Dos días más tarde, a las cuatro de la madrugada alguien llamó a la puerta.
—¿Quién es?
—Una gatita pelirroja.
Dejé entrar a Tammie. Se sentó y yo abrí un par de cervezas.
—Tengo mal aliento, tengo estos dos dientes jodidos. No puedes besarme.
—Está bien.
Hablamos. Bueno, yo escuché. Tammie estaba en anfetamina. Escuché y contemplé
su larga cabellera roja y cuando ella se distraía yo miraba y miraba aquel cuerpo. Pugnaba
por salir del vestido, pidiendo respirar fuera. Ella habló y habló. Yo no la toqué.
A las seis de la mañana Tammie me dio su dirección y número de teléfono.
—Tengo que irme —dijo.
—Te acompaño hasta el coche.
Era un Camaro de color rojo intenso, completamente abollado por todos lados. La parte delantera estaba hundida, un lado levantado y faltaban las ventanas. Dentro había trapos y blusas y cajas de kleenex y periódicos y cartones de leche y botellas de Coca-Cola y alambres y cuerdas y servilletas de papel y revistas y tazas de papel y zapatos y pajas de beber de múltiples colores. Esta masa de material estaba apilada por encima del nivel de los asientos y llegaba a cubrirlos. Sólo la zona del conductor tenía algo de espacio libre.
Tammie sacó la cabeza por la ventanilla y nos besamos.
Luego se puso en marcha y cuando llegó a la esquina ya iba a unos 70 kilómetros
por hora. Pegó un pisotón a los frenos y el Camaro se bamboleó arriba y abajo. Volví a entrar en casa.
Me fui a la cama y pensé en su pelo. Nunca había conocido a una pelirroja de
verdad. Era como fuego.
Como luz celestial, pensé.
De alguna manera su cara no me parecía ya tan recia...
jueves, 30 de septiembre de 2010
miércoles, 29 de septiembre de 2010
VERDAD poema de CHARLES BUKOWSKI
Una de las mejores líneas de Lorca
es,
"agonía, siempre
agonía…"
piensa en esto cuando
mates una
cucaracha o
recojas un hoja para
afeitarte
despertando en la mañana
para
enfrentar el
sol.
Charles Bukowski
es,
"agonía, siempre
agonía…"
piensa en esto cuando
mates una
cucaracha o
recojas un hoja para
afeitarte
despertando en la mañana
para
enfrentar el
sol.
Charles Bukowski
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POEMAS BUKOWSKI
martes, 28 de septiembre de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 41
Aquella noche empecé a beber. No iba a ser fácil estar sin Katherine. Encontré
algunas cosas que se había dejado, pendientes, una pulsera.
Tengo que volver a la máquina de escribir, pensé. El arte exige disciplina.
Cualquier gilipollas puede perder el culo por una falda. Bebí, pensando en ello.
A las dos y diez de la madrugada sonó el teléfono. Estaba bebiendo mi última
cerveza.
—¿Hola?
—Hola —era la voz de una mujer, joven.
—¿Sí?
—¿Eres Henry Chinaski?
—Sí.
—Mi amiga es una admiradora tuya. Es su cumpleaños y le dije que te telefonearía.
Nos sorprendió encontrar tu número en la guía.
—Estoy en ella.
—Bueno, es su cumpleaños y pensé que estaría bien si pudiéramos ir a verte.
—De acuerdo.
—Le dije a Arlene que probablemente tendrás alguna mujer en tu casa.
—Soy un anacoreta.
—¿Entonces podemos pasarnos?
Les di mi dirección.
—Sólo una cosa. Me he quedado sin cerveza.
—Conseguiremos algo de cerveza. Yo me llamo Tammie.
—Son más de las dos de la madrugada.
—Conseguiremos cerveza. Una raja puede conseguir maravillas.
Llegaron veinte minutos más tarde con las rajas pero sin la cerveza.
—Ese hijo de puta —dijo Arlene—. Antes siempre nos las había dado. Esta vez
parece que se acojonó.
—Que le den por el culo —dijo Tammie.
Se sentaron las dos y proclamaron sus edades.
—Yo tengo 32 —dijo Arlene.
—Yo tengo 23 —dijo Tammie.
—Juntad vuestras edades y tendréis la mía —dije yo.
El pelo de Arlene era largo y negro. Se sentó en el sillón junto a la ventana y se puso a peinarse y a maquillarse, mirándose en un gran espejo plateado y hablando sin parar. Obviamente estaba colocada con pastillas. Tammie tenía un cuerpo cercano a la perfección y una larga cabellera pelirroja natural. También iba de pastillas, pero no estaba tan colocada.
—El polvo te costará cien dólares —dijo Tammie.
—Paso.
Tammie era como muchas mujeres a los veintipocos años. Su cara tenía aire de
tiburón. Entonces me gustó poco.
Se fueron hacia las tres y media de la mañana y yo me fui a la cama solo.
algunas cosas que se había dejado, pendientes, una pulsera.
Tengo que volver a la máquina de escribir, pensé. El arte exige disciplina.
Cualquier gilipollas puede perder el culo por una falda. Bebí, pensando en ello.
A las dos y diez de la madrugada sonó el teléfono. Estaba bebiendo mi última
cerveza.
—¿Hola?
—Hola —era la voz de una mujer, joven.
—¿Sí?
—¿Eres Henry Chinaski?
—Sí.
—Mi amiga es una admiradora tuya. Es su cumpleaños y le dije que te telefonearía.
Nos sorprendió encontrar tu número en la guía.
—Estoy en ella.
—Bueno, es su cumpleaños y pensé que estaría bien si pudiéramos ir a verte.
—De acuerdo.
—Le dije a Arlene que probablemente tendrás alguna mujer en tu casa.
—Soy un anacoreta.
—¿Entonces podemos pasarnos?
Les di mi dirección.
—Sólo una cosa. Me he quedado sin cerveza.
—Conseguiremos algo de cerveza. Yo me llamo Tammie.
—Son más de las dos de la madrugada.
—Conseguiremos cerveza. Una raja puede conseguir maravillas.
Llegaron veinte minutos más tarde con las rajas pero sin la cerveza.
—Ese hijo de puta —dijo Arlene—. Antes siempre nos las había dado. Esta vez
parece que se acojonó.
—Que le den por el culo —dijo Tammie.
Se sentaron las dos y proclamaron sus edades.
—Yo tengo 32 —dijo Arlene.
—Yo tengo 23 —dijo Tammie.
—Juntad vuestras edades y tendréis la mía —dije yo.
El pelo de Arlene era largo y negro. Se sentó en el sillón junto a la ventana y se puso a peinarse y a maquillarse, mirándose en un gran espejo plateado y hablando sin parar. Obviamente estaba colocada con pastillas. Tammie tenía un cuerpo cercano a la perfección y una larga cabellera pelirroja natural. También iba de pastillas, pero no estaba tan colocada.
—El polvo te costará cien dólares —dijo Tammie.
—Paso.
Tammie era como muchas mujeres a los veintipocos años. Su cara tenía aire de
tiburón. Entonces me gustó poco.
Se fueron hacia las tres y media de la mañana y yo me fui a la cama solo.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
lunes, 27 de septiembre de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 40
Katherine se quedó cuatro o cinco días más. Había llegado el tiempo del mes en que joder le resultaba arriesgado. Yo no podía soportar los condones. Katherine compró algo de crema anticonceptiva. Mientras tanto, la policía había recuperado mi Volkswagen. Fuimos adonde estaba depositado. Estaba intacto y con buen aspecto a excepción de la batería, que estaba descargada. Lo dejé en un taller le Hollywood donde lo pusieron a punto. Después de un largo adiós en la cama, llevé a Katherine al aeropuerto en el Volks azul. Vuelo TRV n.° 469.
No fue un día feliz para mí. No nos dijimos gran cosa. Llamaron a su vuelo y nos
besamos.
—Eh, que va a ver todo el mundo a esta jovencita besando a este viejo.
—No me importa un carajo...
Katherine me besó otra vez.
—Vas a perder tu vuelo —dije.
—Ven a verme, Hank. Tengo una bonita casa. Vivo sola. Ven a verme.
—Lo haré.
—¡Escribe!
—Lo haré.
Katherine se fue por el túnel de embarque y desapareció. Volví al aparcamiento, subí al Volkswagen y pensé, todavía tengo esto. Qué coño, no lo he perdido todo. Puse en marcha el motor.
No fue un día feliz para mí. No nos dijimos gran cosa. Llamaron a su vuelo y nos
besamos.
—Eh, que va a ver todo el mundo a esta jovencita besando a este viejo.
—No me importa un carajo...
Katherine me besó otra vez.
—Vas a perder tu vuelo —dije.
—Ven a verme, Hank. Tengo una bonita casa. Vivo sola. Ven a verme.
—Lo haré.
—¡Escribe!
—Lo haré.
Katherine se fue por el túnel de embarque y desapareció. Volví al aparcamiento, subí al Volkswagen y pensé, todavía tengo esto. Qué coño, no lo he perdido todo. Puse en marcha el motor.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
domingo, 26 de septiembre de 2010
GUERRA Y PAZ de CHARLES BUKOWSKI
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VÍDEOS BUKOWSKI
sábado, 25 de septiembre de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 39
La noche siguiente vinieron Bobby y Valerie. Se habían mudado recientemente a mi bloque de apartamentos y ahora vivían cruzado el patio. Bobby llevaba su niki ajustado. Siempre le quedaba toda la ropa perfectamente ajustada, los pantalones cómodos y con la largura exacta, los zapatos a juego y el pelo bien peinado. Valerie también vestía bien pero no tan conscientemente. La gente los llamaba «Los muñequitos Barbie». Valerie estaba muy bien cuando te quedabas con ella a solas, era inteligente, muy energética y de lo más honesto. Bobby, también, era mucho más humano cuando nos quedábamos a solas él y yo, pero cuando una mujer nueva andaba alrededor se volvía estúpido y muy obvio. Dirigía toda su atención y conversación hacia esa mujer, como si su presencia fuera una cosa interesante y maravillosa, pero su conversación se hacía predecible e idiota. Me preguntaba cómo se lo tomaría Katherine.
Se sentaron. Yo estaba en un sillón cerca de la ventana y Valerie se sentó entre Bobby y Katherine en el sofá. Bobby empezó. Se inclinó hacia delante e ignorando a Valerie dirigió su atención a Katherine.
—¿Te gusta Los Ángeles? —preguntó.
—Está bien —contestó Katherine.
—¿Te vas a quedar mucho tiempo?
—Un tiempo.
—¿Eres de Texas?
—Sí.
—¿Tus padres son de Texas?
—Sí.
—¿Hay algo interesante en la televisión por allí?
—Más o menos lo mismo.
—Yo tengo un tío en Texas.
—Oh.
—Sí, vive en Dallas.
Katherine no contestó. Entonces dijo:
—Perdona, voy a hacer un sandwich. ¿Quiere alguien algo?
Dijimos que no queríamos. Katherine se levantó y fue a la cocina. Bobby se levantó
y la siguió. No se podía oír muy bien lo que decían, pero se podía asegurar que le estaba haciendo más preguntas, Valerie miraba al suelo. Katherine y Bobby pasaron mucho tiempo en la cocina. De repente Valerie levantó la cabeza y comenzó a hablarme. Hablaba muy rápido y de modo nervioso.
—Valerie —interrumpí—, no necesitamos hablar, no tenemos por qué hablar.
Volvió a bajar la cabeza.
Entonces dije:
—Eh, tíos, lleváis ahí un buen rato. ¿Estáis encerando el suelo?
Bobby se rió y empezó a zapatear en el suelo con ritmo.
Finalmente Katherine salió, seguida por Bobby. Se acercó a mí y me enseñó su sandwich: mantequilla de cacahuete sobre copos de trigo con plátano en rodajas y semillas de sésamo.
—Tiene buena pinta —le dije.
Se sentó y comenzó a comerse el sandwich. Todo estaba tranquilo. Siguió
tranquilo. Entonces Bobby dijo:
—Bueno, creo que mejor nos vamos...
Se fueron. Después de que se cerrara la puerta Katherine me miró y dijo:
—No pienses nada, Hank. Sólo estaba tratando de impresionarme.
—Lo ha hecho con todas las mujeres que he conocido desde que le conozco.
Sonó el teléfono. Era Bobby.
—Hey, tío. ¿Qué le has hecho a mi mujer?
—¿Qué pasa?
—Está ahísentada, está completamente deprimida. ¡No quiere hablar!
—Yo no le he hecho nada a tu mujer.
—¡No lo entiendo!
—Buenas noches, Bobby.
Colgué.
—Era Bobby —le dije a Katherine—, su mujer está deprimida.
—¿De verdad?
—Eso parece.
—¿Seguro que no quieres un sandwich?
—¿Puedes hacerme uno igual que el tuyo?
—Oh, sí.
—Eso tomaré.
Se sentaron. Yo estaba en un sillón cerca de la ventana y Valerie se sentó entre Bobby y Katherine en el sofá. Bobby empezó. Se inclinó hacia delante e ignorando a Valerie dirigió su atención a Katherine.
—¿Te gusta Los Ángeles? —preguntó.
—Está bien —contestó Katherine.
—¿Te vas a quedar mucho tiempo?
—Un tiempo.
—¿Eres de Texas?
—Sí.
—¿Tus padres son de Texas?
—Sí.
—¿Hay algo interesante en la televisión por allí?
—Más o menos lo mismo.
—Yo tengo un tío en Texas.
—Oh.
—Sí, vive en Dallas.
Katherine no contestó. Entonces dijo:
—Perdona, voy a hacer un sandwich. ¿Quiere alguien algo?
Dijimos que no queríamos. Katherine se levantó y fue a la cocina. Bobby se levantó
y la siguió. No se podía oír muy bien lo que decían, pero se podía asegurar que le estaba haciendo más preguntas, Valerie miraba al suelo. Katherine y Bobby pasaron mucho tiempo en la cocina. De repente Valerie levantó la cabeza y comenzó a hablarme. Hablaba muy rápido y de modo nervioso.
—Valerie —interrumpí—, no necesitamos hablar, no tenemos por qué hablar.
Volvió a bajar la cabeza.
Entonces dije:
—Eh, tíos, lleváis ahí un buen rato. ¿Estáis encerando el suelo?
Bobby se rió y empezó a zapatear en el suelo con ritmo.
Finalmente Katherine salió, seguida por Bobby. Se acercó a mí y me enseñó su sandwich: mantequilla de cacahuete sobre copos de trigo con plátano en rodajas y semillas de sésamo.
—Tiene buena pinta —le dije.
Se sentó y comenzó a comerse el sandwich. Todo estaba tranquilo. Siguió
tranquilo. Entonces Bobby dijo:
—Bueno, creo que mejor nos vamos...
Se fueron. Después de que se cerrara la puerta Katherine me miró y dijo:
—No pienses nada, Hank. Sólo estaba tratando de impresionarme.
—Lo ha hecho con todas las mujeres que he conocido desde que le conozco.
Sonó el teléfono. Era Bobby.
—Hey, tío. ¿Qué le has hecho a mi mujer?
—¿Qué pasa?
—Está ahísentada, está completamente deprimida. ¡No quiere hablar!
—Yo no le he hecho nada a tu mujer.
—¡No lo entiendo!
—Buenas noches, Bobby.
Colgué.
—Era Bobby —le dije a Katherine—, su mujer está deprimida.
—¿De verdad?
—Eso parece.
—¿Seguro que no quieres un sandwich?
—¿Puedes hacerme uno igual que el tuyo?
—Oh, sí.
—Eso tomaré.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
viernes, 24 de septiembre de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 38
Por suerte tenía un seguro de automóvil que te pagaba un coche de alquiler. Llevé a Katherine en él al hipódromo. Nos sentamos en las tribunas de sol de Hollywood Park cercanos a la curva. Katherine dijo que no quería apostar, pero la llevé dentro y le enseñé el panel totalizador y las ventanillas de apuestas.
Yo puse 5 a ganador a un ejemplar a 7 a 2 de estirón temprano, mi tipo favorito de caballo. Yo siempre pensaba que si ibas a perder era igual perder yendo en cabeza; tenías la carrera ganada hasta que otro venía a quitártela. El caballo se mantuvo de punta por los palos y al final consiguió llegar. Pagaron a 9,40 dólares y yo conseguí 17,50 limpios.
A la siguiente carrera ella se quedó en su asiento mientras yo iba a apostar. Cuando
regresé ella me señaló a un hombre sentado dos filas más abajo.
—¿Ves a ese hombre?
—Sí.
—Me ha dicho que ganó 2.000 dólares ayer y que hoy lleva ya ganados 25.000.
—¿No quieres apostar? Quizás todos podamos ganar.
—Oh, no, no sé nada de esto.
—Es muy simple: tú les das un dólar y ellos te devuelven 84 centavos. Lo llaman «el porcentaje». El estado y el hipódromo se lo reparten. No les importaqu ién gane la carrera, su porcentaje está fuera del total en juego.
En la segunda carrera, mi caballo, un favorito a 8 a 5, quedó segundo. Un
rematador lo había superado por un hocico en la llegada. Pagó 48,50 dólares.
El hombre dos filas más abajo se volvió y miró a Katherine.
—Lo llevaba apostado —le dijo—. Había puesto diez a ese hocico.
—Oooh —le dijo ella, sonriendo—, eso está bien.
Estudié la tercera carrera, una prueba para potros y potrancas de dos años. A cinco minutos de cerrar examiné el totalizador y fui a apostar. Mientras bajaba vi de reojo cómo el hombre dos filas más abajo se daba la vuelta y comenzaba a hablar con Katherine. Siempre había por lo menos una docena de ellos todos los días en el hipódromo, contando a las mujeres atractivas lo grandes ganadores que eran, con la esperanza de lograr de algún modo acabar en la cama con ellas. Quizás ni siquiera esperasen tanto; puede que sólo esperaran vagamente algo sin estar muy seguros de qué. Estaban poseídos y enloquecidos por el vértigo, ¿quién podía odiarles? Grandes ganadores, pero si les veías apostar, siempre estaban en las ventanillas de 2 dólares, con sus zapatos desgastados por las suelas y su vestimenta sucia. Lo más bajo de la escoria.
Me decidí por lo más fácil y aposté al favorito, que ganó por 6 cuerpos y pagó a 4
dólares, pero yo le había puesto diez a ganador. El tipo se volvió y le dijo a Katherine:
—Lo tenía. 100 dólares a ganador.
Katherine no contestó. Estaba empezando a comprender. Los ganadores no abrían
nunca la boca. Tenían miedo de ser asesinados en el patio de estacionamiento.
Después de la cuarta carrera, con un ganador a 22,80 dólares, se dio otra vez la
vuelta y le dijo a Katherine:
—Ese lo llevaba, diez a tocateja.
Ella me miró:
—Tiene la cara amarilla. Hank. ¿Has visto sus ojos? Está enfermo,
—Está enfermo en el sueño. Todos estamos metidos en la enfermedad del sueño,
por eso estamos aquí.
—Hank, vámonos.
—De acuerdo.
Aquella noche ella se bebió media botella de vino tinto, buen vino, y la vi triste y calmada. Supe que me estaba conectando con la gente del hipódromo y la multitud del boxeo, y era verdad, yo estaba con ellos, era uno de ellos. Katherine sabía que había algo en mí que pasaba de todo lo que podía considerarse saludable. Yo estaba sumergido en todas las cosas supuestamente malas: me gustaba beber, era un vago, no tenía dios ni conciencia política, ideas, ideales. Estaba metido en la inanidad más completa; una especie de no-ser, y lo aceptaba. Eso no podía hacerme una persona muy interesante. Yo no quería ser interesante, de todos modos, era algo muy duro. Lo único que quería realmente era un lugar blando e impreciso donde poder vivir y donde me dejaran tranquilo. Por otro lado, cuando me emborrachaba pegaba gritos, me volvía loco, perdía todo tipo de control. Un comportamiento no pegaba mucho con el otro. No me importaba. Aquella noche el sexo estuvo muy bien, pero fue la noche que la perdí. No había nada que pudiera hacer para remediarlo. Me eché a un lado y me limpié con la sábana mientras ella se iba al baño. Arriba, un helicóptero de la policía sobrevolaba Hollywood.
Yo puse 5 a ganador a un ejemplar a 7 a 2 de estirón temprano, mi tipo favorito de caballo. Yo siempre pensaba que si ibas a perder era igual perder yendo en cabeza; tenías la carrera ganada hasta que otro venía a quitártela. El caballo se mantuvo de punta por los palos y al final consiguió llegar. Pagaron a 9,40 dólares y yo conseguí 17,50 limpios.
A la siguiente carrera ella se quedó en su asiento mientras yo iba a apostar. Cuando
regresé ella me señaló a un hombre sentado dos filas más abajo.
—¿Ves a ese hombre?
—Sí.
—Me ha dicho que ganó 2.000 dólares ayer y que hoy lleva ya ganados 25.000.
—¿No quieres apostar? Quizás todos podamos ganar.
—Oh, no, no sé nada de esto.
—Es muy simple: tú les das un dólar y ellos te devuelven 84 centavos. Lo llaman «el porcentaje». El estado y el hipódromo se lo reparten. No les importaqu ién gane la carrera, su porcentaje está fuera del total en juego.
En la segunda carrera, mi caballo, un favorito a 8 a 5, quedó segundo. Un
rematador lo había superado por un hocico en la llegada. Pagó 48,50 dólares.
El hombre dos filas más abajo se volvió y miró a Katherine.
—Lo llevaba apostado —le dijo—. Había puesto diez a ese hocico.
—Oooh —le dijo ella, sonriendo—, eso está bien.
Estudié la tercera carrera, una prueba para potros y potrancas de dos años. A cinco minutos de cerrar examiné el totalizador y fui a apostar. Mientras bajaba vi de reojo cómo el hombre dos filas más abajo se daba la vuelta y comenzaba a hablar con Katherine. Siempre había por lo menos una docena de ellos todos los días en el hipódromo, contando a las mujeres atractivas lo grandes ganadores que eran, con la esperanza de lograr de algún modo acabar en la cama con ellas. Quizás ni siquiera esperasen tanto; puede que sólo esperaran vagamente algo sin estar muy seguros de qué. Estaban poseídos y enloquecidos por el vértigo, ¿quién podía odiarles? Grandes ganadores, pero si les veías apostar, siempre estaban en las ventanillas de 2 dólares, con sus zapatos desgastados por las suelas y su vestimenta sucia. Lo más bajo de la escoria.
Me decidí por lo más fácil y aposté al favorito, que ganó por 6 cuerpos y pagó a 4
dólares, pero yo le había puesto diez a ganador. El tipo se volvió y le dijo a Katherine:
—Lo tenía. 100 dólares a ganador.
Katherine no contestó. Estaba empezando a comprender. Los ganadores no abrían
nunca la boca. Tenían miedo de ser asesinados en el patio de estacionamiento.
Después de la cuarta carrera, con un ganador a 22,80 dólares, se dio otra vez la
vuelta y le dijo a Katherine:
—Ese lo llevaba, diez a tocateja.
Ella me miró:
—Tiene la cara amarilla. Hank. ¿Has visto sus ojos? Está enfermo,
—Está enfermo en el sueño. Todos estamos metidos en la enfermedad del sueño,
por eso estamos aquí.
—Hank, vámonos.
—De acuerdo.
Aquella noche ella se bebió media botella de vino tinto, buen vino, y la vi triste y calmada. Supe que me estaba conectando con la gente del hipódromo y la multitud del boxeo, y era verdad, yo estaba con ellos, era uno de ellos. Katherine sabía que había algo en mí que pasaba de todo lo que podía considerarse saludable. Yo estaba sumergido en todas las cosas supuestamente malas: me gustaba beber, era un vago, no tenía dios ni conciencia política, ideas, ideales. Estaba metido en la inanidad más completa; una especie de no-ser, y lo aceptaba. Eso no podía hacerme una persona muy interesante. Yo no quería ser interesante, de todos modos, era algo muy duro. Lo único que quería realmente era un lugar blando e impreciso donde poder vivir y donde me dejaran tranquilo. Por otro lado, cuando me emborrachaba pegaba gritos, me volvía loco, perdía todo tipo de control. Un comportamiento no pegaba mucho con el otro. No me importaba. Aquella noche el sexo estuvo muy bien, pero fue la noche que la perdí. No había nada que pudiera hacer para remediarlo. Me eché a un lado y me limpié con la sábana mientras ella se iba al baño. Arriba, un helicóptero de la policía sobrevolaba Hollywood.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
jueves, 23 de septiembre de 2010
QUE RISA de CHARLES BUKOWSKI
Sería bueno salir
de aquí,
irse,
reventar, huir
de los recuerdos de todo
esto,
pero quedarse tiene su
sabor también:
todas esas nenas que
creían estar
muy fuertes
y ahora viven en sucios
apartamentos
mientras esperan
el próximo capítulo
de la telenovela,
y todos esos tipos
ésos que de veras
creían
que iban a conseguirlo,
sonriendo en el
álbum del colegio con sus
caritas lozanas,
ahora son
policías,
empleados,
encargados del puesto
de tacos,
peones del hipódromo,
huellas en el
polvo.
es bueno quedarse
por aquí
y ver qué
les pasó a
los demás - sólo que
cuando vayas
al baño,
evita el
espejo
y
no mires
lo que el agua
se lleva
cuando tiras
la cadena.
de aquí,
irse,
reventar, huir
de los recuerdos de todo
esto,
pero quedarse tiene su
sabor también:
todas esas nenas que
creían estar
muy fuertes
y ahora viven en sucios
apartamentos
mientras esperan
el próximo capítulo
de la telenovela,
y todos esos tipos
ésos que de veras
creían
que iban a conseguirlo,
sonriendo en el
álbum del colegio con sus
caritas lozanas,
ahora son
policías,
empleados,
encargados del puesto
de tacos,
peones del hipódromo,
huellas en el
polvo.
es bueno quedarse
por aquí
y ver qué
les pasó a
los demás - sólo que
cuando vayas
al baño,
evita el
espejo
y
no mires
lo que el agua
se lleva
cuando tiras
la cadena.
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POEMAS BUKOWSKI
miércoles, 22 de septiembre de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 37
Yo a las mujeres las llevaba bien a los combates de boxeo, bien al hipódromo. Aquel jueves por la noche llevé a Katherine a una velada boxística en el Olympic. Nunca había asistido a un combate en vivo. Llegamos allí antes del primer combate y nos sentamos en primera fila de ring. Yo bebía cerveza, fumaba y esperaba.
—Es extraño —le dije—, toda esta gente sentada aquí esperando a que dos
hombres suban ahí a ese ring a tratar de noquear al otro a golpes.
—Parece algo desagradable.
—Este sitio fue construido hace mucho tiempo —le dije mientras ella contemplaba el viejo foro—. Hay sólo dos servicios. Uno para los hombres y otro para las mujeres, y son minúsculos. Así que intenta ir antes o después de los descansos.
—Muy bien.
El Olympic era frecuentado sobre todo por latinos y trabajadores blancos de medio pelo, junto a unas pocas estrellas de cine y celebridades. Había muchos boxeadores mexicanos muy buenos, que peleaban con todo su corazón. Las únicas malas peleas eran cuando boxeaban negros o blancos, especialmente los pesos pesados.
Estar allí con Katherine era algo extraño. Las relaciones humanas eran extrañas. Quiero decir que pasabas un tiempo con una persona, comiendo, durmiendo y viviendo con ella, amándola, hablando con ella, yendo a los sitios juntos y, de repente, todo cesaba. Luego había un corto período de tiempo durante el cual no estabas con nadie, pero entonces otra mujer aparecía y tú comías con ella y jodían con ella y todo parecía-tan normal como si hubieses estado esperando a que llegara y ella hubiese estado esperándote a ti. A mí nunca me parecía bien estar solo, algunas veces no me sentía mal, pero nunca me parecía bien.
La primera pelea fue una de las buenas, con mucha sangre y coraje. Un escritor tenía mucho que aprender en los combates de boxeo o en el hipódromo. El mensaje no era del todo claro pero a mí me ayudaba. Esto era lo principal: el mensaje no era definible. Era inexpresable, como una casa ardiendo, o un terremoto, o una inundación, o una mujer saliendo de un coche mostrando sus piernas. Yo no sabía lo que otros escritores podrían necesitar; no me importaba, de cualquier modo era incapaz de leerlos. Estaba encerrado en mis propios hábitos, mis propios prejuicios. No era malo ser un bobo si la ignorancia era todo lo que tenías. Sabía que algún día escribiría sobre Katherine y que sería duro. Era fácil escribir sobre zorras, pero escribir sobre una mujer de excepción era mucho más difícil.
La segunda pelea también fue buena. La muchedumbre rugía y se desgañitaba y trasegaba cerveza. Habían escapado temporalmente de fábricas, almacenes, mataderos, garajes de limpieza de coches... volverían a la cautividad al siguiente día, peroa ho ra estaban fuera, enardecidos por la libertad. No estaban pensando en la esclavitud de la pobreza, ni en la esclavitud de la beneficencia y los sellos de comida. El resto de nosotros
viviría tranquilo hasta que los pobres aprendiesen a construir bombas atómicas en sus
sótanos.Todos los combates fueron buenos. Me levanté y fui al retrete. Cuando volví,
Katherine estaba muy seria. Más parecía que estuviese presenciando un ballet o un
concierto. Parecía tan delicada y aun así tenía un polvo tan maravilloso.
Yo seguí bebiendo y Katherine me agarraba de la mano cada vez que una pelea se hacía excepcionalmente brutal. La multitud adoraba los noqueamientos. Prorrumpían en salvajes ovaciones cada vez que uno de los combatientes abandonaba el mundo de las luces.E llo s propinaban aquellos golpes. Tal vez estaban zurrando a sus patrones o a sus mujeres. ¿Quién podía saberlo? ¿A quién le importaba? Más cerveza.
Sugerí a Katherine que nos fuéramos antes del final. Yo ya tenía bastante.
—De acuerdo —dijo ella.
Subimos por el estrecho pasillo, con el aire azul de humo. No se produjeron silbidos ni gestos obscenos. Mi cara triturada y llena de cicatrices era a veces una garantía de tranquilidad.
Bajamos al pequeño aparcamiento debajo de la autopista. El Volkswagen no estaba
allí. El modelo del 67 era el último buen Volkswagen, y los jovenzuelos lo sabían.
—Hepburn, nos han robado el jodido coche.
—Oh, Hank, seguramente no.
—Ha desaparecido. Estaba aquí aparcado —señalé—, y ahora ya no está.
—Hank, ¿qué vamos a hacer?
—Cogeremos un taxi. Me siento mal de verdad.
—¿Por qué hace la gente estas cosas?
—Tienen que hacerlo. Es su manera de escapar.
Entramos en un café y llamé un taxi por teléfono. Pedimos un café y unas rosquillas. Mientras presenciábamos los combates alguien había estado abriendo la cerradura y haciendo un puente en mi coche. Yo tenía un dicho: «Llevaros a mi mujer, pero dejar mi coche». Nunca mataría a un hombre que se llevara a mi mujer; mataría sin contemplaciones a aquel que se llevara mi coche.
Vino el taxi. En mi casa, afortunadamente, había cerveza y algo de vodka. Había desistido de toda esperanza de mantenerme lo suficientemente sobrio para poder hacer el amor. Katherine lo sabía. Estuve dando vueltas de un lado a otro hablando de mi Volkswagen azul del 67. El último modelo bueno. Ni siquiera podía llamar a la policía. Estaba demasiado borracho. Tenía que esperar hasta por la mañana, hasta mediodía.
—Hepburn —le dije—, no es culpa tuya,tú no lo robaste.
—Ojalá hubiera sido así. Ahora lo tendrías.
Pensé en dos o tres jovencitos corriendo mi angelito azul por toda la autopista de la costa, fumando droga, riéndose, descapotándolo. Luego pensé en todas las chatarrerías de la avenida Santa Fe. Montañas de parachoques, parabrisas, portezuelas, piezas de motor, neumáticos, ruedas, volantes, llantas, asientos, frenos, radios, pistones, válvulas, carburadores, palancas de cambio, transmisiones, ejes... mi coche pronto iba a ser sólo una pila de accesorios.
Aquella noche dormí pegado a Katherine, pero mi corazón estaba entristecido y
frío.
—Es extraño —le dije—, toda esta gente sentada aquí esperando a que dos
hombres suban ahí a ese ring a tratar de noquear al otro a golpes.
—Parece algo desagradable.
—Este sitio fue construido hace mucho tiempo —le dije mientras ella contemplaba el viejo foro—. Hay sólo dos servicios. Uno para los hombres y otro para las mujeres, y son minúsculos. Así que intenta ir antes o después de los descansos.
—Muy bien.
El Olympic era frecuentado sobre todo por latinos y trabajadores blancos de medio pelo, junto a unas pocas estrellas de cine y celebridades. Había muchos boxeadores mexicanos muy buenos, que peleaban con todo su corazón. Las únicas malas peleas eran cuando boxeaban negros o blancos, especialmente los pesos pesados.
Estar allí con Katherine era algo extraño. Las relaciones humanas eran extrañas. Quiero decir que pasabas un tiempo con una persona, comiendo, durmiendo y viviendo con ella, amándola, hablando con ella, yendo a los sitios juntos y, de repente, todo cesaba. Luego había un corto período de tiempo durante el cual no estabas con nadie, pero entonces otra mujer aparecía y tú comías con ella y jodían con ella y todo parecía-tan normal como si hubieses estado esperando a que llegara y ella hubiese estado esperándote a ti. A mí nunca me parecía bien estar solo, algunas veces no me sentía mal, pero nunca me parecía bien.
La primera pelea fue una de las buenas, con mucha sangre y coraje. Un escritor tenía mucho que aprender en los combates de boxeo o en el hipódromo. El mensaje no era del todo claro pero a mí me ayudaba. Esto era lo principal: el mensaje no era definible. Era inexpresable, como una casa ardiendo, o un terremoto, o una inundación, o una mujer saliendo de un coche mostrando sus piernas. Yo no sabía lo que otros escritores podrían necesitar; no me importaba, de cualquier modo era incapaz de leerlos. Estaba encerrado en mis propios hábitos, mis propios prejuicios. No era malo ser un bobo si la ignorancia era todo lo que tenías. Sabía que algún día escribiría sobre Katherine y que sería duro. Era fácil escribir sobre zorras, pero escribir sobre una mujer de excepción era mucho más difícil.
La segunda pelea también fue buena. La muchedumbre rugía y se desgañitaba y trasegaba cerveza. Habían escapado temporalmente de fábricas, almacenes, mataderos, garajes de limpieza de coches... volverían a la cautividad al siguiente día, peroa ho ra estaban fuera, enardecidos por la libertad. No estaban pensando en la esclavitud de la pobreza, ni en la esclavitud de la beneficencia y los sellos de comida. El resto de nosotros
viviría tranquilo hasta que los pobres aprendiesen a construir bombas atómicas en sus
sótanos.Todos los combates fueron buenos. Me levanté y fui al retrete. Cuando volví,
Katherine estaba muy seria. Más parecía que estuviese presenciando un ballet o un
concierto. Parecía tan delicada y aun así tenía un polvo tan maravilloso.
Yo seguí bebiendo y Katherine me agarraba de la mano cada vez que una pelea se hacía excepcionalmente brutal. La multitud adoraba los noqueamientos. Prorrumpían en salvajes ovaciones cada vez que uno de los combatientes abandonaba el mundo de las luces.E llo s propinaban aquellos golpes. Tal vez estaban zurrando a sus patrones o a sus mujeres. ¿Quién podía saberlo? ¿A quién le importaba? Más cerveza.
Sugerí a Katherine que nos fuéramos antes del final. Yo ya tenía bastante.
—De acuerdo —dijo ella.
Subimos por el estrecho pasillo, con el aire azul de humo. No se produjeron silbidos ni gestos obscenos. Mi cara triturada y llena de cicatrices era a veces una garantía de tranquilidad.
Bajamos al pequeño aparcamiento debajo de la autopista. El Volkswagen no estaba
allí. El modelo del 67 era el último buen Volkswagen, y los jovenzuelos lo sabían.
—Hepburn, nos han robado el jodido coche.
—Oh, Hank, seguramente no.
—Ha desaparecido. Estaba aquí aparcado —señalé—, y ahora ya no está.
—Hank, ¿qué vamos a hacer?
—Cogeremos un taxi. Me siento mal de verdad.
—¿Por qué hace la gente estas cosas?
—Tienen que hacerlo. Es su manera de escapar.
Entramos en un café y llamé un taxi por teléfono. Pedimos un café y unas rosquillas. Mientras presenciábamos los combates alguien había estado abriendo la cerradura y haciendo un puente en mi coche. Yo tenía un dicho: «Llevaros a mi mujer, pero dejar mi coche». Nunca mataría a un hombre que se llevara a mi mujer; mataría sin contemplaciones a aquel que se llevara mi coche.
Vino el taxi. En mi casa, afortunadamente, había cerveza y algo de vodka. Había desistido de toda esperanza de mantenerme lo suficientemente sobrio para poder hacer el amor. Katherine lo sabía. Estuve dando vueltas de un lado a otro hablando de mi Volkswagen azul del 67. El último modelo bueno. Ni siquiera podía llamar a la policía. Estaba demasiado borracho. Tenía que esperar hasta por la mañana, hasta mediodía.
—Hepburn —le dije—, no es culpa tuya,tú no lo robaste.
—Ojalá hubiera sido así. Ahora lo tendrías.
Pensé en dos o tres jovencitos corriendo mi angelito azul por toda la autopista de la costa, fumando droga, riéndose, descapotándolo. Luego pensé en todas las chatarrerías de la avenida Santa Fe. Montañas de parachoques, parabrisas, portezuelas, piezas de motor, neumáticos, ruedas, volantes, llantas, asientos, frenos, radios, pistones, válvulas, carburadores, palancas de cambio, transmisiones, ejes... mi coche pronto iba a ser sólo una pila de accesorios.
Aquella noche dormí pegado a Katherine, pero mi corazón estaba entristecido y
frío.
ENLACE " CAPITULO 38 "
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martes, 21 de septiembre de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 36
Después de cenar volvimos a casa y charlamos. Ella era una adicta de la comida natural y no comía carne a excepción de pollo o pescado. La verdad es que le sentaba muy bien.
—Hank —me dijo—, mañana voy a limpiarte el baño.
—Muy bien —dije por encima de mi copa.
—Y tengo que hacer mis ejercicios todos los días. ¿Te molesta?
—No, no.
—¿Podrás escribir mientras yo estoy enredando por aquí?
—No hay problema.
—Puedo salir a pasear.
—No, sola no, en este barrio.
—No quiero interferir en tu escritura.
—No hay manera de que yo pare de escribir, es una forma de locura.
Katherine se acercó y se sentó a mi lado en el sofá. Parecía más una niña que una mujer. Dejé mi bebida y la besé, un beso largo. Sus labios estaban frescos y blandos. Su pelo marrón rojizo cegaba mi atención. Me aparté y volví a echar un trago. Ella me aturdía. Yo estaba acostumbrado a viles zorras borrachas.
Charlamos durante otra hora.
—Vámonos a dormir —le dije—, estoy cansado.
—Muy bien. Antes voy a prepararme —dijo ella.
Me quedé sentado bebiendo. Necesitaba beber más. Ella era simplemente
demasiado.
—Hank —dijo ella—, estoy en la cama.
—Bien.
Entré en el baño y me desnudé, me lavé los dientes, la cara y las manos. Había recorrido todo el camino desde Texas en un avión para verme y ahora estaba en mi cama, esperándome.
Yo no tenía pijama. Me dirigí a la cama. Ella llevaba un fino camisón.
—Hank —me dijo—, tenemos unos seis días en los que no habrá peligro, luego
tendremos que pensar en alguna otra cosa.
Entré en la cama con ella. La pequeña niña-mujer estaba lista. La atraje hacia mí. La suerte estaba otra vez de mi lado, los dioses me sonreían. Los besos se hicieron más intensos. Puse su mano en mi verga y luego le subí el camisón. Empecé a jugar con su coño. ¿Katherine con un coño? Se erigió el clítoris y lo acaricié con ternura, una y otra vez. Finalmente, la monté. Mi verga entró hasta la mitad. Era muy estrecha. Moví hacia delante y detrás y luego empujé. El resto de mi verga penetró. Era glorioso. Ella me apretó. Me moví y seguía apretado. Traté de controlarme. Cesé las sacudidas y esperé a enfriarme un poco. La besé, abriendo sus labios, chupando su labio superior. Vi su cabellera desparramada por toda la almohada. Entonces desistí de intentar complacerla y simplemente la jodí, poseyéndola viciosamente. Era como un asesinato. No me importaba, mi polla se había vuelto loca. Todo aquel pelo, su cara núbil y hermosa. Era como violar a la Virgen María. Me corrí. Me corrí en su interior, agonizando, sintiendo cómo mi esperma se introducía en su cuerpo. Ella estaba indefensa y yo disparé mi éxtasis al interior último de su ser, cuerpo y alma, una y otra vez...
Más tarde nos dormimos. O Katherine se durmió. Yo la abrazaba por detrás. Por primera vez pensé en casarme. Sabía que indudablemente había todavía tachas en ella que no habían salido a la superficie. El comienzo de una relación siempre era lo más fácil. Después era cuando comenzaba el desenmascaramiento, que ya no para nunca. Era igual, seguí pensando en el matrimonio. Pensé en un hogar, un perro y un gato, la compra en el supermercado. Henry Chinaski estaba perdiendo los cojones. Y no importaba.
Finalmente me dormí. Cuando me desperté por la mañana, Katherine estaba sentada en el borde de la cama cepillándose toda aquella extensión de cabello marrón rojizo. Sus grandes ojos oscuros me observaron al despertarme.
—Katherine —dije—. ¿Te quieres casar conmigo?
—No, por favor —dijo ella—. No me gustan esas cosas.
—Lo digo en serio.
—¡Oh,mi erd a , Hank!
—¿Qué?
—He dicho «mierda» y si sigues hablando de esas cosas cojo el primer avión que
salga.
—Está bien.
—¿Hank?
—¿Sí?
Miré a Katherine. Ella seguía cepillándose el pelo. Sus grandes ojos oscuros me
miraron, estaba sonriendo. Dijo:
—¡Es solamentesexo , Hank, solamente sexo!
Entonces se rió a carcajadas. No era una risa sardónica, sino feliz. Se cepillaba el
pelo y yo puse mi brazo alrededor de su cintura y dejé descansar mi cabeza sobre su pierna.
No estaba bastante seguro de nada.
—Hank —me dijo—, mañana voy a limpiarte el baño.
—Muy bien —dije por encima de mi copa.
—Y tengo que hacer mis ejercicios todos los días. ¿Te molesta?
—No, no.
—¿Podrás escribir mientras yo estoy enredando por aquí?
—No hay problema.
—Puedo salir a pasear.
—No, sola no, en este barrio.
—No quiero interferir en tu escritura.
—No hay manera de que yo pare de escribir, es una forma de locura.
Katherine se acercó y se sentó a mi lado en el sofá. Parecía más una niña que una mujer. Dejé mi bebida y la besé, un beso largo. Sus labios estaban frescos y blandos. Su pelo marrón rojizo cegaba mi atención. Me aparté y volví a echar un trago. Ella me aturdía. Yo estaba acostumbrado a viles zorras borrachas.
Charlamos durante otra hora.
—Vámonos a dormir —le dije—, estoy cansado.
—Muy bien. Antes voy a prepararme —dijo ella.
Me quedé sentado bebiendo. Necesitaba beber más. Ella era simplemente
demasiado.
—Hank —dijo ella—, estoy en la cama.
—Bien.
Entré en el baño y me desnudé, me lavé los dientes, la cara y las manos. Había recorrido todo el camino desde Texas en un avión para verme y ahora estaba en mi cama, esperándome.
Yo no tenía pijama. Me dirigí a la cama. Ella llevaba un fino camisón.
—Hank —me dijo—, tenemos unos seis días en los que no habrá peligro, luego
tendremos que pensar en alguna otra cosa.
Entré en la cama con ella. La pequeña niña-mujer estaba lista. La atraje hacia mí. La suerte estaba otra vez de mi lado, los dioses me sonreían. Los besos se hicieron más intensos. Puse su mano en mi verga y luego le subí el camisón. Empecé a jugar con su coño. ¿Katherine con un coño? Se erigió el clítoris y lo acaricié con ternura, una y otra vez. Finalmente, la monté. Mi verga entró hasta la mitad. Era muy estrecha. Moví hacia delante y detrás y luego empujé. El resto de mi verga penetró. Era glorioso. Ella me apretó. Me moví y seguía apretado. Traté de controlarme. Cesé las sacudidas y esperé a enfriarme un poco. La besé, abriendo sus labios, chupando su labio superior. Vi su cabellera desparramada por toda la almohada. Entonces desistí de intentar complacerla y simplemente la jodí, poseyéndola viciosamente. Era como un asesinato. No me importaba, mi polla se había vuelto loca. Todo aquel pelo, su cara núbil y hermosa. Era como violar a la Virgen María. Me corrí. Me corrí en su interior, agonizando, sintiendo cómo mi esperma se introducía en su cuerpo. Ella estaba indefensa y yo disparé mi éxtasis al interior último de su ser, cuerpo y alma, una y otra vez...
Más tarde nos dormimos. O Katherine se durmió. Yo la abrazaba por detrás. Por primera vez pensé en casarme. Sabía que indudablemente había todavía tachas en ella que no habían salido a la superficie. El comienzo de una relación siempre era lo más fácil. Después era cuando comenzaba el desenmascaramiento, que ya no para nunca. Era igual, seguí pensando en el matrimonio. Pensé en un hogar, un perro y un gato, la compra en el supermercado. Henry Chinaski estaba perdiendo los cojones. Y no importaba.
Finalmente me dormí. Cuando me desperté por la mañana, Katherine estaba sentada en el borde de la cama cepillándose toda aquella extensión de cabello marrón rojizo. Sus grandes ojos oscuros me observaron al despertarme.
—Katherine —dije—. ¿Te quieres casar conmigo?
—No, por favor —dijo ella—. No me gustan esas cosas.
—Lo digo en serio.
—¡Oh,mi erd a , Hank!
—¿Qué?
—He dicho «mierda» y si sigues hablando de esas cosas cojo el primer avión que
salga.
—Está bien.
—¿Hank?
—¿Sí?
Miré a Katherine. Ella seguía cepillándose el pelo. Sus grandes ojos oscuros me
miraron, estaba sonriendo. Dijo:
—¡Es solamentesexo , Hank, solamente sexo!
Entonces se rió a carcajadas. No era una risa sardónica, sino feliz. Se cepillaba el
pelo y yo puse mi brazo alrededor de su cintura y dejé descansar mi cabeza sobre su pierna.
No estaba bastante seguro de nada.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
lunes, 20 de septiembre de 2010
DINOSAURIOS, NOSOTROS de CHARLES BUKOWSKI
Nacidos así
En esto
Mientras los rostros de tiza sonríen
Mientras la señora Muerte ríe
Mientras los ascensores se rompen
Mientras se disuelven los paisajes políticos
Mientras el muchacho de las bolsas del supermercado se recibe de la universidad
Mientras el pez aceitoso escupe su presa aceitosa
Mientras el sol se enmascara
Nacemos
Así
En esto
En medio de estas guerras dementes preparadas con esmero
Frente al frontis roto de los ventanales industriales del vacío
En bares donde ya nadie habla
En peleas a puñetazos que terminan en balaceras y cuchilladas
Nacidos en esto
En hospitales que son tan caros que es más barato morir
Entre abogados que cobran tanto que es más barato declararse culpable
En un país donde las cárceles están repletas y los manicomios cerrados
En un lugar donde las masas encumbran a los imbéciles a héroes con dinero
Nacidos en esto
Caminando y viviendo a través de esto
Muriendo por esto
Enmudecidos por esto
Castrados
Corrompidos
Desheredados
Por esto
Engañados por esto
Usados por esto
Meados por esto
Enloquecidos y enfermos por esto
Enfurecidos
Inhumanos
Por esto
El corazón se ennegrece
Los dedos rozan la garganta
El arma
El cuchillo
La bomba
Los dedos se abalanzan hacia un dios que no responde
Los dedos alcanzan la botella
La píldora
El polvo
Nacidos en este aburrimiento doloroso
Y los bancos serán incendiados
El dinero será inútil
Habrá crímenes impunes en la calle a plena luz del día
Habrá armas y un gentío errante
Tierra infértil
La comida tendrá un rendimiento decreciente
El poder nuclear será acabado
Por explosiones que sacudirán continuamente la tierra
Autómatas humanos enfermos de radiación acechándose
Los ricos y elegidos mirarán todo desde plataformas espaciales
El infierno de Dante parecerá un parque infantil ante esto
No se verá el sol y siempre será de noche
Los árboles morirán
Toda la vegetación morirá
Hombres enfermos de radiación comerán carne de hombres enfermos de radiación
El mar será envenenado
Se desvanecerán lagos y ríos
La lluvia será el nuevo oro
Cuerpos podridos de hombres y animales hediondos ante el viento oscuro
Los últimos sobrevivientes serán diezmados por nuevas y horribles enfermedades
Y las plataformas espaciales serán destruidas por la escasez
La desaparición de los suministros
El efecto natural de la decadencia
Y entonces el silencio más bello jamás oído
Habrá nacido de ello
Y allí el sol permanecerá oculto
Esperando el próximo capítulo
En esto
Mientras los rostros de tiza sonríen
Mientras la señora Muerte ríe
Mientras los ascensores se rompen
Mientras se disuelven los paisajes políticos
Mientras el muchacho de las bolsas del supermercado se recibe de la universidad
Mientras el pez aceitoso escupe su presa aceitosa
Mientras el sol se enmascara
Nacemos
Así
En esto
En medio de estas guerras dementes preparadas con esmero
Frente al frontis roto de los ventanales industriales del vacío
En bares donde ya nadie habla
En peleas a puñetazos que terminan en balaceras y cuchilladas
Nacidos en esto
En hospitales que son tan caros que es más barato morir
Entre abogados que cobran tanto que es más barato declararse culpable
En un país donde las cárceles están repletas y los manicomios cerrados
En un lugar donde las masas encumbran a los imbéciles a héroes con dinero
Nacidos en esto
Caminando y viviendo a través de esto
Muriendo por esto
Enmudecidos por esto
Castrados
Corrompidos
Desheredados
Por esto
Engañados por esto
Usados por esto
Meados por esto
Enloquecidos y enfermos por esto
Enfurecidos
Inhumanos
Por esto
El corazón se ennegrece
Los dedos rozan la garganta
El arma
El cuchillo
La bomba
Los dedos se abalanzan hacia un dios que no responde
Los dedos alcanzan la botella
La píldora
El polvo
Nacidos en este aburrimiento doloroso
Y los bancos serán incendiados
El dinero será inútil
Habrá crímenes impunes en la calle a plena luz del día
Habrá armas y un gentío errante
Tierra infértil
La comida tendrá un rendimiento decreciente
El poder nuclear será acabado
Por explosiones que sacudirán continuamente la tierra
Autómatas humanos enfermos de radiación acechándose
Los ricos y elegidos mirarán todo desde plataformas espaciales
El infierno de Dante parecerá un parque infantil ante esto
No se verá el sol y siempre será de noche
Los árboles morirán
Toda la vegetación morirá
Hombres enfermos de radiación comerán carne de hombres enfermos de radiación
El mar será envenenado
Se desvanecerán lagos y ríos
La lluvia será el nuevo oro
Cuerpos podridos de hombres y animales hediondos ante el viento oscuro
Los últimos sobrevivientes serán diezmados por nuevas y horribles enfermedades
Y las plataformas espaciales serán destruidas por la escasez
La desaparición de los suministros
El efecto natural de la decadencia
Y entonces el silencio más bello jamás oído
Habrá nacido de ello
Y allí el sol permanecerá oculto
Esperando el próximo capítulo
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POEMAS BUKOWSKI
domingo, 19 de septiembre de 2010
sábado, 18 de septiembre de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 35
Salí de la cafetería y observé el panel de llegadas. El avión llegaba a su hora. Katherine estaba en el cielo viniendo hacia mí. Me senté y aguardé. Enfrente mío había una mujer de muy buena catadura leyendo un periódico. Su vestido se le quedaba bastante subido alrededor de los muslos, enseñando toda aquella ijada, aquella pierna espléndida envuelta en nylon. ¿Por qué insistía en hacer eso? Yo estaba con un periódico, y espiaba por encima, subiendo por su vestido. Tenía unos muslos de fábula. ¿Quién estaría beneficiándose de aquellos muslos? Me sentía como un idiota fisgando de aquel modo, pero no podía remediarlo. Era un monumento. Una vez había sido una niñita, algún día estaría muerta, pero ahora me estaba enseñando la cima de sus piernas. La maldita calientapollas, le daría un centenar de embestidas. ¡Le daría veinticinco centímetros de púrpura palpitante! Cruzó sus piernas y el vestido se retrayó más aún. Levantó la vista de su periódico. Sus ojos se clavaron en los míos que miraban asomados por encima de mi periódico. Su expresión era de indiferencia. Abrió su bolso y sacó una barra de chicle, quitó la envoltura y se lo metió en la boca. Chicle verde. Empezó a mascar el chicle verde y yo contemplé su boca. No se bajaba la falda. Sabía sin embargo que yo estaba mirando. No había nada que yo pudiera hacer. Abrí mi cartera y saqué dos billetes de cincuenta
dólares. Ella levantó la vista, miró los billetes y volvió a lo suyo. Entonces un gordo cayó como un bombazo a sentarse junto a mí. Tenía una cara muy roja y una nariz masiva. Llevaba un traje marrón claro que olía a charcutería. Se tiró un pedo. La dama se bajó el vestido y yo metí los billetes en mi cartera. Se reblandeció mi polla, me levanté y fui a la fuentecilla de agua.
Afuera en la pista el avión de Katherine estaba tomando tierra. Me puse a esperar
en la puerta. Katherine, te adoro.
Apareció Katherine, perfecta, con su pelo marrón rojizo, su ligezo cuerpo, con un traje azul que volaba mientras ella andaba, zapatos blancos, finos y tiernos tobillos, juventud. Llevaba un sombrero blanco de ala ancha caída hacia abajo hasta el punto justo. Sus ojos miraban al mundo desde debajo del ala, amplios, marrones y risueños. Tenía clase. Nunca andaría enseñando el culo en los asientos del área de espera de un aeropuerto.
Y allí estaba yo, con casi cien kilos de peso, perpetuamente confuso y perdido, con piernas cortas, tronco de simio, todo pecho, sin cuello, cabeza demasiado grande, ojos embotados, pelo despeinado, metro noventa de carne petrificada esperándola.
Katherine vino hacia mí. Toda aquella limpia cabellera marrón rojiza. Las mujeres de Texas eran tan relajadas, tan naturales. La besé y pregunté por su equipaje. Sugerí hacer una parada en el bar. Las camareras llevaban unos vestidos cortos de color rojo que enseñaban sus bragas blancas de encaje. Los escotes eran muy bajos para mostrar las tetas. Se ganaban de verdad el sueldo, se ganaban las propinas, hasta el último céntimo. Vivían en los suburbios y odiaban a los hombres. Vivían con sus madres y hermanos y estaban enamoradas de sus psiquiatras.
Acabamos nuestras bebidas y salimos a por el equipaje de Katherine. Unos cuantos hombres trataron de llamar su atención, pero ella caminaba pegada a mí, cogida de mi brazo. Pocas mujeres hermosas deseaban mostrar en público que pertenecían a algún hombre. Había conocido a bastantes mujeres para poder asegurarlo. Yo las aceptaba por lo que eran, y el amor venía difícilmente y muy raras veces. Cuando ocurría era normalmente por razones equivocadas. Uno simplemente se cansaba de estar manteniendo apartado al amor y lo dejaba venir porque a algún lado tenía que ir. Entonces, normalmente, venían muchos problemas.
En mi casa, Katherine abrió su maleta y sacó un par de guantes de goma. Se rió.
—¿Qué es eso? —pregunté yo.
—Darlene, mi mejor amiga, me vio haciendo el equipaje y me preguntó «¿Qué estásh a cien do ?». Y yo le dije: ¡No he visto nunca la casa de Hank, perosé que antes de poder cocinar, vivir y dormir allí, tendré que limpiarlo todo de un extremo al otro!
Entonces Katherine soltó una de aquellas felices carcajadas tejanas. Entró en el baño, se puso un par de vaqueros y una blusa naranja, salió descalza y fue hacia la cocina con sus guantes de goma.
Yo entré en el baño y también me cambié de ropa. Decidí que si Lydia osaba acercarse por allí, jamás permitiría que ni siquiera rozara un pelo de Katherine. ¿Lydia? ¿Dónde estaría? ¿Qué estaría haciendo?
Envié una pequeña oración a los dioses que vigilaban mis pasos: Por favor, mantened a Lydia bien lejos. Dejad que chupe cornamentas de cowboys y que baile hasta las tres de la madrugada, pero por favor, mantenedla lejos...
Cuando entré, Katherine estaba de rodillas raspando una acumulación de grasa de
dos años en el suelo de mi cocina.
—Katherine —dije—, vamos a salir a dar una vuelta por la ciudad. Vamos a cenar.
Esta no es manera de empezar.
—De acuerdo. Hank, pero tengo que acabar con este suelo antes. Entonces nos
iremos.
Me senté a esperar. Entonces ella salió. Se inclinó hacia mí y me besó, riéndose:
—¡De verdade res un viejo guarro! —luego se fue hacia el dormitorio. De nuevo
estaba enamorado. Estaba en problemas..
dólares. Ella levantó la vista, miró los billetes y volvió a lo suyo. Entonces un gordo cayó como un bombazo a sentarse junto a mí. Tenía una cara muy roja y una nariz masiva. Llevaba un traje marrón claro que olía a charcutería. Se tiró un pedo. La dama se bajó el vestido y yo metí los billetes en mi cartera. Se reblandeció mi polla, me levanté y fui a la fuentecilla de agua.
Afuera en la pista el avión de Katherine estaba tomando tierra. Me puse a esperar
en la puerta. Katherine, te adoro.
Apareció Katherine, perfecta, con su pelo marrón rojizo, su ligezo cuerpo, con un traje azul que volaba mientras ella andaba, zapatos blancos, finos y tiernos tobillos, juventud. Llevaba un sombrero blanco de ala ancha caída hacia abajo hasta el punto justo. Sus ojos miraban al mundo desde debajo del ala, amplios, marrones y risueños. Tenía clase. Nunca andaría enseñando el culo en los asientos del área de espera de un aeropuerto.
Y allí estaba yo, con casi cien kilos de peso, perpetuamente confuso y perdido, con piernas cortas, tronco de simio, todo pecho, sin cuello, cabeza demasiado grande, ojos embotados, pelo despeinado, metro noventa de carne petrificada esperándola.
Katherine vino hacia mí. Toda aquella limpia cabellera marrón rojiza. Las mujeres de Texas eran tan relajadas, tan naturales. La besé y pregunté por su equipaje. Sugerí hacer una parada en el bar. Las camareras llevaban unos vestidos cortos de color rojo que enseñaban sus bragas blancas de encaje. Los escotes eran muy bajos para mostrar las tetas. Se ganaban de verdad el sueldo, se ganaban las propinas, hasta el último céntimo. Vivían en los suburbios y odiaban a los hombres. Vivían con sus madres y hermanos y estaban enamoradas de sus psiquiatras.
Acabamos nuestras bebidas y salimos a por el equipaje de Katherine. Unos cuantos hombres trataron de llamar su atención, pero ella caminaba pegada a mí, cogida de mi brazo. Pocas mujeres hermosas deseaban mostrar en público que pertenecían a algún hombre. Había conocido a bastantes mujeres para poder asegurarlo. Yo las aceptaba por lo que eran, y el amor venía difícilmente y muy raras veces. Cuando ocurría era normalmente por razones equivocadas. Uno simplemente se cansaba de estar manteniendo apartado al amor y lo dejaba venir porque a algún lado tenía que ir. Entonces, normalmente, venían muchos problemas.
En mi casa, Katherine abrió su maleta y sacó un par de guantes de goma. Se rió.
—¿Qué es eso? —pregunté yo.
—Darlene, mi mejor amiga, me vio haciendo el equipaje y me preguntó «¿Qué estásh a cien do ?». Y yo le dije: ¡No he visto nunca la casa de Hank, perosé que antes de poder cocinar, vivir y dormir allí, tendré que limpiarlo todo de un extremo al otro!
Entonces Katherine soltó una de aquellas felices carcajadas tejanas. Entró en el baño, se puso un par de vaqueros y una blusa naranja, salió descalza y fue hacia la cocina con sus guantes de goma.
Yo entré en el baño y también me cambié de ropa. Decidí que si Lydia osaba acercarse por allí, jamás permitiría que ni siquiera rozara un pelo de Katherine. ¿Lydia? ¿Dónde estaría? ¿Qué estaría haciendo?
Envié una pequeña oración a los dioses que vigilaban mis pasos: Por favor, mantened a Lydia bien lejos. Dejad que chupe cornamentas de cowboys y que baile hasta las tres de la madrugada, pero por favor, mantenedla lejos...
Cuando entré, Katherine estaba de rodillas raspando una acumulación de grasa de
dos años en el suelo de mi cocina.
—Katherine —dije—, vamos a salir a dar una vuelta por la ciudad. Vamos a cenar.
Esta no es manera de empezar.
—De acuerdo. Hank, pero tengo que acabar con este suelo antes. Entonces nos
iremos.
Me senté a esperar. Entonces ella salió. Se inclinó hacia mí y me besó, riéndose:
—¡De verdade res un viejo guarro! —luego se fue hacia el dormitorio. De nuevo
estaba enamorado. Estaba en problemas..
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
viernes, 17 de septiembre de 2010
QUE RISA de CHARLES BUKOWSKI
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VÍDEOS BUKOWSKI
jueves, 16 de septiembre de 2010
" EL CORDÓN DESATADO " de CHARLES BUKOWSKI
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PODCASTS BUKOWSKI
miércoles, 15 de septiembre de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 34
Al día siguiente me llamó Katherine. Me dijo que tenía ya el billete y que
aterrizaría en el aeropuerto internacional de Los Ángeles a las 2:30 de la tarde.
—Katherine —le dije—, hay algo que tengo que decirte.
—¿Es que no quieres verme, Hank?
—Eres la persona que más deseos tengo de ver en estos momentos.
—¿Entonces qué pasa?
—Bueno, tú conoces a Joanna Dover...
—¿Joanna Dover?
—Aquélla... ya sabes... con tu marido...
—¿Qué pasa con ella. Hank?
—Verás, vino a verme aquí.
—¿Quieres decir que fue a tu casa?
—Sí.
—¿Qué ocurrió?
—Charlamos. Me compró dos de mis pinturas.
—¿Ocurrió algo más?
—Sí.
Katherine mostró calma, entonces dijo:
—Hank, ahora no sé si quiero verte.
—Lo comprendo. Mira, ¿por qué no lo piensas y me vuelves a llamar más tarde?
Lo siento, Katherine, siento mucho lo ocurrido. Es todo lo que puedo decir.
Ella colgó. No volverá a llamar, pensé. La mejor mujer que había conocido jamás y había dejado que se esfumase. Me merecía la derrota, merecía morir solo en un asilo mental.
Me quedé sentado junto al teléfono. Leí el periódico, la sección de deportes, la
sección financiera, las tiras cómicas. Sonó el teléfono. Era Katherine.
—¡QUE SE JODA Joanna Dover! —exclamó riendo. Nunca había oído a Katherine
hablar de esa forma.
—¿Entonces vienes?
—Sí. ¿Sabes la hora de llegada?
—Lo tengo todo. Estaré allí.
Nos dijimos adiós. Katherine iba a venir, iba a venir para quedarse por lo menos
una semana con aquella cara, aquel cuerpo, aquella cabellera, aquellos ojos, aquella risa...
aterrizaría en el aeropuerto internacional de Los Ángeles a las 2:30 de la tarde.
—Katherine —le dije—, hay algo que tengo que decirte.
—¿Es que no quieres verme, Hank?
—Eres la persona que más deseos tengo de ver en estos momentos.
—¿Entonces qué pasa?
—Bueno, tú conoces a Joanna Dover...
—¿Joanna Dover?
—Aquélla... ya sabes... con tu marido...
—¿Qué pasa con ella. Hank?
—Verás, vino a verme aquí.
—¿Quieres decir que fue a tu casa?
—Sí.
—¿Qué ocurrió?
—Charlamos. Me compró dos de mis pinturas.
—¿Ocurrió algo más?
—Sí.
Katherine mostró calma, entonces dijo:
—Hank, ahora no sé si quiero verte.
—Lo comprendo. Mira, ¿por qué no lo piensas y me vuelves a llamar más tarde?
Lo siento, Katherine, siento mucho lo ocurrido. Es todo lo que puedo decir.
Ella colgó. No volverá a llamar, pensé. La mejor mujer que había conocido jamás y había dejado que se esfumase. Me merecía la derrota, merecía morir solo en un asilo mental.
Me quedé sentado junto al teléfono. Leí el periódico, la sección de deportes, la
sección financiera, las tiras cómicas. Sonó el teléfono. Era Katherine.
—¡QUE SE JODA Joanna Dover! —exclamó riendo. Nunca había oído a Katherine
hablar de esa forma.
—¿Entonces vienes?
—Sí. ¿Sabes la hora de llegada?
—Lo tengo todo. Estaré allí.
Nos dijimos adiós. Katherine iba a venir, iba a venir para quedarse por lo menos
una semana con aquella cara, aquel cuerpo, aquella cabellera, aquellos ojos, aquella risa...
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
martes, 14 de septiembre de 2010
" EL HOMBRE DEL PIANO " de CHARLES BUKOWSKI
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PODCASTS BUKOWSKI
lunes, 13 de septiembre de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 33
Pasados un par de días, hacia la una de la tarde oí una llamada en mi puerta. Era un
pintor, Monty Riff, o algo así me dijo. También me contó que yo solía emborracharme
junto a él cuando tenía mi casa en la avenida De Longpre.
—No me acuerdo de ti —le dije.
—Dee Dee me llevaba a menudo.
—¿Ah sí? Bueno, entra. —Monty traía con él un paquete de 6 cervezas y una mujer
muy alta.
—Esta es Joanna Dover —me presentó.
—Me perdí tu recital en Houston —me dijo.
—Laura Stanley me habló ampliamente de ti —le dije yo.
—¿La conoces?
—Sí, pero la he rebautizado como Katherine, en voto a Katherine Hepburn.
—¿Laco no ces de verdad?
—En buena medida.
-—¿Cómo en qué medida?
—Dentro de un día o dos va a venir en avión a visitarme.
—¿En serio?
—Sí.
Acabamos las cervezas y yo salí a por más. Cuando regresé Monty se había ido. Joanna me explicó que había acudido a una cita. Empezamos los dos a hablar de pintura y yo saqué algunas cosas mías. Les echó un vistazo y decidió comprarme dos.
—¿Cuánto? —me preguntó.
—Bueno, 40 dólares por el pequeño y 60 por el grande.
Joanna me firmó un talón por 100 dólares, luego me dijo:
—Quiero que vivas conmigo.
—¿Qué? Es demasiado repentino.
—Saldría bien. Tengo dinero. No me preguntes cuánto. He estado pensando en
unas cuantas razones por las que deberíamos vivir juntos. ¿Quieres oírlas?
—No.
—Por ejemplo una: si viviéramos juntos, te llevaría a París.
—Aborrezco los viajes.
—Te enseñaría un París que te gustaría de veras.
—Déjame pensarlo.
Me aproximé y le di un beso. Luego la besé de nuevo, esta vez por más tiempo.
—Mierda —dije—, vámonos a la cama.
—Muy bien —replicó Joanna Dover.
Nos desvestimos y nos acostamos. Medía casi uno noventa. Yo siempre había estado con mujeres pequeñas. Era extraño... por todas partes me salían más y más mujeres. Nos calentamos. Le di tres o cuatro minutos de sexo oral, luego la monté. Era buena, era realmente buena. Después nos aseamos, nos vestimos y me llevó a cenar a Malibú. Me dijo que vivía en Galveston, Texas. Me dio su número de teléfono y dirección y me invitó a que fuera a visitarla. Le dije que lo haría. Me dijo que hablaba en serio respecto a lo de París y lo demás. Había sido un buen polvo y la cena fue también excelente.
pintor, Monty Riff, o algo así me dijo. También me contó que yo solía emborracharme
junto a él cuando tenía mi casa en la avenida De Longpre.
—No me acuerdo de ti —le dije.
—Dee Dee me llevaba a menudo.
—¿Ah sí? Bueno, entra. —Monty traía con él un paquete de 6 cervezas y una mujer
muy alta.
—Esta es Joanna Dover —me presentó.
—Me perdí tu recital en Houston —me dijo.
—Laura Stanley me habló ampliamente de ti —le dije yo.
—¿La conoces?
—Sí, pero la he rebautizado como Katherine, en voto a Katherine Hepburn.
—¿Laco no ces de verdad?
—En buena medida.
-—¿Cómo en qué medida?
—Dentro de un día o dos va a venir en avión a visitarme.
—¿En serio?
—Sí.
Acabamos las cervezas y yo salí a por más. Cuando regresé Monty se había ido. Joanna me explicó que había acudido a una cita. Empezamos los dos a hablar de pintura y yo saqué algunas cosas mías. Les echó un vistazo y decidió comprarme dos.
—¿Cuánto? —me preguntó.
—Bueno, 40 dólares por el pequeño y 60 por el grande.
Joanna me firmó un talón por 100 dólares, luego me dijo:
—Quiero que vivas conmigo.
—¿Qué? Es demasiado repentino.
—Saldría bien. Tengo dinero. No me preguntes cuánto. He estado pensando en
unas cuantas razones por las que deberíamos vivir juntos. ¿Quieres oírlas?
—No.
—Por ejemplo una: si viviéramos juntos, te llevaría a París.
—Aborrezco los viajes.
—Te enseñaría un París que te gustaría de veras.
—Déjame pensarlo.
Me aproximé y le di un beso. Luego la besé de nuevo, esta vez por más tiempo.
—Mierda —dije—, vámonos a la cama.
—Muy bien —replicó Joanna Dover.
Nos desvestimos y nos acostamos. Medía casi uno noventa. Yo siempre había estado con mujeres pequeñas. Era extraño... por todas partes me salían más y más mujeres. Nos calentamos. Le di tres o cuatro minutos de sexo oral, luego la monté. Era buena, era realmente buena. Después nos aseamos, nos vestimos y me llevó a cenar a Malibú. Me dijo que vivía en Galveston, Texas. Me dio su número de teléfono y dirección y me invitó a que fuera a visitarla. Le dije que lo haría. Me dijo que hablaba en serio respecto a lo de París y lo demás. Había sido un buen polvo y la cena fue también excelente.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
domingo, 12 de septiembre de 2010
" ENFERMO " de CHARLES BUKOWSKI
Estar muy enfermo y muy débil es algo
muy extraño.
Que ir desde tu cuarto al cuarto de baño
y volver te absorba toda la energía parece
una broma pero
no me produce risa.
De nuevo en la cama vuelves a pensar en la muerte
y llegas a lo mismo: cuando más te acercas
menos terrible resulta.
Tienes mucho tiempo para examinar las paredes,
y los pájaros,
en un cable telefónico cobran
mucha importancia.
Y la televisión: hombres jugando béisbol
un día tras otro.
Falta de apetito.
La comida sabe a cartón, te pone
enfermo, más que
enfermo.
Mi dulce esposa sigue insistiendo en que
coma.
"El médico, dijo..."
pobrecita mía.
Y los gatos.
Los gatos saltan a la cama y me miran.
Me miran fijamente y después
dan otro salto y se van.
Qué mundo este, piensas: comer, trabajar, follar,
morir.
Afortunadamente tengo una enfermedad contagiosa: no
hay visitas.
Me quedé en 70 Kg.
De 98 que pesaba.
Parezco de un campo de concentración.
Lo
soy.
Sin embargo soy afortunado: me deleito en la soledad, nunca voy a
extrañar la
multitud.
Podría leer grandes obras, pero las grandes obras no
me interesan.
Estoy sentado en la cama esperando que todo esto
se resuelva de una forma
u otra.
Simplemente como todos
los demás.
muy extraño.
Que ir desde tu cuarto al cuarto de baño
y volver te absorba toda la energía parece
una broma pero
no me produce risa.
De nuevo en la cama vuelves a pensar en la muerte
y llegas a lo mismo: cuando más te acercas
menos terrible resulta.
Tienes mucho tiempo para examinar las paredes,
y los pájaros,
en un cable telefónico cobran
mucha importancia.
Y la televisión: hombres jugando béisbol
un día tras otro.
Falta de apetito.
La comida sabe a cartón, te pone
enfermo, más que
enfermo.
Mi dulce esposa sigue insistiendo en que
coma.
"El médico, dijo..."
pobrecita mía.
Y los gatos.
Los gatos saltan a la cama y me miran.
Me miran fijamente y después
dan otro salto y se van.
Qué mundo este, piensas: comer, trabajar, follar,
morir.
Afortunadamente tengo una enfermedad contagiosa: no
hay visitas.
Me quedé en 70 Kg.
De 98 que pesaba.
Parezco de un campo de concentración.
Lo
soy.
Sin embargo soy afortunado: me deleito en la soledad, nunca voy a
extrañar la
multitud.
Podría leer grandes obras, pero las grandes obras no
me interesan.
Estoy sentado en la cama esperando que todo esto
se resuelva de una forma
u otra.
Simplemente como todos
los demás.
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POEMAS BUKOWSKI
sábado, 11 de septiembre de 2010
" SE AMABLE " de CHARLES BUKOWSKI
Siempre nos piden
que entendamos
el punto de vista de los demás
no importa cual
estúpido o
aburrido sea.
Te piden que veas
su fatal error
sus vidas malgastadas
con amabilidad,
especialmente si son
viejos.
Pero la vejez es el total
de nuestros actos
ellos envejecieron mal
porque vivieron
mal,
rehusaron ver.
¿No es su responsabilidad?
¿De quién es?
¿mía?
Me piden que no les diga
lo que pienso
por miedo de su
miedo.
La vejez no es un crimen.
Pero la vergüenza
de una vida
deliberadamente
malgastada
entre tantas
vidas
deliberadamente
malgastadas.
Si lo es.
que entendamos
el punto de vista de los demás
no importa cual
estúpido o
aburrido sea.
Te piden que veas
su fatal error
sus vidas malgastadas
con amabilidad,
especialmente si son
viejos.
Pero la vejez es el total
de nuestros actos
ellos envejecieron mal
porque vivieron
mal,
rehusaron ver.
¿No es su responsabilidad?
¿De quién es?
¿mía?
Me piden que no les diga
lo que pienso
por miedo de su
miedo.
La vejez no es un crimen.
Pero la vergüenza
de una vida
deliberadamente
malgastada
entre tantas
vidas
deliberadamente
malgastadas.
Si lo es.
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POEMAS BUKOWSKI
viernes, 10 de septiembre de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 32
Lydia fue a recibirme al aeropuerto. Estaba tan caliente como de costumbre.
—¡Cristo —dijo—, estoyca ch on da ! Me he estado masturbando, pero no he
logrado gran cosa.
íbamos conduciendo hacia mi casa.
—Lydia, mi pierna está todavía en muy mal estado. No sé si podré hacerlo con la
pierna así.
—¿Qué?
—Es verdad. No creo que pueda joder con la pierna como está.
—¿Qué coño puedes hacer bien, entonces?
—Bueno, puedo freír huevos y hacer juegos de manos.
—No te hagas el gracioso. Te estoy preguntando qué cojones vas a poder hacer
bien.
—La pierna se curará. Si no me la cortan. Ten paciencia.
—Si no hubieras estado borracho no te hubieras caído, ni hecho ese corte. ¡Siempre
tiene la culpa la botella!
—No es siempre la botella, Lydia. Jodemos unas cuatro veces por semana. Para mi
edad ya es bastante.
—A veces me parece que ni siquiera lo disfrutas.
—¡Lydia, el sexo no lo esto do ! Estás obsesionada. Por Dios, dame un descanso.
—¿Un descanso hasta que se cure tu pierna? ¿Cómo me lo voy a hacer entretanto?
—Jugaré contigo al parchís.
Lydia gritó. El coche empezó a irse de un lado a otro por toda la calle.
—¡HIJO DE PUTA! ¡TE VOY A MATAR!
Cruzó la doble raya amarilla a toda velocidad, directamente contra el tráfico en sentido contrario. Sonaron las bocinas y derraparon los automóviles. Marchamos en contra de la avalancha de coches que pasaban a escasos milímetros por ambos lados. Entonces, igual de abruptamente, Lydia volvió a cruzar las rayas amarillas hacia nuestro carril.
¿Dónde está la policía?, pensé. ¿Por qué cuando Lydia hace alguna locura la policía
desaparece del mapa?
—Muy bien —dijo ella—, te voy a llevar a casa y se acabó. Ya he tenido bastante. Voy a vender mi casa y me largo para Phoenix. Mis hermanas ya me advirtieron que no viviera con un jodido viejo como tú.
Hicimos el resto del camino sin hablar. Cuando llegamos a mi casa cogí mi maleta, miré a Lydia y dije adiós. Ella estaba llorando sin dejar escapar un solo sonido, toda su cara estaba húmeda. De repente salió a toda velocidad hacia Western Avenue. Entré por el patio. De vuelta de otra lectura...
Miré el correo y luego telefoneé a Katherine, que vivía en Austin, Tejas. Pareció alegrarse bastante de oír mi voz, y para mí era desde luego algo cojonudo escuchar aquel acento lejano, aquella risa sonora. Le dije que me gustaría que viniera a visitarme, que le pagaría el billete de avión de ida y vuelta. Iríamos a las carreras, iríamos a Malibú, iríamos a...donde ella quisiera.
—¿Pero Hank, no tienes una novia?
—No, ninguna, soy un recluso.
—Pero siempre estás escribiendo sobre mujeres en tus poemas.
—Eso es el pasado. Esto es el presente.
—¿Pero qué pasa con Lydia?
—¿Lydia?
—Sí, me hablaste de ella.
—¿Qué te conté?
—Me dijiste que ya había zurrado a otras dos mujeres. ¿Dejarías que me pegase?
No soy muy fuerte, ya sabes.
—No puede ocurrir. Se ha ido a Phoenix. Ya te contaré. Katherine, tú eresla mujer
excepcional que siempre he buscado. Por favor, confía en mí.
—Tendré que hacer preparativos. Tengo que buscar a alguien que cuide de mi gato.
—De acuerdo. Pero quiero que sepas que todo está despejado por aquí.
—Pero Hank, no te olvides de lo que me dijiste acerca de tus mujeres.
—¿Qué te dije?
—Dijiste: «Siempre vuelven».
—Es sólo fanfarronería de macho.
—Iré —dijo—, tan pronto como arregle las cosas por aquí haré una reserva y ya te
avisaré.Durante mi estancia en Tejas, Katherine me había hablado de su vida. Yo era sólo
el tercer hombre con quien se había acostado. Antes habían sido su ex marido, Arnold, y un famoso músico alcohólico. Arnold estaba metido en el mundo del espectáculo y las artes. No sé exactamente en lo que trabajaba. Estaba continuamente firmando contratos con famosas estrellas del rock, pintores y gente así. Debía 60.000 dólares, pero el negocio florecía. Era uno de estos casos en que cuanto más debes, más categoría alcanzas.
No sé qué ocurrió con el músico. Se esfumaría, supongo. Entonces Arnold empezó con la coca. La coca le cambió de la noche a la mañana. Katherine me dijo que se convirtió en una persona distinta de la que ella conocía. Era terrible. Viajes en ambulancia a los hospitales. Y luego él volvía por las mañanas a la oficina como si nada ocurriese. Entonces entró en escena Joanna Dover. Una semimillonaria alta y mundana. Educada y chiflada. Ella y Arnold comenzaron a hacer negocios juntos. Joanna Dover comerciaba con el arte como otras personas comercian con cereales. Descubría artistas desconocidos, prometedores, les compraba sus obras a bajo precio y lo vendía luego todo por mucho dinero cuando se hacían conocidos. Tenía buen ojo. Y un cuerpo magnífico de uno noventa. Empezó a ver mucho a Arnold. Una noche vino a recogerle vestida con un lujoso traje largo ajustado. Entonces Katherine comprendió que Joanna significaba realmente buenos negocios. Así que, luego de aquello, ella iba allí donde Joanna y Arnold fuesen. Eran un trío. Arnold eramu y apagado sexualmente, no era eso lo que a Katherine le preocupaba. Le preocupaban los negocios. Luego Joanna salió de escena y Arnold se metió más y más en la coca. Más y más viajes en ambulancia, Katherine finalmente se divorció de él. De todas maneras, seguían viéndose. Ella llevaba todas las mañanas a las diez y media el café para el personal de la oficina y Arnold la tenía incluida en nómina. Esto le permitía mantener el piso. Los dos cenaban juntos de vez en cuando, pero sin percances sexuales de por medio. El todavía la necesitaba y ella se sentía amparadora. Katherine era también devota de la alimentación natural y la única carne que comía era de pollo o pescado. Era, ante todo, una hermosa mujer.
—¡Cristo —dijo—, estoyca ch on da ! Me he estado masturbando, pero no he
logrado gran cosa.
íbamos conduciendo hacia mi casa.
—Lydia, mi pierna está todavía en muy mal estado. No sé si podré hacerlo con la
pierna así.
—¿Qué?
—Es verdad. No creo que pueda joder con la pierna como está.
—¿Qué coño puedes hacer bien, entonces?
—Bueno, puedo freír huevos y hacer juegos de manos.
—No te hagas el gracioso. Te estoy preguntando qué cojones vas a poder hacer
bien.
—La pierna se curará. Si no me la cortan. Ten paciencia.
—Si no hubieras estado borracho no te hubieras caído, ni hecho ese corte. ¡Siempre
tiene la culpa la botella!
—No es siempre la botella, Lydia. Jodemos unas cuatro veces por semana. Para mi
edad ya es bastante.
—A veces me parece que ni siquiera lo disfrutas.
—¡Lydia, el sexo no lo esto do ! Estás obsesionada. Por Dios, dame un descanso.
—¿Un descanso hasta que se cure tu pierna? ¿Cómo me lo voy a hacer entretanto?
—Jugaré contigo al parchís.
Lydia gritó. El coche empezó a irse de un lado a otro por toda la calle.
—¡HIJO DE PUTA! ¡TE VOY A MATAR!
Cruzó la doble raya amarilla a toda velocidad, directamente contra el tráfico en sentido contrario. Sonaron las bocinas y derraparon los automóviles. Marchamos en contra de la avalancha de coches que pasaban a escasos milímetros por ambos lados. Entonces, igual de abruptamente, Lydia volvió a cruzar las rayas amarillas hacia nuestro carril.
¿Dónde está la policía?, pensé. ¿Por qué cuando Lydia hace alguna locura la policía
desaparece del mapa?
—Muy bien —dijo ella—, te voy a llevar a casa y se acabó. Ya he tenido bastante. Voy a vender mi casa y me largo para Phoenix. Mis hermanas ya me advirtieron que no viviera con un jodido viejo como tú.
Hicimos el resto del camino sin hablar. Cuando llegamos a mi casa cogí mi maleta, miré a Lydia y dije adiós. Ella estaba llorando sin dejar escapar un solo sonido, toda su cara estaba húmeda. De repente salió a toda velocidad hacia Western Avenue. Entré por el patio. De vuelta de otra lectura...
Miré el correo y luego telefoneé a Katherine, que vivía en Austin, Tejas. Pareció alegrarse bastante de oír mi voz, y para mí era desde luego algo cojonudo escuchar aquel acento lejano, aquella risa sonora. Le dije que me gustaría que viniera a visitarme, que le pagaría el billete de avión de ida y vuelta. Iríamos a las carreras, iríamos a Malibú, iríamos a...donde ella quisiera.
—¿Pero Hank, no tienes una novia?
—No, ninguna, soy un recluso.
—Pero siempre estás escribiendo sobre mujeres en tus poemas.
—Eso es el pasado. Esto es el presente.
—¿Pero qué pasa con Lydia?
—¿Lydia?
—Sí, me hablaste de ella.
—¿Qué te conté?
—Me dijiste que ya había zurrado a otras dos mujeres. ¿Dejarías que me pegase?
No soy muy fuerte, ya sabes.
—No puede ocurrir. Se ha ido a Phoenix. Ya te contaré. Katherine, tú eresla mujer
excepcional que siempre he buscado. Por favor, confía en mí.
—Tendré que hacer preparativos. Tengo que buscar a alguien que cuide de mi gato.
—De acuerdo. Pero quiero que sepas que todo está despejado por aquí.
—Pero Hank, no te olvides de lo que me dijiste acerca de tus mujeres.
—¿Qué te dije?
—Dijiste: «Siempre vuelven».
—Es sólo fanfarronería de macho.
—Iré —dijo—, tan pronto como arregle las cosas por aquí haré una reserva y ya te
avisaré.Durante mi estancia en Tejas, Katherine me había hablado de su vida. Yo era sólo
el tercer hombre con quien se había acostado. Antes habían sido su ex marido, Arnold, y un famoso músico alcohólico. Arnold estaba metido en el mundo del espectáculo y las artes. No sé exactamente en lo que trabajaba. Estaba continuamente firmando contratos con famosas estrellas del rock, pintores y gente así. Debía 60.000 dólares, pero el negocio florecía. Era uno de estos casos en que cuanto más debes, más categoría alcanzas.
No sé qué ocurrió con el músico. Se esfumaría, supongo. Entonces Arnold empezó con la coca. La coca le cambió de la noche a la mañana. Katherine me dijo que se convirtió en una persona distinta de la que ella conocía. Era terrible. Viajes en ambulancia a los hospitales. Y luego él volvía por las mañanas a la oficina como si nada ocurriese. Entonces entró en escena Joanna Dover. Una semimillonaria alta y mundana. Educada y chiflada. Ella y Arnold comenzaron a hacer negocios juntos. Joanna Dover comerciaba con el arte como otras personas comercian con cereales. Descubría artistas desconocidos, prometedores, les compraba sus obras a bajo precio y lo vendía luego todo por mucho dinero cuando se hacían conocidos. Tenía buen ojo. Y un cuerpo magnífico de uno noventa. Empezó a ver mucho a Arnold. Una noche vino a recogerle vestida con un lujoso traje largo ajustado. Entonces Katherine comprendió que Joanna significaba realmente buenos negocios. Así que, luego de aquello, ella iba allí donde Joanna y Arnold fuesen. Eran un trío. Arnold eramu y apagado sexualmente, no era eso lo que a Katherine le preocupaba. Le preocupaban los negocios. Luego Joanna salió de escena y Arnold se metió más y más en la coca. Más y más viajes en ambulancia, Katherine finalmente se divorció de él. De todas maneras, seguían viéndose. Ella llevaba todas las mañanas a las diez y media el café para el personal de la oficina y Arnold la tenía incluida en nómina. Esto le permitía mantener el piso. Los dos cenaban juntos de vez en cuando, pero sin percances sexuales de por medio. El todavía la necesitaba y ella se sentía amparadora. Katherine era también devota de la alimentación natural y la única carne que comía era de pollo o pescado. Era, ante todo, una hermosa mujer.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
jueves, 9 de septiembre de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 31
Ocurrió tres o cuatro días antes de que tuviera que volar a Houston para una lectura
de poemas. Fui al hipódromo, bebí en el hipódromo y luego me pasé por un bar de
Hollywood Boulevard. Volví a casa a las nueve o las diez de la noche. Cuando atravesaba el dormitorio para ir al baño, tropecé con el cable del teléfono. Me caí sobre el pico de la cama, un borde de acero afilado como la hoja de un cuchillo. Cuando me levanté vi que tenía un profundo tajo justo debajo del tobillo. La sangre caía sobre la alfombra y fui dejando un rastro aparatoso hasta el baño. La sangre caía sobre las baldosas y dejé las huellas de mis pies teñidas de rojo mientras andaba.
Oí llamar a la puerta y dejé entrar a Bobby.
—Hostia, tío, ¿qué te ha pasado?
—Es la MUERTE —dije yo—. Me estoy desangrando hasta morir...
—Tío, mejor que te cures de algún modo esa pierna.
Llamó Valerie. La dejé entrar. Gritó. Serví bebidas para todos. Sonó el teléfono.
Era Lydia.
—¡Lydia, chiquita, me estoy desangrando!
—¿Ya estás con otro de tus rollos dramáticos?
—No, me estoy desangrando de verdad. Pregúntaselo a Valerie.
Valerie cogió el teléfono.
—Es verdad, tiene un corte espantoso en el tobillo. Hay sangre por todas partes y
no hace nada para detenerla. Será mejor que vengas...
Cuando llegó Lydia yo estaba sentado en el sofá.
—Mira, Lydia: ¡MUERTE! —Pequeñas venas colgaban fuera de la herida como spaghettis. Tiré de ellas. Cogí mi cigarrillo y eché cenizas en el tajo—. ¡Soy un HOMBRE! ¡Cojones, soy un HOMBRE!
Lydia trajo algo de agua oxigenada y me la vertió sobre la herida. Era bonito.
Empezó a salir una espuma blanca. Burbujeaba y gorgoteaba. Lydia echó más.
—Sería mejor que fueras a un hospital —dijo Bobby.
—No necesito para nada ningún jodido hospital —dije yo—, ya se curará solo.
A la mañana siguiente la herida tenía un aspecto horrible. Estaba todavía abierta y se había formado una espesa costra. Fui a la farmacia a por más agua oxigenada, vendas y sales cicatrizantes. Llené la bañera con agua caliente y las sales y me metí dentro. Empecé a imaginarme viviendo sin una pierna. Había algunas ventajas:
HENRY CHINASKI ES, SIN DUDA, EL
MEJOR POETA CON UNA SOLA PIERNA
EN TODO EL MUNDO.
Bobby volvió al mediodía.
—¿Sabes cuánto cuesta amputarte una pierna?
—12.000 dólares.
Después de que se fuera Bobby llamé a mi médico.
Llegué a Houston con una pierna aparatosamente vendada. Tomaba continuamente
píldoras antibióticas para curar la infección. Mi médico me avisó de que cualquier tipo de
bebida alcohólica anularía todo el efecto benéfico de los antibióticos.
Durante el recital, en el museo de arte moderno, yo estaba sobrio. Después de leer
algunos poemas, alguien del público me preguntó:
—¿Cómo es que no estás borracho?
—Henry Chinaski no pudo venir —dije—, yo soy su hermano gemelo, Efram.
Leí después otro poema y entonces confesé lo de los antibióticos. También les informé, por si no lo sabían, que beber en actos oficiales estaba en contra de las reglas del museo. Alguien del público me trajo una cerveza. Me la bebí y leí un poco más.
Alguien salió con otra cerveza. Luego las cervezas empezaron a volar. Los poemas
se oyeron mejor.
Después hubo una fiesta y antes una cena en un café. Casi en frente mío estaba una chica que sin necesidad de dudas era la más hermosa mujer que había visto en mi vida. Parecía una Katherine Hepburn joven, arrebatadora. Tenía unos 22 años, e irradiaba belleza. Traté como pude de hacer bromas simpáticas, llamándole Katherine Hepburn. Parecía que le gustaba. Yo no esperaba que surgiese nada especial. Ella estaba con una amiga. Cuando llegó la hora de marcharse le dije al director del museo, o directora, una chica o señora llamada Nana, en cuya casa me alojaba:
—Creo que la voy a echar de menos. Era demasiado bueno para poder creerse.
—Viene a casa con nosotros.
—No me lo puedo creer.
...Pero algo más tarde allí estaba, en casa de Nana, en el dormitorio conmigo.
Llevaba puesto un delicado camisón y estaba sentada al borde de la cama peinándose su
larguísima cabellera y sonriéndome.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
—Laura.
—Bueno, oye, Laura, yo te voy a llamar Katherine.
—Muy bien.
Su pelo era de un castaño cobrizo, muy largo. Era pequeña pero bien
proporcionada. Su rostro era lo más hermoso de todo su ser.
—¿Te sirvo algo de beber? —le dije.
—Oh, no, no bebo. No me gusta.
A decir verdad, me asustaba. No podía comprender qué hacía ella con un tipo como yo. No tenía pinta deg ro up i e. Fui al baño, salí y apagué la luz. Noté cómo ella se metía en la cama conmigo. La cogí en mis brazos y empezamos a besarnos. No podía dar crédito a mi suerte. ¿Qué derecho tenía yo? ¿Cómo podían unos pocos libros conseguir estas cosas? No había manera de entenderlo. Ciertamente no iba a desperdiciarlo. Empecé a excitarme. De repente, ella bajó y cogió mi polla con su boca. Contemplé el lento movimiento de su cuerpo y cabeza a la luz de la luna. No era demasiado buena haciéndolo, pero era el simple hecho de quee l la lo hiciera lo que lo convertía en asombroso, Justo cuando me fui a correr hundí mi mano en aquella mata de maravilloso cabello, levantándolo a la luz de la luna al tiempo que me venía en la boca de Katherine.
de poemas. Fui al hipódromo, bebí en el hipódromo y luego me pasé por un bar de
Hollywood Boulevard. Volví a casa a las nueve o las diez de la noche. Cuando atravesaba el dormitorio para ir al baño, tropecé con el cable del teléfono. Me caí sobre el pico de la cama, un borde de acero afilado como la hoja de un cuchillo. Cuando me levanté vi que tenía un profundo tajo justo debajo del tobillo. La sangre caía sobre la alfombra y fui dejando un rastro aparatoso hasta el baño. La sangre caía sobre las baldosas y dejé las huellas de mis pies teñidas de rojo mientras andaba.
Oí llamar a la puerta y dejé entrar a Bobby.
—Hostia, tío, ¿qué te ha pasado?
—Es la MUERTE —dije yo—. Me estoy desangrando hasta morir...
—Tío, mejor que te cures de algún modo esa pierna.
Llamó Valerie. La dejé entrar. Gritó. Serví bebidas para todos. Sonó el teléfono.
Era Lydia.
—¡Lydia, chiquita, me estoy desangrando!
—¿Ya estás con otro de tus rollos dramáticos?
—No, me estoy desangrando de verdad. Pregúntaselo a Valerie.
Valerie cogió el teléfono.
—Es verdad, tiene un corte espantoso en el tobillo. Hay sangre por todas partes y
no hace nada para detenerla. Será mejor que vengas...
Cuando llegó Lydia yo estaba sentado en el sofá.
—Mira, Lydia: ¡MUERTE! —Pequeñas venas colgaban fuera de la herida como spaghettis. Tiré de ellas. Cogí mi cigarrillo y eché cenizas en el tajo—. ¡Soy un HOMBRE! ¡Cojones, soy un HOMBRE!
Lydia trajo algo de agua oxigenada y me la vertió sobre la herida. Era bonito.
Empezó a salir una espuma blanca. Burbujeaba y gorgoteaba. Lydia echó más.
—Sería mejor que fueras a un hospital —dijo Bobby.
—No necesito para nada ningún jodido hospital —dije yo—, ya se curará solo.
A la mañana siguiente la herida tenía un aspecto horrible. Estaba todavía abierta y se había formado una espesa costra. Fui a la farmacia a por más agua oxigenada, vendas y sales cicatrizantes. Llené la bañera con agua caliente y las sales y me metí dentro. Empecé a imaginarme viviendo sin una pierna. Había algunas ventajas:
HENRY CHINASKI ES, SIN DUDA, EL
MEJOR POETA CON UNA SOLA PIERNA
EN TODO EL MUNDO.
Bobby volvió al mediodía.
—¿Sabes cuánto cuesta amputarte una pierna?
—12.000 dólares.
Después de que se fuera Bobby llamé a mi médico.
Llegué a Houston con una pierna aparatosamente vendada. Tomaba continuamente
píldoras antibióticas para curar la infección. Mi médico me avisó de que cualquier tipo de
bebida alcohólica anularía todo el efecto benéfico de los antibióticos.
Durante el recital, en el museo de arte moderno, yo estaba sobrio. Después de leer
algunos poemas, alguien del público me preguntó:
—¿Cómo es que no estás borracho?
—Henry Chinaski no pudo venir —dije—, yo soy su hermano gemelo, Efram.
Leí después otro poema y entonces confesé lo de los antibióticos. También les informé, por si no lo sabían, que beber en actos oficiales estaba en contra de las reglas del museo. Alguien del público me trajo una cerveza. Me la bebí y leí un poco más.
Alguien salió con otra cerveza. Luego las cervezas empezaron a volar. Los poemas
se oyeron mejor.
Después hubo una fiesta y antes una cena en un café. Casi en frente mío estaba una chica que sin necesidad de dudas era la más hermosa mujer que había visto en mi vida. Parecía una Katherine Hepburn joven, arrebatadora. Tenía unos 22 años, e irradiaba belleza. Traté como pude de hacer bromas simpáticas, llamándole Katherine Hepburn. Parecía que le gustaba. Yo no esperaba que surgiese nada especial. Ella estaba con una amiga. Cuando llegó la hora de marcharse le dije al director del museo, o directora, una chica o señora llamada Nana, en cuya casa me alojaba:
—Creo que la voy a echar de menos. Era demasiado bueno para poder creerse.
—Viene a casa con nosotros.
—No me lo puedo creer.
...Pero algo más tarde allí estaba, en casa de Nana, en el dormitorio conmigo.
Llevaba puesto un delicado camisón y estaba sentada al borde de la cama peinándose su
larguísima cabellera y sonriéndome.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
—Laura.
—Bueno, oye, Laura, yo te voy a llamar Katherine.
—Muy bien.
Su pelo era de un castaño cobrizo, muy largo. Era pequeña pero bien
proporcionada. Su rostro era lo más hermoso de todo su ser.
—¿Te sirvo algo de beber? —le dije.
—Oh, no, no bebo. No me gusta.
A decir verdad, me asustaba. No podía comprender qué hacía ella con un tipo como yo. No tenía pinta deg ro up i e. Fui al baño, salí y apagué la luz. Noté cómo ella se metía en la cama conmigo. La cogí en mis brazos y empezamos a besarnos. No podía dar crédito a mi suerte. ¿Qué derecho tenía yo? ¿Cómo podían unos pocos libros conseguir estas cosas? No había manera de entenderlo. Ciertamente no iba a desperdiciarlo. Empecé a excitarme. De repente, ella bajó y cogió mi polla con su boca. Contemplé el lento movimiento de su cuerpo y cabeza a la luz de la luna. No era demasiado buena haciéndolo, pero era el simple hecho de quee l la lo hiciera lo que lo convertía en asombroso, Justo cuando me fui a correr hundí mi mano en aquella mata de maravilloso cabello, levantándolo a la luz de la luna al tiempo que me venía en la boca de Katherine.
ENLACE " CAPITULO 32 "
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
miércoles, 8 de septiembre de 2010
FOTOGRAFIA CHARLES BUKOWSKI (18)
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ARCHIVO FOTOGRÁFICO BUKOWSKI
martes, 7 de septiembre de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 30
Para hacer las paces con Lydia accedí a ir a Muleshead. Su hermana estaba acampada en las montañas. Las hermanas poseían muchas tierras. Las habían heredado de su padre. Glendoline, una de ellas, tenía una tienda de campaña montada en mitad del bosque. Estaba escribiendo una novela.La mujer salvaje de las montañas. Las otras hermanas iban a caer por allí algún día. Lydia llegó la primera, conmigo. Teníamos una minitienda. Nos apretujamos allí la primera noche y los mosquitos se apretujaron con nosotros. Era terrible.
A la mañana siguiente nos sentamos alrededor del fuego. Glendoline y Lydia prepararon el desayuno. Yo había comprado 40 pavos de provisiones que incluían varios paquetes de cervezas. Las había metido a refrescar en un arroyuelo. Acabamos el desayuno. Ayudé a limpiar los platos y luego Glendoline sacó su novela y empezó a leérnosla. No era del todo mala, pero era muy poco profesional y necesitaba mucha corrección. Glendoline suponía que el lector tenía que quedarse tan fascinado por su vida como ella misma lo estaba, lo cual era un error mortífero. Los demás errores mortíferos en que había caído eran demasiado numerosos para ser mencionados.
Fui hasta el arroyo y regresé con tres botellas de cerveza. Las chicas dijeron que no, no querían. Las dos eran muy anti-cerveza. Comentamos la novela de Glendoline. Yo pensaba que cualquiera que leía su novela en voz alta para otros tenía que ser necesariamente sospechoso. Si aquello no era el viejo beso de la muerte, nada lo era.
Acabó la conversación y las chicas empezaron a chismorrear sobre hombres, fiestas, bailes y sexo. Glendoline tenía una voz potente y excitada, y se reía continuamente, nerviosamente. Tenía cuarenta y tantos años, era bastante gorda y muy blandorra. Aparte de eso, igual que yo, era fea.
Glendoline se debió pasar hablando sin parar cerca de una hora, enteramente acerca del sexo. Empecé a marearme. Ella saltó y empezó a agitar los brazos por encima de su cabeza:
—¡SOY LA MUJER SALVAJE DE LAS MONTAÑAS! ¿OH, DONDE, OH, DONDE ESTA EL HOMBRE, EL HOMBRE DE VERDAD QUE TENGA EL VALOR
DE TOMARME?
Bueno, ciertamente no está aquí, pensé yo.
Miré a Lydia.
—Vamos a dar un paseo.
—No —dijo ella—, quiero leer este libro. —Se titulaba Amor y orgasmo: Una guía
revolucionaria para la plenitud sexual.
—Muy bien —dije—, entonces me iré a pasear solo.
Fui subiendo por el arroyuelo. Cogí una cerveza, la abrí y me senté un rato. Estaba atrapado entre montañas y bosques con dos mujeres chifladas. Sacaban todo el disfrute de joder por medio de hablar de ello todo el tiempo. A mí también me gustaba joder, pero para mí no era una religión. Había en ello demasiadas cosas ridículas y trágicas. La gente parecía no saber cómo controlarlo. Así que lo convertían en un juguete. Un juguete que acababa destruyéndoles.
Lo principal, pensé, era encontrar la mujer adecuada. ¿Pero, cómo? Me había traído un cuadernito y un bolígrafo. Escribí un poema meditativo. Luego subí hasta el lago. Vastos pastos, se llamaba el sitio. Las hermanitas eran dueñas de casi todo. Tenía ganas de echar una cagada. Me bajé los pantalones y obré entre los hierbajos con moscas y mosquitos. Me quedaba con las ventajas de la ciudad, como fuera. Me tuve que limpiar con hojas. Me acerqué al lago y metí un pie en el agua. Estaba como un témpano.
Sé un hombre, vejete. Entra.
Mi piel estaba blanca como la harina. Me sentía muy viejo, muy blandorro. Fui metiéndome en las gélidas aguas. Entré hasta la cintura, luego respiré fuerte y seguí hacia delante. ¡Estaba completamente metido! El fango se removió del fondo y se metió por mis orejas y boca, entre mi pelo. Me quedé allí, en el agua embarrada, tiritando.
Esperé un buen rato a que se aclarara el agua. Entonces salí. Me vestí y me fui andando por la orilla del lago. Cuando llegué al final del lago oí un sonido como de una cascada. Penetré en el bosque, siguiendo el ruido. Tuve que escalar unas rocas en un barranco. El sonido cada vez se hacía más cercano. Las moscas y mosquitos se multiplicaban por todo mi cuerpo. Las moscas eran grandes y rabiosas y hambrientas, mucho mayores que las moscas de la ciudad, y sabían distinguir un buen bocado en cuanto lo veían.
Me abrí paso a través de un arbusto y allí estaba: mi primera catarata real y sin trucos. El agua caía de las montañas desde un borde rocoso. Era hermoso. Caía continuamente, caía. Aquel agua provenía de alguna parte. E iba hacia alguna parte. Había tres o cuatro corrientes que seguramente iban a parar al lago.
Finalmente me cansé de contemplar la cosa y decidí volver. Decidí también coger una ruta diferente de regreso, un atajo. Bajé hacia el otro lado del lago para llegar directamente al campamento. Tenía una cierta idea de dónde estaba. Todavía llevaba mi cuadernito rojo. Me paré a escribir otro poema, menos meditativo, luego seguí. Anduve. El campamento no aparecía. Anduve más. Busqué el lago con la vista. No pude ver el lago, no sabía por qué lado estaba. De repente me di cuenta: estaba PERDIDO. Aquellas zorras calentorras me habían sacado de quicio y ahora estaba PERDIDO. Miré a mi alrededor. Se veían al fondo las montañas y por todas partes árboles y maleza. No había centro, ni puntos de referencia, ni ninguna conexión entre nada. Sentí miedo, verdadero miedo. ¿Por qué
había dejado que me sacaran de mi ciudad, de mi Los Ángeles? Allí un hombre podía coger un taxi, podía utilizar el teléfono. Había soluciones razonables a problemas razonables.
Los vastos pastos se extendían a mi alrededor millas y millas. Arrojé mi
cuadernillo. ¡Vaya una manera de morir para un escritor! Ya lo veía en los periódicos:
HENRY CHINASKI, POETA DE
SEGUNDA FILA, HALLADO MUERTO
EN UN BOSQUE DE UTAH.
Henry Chinaski, antiguo empleado de correos
convertido en escritor, fue hallado en avanzado
estado de descomposición por el guarda forestal
W. K. Brooks Jr. En las proximidades se
encontró también un pequeño cuaderno rojo
que evidentemente contenía los últimos escritos
del señor Chinaski.
Seguí andando. Entré en una zona semipantanosa llena de agua. Cada dos por tres una de mis piernas se hundía hasta la rodilla en el fango y tenía que hacer esfuerzos sobrehumanos para sacarla.
Llegué a una valla alambrada. Inmediatamente supe que no debía saltarla. Sabía que sería un error, pero no tenía otra alternativa. Trepé por la valla y desde arriba grité «¡LYDIA!».
No hubo respuesta.
Probé de nuevo, «¡LYDIA!».
Mi voz sonaba plañidera. La voz de un cobarde.
Salté. Sería hermoso, pensé, volver con las hermanitas, oírlas reírse hablando del sexo y los hombres y los bailes y las fiestas. Sería tan maravilloso oír la voz de Glendoline. Y pasar mi mano por la cabellera de Lydia. La llevaría encantado a todas las fiestas de la ciudad. Hasta bailaría con todo el mundo y haría chistes brillantes acerca de todo. Soportaría todos los rollos mierdosos con una sonrisa. Me podía ver a mí mismo diciendo: —«¡Hey, qué marcha másfen o men a l para bailar! ¿Quién quierei rse ? ¿Bailamos un buen
despelote?»
Continué andando por el fango. Finalmente llegué a terreno seco. Salí a una carretera. No era más que una vieja y polvorienta carretera, pero a mí me parecía cojonuda. Vi marcas de neumáticos, huellas de ganado. Incluso había cables eléctricos por encima que conducían a algún sitio. Todo lo que tenía que hacer era seguir esos cables. Fui por la carretera. El sol estaba alto, debía ser mediodía. Anduve sintiéndome un idiota.
Llegué a una verja cerrada que cruzaba la carretera. ¿Qué significaba aquello? Había una pequeña entrada por un lado. Evidentemente era la entrada de una finca, ¿pero dónde estaba la finca? ¿Dónde el dueño de la finca? Tal vez sólo se pasase por allí cada medio año.
Algo me empezó a doler en la cabeza. Me llevé allí la mano y noté la cicatriz de
hacía treinta años, cuando me rompieron la crisma en un bar de Filadelfia. Todavía
quedaba algo de costra, que se había cocido con el sol y se había levantado. Se alzaba
como un pequeño cuerno. Rompí un pedazo y lo tiré a la carretera.
Anduve otra hora, entonces decidí dar la vuelta. Aquello significaba tener que desandar todo lo andado, pero me parecía que era lo mejor que podía hacer. Me quité la camisa y me la enrollé en la cabeza. Me detuve una o dos veces y grité «¡LYDIA!», sin obtener respuesta.
Un poco más tarde llegué a la verja. Todo lo que tenía que hacer era rodearla, pero había algo en el camino. Estaba parado en frente de la verja, a unos siete metros de mí. Era un pequeño cervatillo, un gamo, algo así.
Me fui acercando a él lentamente. No se movió. ¿Iba a dejarme llegar junto a él? No parecía asustarse. Supuse que se daba cuenta de mi confusión, mi cobardía. Me aproximé más y más. No se apartaba del camino. Tenía unos grandes y hermosos ojos marrones, más bellos que los de cualquier mujer que hubiera visto en mi vida. No podía creerlo. Estaba a un metro escaso de él, sin saber qué hacer, cuando se apartó de un salto. Se fue corriendo por la carretera y desapareció en el bosque. Estaba en una forma excelente, eso sí que era correr.
Continué por la carretera y entonces oí el sonido de agua corriendo. Necesitaba agua. No podía vivir mucho tiempo sin agua. Dejé la carretera y me guié por el sonido. Había un pequeño montículo cubierto de hierba, subí a lo alto y allí estaba: agua cayendo de varias tuberías de cemento en una alberca desde una especie de depósito. Me senté al borde de la alberca, me quité zapatos y calcetines, me remangué los pantalones y metí las piernas en el agua. Luego me eché agua por la cabeza. Luego bebí, no mucho ni muy rápido, como había visto hacerlo en las películas.
Después de recobrarme un poco, vi un camino de cemento que rodeaba el depósito. Caminé por él y llegué a una cabina metálica levantada al borde. Estaba cerrada con un candado. ¡Y allí probablemente habría un teléfono! ¡Podía llamar pidiendo ayuda!
Busqué una piedra y comencé a golpear con ella el candado. Pero no cedía. ¿Qué
demonios habría hecho Jack London? ¿Y Hemingway? ¿O Jean Genet?
Seguí dándole con la piedra. A veces fallaba y golpeaba el candado con la mano. Piel desgarrada, la sangre empezó a correr. Saqué fuerzas de flaqueza y le di un último golpe. Se abrió. Quité el candado y abrí la puerta. No había teléfono. Había una serie de interruptores y pesados cables. Me acerqué, toqué un cable y recibí una terrible sacudida. Luego le di a un interruptor. Oí un fragor de agua. Fuera, tres o cuatro de las salidas del depósito estaban soltando gigantescos chorros blancos de agua. Le di a otro interruptor. Tres o cuatro salidas más se abrieron, dejando caer toneladas de agua. Accioné un tercer interruptor y toda la maldita cosa se abrió. Me quedé allí contemplando el agua salir disparada. A lo mejor podía provocar una inundación y alguna policía montada vendría a salvarme en caballos o en camionetas. Podía ver los titulares:
HENRY CHINASKI, POETA DE
SEGUNDA FILA, INUNDA LOS BOSQUES
DE UTAH PARA SALVAR SU BLANDO
CULO DE LOS ÁNGELES.
Decidí evitarlo. Volví a cerrar todos los interruptores y la cabina metálica y colgué el candado roto en la cerradura.
Dejé el depósito, encontré otra carretera más arriba y seguí por ella. Parecía más transitada que la anterior. Anduve. Nunca había estado tan cansado. Apenas podía ver. De repente apareció una niña de unos cinco años caminando hacia mí. Llevaba un pequeño vestido azul y zapatos blancos. Cuando me vio pareció asustarse. Traté de parecer amable y simpático mientras me aproximaba a ella.
—Niñita, no te vayas. No voy a hacerte daño. ¡ME HE PERDIDO! ¿Dónde están
tuspa pa s? ¡Niñita, llévame a donde están tus papas!
La niña señaló con el dedo. Vi un coche y un remolque aparcados más arriba.
—¡EH, me he PERDIDO! —grité—. CRISTO, ME ALEGRO DE VERLES.
Lydia apareció a un lado del remolque, tenía el pelo enrollado en rulos rojos.
—Vamos, chico de ciudad —me dijo—, sígueme a casa.
—¡Cómo me alegro de verte, nena, bésame!
—No, sígueme.
Salió corriendo unos diez metros por delante de mí. Era difícil seguirla.
—Le pregunté a aquella gente si habían visto a un chico de ciudad por los
alrededores. Me dijeron que no.
—¡Lydia, teq u ie ro!
—¡Vamos! ¡Eres un lentorro!
—¡Espera, Lydia, esp era!
Saltó una pequeña valla de alambre. Yo no pude hacerlo. Tropecé y me quedé
enganchado. No podía moverme. Era como una vaca atrapada.
—¡LYDIA!
Volvió con sus rulos rojos y me ayudó a incorporarme.
—Seguí tu rastro. Encontré tu cuadernito rojo. Te perdiste deliberadamente porque
estabas enfadado.
—No, me perdí por ignorancia y por miedo. No soy una persona completa, soy la caricatura urbana de un hombre. Más o menos una fallida escultura de mierda sin nada absolutamente que ofrecer.
—Cristo —dijo ella—. ¿Crees que no lo sé?
Me liberó del último gancho. Me arrastré tras ella. Otra vez estaba con Lydia.
A la mañana siguiente nos sentamos alrededor del fuego. Glendoline y Lydia prepararon el desayuno. Yo había comprado 40 pavos de provisiones que incluían varios paquetes de cervezas. Las había metido a refrescar en un arroyuelo. Acabamos el desayuno. Ayudé a limpiar los platos y luego Glendoline sacó su novela y empezó a leérnosla. No era del todo mala, pero era muy poco profesional y necesitaba mucha corrección. Glendoline suponía que el lector tenía que quedarse tan fascinado por su vida como ella misma lo estaba, lo cual era un error mortífero. Los demás errores mortíferos en que había caído eran demasiado numerosos para ser mencionados.
Fui hasta el arroyo y regresé con tres botellas de cerveza. Las chicas dijeron que no, no querían. Las dos eran muy anti-cerveza. Comentamos la novela de Glendoline. Yo pensaba que cualquiera que leía su novela en voz alta para otros tenía que ser necesariamente sospechoso. Si aquello no era el viejo beso de la muerte, nada lo era.
Acabó la conversación y las chicas empezaron a chismorrear sobre hombres, fiestas, bailes y sexo. Glendoline tenía una voz potente y excitada, y se reía continuamente, nerviosamente. Tenía cuarenta y tantos años, era bastante gorda y muy blandorra. Aparte de eso, igual que yo, era fea.
Glendoline se debió pasar hablando sin parar cerca de una hora, enteramente acerca del sexo. Empecé a marearme. Ella saltó y empezó a agitar los brazos por encima de su cabeza:
—¡SOY LA MUJER SALVAJE DE LAS MONTAÑAS! ¿OH, DONDE, OH, DONDE ESTA EL HOMBRE, EL HOMBRE DE VERDAD QUE TENGA EL VALOR
DE TOMARME?
Bueno, ciertamente no está aquí, pensé yo.
Miré a Lydia.
—Vamos a dar un paseo.
—No —dijo ella—, quiero leer este libro. —Se titulaba Amor y orgasmo: Una guía
revolucionaria para la plenitud sexual.
—Muy bien —dije—, entonces me iré a pasear solo.
Fui subiendo por el arroyuelo. Cogí una cerveza, la abrí y me senté un rato. Estaba atrapado entre montañas y bosques con dos mujeres chifladas. Sacaban todo el disfrute de joder por medio de hablar de ello todo el tiempo. A mí también me gustaba joder, pero para mí no era una religión. Había en ello demasiadas cosas ridículas y trágicas. La gente parecía no saber cómo controlarlo. Así que lo convertían en un juguete. Un juguete que acababa destruyéndoles.
Lo principal, pensé, era encontrar la mujer adecuada. ¿Pero, cómo? Me había traído un cuadernito y un bolígrafo. Escribí un poema meditativo. Luego subí hasta el lago. Vastos pastos, se llamaba el sitio. Las hermanitas eran dueñas de casi todo. Tenía ganas de echar una cagada. Me bajé los pantalones y obré entre los hierbajos con moscas y mosquitos. Me quedaba con las ventajas de la ciudad, como fuera. Me tuve que limpiar con hojas. Me acerqué al lago y metí un pie en el agua. Estaba como un témpano.
Sé un hombre, vejete. Entra.
Mi piel estaba blanca como la harina. Me sentía muy viejo, muy blandorro. Fui metiéndome en las gélidas aguas. Entré hasta la cintura, luego respiré fuerte y seguí hacia delante. ¡Estaba completamente metido! El fango se removió del fondo y se metió por mis orejas y boca, entre mi pelo. Me quedé allí, en el agua embarrada, tiritando.
Esperé un buen rato a que se aclarara el agua. Entonces salí. Me vestí y me fui andando por la orilla del lago. Cuando llegué al final del lago oí un sonido como de una cascada. Penetré en el bosque, siguiendo el ruido. Tuve que escalar unas rocas en un barranco. El sonido cada vez se hacía más cercano. Las moscas y mosquitos se multiplicaban por todo mi cuerpo. Las moscas eran grandes y rabiosas y hambrientas, mucho mayores que las moscas de la ciudad, y sabían distinguir un buen bocado en cuanto lo veían.
Me abrí paso a través de un arbusto y allí estaba: mi primera catarata real y sin trucos. El agua caía de las montañas desde un borde rocoso. Era hermoso. Caía continuamente, caía. Aquel agua provenía de alguna parte. E iba hacia alguna parte. Había tres o cuatro corrientes que seguramente iban a parar al lago.
Finalmente me cansé de contemplar la cosa y decidí volver. Decidí también coger una ruta diferente de regreso, un atajo. Bajé hacia el otro lado del lago para llegar directamente al campamento. Tenía una cierta idea de dónde estaba. Todavía llevaba mi cuadernito rojo. Me paré a escribir otro poema, menos meditativo, luego seguí. Anduve. El campamento no aparecía. Anduve más. Busqué el lago con la vista. No pude ver el lago, no sabía por qué lado estaba. De repente me di cuenta: estaba PERDIDO. Aquellas zorras calentorras me habían sacado de quicio y ahora estaba PERDIDO. Miré a mi alrededor. Se veían al fondo las montañas y por todas partes árboles y maleza. No había centro, ni puntos de referencia, ni ninguna conexión entre nada. Sentí miedo, verdadero miedo. ¿Por qué
había dejado que me sacaran de mi ciudad, de mi Los Ángeles? Allí un hombre podía coger un taxi, podía utilizar el teléfono. Había soluciones razonables a problemas razonables.
Los vastos pastos se extendían a mi alrededor millas y millas. Arrojé mi
cuadernillo. ¡Vaya una manera de morir para un escritor! Ya lo veía en los periódicos:
HENRY CHINASKI, POETA DE
SEGUNDA FILA, HALLADO MUERTO
EN UN BOSQUE DE UTAH.
Henry Chinaski, antiguo empleado de correos
convertido en escritor, fue hallado en avanzado
estado de descomposición por el guarda forestal
W. K. Brooks Jr. En las proximidades se
encontró también un pequeño cuaderno rojo
que evidentemente contenía los últimos escritos
del señor Chinaski.
Seguí andando. Entré en una zona semipantanosa llena de agua. Cada dos por tres una de mis piernas se hundía hasta la rodilla en el fango y tenía que hacer esfuerzos sobrehumanos para sacarla.
Llegué a una valla alambrada. Inmediatamente supe que no debía saltarla. Sabía que sería un error, pero no tenía otra alternativa. Trepé por la valla y desde arriba grité «¡LYDIA!».
No hubo respuesta.
Probé de nuevo, «¡LYDIA!».
Mi voz sonaba plañidera. La voz de un cobarde.
Salté. Sería hermoso, pensé, volver con las hermanitas, oírlas reírse hablando del sexo y los hombres y los bailes y las fiestas. Sería tan maravilloso oír la voz de Glendoline. Y pasar mi mano por la cabellera de Lydia. La llevaría encantado a todas las fiestas de la ciudad. Hasta bailaría con todo el mundo y haría chistes brillantes acerca de todo. Soportaría todos los rollos mierdosos con una sonrisa. Me podía ver a mí mismo diciendo: —«¡Hey, qué marcha másfen o men a l para bailar! ¿Quién quierei rse ? ¿Bailamos un buen
despelote?»
Continué andando por el fango. Finalmente llegué a terreno seco. Salí a una carretera. No era más que una vieja y polvorienta carretera, pero a mí me parecía cojonuda. Vi marcas de neumáticos, huellas de ganado. Incluso había cables eléctricos por encima que conducían a algún sitio. Todo lo que tenía que hacer era seguir esos cables. Fui por la carretera. El sol estaba alto, debía ser mediodía. Anduve sintiéndome un idiota.
Llegué a una verja cerrada que cruzaba la carretera. ¿Qué significaba aquello? Había una pequeña entrada por un lado. Evidentemente era la entrada de una finca, ¿pero dónde estaba la finca? ¿Dónde el dueño de la finca? Tal vez sólo se pasase por allí cada medio año.
Algo me empezó a doler en la cabeza. Me llevé allí la mano y noté la cicatriz de
hacía treinta años, cuando me rompieron la crisma en un bar de Filadelfia. Todavía
quedaba algo de costra, que se había cocido con el sol y se había levantado. Se alzaba
como un pequeño cuerno. Rompí un pedazo y lo tiré a la carretera.
Anduve otra hora, entonces decidí dar la vuelta. Aquello significaba tener que desandar todo lo andado, pero me parecía que era lo mejor que podía hacer. Me quité la camisa y me la enrollé en la cabeza. Me detuve una o dos veces y grité «¡LYDIA!», sin obtener respuesta.
Un poco más tarde llegué a la verja. Todo lo que tenía que hacer era rodearla, pero había algo en el camino. Estaba parado en frente de la verja, a unos siete metros de mí. Era un pequeño cervatillo, un gamo, algo así.
Me fui acercando a él lentamente. No se movió. ¿Iba a dejarme llegar junto a él? No parecía asustarse. Supuse que se daba cuenta de mi confusión, mi cobardía. Me aproximé más y más. No se apartaba del camino. Tenía unos grandes y hermosos ojos marrones, más bellos que los de cualquier mujer que hubiera visto en mi vida. No podía creerlo. Estaba a un metro escaso de él, sin saber qué hacer, cuando se apartó de un salto. Se fue corriendo por la carretera y desapareció en el bosque. Estaba en una forma excelente, eso sí que era correr.
Continué por la carretera y entonces oí el sonido de agua corriendo. Necesitaba agua. No podía vivir mucho tiempo sin agua. Dejé la carretera y me guié por el sonido. Había un pequeño montículo cubierto de hierba, subí a lo alto y allí estaba: agua cayendo de varias tuberías de cemento en una alberca desde una especie de depósito. Me senté al borde de la alberca, me quité zapatos y calcetines, me remangué los pantalones y metí las piernas en el agua. Luego me eché agua por la cabeza. Luego bebí, no mucho ni muy rápido, como había visto hacerlo en las películas.
Después de recobrarme un poco, vi un camino de cemento que rodeaba el depósito. Caminé por él y llegué a una cabina metálica levantada al borde. Estaba cerrada con un candado. ¡Y allí probablemente habría un teléfono! ¡Podía llamar pidiendo ayuda!
Busqué una piedra y comencé a golpear con ella el candado. Pero no cedía. ¿Qué
demonios habría hecho Jack London? ¿Y Hemingway? ¿O Jean Genet?
Seguí dándole con la piedra. A veces fallaba y golpeaba el candado con la mano. Piel desgarrada, la sangre empezó a correr. Saqué fuerzas de flaqueza y le di un último golpe. Se abrió. Quité el candado y abrí la puerta. No había teléfono. Había una serie de interruptores y pesados cables. Me acerqué, toqué un cable y recibí una terrible sacudida. Luego le di a un interruptor. Oí un fragor de agua. Fuera, tres o cuatro de las salidas del depósito estaban soltando gigantescos chorros blancos de agua. Le di a otro interruptor. Tres o cuatro salidas más se abrieron, dejando caer toneladas de agua. Accioné un tercer interruptor y toda la maldita cosa se abrió. Me quedé allí contemplando el agua salir disparada. A lo mejor podía provocar una inundación y alguna policía montada vendría a salvarme en caballos o en camionetas. Podía ver los titulares:
HENRY CHINASKI, POETA DE
SEGUNDA FILA, INUNDA LOS BOSQUES
DE UTAH PARA SALVAR SU BLANDO
CULO DE LOS ÁNGELES.
Decidí evitarlo. Volví a cerrar todos los interruptores y la cabina metálica y colgué el candado roto en la cerradura.
Dejé el depósito, encontré otra carretera más arriba y seguí por ella. Parecía más transitada que la anterior. Anduve. Nunca había estado tan cansado. Apenas podía ver. De repente apareció una niña de unos cinco años caminando hacia mí. Llevaba un pequeño vestido azul y zapatos blancos. Cuando me vio pareció asustarse. Traté de parecer amable y simpático mientras me aproximaba a ella.
—Niñita, no te vayas. No voy a hacerte daño. ¡ME HE PERDIDO! ¿Dónde están
tuspa pa s? ¡Niñita, llévame a donde están tus papas!
La niña señaló con el dedo. Vi un coche y un remolque aparcados más arriba.
—¡EH, me he PERDIDO! —grité—. CRISTO, ME ALEGRO DE VERLES.
Lydia apareció a un lado del remolque, tenía el pelo enrollado en rulos rojos.
—Vamos, chico de ciudad —me dijo—, sígueme a casa.
—¡Cómo me alegro de verte, nena, bésame!
—No, sígueme.
Salió corriendo unos diez metros por delante de mí. Era difícil seguirla.
—Le pregunté a aquella gente si habían visto a un chico de ciudad por los
alrededores. Me dijeron que no.
—¡Lydia, teq u ie ro!
—¡Vamos! ¡Eres un lentorro!
—¡Espera, Lydia, esp era!
Saltó una pequeña valla de alambre. Yo no pude hacerlo. Tropecé y me quedé
enganchado. No podía moverme. Era como una vaca atrapada.
—¡LYDIA!
Volvió con sus rulos rojos y me ayudó a incorporarme.
—Seguí tu rastro. Encontré tu cuadernito rojo. Te perdiste deliberadamente porque
estabas enfadado.
—No, me perdí por ignorancia y por miedo. No soy una persona completa, soy la caricatura urbana de un hombre. Más o menos una fallida escultura de mierda sin nada absolutamente que ofrecer.
—Cristo —dijo ella—. ¿Crees que no lo sé?
Me liberó del último gancho. Me arrastré tras ella. Otra vez estaba con Lydia.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
lunes, 6 de septiembre de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 29
A la mañana siguiente sonó el teléfono. Lydia había vuelto a su casa. Era Bobby, el
chico que vivía en la casa de al lado y que trabajaba en una tienda de material porno.
—Mindy está aquí. Quiere que vengas y hablar contigo.
—Bueno.
Me acerqué con tres botellas de cerveza. Mindy estaba con tacones altos y un traje negro transparente de Frederick's. Parecía un vestido de muñeca, y podías ver sus pantys negros. No llevaba sujetador. Valerie no estaba. Me senté y quité las chapas a las botellas,
las pasé.
—¿Vas a volver con Lydia, Hank? —me preguntó Mindy.
—Lo siento, pero sí.
—Fue algo asqueroso, lo que ocurrió. Yo creía que tú y Lydia habíais terminado.
—Yo también lo creía. Estas cosas son extrañas.
—Toda mi ropa está en tu casa. Tengo que pasar a recogerla.
—Claro
—¿Estás seguro de que se ha ido?
—Sí.
—Se porta como un toro esta mujer, es como un dique.
—No creo que lo sea.
Mindy se levantó y fue al baño. Bobby me miró.
—Me la tiré —dijo—. No la culpes. No tenía otro sitio donde ir.
—No la culpo.
—Valerie la llevó a Frederick's para que se alegrara un poco. Le compró un vestido
nuevo.
Mindy salió del baño. Había estado llorando.
—Mindy —dije—, tengo que irme.
—Pasaré más tarde a por mi ropa.
Me levanté y me dirigí hacia la puerta. Mindy me siguió.
—Abrázame —dijo.
La abracé. Estaba llorando.
—¡Nunca me has de olvidar...nu n ca !
Volví a mi casa, pensando ¿se la tiró Bobby de verdad? Bobby y Valerie hacían cantidad de cosas nuevas y extrañas. No me importaba la ausencia de sentimiento común entre ellos. Lo que me dejaba mosca era elmo do en que lo hacían todo, sin mostrar la más mínima emoción. Igual que cualquier otra persona podría bostezar o cocer una patata.
chico que vivía en la casa de al lado y que trabajaba en una tienda de material porno.
—Mindy está aquí. Quiere que vengas y hablar contigo.
—Bueno.
Me acerqué con tres botellas de cerveza. Mindy estaba con tacones altos y un traje negro transparente de Frederick's. Parecía un vestido de muñeca, y podías ver sus pantys negros. No llevaba sujetador. Valerie no estaba. Me senté y quité las chapas a las botellas,
las pasé.
—¿Vas a volver con Lydia, Hank? —me preguntó Mindy.
—Lo siento, pero sí.
—Fue algo asqueroso, lo que ocurrió. Yo creía que tú y Lydia habíais terminado.
—Yo también lo creía. Estas cosas son extrañas.
—Toda mi ropa está en tu casa. Tengo que pasar a recogerla.
—Claro
—¿Estás seguro de que se ha ido?
—Sí.
—Se porta como un toro esta mujer, es como un dique.
—No creo que lo sea.
Mindy se levantó y fue al baño. Bobby me miró.
—Me la tiré —dijo—. No la culpes. No tenía otro sitio donde ir.
—No la culpo.
—Valerie la llevó a Frederick's para que se alegrara un poco. Le compró un vestido
nuevo.
Mindy salió del baño. Había estado llorando.
—Mindy —dije—, tengo que irme.
—Pasaré más tarde a por mi ropa.
Me levanté y me dirigí hacia la puerta. Mindy me siguió.
—Abrázame —dijo.
La abracé. Estaba llorando.
—¡Nunca me has de olvidar...nu n ca !
Volví a mi casa, pensando ¿se la tiró Bobby de verdad? Bobby y Valerie hacían cantidad de cosas nuevas y extrañas. No me importaba la ausencia de sentimiento común entre ellos. Lo que me dejaba mosca era elmo do en que lo hacían todo, sin mostrar la más mínima emoción. Igual que cualquier otra persona podría bostezar o cocer una patata.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
domingo, 5 de septiembre de 2010
" SUERTE II " de CHARLES BUKOWSKI
Hubo una vez
en que fuimos jóvenes
dentro de esta máquina...
bebíamos
fumábamos
tecleábamos.
Fue un tiempo de
esplendor
un milagro
aún
lo es.
Sólo que ahora
en vez de
ir hacia
el tiempo
es el tiempo
el que viene hacia
nosotros
y hace que cada palabra
taladre el papel
clara
rápida
contundente
alimentando
un espacio
que se cierra
en que fuimos jóvenes
dentro de esta máquina...
bebíamos
fumábamos
tecleábamos.
Fue un tiempo de
esplendor
un milagro
aún
lo es.
Sólo que ahora
en vez de
ir hacia
el tiempo
es el tiempo
el que viene hacia
nosotros
y hace que cada palabra
taladre el papel
clara
rápida
contundente
alimentando
un espacio
que se cierra
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POEMAS BUKOWSKI
sábado, 4 de septiembre de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 28
Mindy se quedó cerca de una semana. La presenté a mis amigos. Fuimos a sitios. Pero no se resolvió nada. Yo no conseguía correrme. Ella no parecía darse por enterada. Era extraño.
Una noche, hacia las 10:45, Mindy estaba sentada en la sala leyendo una revista y yo estaba tumbado en la cama en calzoncillos, bebido, fumando, con una copa sobre la silla. Estaba mirando el techo azul, sin sentir ni pensar nada.
Se oyó llamar a la puerta.
—¿Abro? —dijo Mindy.
—Sí —dije yo—, abre.
Oí a Mindy abrir la puerta. Entonces escuché la voz de Lydia.
—Sólo me he acercado a conocer a mi competidora.
Oh, pensé, esto esco jon ud o . Voy a levantarme y les serviré a las dos un trago,
beberemos todos juntos y charlaremos. Me gusta que mis mujeres se entiendan entre sí.
Entonces escuché a Lydia decir:
—¿Eres unacosita muymo na , verdad?
Entonces oí gritar a Mindy. Y a Lydia gritar. Oí forcejeos, gruñidos, cuerpos volando. Los muebles cayéndose. Mindy gritó otra vez, el grito de alguien siendo atacado. Lydia gritó, la tigresa ejecutando. Yo salté de la cama. Iba a separarlas. Corrí en calzoncillos hasta la puerta. Era una escena frenética de tirones de pelo, escupitajos y arañazos. Corrí a separarlas. Tropecé con uno de mis zapatos en la alfombra y caí pesadamente. Mindy salió despavorida a la calle con Lydia detrás. Corrieron por el camino hacia la calle. Oí otro chillido. Pasaron unos cuantos minutos. Me levanté y cerré la puerta. Evidentemente Mindy había huido porque de repente se presentó Lydia. Se sentó en una silla junto a la puerta. Me miró.
—Lo siento. Me he meado.
Era cierto. Había una mancha oscura en su ingle y una de sus medias estaba
empapada.
—Está bien —dije.
Le serví un trago y ella se quedó allí sentada sosteniéndolo. Yo no podía sostener el
mío. Nadie hablaba. Un poco más tarde se oyó llamar a la puerta. Me levanté en
calzoncillos y la abrí. Mi tripa gorda, blanca, fofa, colgaba por encima de los calzones.
Delante mío había plantados dos policías.
—Hola —dije.
—Estamos atendiendo una llamada por escándalo público.
—Sólo una pequeña discusión en familia —dije yo.
—Tenemos algunos detalles —dijo el poli más cercano a mí—. Había dos mujeres.
—Suele ocurrir.
—Muy bien —dijo el primer poli—, sólo quiero hacerle una pregunta.
—Vale.
—¿Cuál de las dos mujeres quiere?
—Me quedaré con ésta —señalé a Lydia, sentada en la silla, toda meada.
—De acuerdo, señor. ¿Está seguro?
—Seguro.
Los policías se fueron y yo estaba otra vez con Lydia.
Una noche, hacia las 10:45, Mindy estaba sentada en la sala leyendo una revista y yo estaba tumbado en la cama en calzoncillos, bebido, fumando, con una copa sobre la silla. Estaba mirando el techo azul, sin sentir ni pensar nada.
Se oyó llamar a la puerta.
—¿Abro? —dijo Mindy.
—Sí —dije yo—, abre.
Oí a Mindy abrir la puerta. Entonces escuché la voz de Lydia.
—Sólo me he acercado a conocer a mi competidora.
Oh, pensé, esto esco jon ud o . Voy a levantarme y les serviré a las dos un trago,
beberemos todos juntos y charlaremos. Me gusta que mis mujeres se entiendan entre sí.
Entonces escuché a Lydia decir:
—¿Eres unacosita muymo na , verdad?
Entonces oí gritar a Mindy. Y a Lydia gritar. Oí forcejeos, gruñidos, cuerpos volando. Los muebles cayéndose. Mindy gritó otra vez, el grito de alguien siendo atacado. Lydia gritó, la tigresa ejecutando. Yo salté de la cama. Iba a separarlas. Corrí en calzoncillos hasta la puerta. Era una escena frenética de tirones de pelo, escupitajos y arañazos. Corrí a separarlas. Tropecé con uno de mis zapatos en la alfombra y caí pesadamente. Mindy salió despavorida a la calle con Lydia detrás. Corrieron por el camino hacia la calle. Oí otro chillido. Pasaron unos cuantos minutos. Me levanté y cerré la puerta. Evidentemente Mindy había huido porque de repente se presentó Lydia. Se sentó en una silla junto a la puerta. Me miró.
—Lo siento. Me he meado.
Era cierto. Había una mancha oscura en su ingle y una de sus medias estaba
empapada.
—Está bien —dije.
Le serví un trago y ella se quedó allí sentada sosteniéndolo. Yo no podía sostener el
mío. Nadie hablaba. Un poco más tarde se oyó llamar a la puerta. Me levanté en
calzoncillos y la abrí. Mi tripa gorda, blanca, fofa, colgaba por encima de los calzones.
Delante mío había plantados dos policías.
—Hola —dije.
—Estamos atendiendo una llamada por escándalo público.
—Sólo una pequeña discusión en familia —dije yo.
—Tenemos algunos detalles —dijo el poli más cercano a mí—. Había dos mujeres.
—Suele ocurrir.
—Muy bien —dijo el primer poli—, sólo quiero hacerle una pregunta.
—Vale.
—¿Cuál de las dos mujeres quiere?
—Me quedaré con ésta —señalé a Lydia, sentada en la silla, toda meada.
—De acuerdo, señor. ¿Está seguro?
—Seguro.
Los policías se fueron y yo estaba otra vez con Lydia.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
viernes, 3 de septiembre de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MIJERES" - CAPITULO 27
Bebimos todo el día y por la noche intenté otra vez hacerle el amor a Mindy. Me quedé atónito y desalentado al descubrir que tenía un coño grande. Un coño extra grande. No me había dado cuenta la noche anterior. Era una tragedia. El peor pecado de una mujer. Yo le daba y le daba. Mindy en mis brazos como si estuviera disfrutando. Deseé que así fuera. Empecé a sudar. Me dolía la espalda. Estaba mareado, enfermo. Su coño parecía agrandarse. Yo no sentía nada. Era como intentar joderse una gran bolsa de papel llena de aire. Apenas me sentía tocar las paredes de su coño. Era una agonía, trabajo inútil sin la menor recompensa. Me sentí condenado. No quería herir sus sentimientos. Deseaba desesperadamente correrme. No era sólo la bebida. Solía funcionar mejor de lo normal cuando bebía adecuadamente. Oía mi corazón. Sentía mi corazón. Lo sentía dentro de mi pecho. Lo sentía en mi garganta. Lo sentía en mi cabeza. No pude aguantar más. Me eché a un lado con un suspiro angustiado.
—Lo siento, Mindy, Cristo, lo siento.
—No pasa nada, Hank —dijo ella.
Rodé por la cama. Estaba empapado en sudor. Me levanté y serví dos bebidas. Nos sentamos en la cama y bebimos al lado el uno del otro. No podía entender cómo me las había arreglado para correrme la primera vez. Teníamos un problema. Toda la belleza, toda aquella gentileza, toda aquella maravilla, y teníamos un problema. Era incapaz de decirle a Mindy lo que pasaba. No sabía cómo decirle que tenía el coño grande. Quizás nadie se lo había dicho nunca.
—Será mejor cuando no beba tanto —le dije.
—Por favor. Hank, no te preocupes.
—De acuerdo.
Nos pusimos a dormir o pretendimos hacerlo. Finalmente lo conseguí...
—Lo siento, Mindy, Cristo, lo siento.
—No pasa nada, Hank —dijo ella.
Rodé por la cama. Estaba empapado en sudor. Me levanté y serví dos bebidas. Nos sentamos en la cama y bebimos al lado el uno del otro. No podía entender cómo me las había arreglado para correrme la primera vez. Teníamos un problema. Toda la belleza, toda aquella gentileza, toda aquella maravilla, y teníamos un problema. Era incapaz de decirle a Mindy lo que pasaba. No sabía cómo decirle que tenía el coño grande. Quizás nadie se lo había dicho nunca.
—Será mejor cuando no beba tanto —le dije.
—Por favor. Hank, no te preocupes.
—De acuerdo.
Nos pusimos a dormir o pretendimos hacerlo. Finalmente lo conseguí...
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
jueves, 2 de septiembre de 2010
miércoles, 1 de septiembre de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 26
Me senté en el aeropuerto y esperé. Con las fotos nunca sabías. Nunca podías estar seguro. Estaba nervioso. Sentía ganas de vomitar. Encendí un cigarrillo y gargajeé. ¿Por qué hacía estas cosas? Ahora no quería nada con ella. Y Mindy estaba volando todo ese trecho desde Nueva York. Yo conocía a muchas mujeres. ¿Por qué siempre más mujeres? ¿Qué intentaba hacer? Los nuevos ligues eran excitantes, pero también eran un trabajo duro. El primer beso, el primer polvo, tenían algo de teatro. La gente era interesante al principio. Luego más tarde, lenta pero firmemente, toda la mala leche y chifladura se ponían de manifiesto. Yo iba significando menos y menos para ellas; ellas iban significando menos y menos para mí.
Era viejo y feo. Quizás por eso era tan agradable trincársela dentro a jovencitas. Yo era King Kong y ellas eran frágiles y tiernas. ¿Estaba tratando de penetrar por un camino que me alejase de la muerte? ¿Estando con chicas jóvenes esperaba no hacerme viejo, no sentirme viejo? Solamente no quería envejecer de mala manera, quería simplemente cortar, estar muerto antes de que llegara la muerte.
El avión de Mindy aterrizó y se estacionó. Me sentí en peligro. Las mujeres me conocían previamente porque habían leído mis libros. Yo había expuesto mis entresijos. En cambio, yo no sabía nada de ellas. Yo era el verdadero jugador. Podía ser asesinado, podían cortarme las pelotas. Chinaski sin pelotas. Poemas de amor de un eunuco.
Me planté esperando a Mindy. Los pasajeros fueron entrando por la verja.
Oh, espero que no seaésa .
O ésa.
O sobre todo ésa.
¡Oye, ésa estaría bien! Mira esas piernas, ese trasero, esos ojos...
Una de ellas vino hacia mí. Deseé que fuera ella. Era la mejor de todo el maldito
lote. No podía ser tan afortunado. Llegó junto a mí y me sonrió.
—Soy Mindy.
—Me alegro de que seas Mindy.
—Me alegro de que seas Chinaski.
—¿Tienes que esperar tu equipaje?
—Sí. ¡Me he traído bastante para una larga estancia!
—Vamos a esperar en el bar.
Entramos y encontramos una mesa. Mindy pidió un vodka con tónica. Yo un vodka con 7-Up. Ah, casi en armonía. Encendí su cigarrillo. Tenía muy buen aspecto. Casi virginal. Era difícil de creer. Era pequeña, rubia y con todo colocado a la perfección. Era más natural que sofisticada. Me resultó fácil mirarla a los ojos, de un azulado verdoso. Llevaba dos pequeños pendientes. Y tacones altos. Yo le había dicho que me excitaban los tacones altos.
—Bueno —dijo ella—. ¿Estás asustado?
—Ya no tanto. Me gustas.
—Tú tienes mejor aspecto que en las fotos. Creo que no eres del todo feo.
—Gracias.
—Oh, no quiero decir que seas guapo, no tal como entiende la gente la belleza. Tu rostro es atrayente. Y tus ojos... son hermosos. Son salvajes, enloquecidos, como los de un animal escapando de un bosque incendiado. Hostia, algo así. No me manejo muy bien con las palabras.
—Yo creo que eres hermosa —dije yo—, y muy simpática. Me siento bien junto a ti. Creo que es bueno que estemos juntos. Bebe. Necesitamos otro más. Eres igual que tus cartas.
Tomamos una segunda copa y fuimos a buscar el equipaje. Me sentía orgulloso de estar con Mindy. Caminaba con estilo. Había tantas mujeres con buenos cuerpos que simplemente se arrastraban como criaturas sobrecargadas. Mindy flotaba.
Yo pensaba; esto es demasiado bueno. Sencillamente no es posible.
De vuelta a mi casa, Mindy se dio un baño y cambió de ropa. Salió con un ligero vestido azul. Se había cambiado de peinado, un poco. Nos sentamos juntos en el sofá con el vodka y el vodka mezclado.
—Bueno —dije—, sigo todavía asustado. Me da que voy a acabar un poco
borracho.
—Tu casa es exactamente igual como me la imaginaba —dijo ella.
Me estaba mirando, sonriéndome. Me incliné y la toqué justo detrás del cuello, me
la acerqué y le di un suave beso.
Sonó el teléfono. Era Lydia.
—¿Qué estás haciendo?
—Estoy con una persona.
—¿Es una mujer, no?
—Lydia, se acabó nuestra relación. Ya lo sabes.
—¿ES UNA MUJER, NO?
—Sí.
—Bueno, muy bien. —Muy bien. Adiós. —Adiós —dijo ella.
El tono de Lydia se había calmado súbitamente. Me sentí mejor. Su violencia me
acojonaba. Ella siempre decía que yo era el celoso, y yo a menudo lo era, pero cuando veía las cosas ir en contra mía, simplemente me disgustaba y deprimía. Lydia era diferente. Reaccionaba. Era la cabeza de ataque en el juego de la violencia.
Pero por su tono supe que había claudicado. No estaba furiosa. Conocía bien su
voz.
—Era mi ex —le dije a Mindy.
—¿Se acabó todo?
—Sí.
—¿Te ama ella todavía?
—Creo que sí.
—Entonces no se acabó.
—Se acabó.
—¿Me puedo quedar?
—Claro. Por favor.
—¿No estarás simplemente utilizándome? He leído todos esos poemas de amor... a
Lydia.
—Estaba enamorado. No estoy utilizándote.
Mindy se apretó contra mí y me besó. Fue un largo beso. Se me empalmó la polla. Últimamente había estado tomando mucha vitamina E. Yo tenía mis propias ideas sobre el sexo. Estaba constantemente cachondo y me masturbaba continuamente. Le hacía el amor a Lydia y luego por la mañana volvía a mi casa y me masturbaba. El pensamiento del sexo como algo prohibido me excitaba más allá de toda razón. Era como un animal aplastando a otro hasta la sumisión.
Cuando me corría sentía como si fuera en la cara de todo lo decente, blanca esperma resbalando por las cabezas y almas de mis padres muertos. Si hubiera nacido mujer seguro que hubiera sido una prostituta. Como había nacido hombre, anhelaba constantemente mujeres, cuanto más guarras mejor. Y sin embargo las mujeres, las buenas mujeres, me daban miedo porque a veces querían tu alma, y lo poco que quedaba de la mía, quería conservarlo para mí. Básicamente deseaba prostitutas, porque eran duras, sin esperanzas, y no pedían nada personal. Nada se perdía cuando ellas se iban. Pero al mismo tiempo soñaba con una mujer buena y cariñosa, a pesar de lo que me pudiera costar. De cualquier manera estaba perdido. Un hombre fuerte pasaría de ambos tipos. Yo no era fuerte. Así que continuaba bregando con las mujeres, con la idea de las mujeres.
Mindy y yo acabamos la botella y nos fuimos a la cama. La besé durante un rato, luego pedí disculpas y me eché a un lado. Estaba demasiado borracho para actuar. Vaya una mierda de gran amante. Le prometí muchas experiencias magníficas en un futuro inmediato y entonces me quedé dormido, con su cuerpo apretado junto al mío.
Por la mañana me desperté, resacoso. Observé a Mindy, desnuda a mi lado. Incluso entonces, después de toda la borrachera, parecía un milagro. No había conocido nunca una joven tan hermosa y al mismo tiempo tan inteligente y comprensiva. ¿Dónde estaban sus hombres? ¿En qué habían fallado?
Fui al baño y traté de asearme un poco. Hice gárgaras. Me afeité y me di una loción. Me mojé el pelo y lo peiné. Me acerqué a la nevera, cogí un 7-Up y lo bebí de un trago.
Volví a meterme en la cama. Mindy estaba caliente, su cuerpo estaba caliente. Parecía estar dormida. Me gustaba. Rocé mis labios con los suyos, suavemente. Se me puso dura. Sentí sus tetas contra mí. Cogí una y la chupé. Sentí endurecerse el pezón. Mindy empezó a moverse. Bajé acariciándole el vientre hasta el coño. Comencé a tocarlo, con calma.
Es como abrir un capullo de rosa, pensé. Esto tiene un significado. Es algo bueno. Es como dos insectos en un jardín acercándose lentamente el uno al otro. El macho desplegando su magia sin prisas. La hembra abriéndose despacio. Me gusta, me gusta. Dos bichos. Mindy se está abriendo, se está humedeciendo. Es hermosa. Entonces la monté. Me deslicé en su interior, con mi boca pegada a la suya.
Era viejo y feo. Quizás por eso era tan agradable trincársela dentro a jovencitas. Yo era King Kong y ellas eran frágiles y tiernas. ¿Estaba tratando de penetrar por un camino que me alejase de la muerte? ¿Estando con chicas jóvenes esperaba no hacerme viejo, no sentirme viejo? Solamente no quería envejecer de mala manera, quería simplemente cortar, estar muerto antes de que llegara la muerte.
El avión de Mindy aterrizó y se estacionó. Me sentí en peligro. Las mujeres me conocían previamente porque habían leído mis libros. Yo había expuesto mis entresijos. En cambio, yo no sabía nada de ellas. Yo era el verdadero jugador. Podía ser asesinado, podían cortarme las pelotas. Chinaski sin pelotas. Poemas de amor de un eunuco.
Me planté esperando a Mindy. Los pasajeros fueron entrando por la verja.
Oh, espero que no seaésa .
O ésa.
O sobre todo ésa.
¡Oye, ésa estaría bien! Mira esas piernas, ese trasero, esos ojos...
Una de ellas vino hacia mí. Deseé que fuera ella. Era la mejor de todo el maldito
lote. No podía ser tan afortunado. Llegó junto a mí y me sonrió.
—Soy Mindy.
—Me alegro de que seas Mindy.
—Me alegro de que seas Chinaski.
—¿Tienes que esperar tu equipaje?
—Sí. ¡Me he traído bastante para una larga estancia!
—Vamos a esperar en el bar.
Entramos y encontramos una mesa. Mindy pidió un vodka con tónica. Yo un vodka con 7-Up. Ah, casi en armonía. Encendí su cigarrillo. Tenía muy buen aspecto. Casi virginal. Era difícil de creer. Era pequeña, rubia y con todo colocado a la perfección. Era más natural que sofisticada. Me resultó fácil mirarla a los ojos, de un azulado verdoso. Llevaba dos pequeños pendientes. Y tacones altos. Yo le había dicho que me excitaban los tacones altos.
—Bueno —dijo ella—. ¿Estás asustado?
—Ya no tanto. Me gustas.
—Tú tienes mejor aspecto que en las fotos. Creo que no eres del todo feo.
—Gracias.
—Oh, no quiero decir que seas guapo, no tal como entiende la gente la belleza. Tu rostro es atrayente. Y tus ojos... son hermosos. Son salvajes, enloquecidos, como los de un animal escapando de un bosque incendiado. Hostia, algo así. No me manejo muy bien con las palabras.
—Yo creo que eres hermosa —dije yo—, y muy simpática. Me siento bien junto a ti. Creo que es bueno que estemos juntos. Bebe. Necesitamos otro más. Eres igual que tus cartas.
Tomamos una segunda copa y fuimos a buscar el equipaje. Me sentía orgulloso de estar con Mindy. Caminaba con estilo. Había tantas mujeres con buenos cuerpos que simplemente se arrastraban como criaturas sobrecargadas. Mindy flotaba.
Yo pensaba; esto es demasiado bueno. Sencillamente no es posible.
De vuelta a mi casa, Mindy se dio un baño y cambió de ropa. Salió con un ligero vestido azul. Se había cambiado de peinado, un poco. Nos sentamos juntos en el sofá con el vodka y el vodka mezclado.
—Bueno —dije—, sigo todavía asustado. Me da que voy a acabar un poco
borracho.
—Tu casa es exactamente igual como me la imaginaba —dijo ella.
Me estaba mirando, sonriéndome. Me incliné y la toqué justo detrás del cuello, me
la acerqué y le di un suave beso.
Sonó el teléfono. Era Lydia.
—¿Qué estás haciendo?
—Estoy con una persona.
—¿Es una mujer, no?
—Lydia, se acabó nuestra relación. Ya lo sabes.
—¿ES UNA MUJER, NO?
—Sí.
—Bueno, muy bien. —Muy bien. Adiós. —Adiós —dijo ella.
El tono de Lydia se había calmado súbitamente. Me sentí mejor. Su violencia me
acojonaba. Ella siempre decía que yo era el celoso, y yo a menudo lo era, pero cuando veía las cosas ir en contra mía, simplemente me disgustaba y deprimía. Lydia era diferente. Reaccionaba. Era la cabeza de ataque en el juego de la violencia.
Pero por su tono supe que había claudicado. No estaba furiosa. Conocía bien su
voz.
—Era mi ex —le dije a Mindy.
—¿Se acabó todo?
—Sí.
—¿Te ama ella todavía?
—Creo que sí.
—Entonces no se acabó.
—Se acabó.
—¿Me puedo quedar?
—Claro. Por favor.
—¿No estarás simplemente utilizándome? He leído todos esos poemas de amor... a
Lydia.
—Estaba enamorado. No estoy utilizándote.
Mindy se apretó contra mí y me besó. Fue un largo beso. Se me empalmó la polla. Últimamente había estado tomando mucha vitamina E. Yo tenía mis propias ideas sobre el sexo. Estaba constantemente cachondo y me masturbaba continuamente. Le hacía el amor a Lydia y luego por la mañana volvía a mi casa y me masturbaba. El pensamiento del sexo como algo prohibido me excitaba más allá de toda razón. Era como un animal aplastando a otro hasta la sumisión.
Cuando me corría sentía como si fuera en la cara de todo lo decente, blanca esperma resbalando por las cabezas y almas de mis padres muertos. Si hubiera nacido mujer seguro que hubiera sido una prostituta. Como había nacido hombre, anhelaba constantemente mujeres, cuanto más guarras mejor. Y sin embargo las mujeres, las buenas mujeres, me daban miedo porque a veces querían tu alma, y lo poco que quedaba de la mía, quería conservarlo para mí. Básicamente deseaba prostitutas, porque eran duras, sin esperanzas, y no pedían nada personal. Nada se perdía cuando ellas se iban. Pero al mismo tiempo soñaba con una mujer buena y cariñosa, a pesar de lo que me pudiera costar. De cualquier manera estaba perdido. Un hombre fuerte pasaría de ambos tipos. Yo no era fuerte. Así que continuaba bregando con las mujeres, con la idea de las mujeres.
Mindy y yo acabamos la botella y nos fuimos a la cama. La besé durante un rato, luego pedí disculpas y me eché a un lado. Estaba demasiado borracho para actuar. Vaya una mierda de gran amante. Le prometí muchas experiencias magníficas en un futuro inmediato y entonces me quedé dormido, con su cuerpo apretado junto al mío.
Por la mañana me desperté, resacoso. Observé a Mindy, desnuda a mi lado. Incluso entonces, después de toda la borrachera, parecía un milagro. No había conocido nunca una joven tan hermosa y al mismo tiempo tan inteligente y comprensiva. ¿Dónde estaban sus hombres? ¿En qué habían fallado?
Fui al baño y traté de asearme un poco. Hice gárgaras. Me afeité y me di una loción. Me mojé el pelo y lo peiné. Me acerqué a la nevera, cogí un 7-Up y lo bebí de un trago.
Volví a meterme en la cama. Mindy estaba caliente, su cuerpo estaba caliente. Parecía estar dormida. Me gustaba. Rocé mis labios con los suyos, suavemente. Se me puso dura. Sentí sus tetas contra mí. Cogí una y la chupé. Sentí endurecerse el pezón. Mindy empezó a moverse. Bajé acariciándole el vientre hasta el coño. Comencé a tocarlo, con calma.
Es como abrir un capullo de rosa, pensé. Esto tiene un significado. Es algo bueno. Es como dos insectos en un jardín acercándose lentamente el uno al otro. El macho desplegando su magia sin prisas. La hembra abriéndose despacio. Me gusta, me gusta. Dos bichos. Mindy se está abriendo, se está humedeciendo. Es hermosa. Entonces la monté. Me deslicé en su interior, con mi boca pegada a la suya.
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