aquí no había más que nuestra casa. Pero las cosas cambian, ¿verdad? Sobre todo la poesía. Hay muchas cosas nuevas e interesantes. Y luego, hay tanta cosa horrible.

Volvimos al interior de la casa y nos sirvió el café. Nos sentamos a tomarlo. Le pregunté cuáles eran sus poetas favoritos. Janice mencionó rápidamente a algunos de los más jóvenes: Sandra Merrill, Cynthia Westfall, Roberta Lowell, Sister Sarah Norbert y Adrian Poor.
—Escribí mi primer poema en la escuela primaria, un poema con ocasión del día de la madre. Le

gustó tanto a la profesora que me pidió que lo leyese en clase.
—Su primera lectura de poesía, ¿verdad?
Janice se echó a reír.
—Sí, podríamos decir eso. Echo muchísimo de menos a mis padres. Hace ya veinte años que

murieron.
—Eso es insólito.
—El amor no tiene nada de insólito —dijo ella.
Había nacido en Huntington Beach y había vivido toda la vida en la costa Oeste. Su padre había sido
policía. Janice empezó a escribir sonetos en el instituto, donde tuvo la suerte de ser alumna de Inez Calire
Dickey.
—Ella me inició en la disciplina de la forma poética.
Janice sirvió más café.
—Siempre me tomé muy en serio lo de ser poeta. Fui alumna de Ivor Summers en Stanford.
Publiqué por primera vez en la Antología de poetas de la costa Oeste de Summers.

Summers influyó profundamente en ella. Al principio el grupo de Summers era un buen grupo: Ashberry Charleton, Webdon Wilbur y Mary Gather Henderson. Pero luego Janice se separó del grupo y se unió a los poetas de «arte mayor».

Janice estudió en la facultad de Derecho y estudió al mismo tiempo poesía. Después de licenciarse se hizo secretaria jurídica. Se casó con su amor del instituto a principios de los cuarenta. «Aquellos años de guerra fueron trágicos y sombríos.» Su marido era bombero. «Me convertí en una poetisa ama de casa.»
—¿Hay cuarto de baño? —pregunté.

—La puerta de la izquierda.
Entré en el cuarto de baño, mientras Tony daba vueltas, tomando fotos. Oriné y bebí un buen trago
de vodka. Me subí la cremallera, salí del cuarto de baño y me senté otra vez.
A finales de los años cuarenta, los poemas de Janice Altrice comenzaron a florecer en una serie de
publicaciones periódicas. Su primer libro, Ordeno que todo sea verde, lo publicó Alan Swillout. Le siguió
Pájaro, pájaro, pájaro, nunca mueras, y también lo publicó Swillout.

—Volví a la universidad —dijo—. La universidad de California, Los Angeles. Me licencié en periodismo y en inglés. Al año siguiente me doctoré en inglés. Y, desde principios de los sesenta, doy clases de inglés y de redacción aquí, en la universidad estatal.

Adornaban las paredes de Janice muchos premios. Una medalla de plata del Club Alphids porsu poema «Tintella»; un diploma de primer puesto del grupo poético de Lodestone Mountain por su poema «El tambor sabio». Había muchos premios y distinciones. Janice se acercó al escritorio y cogió una muestra del trabajo que estaba realizando. Nos leyó varios poemas largos. Revelaban una madurez impresionante. Le pregunté qué pensaba del escenario poético contemporáneo.

—Hay tantos —dijo— a quienes se da el nombre de poetas. Pero no tienen formación, no tienen sensibilidad para el oficio. Los salvajes han asaltado la fortaleza. No hay técnica, ni esmero, lo único que hay son ganas de gustar. Y estos nuevos poetas parecen admirarse muchísimo unos a otros. Me preocupa, y he hablado mucho de ello con mis amigos poetas. Todo poeta joven parece pensar que sólo necesita una máquina de escribir y unas cuantas cuartillas. No están preparados, no tienen ninguna preparación.
—Supongo que no —dije—. ¿Has tomado suficientes fotos, Tony?
—Sí —dijo Tony.
—Otra cosa que me inquieta —dijo Janice— es que los poetas asentados de la costa Este reciben

demasiados premios y becas. A los poetas de la coste Oeste se les ignora.
—¿Podría eso deberse a que los poetas de la costa Este son mejores? —pregunté.
—Por supuesto que no.
—Bueno —dije—, creo que es hora de que nos vayamos. Una última pregunta, ¿cómo aborda usted
la elaboración de un poema?

Hizo una pausa. Sus largos dedos tamborilearon delicadamente en la tela gruesa del sillón en el que se sentaba. La luz del sol poniente penetraba sesgada por la ventana y creaba largas sombras en la habitación. Habló despacio, como en un sueño:

—Comienzo a sentir un poema muchísimo tiempo antes de escribirlo. Se aproxima a mí, como un gato que cruza la alfombra. Con suavidad, pero no con menosprecio. Tarda en llegar siete u ocho días. Me siento deliciosamente agitada, nerviosa, es una sensación especial. Sé que está allí, y luego llega en una arremetida y todo resulta entonces fácil, muy fácil. ¡La gloria de crear un poema es tan majestuosa, tan sublime!

Apagué la grabadora.
—Gracias, Janice, le mandaré copia de la entrevista cuando se publique.
—Espero que todo haya ido bien.
—Todo ha ido muy bien, estoy seguro.

Nos acompañó hasta la puerta. Tony y yo bajamos la cuesta hasta el coche. Me volví una vez. Ella estaba allí. Le dije adiós con la mano. Sonrió y alzó también la mano. Entramos en el coche, doblamos la curva, paré el coche y destapé la botella de vodka.
—Deja un trago para mí —dijo Tony. Eché un trago y dejé otro para Tony.

Tony tiró la botella por la ventanilla. Nos alejamos, bajando de prisa, abandonando las montañas. En fin, mejor que trabajar lavando coches. Lo único que tenía que hacer era pasar a máquina lo que estaba grabado en la cinta y elegir dos o tres fotografías. Salimos de las montañas justo en la hora punta del tráfico. Fue horroroso. Podríamos haberlo cronometrado mejor.

Charles Bukowski del libro Música de cañerías.

sábado, 9 de julio de 2011

UNA NOCHE DE ABRIL SUMAMENTE OSCURA de CHALES BUKOWSKI

Cada hombre por fin atrapado y roto
cada tumba lista
cada halcón asesinado
y el amor y la suerte también.

los poemas han terminado
el gaznate está seco.

supongo que no hay funeral para esto
ni lágrima
ni razón.

el dolor es el amo
el dolor es el mundo.

mis poemas tienen el gaznate
seco.

Charles Bukowski.

viernes, 8 de julio de 2011

"UNA CERVEZA EN EL BAR DE LA ESQUINA" DE CHARLES BUKOWSKI (RELATO COMPLETO)


No sé cuántos años hace, quince o veinte. Yo estaba sentado en casa. Era una noche de verano muy
calurosa y andaba aburrido.

Salí y anduve calle abajo. La mayoría de las familias ya habían cenado y estaban viendo la televisión. Subí hasta el bulevar. Al otro lado de la calle, había un bar de barrio, un viejo establecimiento decorado en madera, pintado en verde y blanco. Entré.
Después de una vida gastada por los bares, les había perdido casi todo el gusto. Cuando quería beber
algo, normalmente iba a una licorería, lo compraba, me lo llevaba a casa y me lo bebía solo.

Entré y elegí un taburete alejado de la masa. No es que me sintiese incómodo; me sentía fuera de lugar. Pero si quería salir de casa, no tenía otro sitio adonde ir. En nuestra sociedad, la mayoría de los lugares interesantes son contrarios a la ley o carísimos.

Pedí una cerveza y encendí un cigarrillo. No era más que un bar de barrio como otro cualquiera. Todo el mundo se conocía. Contaban chistes verdes y veían la tele. Sólo había una mujer, vieja, vestida de negro, con una peluca roja. Llevaba una docena de collares y no hacía más que encender el mismo cigarrillo una y otra vez. Me empezaron a entrar ganas de estar de nuevo en casa y decidí largarme de allí en cuanto acabara la cerveza.

Entró un hombre y se sentó en el taburete contiguo al mío. No alcé la vista, no me interesaba, pero, por la voz, calculé que debía de tener mi edad. En el bar le conocían. El camarero le llamó por su nombre y un par de habituales le saludaron. Se sentó allí a mi lado y estuvo con su cerveza tres o cuatro minutos.

Luego dijo:
—Hola, ¿qué hay?
—Nada de particular.
—¿Es usted nuevo en el barrio?
—No.
—No le había visto por aquí antes.
No contesté.
—¿Es usted de Los Angeles? —preguntó.
—Más que de ningún otro sitio.
—¿Cree que los Dodgers ganarán este año?
—No.
—¿No le gustan los Dodgers?
—No.
—¿Quién le gusta a usted?
—Nadie. No me gusta el béisbol.
—¿Qué le gusta?
—El boxeo. Los toros.
—Las corridas de toros son crueles.
—Sí, cuando se pierde, todo resulta cruel.
—Pero el toro no tiene ninguna oportunidad.
—Nadie la tiene.
—Es usted muy negativo. ¿Cree en Dios?
—En su clase de dios, no.
—¿Pues en qué clase?
—No estoy seguro.
—Yo he ido a la iglesia desde antes de tener uso de razón.
No contesté.
—¿Puedo invitarle a una cerveza? —preguntó.
—Desde luego.
Llegaron las cervezas.
—¿Leyó hoy los periódicos? —preguntó.
—Sí.
—¿Leyó lo de las cincuenta niñas que murieron en el incendio de ese orfanato de Boston?
—Sí.
—Horrible, ¿verdad?
—Supongo que sí.
—¿Losupone?
—Sí.
—¿No losabe?
—Supongo que si hubiera estado allí, habría tenido pesadillas durante el resto de mi vida. Pero es
muy diferente cuando uno se limita a leerlo en los periódicos.
—¿No siente lástima por las cincuenta niñitas que murieron abrasadas? Colgaban de las ventanas,
gritando.
—Supongo que fue espantoso. Pero usted lo vio sólo como un titular de un periódico, una noticia de

un periódico. Yo en realidad no pensé mucho en ello. Pasé la página.
—¿Quiere decir que no sintió nada?
—En realidad no.
Se quedó un momento en silencio y yo bebí un poco de su cerveza. Luego, gritó:
—¡Eh, aquí hay un tipo que dice que no sintió puñetera cosa cuando leyó lo de las cincuenta
huerfanitas que murieron abrasadas en Boston!
Todo el mundo me miró. Yo miraba mi cigarrillo. Hubo un minuto de silencio. Luego la mujer de la
peluca roja dijo:
—Si yo fuera hombre, le sacaría a patadas en el culo a la calle.
—¡Y además, no cree en Dios! —dijo el tipo que estaba a mi lado—. Y no le gusta el béisbol. Le
gustan los toros, ¡y le gusta ver morir en un incendio a las huerfanitas!

Pedí al camarero otra cerveza. Para mí. El camarero puso el botellín a mi lado con repugnancia. Había dos jóvenes jugando al billar. El más joven de los dos, un chaval grande, con camiseta de manga corta blanca, dejó el taco y se me acercó. Se me plantó detrás inspirando con fuerza, llenándose los pulmones, procurando que su pecho pareciese más grande.
—Este es un bar decente. Aquí no se admiten gilipollas. Les echamos a patadas. ¡Les damos una
buena zurra para que no vuelvan a asomar las narices por aquí!

Notaba su presencia a mi espalda. Alcé la botella y vertí la cerveza en el vaso, la bebí, encendí un cigarrillo. Con pulso bien firme. El siguió un rato allí plantado, después volvió por fin a la mesa de billar. El tipo que estaba sentado a mi lado se levantó del taburete y se trasladó más allá.
—Ese hijo de puta es negativo —le oí decir—. Odia a la gente.
—Si yo fuese un hombre —dijo la mujer de la peluca roja—, le daría una lección. No puedo soportar
a esa clase de cabrones.
—Así es como hablaban los tipos como Hitler —dijo alguien.
—Asqueroso gilipollas.

Terminé la cerveza, pedí otra. Los dos jóvenes seguían jugando al billar. Algunos se fueron y empezaron a apagarse los comentarios sobre mí, salvo los de la mujer de la peluca roja. Estaba más borracha que antes.

—¡Pijotero, pijotero..., eres un pijotero asqueroso! ¡Apestas como una alcantarilla! Seguro que odias también a tu padre, ¿verdad? A tu patria, a tu madre y a todo el mundo. ¡Puaf, os conozco muy bien a los tipos como tú! ¡Gilipollas, cobarde, asqueroso!

Por fin, hacia la una y media, se fue. Luego se marchó uno de los chavales que jugaban al billar. El de la camiseta blanca de manga corta se sentó al extremo de la barra y se puso a hablar con el tipo que me había invitado a una cerveza. A las dos menos cinco, me levanté, despacio, y me marché. Nadie me síguió. Subí por el bulevar, llegué a mi calle. Estaban apagadas las luces de las casas y de los apartamentos. Llegué hasta mi casa. Abrí la puerta y entré. En la nevera había una cerveza. La abrí y me la bebí.
Luego, me desvestí, fui al cuarto de baño, meé, me cepillé los dientes, apagué la luz, fui al
dormitorio, me metí en la cama y me dormí.

Charles Bukowski del libro Música de cañerías.

lunes, 4 de julio de 2011

"LA MEDIACIÓN" DE CHARLES BUKOWSKI (RELATO COMPLETO)


Sonó el teléfono. Era Paul, el escritor. Estaba deprimido.
En Northridge.
—¿Harry?

—¿Sí?
—Nancy y yo hemos roto.
—¿Sí?
—Escucha, quiero volver con ella. ¿Puedes ayudarme? Salvo que quierastú volver con ella...
Harry sonrió al aparato.
—No, no quiero volver con ella, Paul.

—No sé lo que pasó. Ella empezó con el asunto del dinero. Empezó a gritar por el dinero. Me pasaba por las narices las facturas de teléfono. Bueno, he estado haciendo todo lo posible para sacar pasta. Teníamos el tinglado aquel. Barney y yo. Nos poníamos los trajes de pingüinos..., él recitaba un verso de un poema, yo recitaba el otro..., cuatro micrófonos..., teníamos el grupo aquel de jazz para la sintonía de fondo...

—Paul, los recibos del teléfono son cosa seria —dijo Harry—. No deberías utilizar su teléfono cuando estás achispado. Conoces a demasiada gente en Maine, Boston y New Hampshire. Nancy es un caso de neurosis de angustia. No puede poner en marcha el coche sin que le dé un ataque. Se pone el cinturón, empieza a temblar y a darle a la bocina. Está como una cabra. Y es igual en todos los terrenos. Entra en unos grandes almacenes

y se ofende porque hay un dependiente mascando chicle.
—Ella dice que te mantuvo durante tres meses.
—Mantuvo mi pijo. Básicamente con tarjetas de crédito.
—¿Eres tan bueno como dicen? Harry se echó a reír.
—Les doy alma. Eso no puede medirse en centímetros.
—Quiero volver con ella. Dime qué debo hacer.
—O chupas coño como un hombre o te buscas un trabajo.
—Perotú no trabajas.
—No te compares conmigo. Ese es el error que comete la mayoría.
—Pero ¿dónde puedo conseguir algo de pasta? Estoy sin blanca. ¿Qué puedo hacer?
—Chupar aire.
—¿Es que no sabes lo que es tener un poco de compasión?
—Los únicos que lo saben son los que la necesitan.
—Ya la necesitarás tú algún día.
—La necesito ahora..., sólo que la necesito en una forma distinta de la tuya.
—Lo que yo necesito es pasta, Harry, ¿cómo puedo conseguirla?

—Atraca un banco. Si lo consigues hacer limpiamente, estás salvado. Si te enganchan, habrás conseguido una celda en la cárcel, no tendrás que pagar recibos de electricidad, ni de teléfono, ni de gas, no tendrás que aguantar a mujeres gruñonas. Además, podrás aprender un oficio y ganarás cuatro centavos a la hora.
—Realmente sabes machacar a un hombre.
—Vale. Sácate el caramelo del culo y te diré algo.
—Ya está sacado.
—Te diré el motivo por el que Nancy te ha dejado por otro. Otro tipo, negro, blanco, rojo o amarillo.
Anota esta regla y estarás siempre a cubierto: una mujer raras veces abandona a una víctima sin tener otra a

mano.
—Amigo —dijo Paul—, lo que necesito es ayuda, no teorías.
—Si no entiendes la teoría, siempre necesitarás ayuda...
Harry descolgó el teléfono y marcó el número de Nancy.
—¿Sí? —contestó ella;
—Soy Harry.
—Me he enterado por un pajarito de que estuviste muy liada en México. ¿Es cierto?
—Ah, te refieres a...
—Un torero español arruinado, ¿no?
—Con unos ojosbellísimos. No como los tuyos. Que no hay quien los vea.
—No quiero que nadie me los vea.
—¿Por qué?
—Porque si viesen lo que pienso, no podría engañarles.
—Así que me has telefoneado para decirme que sigues usando gafas de sol.
—Eso ya lo sabes. Te he llamado para decirte que Paul quiere volver. ¿Te sirve de algo que te lo

diga?
—No.
—Ya me lo parecía.
—¿De veras te telefoneó?
—Sí.
—Bueno, he conseguido otro hombre. ¡Es maravilloso!
—Yo ya le dije a Paul que probablemente estabas interesada en algún otro.
—¿Cómo lo sabías?
—Lo sabía.
—¿Harry?
—¿Sí, muñeca?
—Vete a hacer puñetas...
Nancy colgó.

Vaya, pensó él, intento hacer de mediador y los dos se cabrean. Entró en el cuarto de baño y se miró la cara en el espejo. Qué rostro tan bondadoso tenía, Dios santo. ¿Es que no se daban cuenta? Comprensión. Nobleza. Localizó una espinilla cerca de la nariz. La apretó. Salió, negra y encantadora, arrastrando un rabillo de pus amarillo. Lo decisivo, pensó, es comprender a las mujeres y entender el amor. Amasó entre los dedos la espinilla. O quizá lo decisivo fuese tener huevos para cargarse limpiamente a un tipo. Se sentó a cagar mientras meditaba largamente en el tema.

Charles Bukowski del libro música de cañerías.

domingo, 3 de julio de 2011

LLEGARON A TIEMPO de CHARLES BUKOWSKI

Me gusta pensar en escritores como James Joyce,
Hemingway, Ambrose Bierce, Faulkner, Sherwood
Anderson, Jeffers, D. H. Lawrence, A. Huxley,
John Fante, Gorki, Turgenev, Dostoievski, Saroyan,
Villon, incluso Sinclair Lewis, y Hamsun, incluso T. S.
Elliot y Auden, William Carlos Williams y
Stephen Spender y el valiente de Ezra Pound.

Me enseñaron tantas cosas que mis padres
nunca me enseñaron, y
también me gusta pensar en Carson McCullers
con su Café Triste y Ojo Dorado.
ella me enseñó muchas cosas que mis padres
nunca supieron.

Me gustaba leer los libros de tapa dura de las bibliotecas
en su simple encuadernación de biblioteca
azul y verde y marrón y rojo claro
me gustaban los viejos bibliotecarios (varones y mujeres)
que te miraban seriamente
si tosías o te reías muy fuerte,
y aún cuando se parecían a mis padres
en realidad no había ninguna similitud.

Ahora ya no leo a estos autores que alguna vez leí
con tanto placer,
pero es bueno pensar en ellos,
y también me
gusta mirar las fotografías de Hart Crane y
Caresse Crosby en Chantilly, 1929
o las fotos de D. H. Lawrence y Frieda
asoleándose en Le Moulin, 1928.
Me gusta ver a André Malraux en su traje de aviador
con un gatito en el pecho y
me gustan las fotos de Artaud en el loquero
Picasso en la playa con sus fuertes piernas
y su cabeza pelada, y también está
D. H. Lawrence ordeñando esa vaca
y Aldous en Saltwood Castle, Kent, Agosto de
1963.

Me gusta pensar en toda esta gente
que me enseñaron tantas cosas que yo
nunca había imaginado antes.
y me enseñaron bien,
muy bien
cuando eso era tan necesario
me mostraron tantas cosas
que nunca creí que fueran posibles.
Todos esos amigos
bien adentro de mi sangre
quienes
cuando no había ninguna oportunidad
me dieron una.

Charles Bukowski.

viernes, 1 de julio de 2011

La muerte del padre II


Mi madre había muerto el año anterior. Una semana después de la muerte de mi padre, estaba yo en su casa, solo. Estaba en Arcadia, y hacía años que lo más cerca que había llegado a estar del lugar, era cuando pasaba por la autopista camino de Santa Anita.

Los vecinos no me conocían. El funeral había terminado y me acerqué al fregadero, me serví un vaso de agua, lo bebí y luego salí al porche. Como no se me ocurría otra cosa que hacer, cogí la manguera, abrí el agua y empecé a regar las plantas. Mientras estaba allí regando, empezaron a correrse cortinas. Luego empezaron a salir de las casas. Una mujer cruzó la calle y se acercó.