martes, 28 de enero de 2014

"FACTÓTUM" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 84

El hotel Sans era el mejor de toda la ciudad de Los Angeles. Era un viejo hotel, pero tenía clase y un encanto que se echaba a faltar en los establecimientos más modernos. Estaba en la parte baja de la ciudad, directamente cruzando el parque.

Era utilizado para convenciones de hombres de negocios y por putas de lujo de talento casi legendario —las cuales al final de sus lucrativas noches solían siempre dar una buena propina a los botones. Se oían también historias de botones que se habían hecho millonarios —fogosos botones con pollas de cuarenta centímetros que habían tenido la suerte de conocer y casarse con alguna rica cliente entrada en años. Y la comida, la LANGOSTA, los grandes chefs negros con larguísimos gorros blancos, que lo sabían todo, no sólo acerca de la gastronomía, sino también acerca de la vida y acerca de mí y acerca de todo.
Se me asignó a la sección de abastecimiento. Aquella sección de abastecimiento tenía estilo; había diez tíos para descargar cada camión, cuando sólo eran necesarios dos, como
máximo. Yo llevaba mis mejores trajes. Nunca toqué nada.

Descargábamos (descargaban) todo aquello que entraba en el hotel, sobre todo alimentos. Parecía que los ricos no comían otra cosa que langostas. Continuamente llegaban cestas y cestas de ellas, deliciosamente rosadas y enormes, moviendo sus pinzas y antenas.
—¿Te gustan estas cosas, eh, Chinaski?
—Sí. Oh, sí —asentía yo.
Un día me llamó la señora de la oficina de personal. La oficina estaba al fondo del

patio de carga.
—Quiero que te encargues de esta oficina los domingos, Chinaski.
—¿Qué tengo qué hacer?
—Sólo contestar el teléfono y contratar a los friegaplatos del domingo.
—¡De acuerdo!
El primer domingo fue cosa fina. Me senté allí como un magnate. Al rato entró un
hombre de edad.
—¿Sí, compadre? —le pregunté.
Llevaba puesto un traje de los caros, pero estaba arrugado y mas bien sucio; y los
puños se estaban empezando a deshilacliar. Sostenía su sombrero entre las manos.
—Oiga —me dijo—. ¿No necesitan a alguien que sea un buen conversador? ¿Alguien
que pueda alternar con la gente y charlar con ella? Tengo un cierto bagaje cosmopolita,

cuento historias entretenidas. Puedo hacer reír a la gente.
-¿Sí?
—Oh, sí.
—Hágame reír.
—Oh, usted no entiende. El escenario ha de ser el adecuado, el ambiente, el decorado,

ya sabe...
—Hágame reír.
—Señor...
—¡No le podemos contratar, es usted un pasmarote!
Los friegaplatos se contrataban al mediodía. Salí de la oficina con paso tranquilo.
Había allí cuarenta vagabundos apelotonados.
—¡Muy bien, oídme, necesitamos cinco tipos buenos! ¡Cinco buenos de verdad! ¡No
alcohólicos ni pervertidos, ni comunistas ni exhibicionistas! ¡Han de tener tarjeta de la

seguridad social! ¡Muy bien, sacadlas y mostradlas bien alto!
Sacaron las tarjetas. Las agitaron.
¡Eh, yo tengo tarjeta, mírala!
¡Hey,
colega,
aquí,
aquí!
¡Dame
a

el
currele!
Yo los miré con calma por encima.
—Bueno, tú, el de la mancha de mierda en el cuello de la camisa —señalé—, da un
paso al frente.
—Esto no es una mancha de mierda, señor. Es salsa de carne.
¡Bueno yo qué sé, capullo,tienes más pinta de haber estado comiendo cagallones que saboreando roast beef!

¡Ah,
¡a ja ja ja!
—se
rieron
los
vagabundos—.
¡Ah
jajajaja!

—¡Bueno, ahora necesito cuatro buenos friegaplatos! ¡Tengo cuatro perras chicas en mi mano. Las voy a lanzar al aire. ¡Los cuatro hombres que me las traigan de vuelta, lavarán hoy los platos!
Lancé las monedas al aire por encima de la chusma. Los cuerpos saltaron y cayeron al suelo, las ropas se desgarraron, se oyeron blasfemias, un hombre dio un alarido, hubo muchos puñetazos. Luego los cuatro afortunados vinieron hasta mí, uno por uno, respirando fuertemente, cada cual con su monedita. Les di sus tarjetas de trabajo y los mandé a la cafetería de personal para que antes se alimentasen bien. Los otros vagabundos fueron bajando lentamente la rampa de camiones, salieron y se alejaron caminando por el callejón hacia la tierra baldía de los arrabales de Los Angeles, en domingo.

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viernes, 24 de enero de 2014

"FACTÓTUM" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 83

La Repostería Nacional estaba cerca. Me dieron un gorro blanco y un delantal. Hacían bollitos, galletas, pasteles y todo eso. Como yo había señalado en mi solicitud mis dos años de universidad, me dieron el puesto de Hombre del Coco. El Hombre del Coco se ponía en lo alto de una percha, metía la pala en el barril de coco desmenuzado y echaba los blancos copos al interior de una máquina. La máquina hacía el resto: espolvoreaba el coco en los pasteles y otras zarandajas que pasaban por debajo. Era un trabajo fácil y digno. Y allí estaba yo, vestido de blanco, arrojando a paletadas el niveo coco pulverizado al interior de la máquina. Al otro lado de la sala había docenas de muchachas, también vestidas de blanco, con sus cofias. Yo no sabía muy bien lo que hacían, pero estaban siempre atareadas. Trabajábamos por las noches.

Ocurrió en mi segunda noche. Empezó lentamente, dos de las chicas comenzaron a cantar: «¡Oh, Henry, oh Henry, qué gran amante eres! ¡Oh, Henry, oh Henry, nos llevas al cielo!». Más y más chicas se fueron uniendo. Al poco rato estaban todas cantando. Yo pensé, está claro que esto va por mí.

El supervisor irrumpió gritando.
—¡Bueno, bueno, chicas, ya es suficiente!
Yo introduje mi pala con calma en el polvo de coco y lo acepté todo...
Llevaba allí dos o tres semanas cuando sonó un timbre durante la última tanda de

pasteles. Se oyó una voz por los altavoces.
—Todos los hombres acudan a la parte posterior del edificio.
Un hombre con traje de ejecutivo se nos aproximó.
—Vengan aquí —dijo.
Llevaba una carpeta con una hoja de papel. Los hombres se agruparon a su alrededor.
Todos estábamos vestidos con nuestros delantales blancos. Yo me quedé al borde del
círculo.

—Estamos entrando en un período de descenso de ventas —dijo el tío—. Lamento decirles que vamos a tener que despedirles a todos hasta que las cosas vuelvan a marchar bien. Ahora, si quieren ponerse en fila delante mío, anotaré sus nombres, números de teléfono y direcciones. Cuando vuelvan a ir bien las cosas, serán los primeros en saberlo.

Los muchachos empezaron a formar una fila, dándose codazos y empujones. Yo ni siquiera intenté acercarme. Contemplé a todos mis colegas dando religiosamente sus nombres y direcciones. Estos, pensé, son los tíos que bailan con tanto garbo en las fiestas. Fui hasta mi arma-rito, colgué mis blancas vestiduras, dejé mi pala apoyada junto a la puerta y me largué.

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lunes, 20 de enero de 2014

"FACTÓTUM" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 82

Era otra casa de tubos de luz fluorescente: la Compañía Honeybeam. La mayoría de las cajas eran de metro y medio a dos metros de largas, y pesadas de manejar. La jornada era de diez horas. El procedimiento era bastante simple: ibas a la línea de ensamblaje y cogías los tubos, los llevabas a la parte trasera y los metías en las cajas. La mayoría del personal era mexicano o negro. Los negros se metían conmigo y me acusaban de querer pasarme de listo. Los mexicanos se quedaban detrás observando en silencio. Cada día era una batalla —tanto por mi vida como para conseguir evitar al jefe de empaquetado, Monty. Se pasaban el día buscándome las cosquillas.

—¡Hey, chico, chico! ¡Ven aquíí, chicoo! ¡Chico, quiero hablar contigo!
Era el pequeño Eddie. El pequeño Eddie sabía cómo hacerlo.
Yo no contesté.
— ¡Chico, estoy hablando contigo!
—Eddie, ¿te gustaría tener un gancho de carretilla bien metido en el culo mientras
cantas Old Man River?
—¿Cómo es que tiene todos esos agujeros en la cara, blanquito? ¿Te caíste encima de
una taladradora cuando dormías?
—¿Cómo es que tienes esa cicatriz en el labio? ¿Es que tu novio se ató una navaja en la
polla?Salí fuera a la hora del café y me las tuve que ver con Big Angel. Big Angel me infló a

hostias pero yo le coloqué alguna buena, no me dejé llevar por el pánico y me mantuve firme. Sabía que sólo tenía diez minutos para cebarse conmigo y eso me ayudó a aguantarlo. Lo que más me dolió fue un dedo gordo que me metió en el ojo. Volvimos a entrar al trabajo juntos, jadeando y resoplando.
—No eres gran cosa —dijo él.
—Trata de repetirlo un día que no esté con resaca. Te correré a hostias por todo el

patio.
—Muy bien —dijo—, ven un día fresco y limpito y veremos qué pasa.
Decidí no aparecer nunca por ahí fresco y limpito.
Lo mejoi era cuando la línea de ensamblaje no podía con nuestro ritmo y nos quedábamos esperando. La línea de ensamblaje estaba formada principalmente por joven-citas mexicanas de hermosa piel y ojos oscuros; llevaban pantalones vaqueros ajustados y ajustados suéteres y pendientes llamativos. Eran tan jóvenes y saludables y efi- cientes y relajadas... Eran buenas obreras, y de vez en cuando alguna levantaba la vista y decía algo y entonces había explosiones de risa y miradas de reojo mientras yo miraba como se reían con sus tejanos ajustados y sus suéteres ajustados y pensaba: si una de ellas estuviese en la cama esta noche conmigo, me podría tragar toda esta mierda mucho más fácilmente. Todos pensábamos lo mismo. Y a la vez pensábamos: todas pertenecen a algún otro. Bueno, qué demonios. Qué más daba. En quince años pesarían noventa kilos y serían sus hijas las que harían soñar a obreros desesperados.

Me compré un coche viejo de ocho años y permanecí en el trabajo todo el mes de diciembre. Entonces vino la fiesta de Navidad. Era el 24 de diciembre. Habría bebidas, comida, música, baile. A mí no me gustaban las fiestas. No sabía bailar y la gente me asustaba, especialmente la gente de las fiestas. Trataban de ser sexys y alegres e ingeniosos, y aunque creían que conseguían serlo, no era así. Llegaban a ser todo lo contrario. Sus intentos forzados sólo conseguían empeorarlo.
Así que cuando Jan se inclinó junto a mí y me dijo:
—Que le den por culo a esa fiesta, quédate en casa conmigo. Nos emborracharemos

aquí —no me costó mucho trabajo decidirme.
El día después de Navidad, me hablaron de la fiesta. El pequeño Eddie me dijo:
—Christine lloró porque no apareciste.
—¿Quién?
—Christine, esa chiquita mexicana tan graciosa.
—¿Quién es?
—Trabaja en la última fila, en ensamblaje.
—Corta el rollo.
—Sí. Lloró y lloró. Alguien dibujó un gran retrato tuyo con perilla y todo y lo colgó de
la pared. Debajo escribieron: «¡Dame otro trago!»
—Lo siento, tío, tuve un compromiso.

—No pasa nada. Ella al final dejó de llorar y bailó conmigo. Se puso borracha y empezó a tirar pasteles y se puso aún más borracha y bailó con todos los muchachos negros. Baila de lo más sexy. Al final se fue a casa con Big Angel.
—Big Angel probablemente le metió el dedo gordo en el ojo —dije jo.
La víspera de Año Nuevo, después de la pausa para el almuerzo, Morris me llamó y me

dijo:
—Quiero hablar contigo.
—Muy bien.
—Ven por aquí.
Morris me llevó a un oscuro rincón junto a una pila de cajas de empaquetado.
—Mira, vamos a tener que despedirte.
—Bueno, ¿este es mi último día?
—Sí.
— ¿ ESTÁ listo el cheque?
—No, te lo enviaremos por correo.
—De acuerdo.

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sábado, 18 de enero de 2014

"JACK EL DEL PELO COLGANTE" DE CHARLES BUKOWSKI

Jack el del pelo colgante. Jack exigiendo dinero, jack el barrigón, Jack el de la voz alta, alta, jack el del gremio, Jack el que danza delante de las damas, Jack el que cree que es un genio, Jack el que vomita, Jack el que habla mal de los que tienen suerte, jack haciéndose cada vez más viejo, Jack exigiendo dinero todavía, Jack bajando por la estaca, jack el que habla pero no hace nada, Jack el que se sale con la suya, Jack el que se la menea, Jack el que habla de los viejos tiempos, Jack el que habla y habla, jack con la mano extendida, jack el que aterroriza a los débiles, Jack el amargado, Jack el de las cafeterías, Jack exigiendo a gritos el reconocimiento, Jack el que nunca tiene trabajo, Jack el que sobrevalora completamente su valía, jack el que grita que no se le reconoce su talento, jack el que le echa las culpas a todos los demás.

Sabéis quién es Jack, lo visteis ayer, lo veréis mañana, lo veréis la semana que viene.



Queriéndolo todo sin hacer nada, queriéndolo gratis.



Queriendo fama, queriendo mujeres, queriéndolo todo.


Un mundo lleno de Jacks bajando por la estaca.

martes, 14 de enero de 2014

"FACTÓTUM" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 81

El siguiente trabajo tampoco me duró mucho. No llegó a ser más que una pequeña escala. Era una pequeña compañía especializada en artículos de Navidad: luces, guirnaldas, Santa Claus, árboles de papel y todo eso. Al contratarme me dijeron que el trabajo sólo duraría hasta el día de Acción de Gracias; que después del día de Acción de Gracias ya no se hacía negocio. Eramos media docena de tíos contratados bajo las mismas condiciones. Decían que éramos «hombres de almacén», pero nuestro trabajo consistía, más que nada, en cargar y descargar camiones. Aunque también, un hombre de almacén era un tío que se pasaba mucho tiempo por ahí fumando cigarrillos, en un estado medio adormilado y sin hacer nada. Pero ninguno de los seis duramos hasta el día de Acción de Gracias. Por iniciativa mía íbamos todos los días a un bar a almorzar. Nuestros períodos de almuerzo se fueron alargando más y más. Una tarde simplemente pasamos de volver. Pero a la mañana siguiente, como buenos chicos, nos presentamos allí de nuevo. Nos dijeron que no querían volver a vernos.
—Ahora —dijo el director—, voy a tener que contratar a otra maldita pandilla de
vagos.—Y despedirlos el día de Acción de Gracias —dijo uno de nosotros.

—Escuchad —dijo el director—. ¿Queréis trabajar un día más?
—¿Para que usted tenga tiempo de entrevistar y contratar a nuestros sustitutos?
—Cogedlo o dejadlo —dijo él.
Lo cogimos y trabajamos todo el día, riéndonos como descosidos y lanzándonos cajas
de cartón por el aire. Luego recogimos nuestros cheques de despido y volvimos a nuestras
habitaciones y a nuestras mujeres borrachas.

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viernes, 10 de enero de 2014

"FACTÓTUM" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 80

La siguiente cosa que ocurrió fue que contrataron a una chica japonesa. Yo siempre había tenido la extraña convicción, durante mucho tiempo, de que, después que todos los problemas y el dolor desaparecieran, una chica japonesa vendría un buen día a mí y juntos viviríamos felices para siempre. No con una felicidad excesiva, sino con facilidad, entendimiento profundo e intereses mutuos. Las mujeres japonesas tenían una hermosa estructura ósea. La forma del cráneo y ese modo en que se aprieta la piel con la edad, eran algo adorable; la piel tensada del tambor. A las mujeres americanas se les ablandaba la cara más y más y finalmente se les caía. Hasta sus culos se les caían también, de forma indecente. La fuerza de ambas culturas era asimismo muy diferente: las mujeres japonesas entendían instintivamente el ayer, el hoy y el mañana. Llamadlo sabiduría. Y tenían el poder de la firme/a. Las mujeres americanas sólo sabían de] hoy y tendían a romperse en pedazos cuando un solo día les iba mal.

Así que me quedé cantidad con la chica nueva. Aparte, seguía bebiendo duro con Jan, lo cual me descerrajaba a tope el cerebro, me daba una extraña sensación ventilada, lo hacía funcionar entre cabriolas y quiebros y torbellinos, me daba mucha marcha. Así que el primer día que se acercó con un puñado de facturas, le dije:

—Eh, ven que te agarre. Quiero besarte.
—¿Qué?
—Ya me has oído.
Se fue. Mientras se alejaba me di cuenta de que tenía una leve cojera. Comprendí el
significado: era el dolor y el peso de los siglos.

Empecé a acosarla como un borracho congestionado y caliente atravesando Texas en un autobús Greyhound. Ella estaba intrigada —comprendía mi chifladura—. La estaba conquistando sin enterarme.
Un día llamó por teléfono un cliente preguntando si teníamos disponibles botes de un
galón de cola de pegar y ella vino a mirar entre unas cajas almacenadas en un rincón. La vi y

le pregunté si podía ayudarla. Ella me dijo:
—Ectoy buscando una caja de cola de pegar con un sello de 2-G.
—¿2-G, eh? —le dije.
Puse mi brazo alrededor de su cintura.
—Vamos a hacerlo. Tú eres la sabiduría de siglos y yo soy yo. Estamos hechos el uno
para el otro.
Empezó a soltar risitas como una mujer americana. —Eh —dije—, las chicas
japonesas no hacen esas cosas. ¿Qué coño pasa contigo?

Se dejó apresar por mis brazos. Vi una pila de cajas de pintura apoyadas contra la pared. La llevé hasta allí y gentilmente ]a hice sentarse en la pila de cajas. La hice tumbarse. Me puse encima y comencé a besarla, subiéndole el vestido. Entonces entró Danny, uno de los empleados. Danny era virgen. Danny iba a clase de pintura por las noches y se quedaba dormido durante el día en el trabajo. No sabía distinguir el arte de las colillas de cigarrillos.
—¿Qué diablos está ocurriendo aquí? —dijo, y luego se fue corriendo hacia la oficina

central.
Bud me mandó llamar a su oficina a la mañana siguiente.
—Sabrás que a ella también la tenemos que despedir.
—Ella no tuvo la culpa.
—Estaba contigo ahí detrás.
—Yo la forcé.
—Ella accedió, según Danny.
—¡Qué coño sabrá Danny de eso! A la única cosa a la que ha accedido en su vida es a

su mano.
—El os vio.
—¿Qué vio? Ni siquiera llegué a bajarle las bragas.
—Esto es un lugar de trabajo.
—¿Qué me dice de Mary Lou?
—Yo te contraté porque pensé que eras un empleado de envíos competente.

—Gracias. Y acabo siendo despedido por tratar de follarme a una exótica de ojos rasgados con una cojera en la pierna izquierda encima de cuarenta galones de pintura de garrafón que, por cierto, han estado vendiendo al departamento de arte del City College de L.A. como si fuera de primera categoría. Tal vez debería denunciarles a la oficina de Defensa del Consumidor.

—Aquí está tu cheque. Estás despedido.
—Está bien. Nos veremos en Santa Anita.
—Claro.
En el cheque había un día extra de pago. Nos dimos la mano y luego me fui.

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lunes, 6 de enero de 2014

"FACTÓTUM" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 79

El almacén iba hacia la quiebra. Los pedidos eran cada vez más pequeños. Cada día había menos cosas que hacer. Despidieron al amigo de Picasso y me pusieron a limpiar los retretes, vaciar las papeleras y colocar el papel higiénico. Todas las mañanas barría y regaba la acera juntoa la puerta del almacén. Una veza la semana lavabalas ventanas.
Un día decidí limpiar mi propio terreno. Una de las cosas que hice fue limpiar el cuarto del cartón, donde yo guardaba todas las cajas de cartón vacías que se utilizaban para los envíos. Las saqué todas y barrí toda la mierda acumulada. Mientras lo limpiaba me apercibí de una pequeña caja gris oblonga en el fondo del cuartucho. La cogí y la abrí. Contenía veinticuatro pinceles de pelo de camello de tamaño grande. Eran soberbios y hermosos y valían diez dólares cada uno. Yo no sabía qué hacer. Me quedé mirándolos durante algún rato, entonces cerré la caja, salí al callejón y los metí en un cubo de basura. Luego volví a meter todas las cajas de cartón vacías en el cuartito.

Aquella noche salí lo más tarde posible. Me fui hasta el café de al lado y pedí un café y tarta de manzana. Luego salí, bajé por la avenida y doblé por la esquina del callejón. Subí por el callejón y estaba a mitad de camino cuando vi a Bud y Mary Lou bajar por el otro extremo. No podía hacer otra cosa que seguir caminando. Era inevitable. Nos acercamos cada vez más. Finalmente, al pasar a su lado, dije: —Hola. —Ellos dijeron : —Hola —y seguí caminando. Subí hasta el final del callejón, crucé la calle y me metí en un bar. Me senté. Estuve sentado un rato y me tomé una cerveza y luego otra más. Una mujer al final de la barra me preguntó si tenía un cerilla. Me acerqué hasta ella y le encendí el pitillo; mientras lo hacía, se tiró un pedo. Le pregunté si vivía en el barrio. Me dijo que era de Montana. Me acordé de una noche desgraciada que había pasado en Cheyenne, Wyoming, que está bas- tante cerca de Montana. Finalmente salí y regresó al callejón.

Me acerqué al bote de basura y miré dentro. Aún seguía allí: la caja gris y oblonga. No parecía vacía. Me la metí por el cuello de la camisa y la solté; cayó, se deslizó por mi pecho y fue a asentarse junto a mi barriga. Volví andando a casa.

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jueves, 2 de enero de 2014

"FACTÓTUM" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 78

El señor Manders se acercó adonde yo estaba trabajando, se paró allí y me observó. Yo estaba empaquetando un voluminoso pedido de pinturas y él se quedó allí mirándome. Manders había sido el primer dueño del almacén, pero su esposa se había fugado con un negro y él había empezado a beber. Bebió hasta arruinarse. Ahora era sólo un vendedor y otro hombre era el dueño del negocio.
—¿Está poniendo etiquetas de FRAGIL en estos paquetes?
—Sí.
—¿Lo empaqueta todo bien? ¿Con un buen relleno de papel de periódico y paja?
—Creo que lo hago bien.
—¿Tiene suficientes etiquetas de FRÁGIL?
—Sí, hay un cajón lleno debajo de este banco.
—¿Está seguro de que sabe lo que hace? Usted no tiene pinta de empleado de envíos.
—¿Y qué pinta debería de tener?
—Normalmente llevan delantales. Usted no lleva delantal.
—Ah.
—Los de Smith y Barnsley han llamado para decir que han recibido rota una jarra de

cola en un envío.
No contesté.
—Si se le acaban las etiquetas de FRÁGIL, dígamelo.
—Cómo no.
Manders se fue andando por el pasillo. Entonces se paró, se dio la vuelta y me miró.
Corté algo de cinta adhesiva del rollo y con especial cuidado precinté el paquete. Manders se

volvió y siguió caminando.
Bud vino corriendo.
—¿Cuántos bastidores de metro y medio hay disponibles?
—Ninguno.
—Hay un tío que quiere cinco bastidores de metro y medio para ahora mismo. Los está
esperando. Hazlos rápidamente.

Se fue corriendo. Un bastidor es una plancha de contrachapado con un borde de goma. Se usa en serigrafía. Subí al ático y cogí una larga plancha de madera, señalé secciones de metro y medio y las serré. Luego empecé a taladrar agujeros en uno de los bordes. Colocabas la tira de goma después de taladrar unos agujeros. Luego tenías que pegar bien la goma de modo que quedase absolutamente recta y ajustada. Si el borde de goma no quedaba perfectamente recto y nivelado, el proceso de serigrafía no funcionaba. Y la puta goma tenía la manía de torcerse y levantarse y resistirse.

Bud volvió pasados tres minutos.
—¿Tienes ya listos esos bastidores?
—No.
Volvió corriendo a la parte delantera. Yo taladraba, apretaba tornillos, lijaba. Pasados

cinco minutos regresó de nuevo.
—¿Tienes ya listos esos bastidores?
—No.
Volvió a irse corriendo.
Tenía acabado un bastidor y estaba a mitad de otro cuando vino otra vez.
—Olvídalo ya, se ha marchado —dijo, y regresó caminando a la parte delantera...

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