Mantuve los datos en la cabeza. Nunca había problema para romper con Lydia. Yo era por naturaleza un solitario, me contentaba simplemente con vivir con una mujer, comer con ella, dormir con ella y dar algún paseo con ella. No quería conversación, ni ir a ninguna parte que no fueran el hipódromo o los combates de boxeo. No entendía la televisión. Me resultaba estúpido pagar para ir a ver una película o al teatro y sentarme junto a otra gente para compartir sus emociones. Las fiestas me ponían enfermo. Odiaba la comedieta, el juego sucio, el flirteo, los borrachos aficionados, los coñazos. Pero las fiestas, el baile, la cháchara, estimulaban a Lydia. Se consideraba a sí misma una bomba sexy. Pero era demasiado obvia. Así que nuestras discusiones solían surgir de mi deseo de nada-de-gente-para-nada contra su deseo de toda-la-gente-tan-a-menudo-como-sea-posible.
Un par de días antes de la llegada de Mindy comencé mi táctica. Estábamos juntos
en la cama.
—Lydia, cojones, ¿por qué eres tan estúpida? ¿No te das cuenta de que yo soy un
solitario? ¿Un recluso? Tengo que ser así para escribir.
—¿Cómo puedes aprender nada de la gente si no tratas a nadie?
—Ya lo sé todo acerca de ella.
—Incluso cuando salimos a comer en un restaurante, te quedas con la cabeza
gacha, nomira s a nadie.
—¿Para qué ponerme malo?
—Yo o b se rvo a la gente —dijo ella—, la estudio.
—¡Mierda!
—¡Le tienes miedo a la gente!
—Los odio.
—¿Cómo puedes ser un escritor? ¡Noobservas!
—De acuerdo, no miro a la gente, pero pago el alquiler gracias a mis escritos. Es
mejor que cuidar ovejas.
—No vas a durar mucho. Nunca lo conseguirás. Lo haces todo al revés.
—Por eso lo hago.
—¿Hacer? ¿Quién coño sabe quién eres tú? ¿Eres famoso como M ai l er? ¿Como
Capote?—Esos no saben escribir.
—¡Ytú puedes! ¡Sólo tú, Chinaski, puedes escribir!
—Sí, así me parece.
—¿Eres famoso? ¿Si fueras a Nueva York, te conocería alguien?
—Mira, eso no me preocupa. Sólo quiero seguir escribiendo. No necesito ningún
resonar de trompetas.
—Tú cogerías todas las trompetas que pudieras.
—Puede ser.
—-Te gusta pretender que eres ya famoso.
—Siempre he actuado de la misma manera, incluso antes de escribir.
—Tú eres el hombre famoso más desconocido que jamás he visto.
—Simplemente no soy ambicioso.
—Lo eres, pero eres perezoso. Lo quieres todo a cambio de nada. ¿Cuándo escribes, de todos modos? ¿Cuándo lo haces? Siempre estás en la cama o borracho o en las carreras.
—No sé. No es importante.
—¿Qué es importante entonces?
—Dímelo tú.
—¡Bien, te voy a decir qué es importante! No hemos ido a una fiesta desde hace mucho tiempo. ¡No he visto a nadie desde hace mucho! ¡A mí me GUSTA la gente! Mis hermanas ADORAN las fiestas. ¡Pueden conducir miles de kilómetros para ir a una fiesta! ¡Así nos criamos en Utah! No hay nada malo en las fiestas. ¡Es sólo gente DEJÁNDOSE IR y pasando un buen rato! ¡Tienes esta idea chiflada en la cabeza. Crees que divertirse conduce aj od er! ¡Cristo, la gente esd ecen te! ¡Lo que a ti te pasa es que no sabes cómo pasar un buen rato!
—No me gusta la gente.
Lydia saltó fuera de la cama.
—Coño, me ponesen fe rm a .
—Vale, entonces te dejaré algo de espacio.
Saqué las piernas de la cama y empecé a ponerme los zapatos.
—¿Algo de espacio? —preguntó Lydia—. ¿Qué quieres decir con eso de «algo de
espacio»?
—¡Quiero decir que me largo de aquí!
—Muy bien, pero escucha esto: ¡Si sales por esa puerta no volverás a verme!
—Es una perspectiva agradable.
Me levanté, me dirigí hacia la puerta, la abrí, la cerré y bajé hasta el Volks. Puse en
marcha el motor y me fui. Había hecho algo de espacio para Mindy
martes, 31 de agosto de 2010
lunes, 30 de agosto de 2010
FOTOGRAFIA CHARLES BUKOWSKI (17)
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ARCHIVO FOTOGRÁFICO BUKOWSKI
domingo, 29 de agosto de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 24
Empecé a recibir cartas de una chica de Nueva York. Se llamaba Mindy. Había leído un par de mis libros, pero lo mejor de las cartas era que raramente mencionaba la escritura excepto para decirme que ella no era escritora. Me hablaba de las cosas en general y de hombres y sexo en particular. Mindy tenía 25 años, me escribía a mano y su caligrafía era estable, sensible, sus cartas estaban llenas de humor. Yo contestaba a mi vez y siempre me alegraba de encontrar una carta suya en mi buzón. La mayoría de la gente es mucho mejor explicando cosas en cartas que conversando, y hay gente que puede escribir cartas artísticas y llenas de inventiva, pero cuando tratan de escribir un poema o un cuento, se convierten en pretenciosos.
Entonces Mindy me mandó algunas fotografías. Si eran fieles, ella era muy guapa. Nos escribimos unas cuantas semanas más y llegó un día en que ella mencionó que iba a tener unas vacaciones de dos semanas.
—¿Por qué no te vienes por aquí? —sugerí yo.
—Muy bien —me contestó.
Empezamos a telefonearnos. Finalmente me avisó su hora de llegada al aeropuerto
de Los Ángeles.
Estaré allí, le dije, nada podrá impedírmelo.
Entonces Mindy me mandó algunas fotografías. Si eran fieles, ella era muy guapa. Nos escribimos unas cuantas semanas más y llegó un día en que ella mencionó que iba a tener unas vacaciones de dos semanas.
—¿Por qué no te vienes por aquí? —sugerí yo.
—Muy bien —me contestó.
Empezamos a telefonearnos. Finalmente me avisó su hora de llegada al aeropuerto
de Los Ángeles.
Estaré allí, le dije, nada podrá impedírmelo.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
sábado, 28 de agosto de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 23
A partir de ahí todo se borra. Supongo que había bebido más whisky del que pensaba. No recuerdo cómo llegué a casa de Nicole. Me desperté por la mañana dándole la espalda a alguien en una cama extraña. Miré a la pared que me daba la cara y vi una gran letra decorativa colgando, una enorme «N». Era por «Nicole». Me sentía mal. Fui al baño. Usé el cepillo de dientes de Nicole, vomité. Me lavé la cara, me peiné, cagué y meé, me lavé las manos y bebí gran cantidad de agua del grifo del lavabo. Luego volví a la cama. Nicole se levantó, se aseó y volvió. Empezamos a besarnos y acariciarnos.
Soy inocente en mi comportamiento, Lydia, pensé, te sigo siendo fiel.
Nada de sexo oral. Tenía el estómago demasiado revuelto. Monté a la ex mujer del famoso doctor. La culta viajera mundana. Tenía a las hermanas Brontë en su biblioteca. A los dos nos gustaba Carson McCullers. El corazón es un cazador solitario. Le di tres o cuatro embestidas particularmente salvajes y ella gimió. Ahora sabía lo que valía un puño de escritor. No un escritor muy conocido, por supuesto, pero me las arreglaba para pagar el alquiler, lo que era ya insólito. Un día ella saldría en uno de mis libros. Me estaba tirando a una perra de la cultura. Me sentí cercano al clímax. Empujé mi lengua dentro de su boca, la besé y me corrí. Me eché a un lado sintiéndome un poco idiota. La mantuve un rato abrazada, entonces se levantó y se fue al baño. Seguramente hubiera sido un polvo mucho mejor en Grecia, quizás América era un lugar mierdoso para joder.
Después de aquello visitaba a Nicole dos o tres veces por semana a media tarde. Bebíamos vino, charlábamos, y de vez en cuando hacíamos el amor. Descubrí que no estaba particularmente interesado en ella, era solamente algo que hacer. Lydia y yo teníamos siempre bronca al día siguiente. Ella me preguntaba dónde había estado la tarde anterior.
—Fui al supermercado —le decía yo, y era verdad. Solía ir al supermercado antes.
—Nunca te había visto pasar tanto tiempo en el supermercado.
Una noche me emborraché y le mencioné a Lydia que conocía a una tal Nicole. Le dije dónde vivía, pero que «no ocurría gran cosa entre nosotros». Por qué se lo dije, no lo tengo muy claro, pero cuando uno bebe a veces piensa de modo poco claro...
Una tarde venía de la tienda de licores y acababa de llegar a la casa de Nicole. Llevaba dos paquetes de seis cervezas y una pinta de whisky. Lydia y yo acabábamos de tener otra reciente pelea y había decidido pasar la noche con Nicole. Estaba entrando, ya un punto intoxicado, cuando oí a alguien subir corriendo detrás mío. Me di la vuelta. Era Lydia.
—¡Ja! —dijo—. ¡Ja!
Agarró la bolsa de licores de un zarpazo y empezó a sacar las botellas de cerveza. Las arrojó contra el suelo una a una. Producían amplias explosiones. El Bulevar Santa Mónica tiene mucho ajetreo. El tráfico vespertino estaba empezando a congestionarse. Todo esto estaba ocurriendo justo en la puerta del edificio de Nicole. Entonces Lydia sacó la botella de whisky. La alzó y me gritó:
—¡Ja! ¡Ibais a beberos esto y luego te la ibas a JODER! —Arrojó la botella contra el cemento.
La puerta de Nicole estaba abierta y Lydia subió corriendo por las escaleras. Nicole estaba quieta en lo alto. Lydia empezó a atizarla con su gran bolso. Tenía largas correas y ella lo lanzaba tan fuertemente como podía.
—¡Esmi hombre! ¡Esmi hombre! ¡Mantente apartada de mi hombre!
Entonces Lydia bajó corriendo, pasó junto a mí y salió por la puerta desapareciendo
en la calle.
—Dios mío —dijo Nicole—. ¿Qué fue eso?
—Era Lydia. Déjame una escoba y una bolsa.
Bajé a la calle y empecé a recoger los cristales rotos metiéndolos en una bolsa marrón de papel. Esta perra ha ido demasiado lejos esta vez, pensé. Iré a comprar más bebida y pasaré la noche con Nicole, quizás un par de noches.
Estaba inclinado recogiendo los cristales cuando oí un extraño sonido detrás mío. Miré a mi alrededor. Era Lydia en la Cosa. Había subido a la acera y venía directamente hacia mí a unos 50 kilómetros por hora. Me eché a un lado de un salto y el coche pasó junto a mí, no pillándome por unos centímetros. Corrió hasta el final de la manzana, botó al caer a la calzada, continuó por la calle, dobló luego por la siguiente esquina y desapareció.
Volví a recoger cristales. Lo barrí todo y me lo llevé. Entonces eché un vistazo en el interior de la bolsa de papel y encontré una botella de cerveza intacta. Tenía muy buena pinta. Realmente la necesitaba. Iba a quitarle la chapa cuando alguien me la arrebató de la mano. Era Lydia otra vez. Corrió con la botella hasta la puerta de Nicole y la arrojó contra el cristal. La lanzó con tal velocidad que atravesó el vidrio como si fuera una bala, sin romper la ventana entera, sólo dejando un limpio agujero.
Lydia se fue corriendo y yo subí las escaleras. Nicole seguía allí de pie.
—Por Dios, Chinaski, llévatela antes de que mate a todo el mundo.
Me di la vuelta y bajé las escaleras. Lydia estaba sentada en su coche junto a la acera con el motor en marcha. Abrí la puerta y subí. Ella arrancó. Ninguno de los dos dijo una palabra.
Soy inocente en mi comportamiento, Lydia, pensé, te sigo siendo fiel.
Nada de sexo oral. Tenía el estómago demasiado revuelto. Monté a la ex mujer del famoso doctor. La culta viajera mundana. Tenía a las hermanas Brontë en su biblioteca. A los dos nos gustaba Carson McCullers. El corazón es un cazador solitario. Le di tres o cuatro embestidas particularmente salvajes y ella gimió. Ahora sabía lo que valía un puño de escritor. No un escritor muy conocido, por supuesto, pero me las arreglaba para pagar el alquiler, lo que era ya insólito. Un día ella saldría en uno de mis libros. Me estaba tirando a una perra de la cultura. Me sentí cercano al clímax. Empujé mi lengua dentro de su boca, la besé y me corrí. Me eché a un lado sintiéndome un poco idiota. La mantuve un rato abrazada, entonces se levantó y se fue al baño. Seguramente hubiera sido un polvo mucho mejor en Grecia, quizás América era un lugar mierdoso para joder.
Después de aquello visitaba a Nicole dos o tres veces por semana a media tarde. Bebíamos vino, charlábamos, y de vez en cuando hacíamos el amor. Descubrí que no estaba particularmente interesado en ella, era solamente algo que hacer. Lydia y yo teníamos siempre bronca al día siguiente. Ella me preguntaba dónde había estado la tarde anterior.
—Fui al supermercado —le decía yo, y era verdad. Solía ir al supermercado antes.
—Nunca te había visto pasar tanto tiempo en el supermercado.
Una noche me emborraché y le mencioné a Lydia que conocía a una tal Nicole. Le dije dónde vivía, pero que «no ocurría gran cosa entre nosotros». Por qué se lo dije, no lo tengo muy claro, pero cuando uno bebe a veces piensa de modo poco claro...
Una tarde venía de la tienda de licores y acababa de llegar a la casa de Nicole. Llevaba dos paquetes de seis cervezas y una pinta de whisky. Lydia y yo acabábamos de tener otra reciente pelea y había decidido pasar la noche con Nicole. Estaba entrando, ya un punto intoxicado, cuando oí a alguien subir corriendo detrás mío. Me di la vuelta. Era Lydia.
—¡Ja! —dijo—. ¡Ja!
Agarró la bolsa de licores de un zarpazo y empezó a sacar las botellas de cerveza. Las arrojó contra el suelo una a una. Producían amplias explosiones. El Bulevar Santa Mónica tiene mucho ajetreo. El tráfico vespertino estaba empezando a congestionarse. Todo esto estaba ocurriendo justo en la puerta del edificio de Nicole. Entonces Lydia sacó la botella de whisky. La alzó y me gritó:
—¡Ja! ¡Ibais a beberos esto y luego te la ibas a JODER! —Arrojó la botella contra el cemento.
La puerta de Nicole estaba abierta y Lydia subió corriendo por las escaleras. Nicole estaba quieta en lo alto. Lydia empezó a atizarla con su gran bolso. Tenía largas correas y ella lo lanzaba tan fuertemente como podía.
—¡Esmi hombre! ¡Esmi hombre! ¡Mantente apartada de mi hombre!
Entonces Lydia bajó corriendo, pasó junto a mí y salió por la puerta desapareciendo
en la calle.
—Dios mío —dijo Nicole—. ¿Qué fue eso?
—Era Lydia. Déjame una escoba y una bolsa.
Bajé a la calle y empecé a recoger los cristales rotos metiéndolos en una bolsa marrón de papel. Esta perra ha ido demasiado lejos esta vez, pensé. Iré a comprar más bebida y pasaré la noche con Nicole, quizás un par de noches.
Estaba inclinado recogiendo los cristales cuando oí un extraño sonido detrás mío. Miré a mi alrededor. Era Lydia en la Cosa. Había subido a la acera y venía directamente hacia mí a unos 50 kilómetros por hora. Me eché a un lado de un salto y el coche pasó junto a mí, no pillándome por unos centímetros. Corrió hasta el final de la manzana, botó al caer a la calzada, continuó por la calle, dobló luego por la siguiente esquina y desapareció.
Volví a recoger cristales. Lo barrí todo y me lo llevé. Entonces eché un vistazo en el interior de la bolsa de papel y encontré una botella de cerveza intacta. Tenía muy buena pinta. Realmente la necesitaba. Iba a quitarle la chapa cuando alguien me la arrebató de la mano. Era Lydia otra vez. Corrió con la botella hasta la puerta de Nicole y la arrojó contra el cristal. La lanzó con tal velocidad que atravesó el vidrio como si fuera una bala, sin romper la ventana entera, sólo dejando un limpio agujero.
Lydia se fue corriendo y yo subí las escaleras. Nicole seguía allí de pie.
—Por Dios, Chinaski, llévatela antes de que mate a todo el mundo.
Me di la vuelta y bajé las escaleras. Lydia estaba sentada en su coche junto a la acera con el motor en marcha. Abrí la puerta y subí. Ella arrancó. Ninguno de los dos dijo una palabra.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
viernes, 27 de agosto de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 22
Ángela, la hermana de Lydia, vino desde Utah a ver la nueva casa de Lydia. Esta había pagado la entrada de una casita y los plazos mensuales eran muy bajos. Había sido una compra muy buena. El tío que le había vendido la casa creía que se iba a morir y la había dejado muy barata, demasiado. Había un dormitorio en el piso de arriba para los niños, y un inmenso jardín trasero lleno de árboles y cañas de bambú.
Ángela era la mayor de las hermanas, la más sensible, con el mejor cuerpo, y era la
más realista. Vendía seguros. Pero había un problema, no había lugar donde alojarla. Lydia
sugirió la casa de Marvin.
—¿Marvin? —dije yo.
—Sí, Marvin —dijo Lydia.
—Bueno, vamos —dije yo.
Subimos todos en la Cosa anaranjada de Lydia. La Cosa. Así es como llamábamos
a su coche. Parecía como un tanque, muy viejo y feo. Era ya tarde. Antes habíamos
llamado a Marvin. Nos dijo que iba a estar en casa toda la noche.
Fuimos hasta la playa y divisamos su casita al borde del mar.
—Oh —dijo Ángela—, qué casa tan bonita.
—Además es rico —dijo Lydia.
—Y escribe buena poesía —dije yo.
Salimos del coche. Marvin estaba allí, con sus acuarios de peces marinos y sus pinturas. Pintaba bastante bien. Para ser un niño rico había sobrevivido decentemente, lo había superado con buen arte. Hice las presentaciones. Ángela dio una vuelta contemplando los cuadros de Marvin.
—Son muy bonitos. —Ángela también pintaba, pero no era muy buena.
Yo había comprado algo de cerveza y tenía una botella de whisky escondida en el bolsillo de mi abrigo de la que echaba mano de vez en cuando. Marvin sacó más cerveza y comenzó un ligero flirteo entre él y Ángela. Marvin parecía lo bastante dispuesto, pero Ángela parecía más inclinada a reírse de él. A ella le gustaba Marvin, pero todavía no lo bastante para acostarse con él de primeras. Charlamos y bebimos. Marvin tenía unos bongos, un piano y algo de hierba. Tenía una casa buena y confortable. En una casa como ésta podría escribir mejor, pensé yo, mi suerte mejoraría. Podías oír el océano y no había vecinos para quejarse del ruido de la máquina de escribir.
Seguí echando traguitos al whisky. Estuvimos dos o tres horas, luego nos fuimos.
Lydia cogió la autopista de vuelta.
—Lydia —le dije—, te jodiste a Marvin, ¿no?
—¿De qué estás hablando?
—La noche que te presentaste en su casa, sola.
—¡Maldita sea, no quiero oír hablar de eso!
—Bien, es verdad. ¡Te lo jodiste!
—¡Mira, si continúas con eso no me voy a quedar escuchándolo!
—Te lo jodiste.
Ángela parecía asustada. Lydia se metió en el arcén de la autopista, paró y abrió la
puerta de mi lado de un empujón.
—¡Sal! —me dijo.
Salí. El coche se alejó. Caminé por el arcén. Saqué la botella y eche un trago. Anduve unos cinco minutos cuando la Cosa vino a pararse junto a mí. Lydia abrió la puerta.
—Sube.
Subí.
—No digas una palabra.
—Te lo jodiste. Lo sé.
—¡Oh, Cristo!
Lydia volvió a parar en el arcén y a abrir la puerta.
—¡Fuera!
Salí. Caminé por el arcén. Entonces llegué a un descampado que daba a una calle desierta. Atravesé el descampado y llegué a la calle. Estaba muy oscuro. Miré por las ventanas de algunas de las casas. Al parecer estaba en un distrito negro. Vi algunas luces en un cruce más adelante. Había un bar de perritos calientes. Entré. Había un negro detrás de la barra. No había nadie más. Pedí un café.
—Malditas mujeres —le dije—, están más allá de toda razón. Mi chica me dejó en
mitad de la autopista. ¿Quieres un trago?
—Claro —dijo él.
Pegó un buen trago y me devolvió la botella.
—¿Tienes un teléfono? —le pregunté—. Te pagaré.
—¿Es una llamada local?
—Sí.
—No hace falta que pagues.
Sacó un teléfono de debajo del mostrador y me lo alcanzó. Eché un trago y le pasé
la botella. Tomó otro.
Llamé a la compañía Yellow Cab de taxis, les di mi localización. Mi amigo tenía una cara agradable e inteligente. La bondad podía encontrarse a veces en el centro del infierno. Nos fuimos pasando la botella mientras yo esperaba al taxi. Cuando llegó el taxi subí al asiento trasero y le di al taxista la dirección de Nicole.
Ángela era la mayor de las hermanas, la más sensible, con el mejor cuerpo, y era la
más realista. Vendía seguros. Pero había un problema, no había lugar donde alojarla. Lydia
sugirió la casa de Marvin.
—¿Marvin? —dije yo.
—Sí, Marvin —dijo Lydia.
—Bueno, vamos —dije yo.
Subimos todos en la Cosa anaranjada de Lydia. La Cosa. Así es como llamábamos
a su coche. Parecía como un tanque, muy viejo y feo. Era ya tarde. Antes habíamos
llamado a Marvin. Nos dijo que iba a estar en casa toda la noche.
Fuimos hasta la playa y divisamos su casita al borde del mar.
—Oh —dijo Ángela—, qué casa tan bonita.
—Además es rico —dijo Lydia.
—Y escribe buena poesía —dije yo.
Salimos del coche. Marvin estaba allí, con sus acuarios de peces marinos y sus pinturas. Pintaba bastante bien. Para ser un niño rico había sobrevivido decentemente, lo había superado con buen arte. Hice las presentaciones. Ángela dio una vuelta contemplando los cuadros de Marvin.
—Son muy bonitos. —Ángela también pintaba, pero no era muy buena.
Yo había comprado algo de cerveza y tenía una botella de whisky escondida en el bolsillo de mi abrigo de la que echaba mano de vez en cuando. Marvin sacó más cerveza y comenzó un ligero flirteo entre él y Ángela. Marvin parecía lo bastante dispuesto, pero Ángela parecía más inclinada a reírse de él. A ella le gustaba Marvin, pero todavía no lo bastante para acostarse con él de primeras. Charlamos y bebimos. Marvin tenía unos bongos, un piano y algo de hierba. Tenía una casa buena y confortable. En una casa como ésta podría escribir mejor, pensé yo, mi suerte mejoraría. Podías oír el océano y no había vecinos para quejarse del ruido de la máquina de escribir.
Seguí echando traguitos al whisky. Estuvimos dos o tres horas, luego nos fuimos.
Lydia cogió la autopista de vuelta.
—Lydia —le dije—, te jodiste a Marvin, ¿no?
—¿De qué estás hablando?
—La noche que te presentaste en su casa, sola.
—¡Maldita sea, no quiero oír hablar de eso!
—Bien, es verdad. ¡Te lo jodiste!
—¡Mira, si continúas con eso no me voy a quedar escuchándolo!
—Te lo jodiste.
Ángela parecía asustada. Lydia se metió en el arcén de la autopista, paró y abrió la
puerta de mi lado de un empujón.
—¡Sal! —me dijo.
Salí. El coche se alejó. Caminé por el arcén. Saqué la botella y eche un trago. Anduve unos cinco minutos cuando la Cosa vino a pararse junto a mí. Lydia abrió la puerta.
—Sube.
Subí.
—No digas una palabra.
—Te lo jodiste. Lo sé.
—¡Oh, Cristo!
Lydia volvió a parar en el arcén y a abrir la puerta.
—¡Fuera!
Salí. Caminé por el arcén. Entonces llegué a un descampado que daba a una calle desierta. Atravesé el descampado y llegué a la calle. Estaba muy oscuro. Miré por las ventanas de algunas de las casas. Al parecer estaba en un distrito negro. Vi algunas luces en un cruce más adelante. Había un bar de perritos calientes. Entré. Había un negro detrás de la barra. No había nadie más. Pedí un café.
—Malditas mujeres —le dije—, están más allá de toda razón. Mi chica me dejó en
mitad de la autopista. ¿Quieres un trago?
—Claro —dijo él.
Pegó un buen trago y me devolvió la botella.
—¿Tienes un teléfono? —le pregunté—. Te pagaré.
—¿Es una llamada local?
—Sí.
—No hace falta que pagues.
Sacó un teléfono de debajo del mostrador y me lo alcanzó. Eché un trago y le pasé
la botella. Tomó otro.
Llamé a la compañía Yellow Cab de taxis, les di mi localización. Mi amigo tenía una cara agradable e inteligente. La bondad podía encontrarse a veces en el centro del infierno. Nos fuimos pasando la botella mientras yo esperaba al taxi. Cuando llegó el taxi subí al asiento trasero y le di al taxista la dirección de Nicole.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
jueves, 26 de agosto de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 21
Recibía continuamente cartas de una mujer que vivía sólo a una milla o así de mi casa. Firmaba Nicole. Decía que había leído algunos de mis libros y le habían gustado. Contesté a una de sus cartas y ella me respondió con una invitación a visitarla. Una tarde, sin decirle nada a Lydia, subí al Volkswagen y fui hasta allí. Tenía un piso en un edificio del Bulevar Santa Mónica. Su puerta daba a la calle y pude ver una escalera detrás del cristal. Llamé al timbre.
—¿Quién es? —se oyó una voz de mujer saliendo de un pequeño interfono.
—Soy Chinaski —dije. Sonó un zumbido y abrí la puerta.
Nicole me esperó en lo alto de las escaleras observándome mientras subía. Tenía una cara cultivada, casi teatral y llevaba un largo vestido verde de ancho escote. Su cuerpo parecía tener buen aspecto. Me miró con unos grandes ojos marrón oscuro. Alrededor de sus ojos había muchas arruguitas, quizás de mucho beber o de mucho llorar.
—¿Estás sola? —le pregunté.
—Sí —me sonrió—, entra.
Entré. Era espacioso, dos dormitorios, con muy poco mobiliario. Descubrí una
pequeña librería y unos cuantos discos clásicos. Me senté en el sofá. Ella se sentó junto a
mí.
—-Acabo de leer —me dijo— La vida de Picasso.
Había muchos ejemplares del New Yorker en la mesilla.
—¿Te preparo algo de té? —me preguntó.
—Saldré y traeré algo de beber.
—No es necesario. Yo tengo alguna cosa.
—¿Qué?
—¿Un poco de buen vino tinto?
—Me gustaría.
Nicole se levantó y entró en la cocina. La contemplé moverse. Siempre me habían
gustado las mujeres con vestidos largos. Se movían graciosamente. Ella parecía tener mucha clase. Volvió con dos copas y una botella de vino y sirvió. Me ofreció un Benson and Hedges. Lo encendí.
—¿Lees el New Yorker? —me preguntó—. Sacan buenas historias.
—No estoy de acuerdo.
—¿Cuál es la razón?
—Son demasiado educadas.
—A mí me gustan.
—Bueno, mierda.
Seguimos bebiendo y fumando.
—¿Te gusta mi apartamento?
—Sí, es muy agradable.
—Me recuerda a algunos de los sitios donde viví en Europa. Me gusta el espacio, la
luz.
—¿Europa, eh?
—Sí, Grecia, Italia... Grecia sobre todo.
—¿París?
—Oh, sí, me gustó París. Londres no.
Entonces me habló de ella misma. Su familia había vivido en Nueva York. Su padre era un comunista, su madre una sastra en una modistería. Su madre había manejado la primera máquina de coser, era la número uno, la mejor de todas. Resistente y agradable. Nicole se había educado ella sola, había crecido en Nueva York, conocido a un famoso doctor, se había casado con él, viviendo juntos diez años y luego divorciándose. Ahora sólo recibía una pensión de 400 dólares al mes y era difícil administrarlo. No podía mantener su apartamento pero le gustaba demasiado para abandonarlo.
—Tu escritura —me dijo— es tan cruda. Es como un martillo de carnicero, pero
aun así tiene humor y ternura...
—Sí —dije.
Dejé mi copa y la miré. La cogí de la barbilla y la atraje hacia mí, le di un
ligerísimo beso.
Nicole continuó hablando. Me contó algunas historias bastante interesantes, de las que decidí utilizar más de una como cuentos o poemas. Observé sus tetas mientras se inclinaba a servir bebidas. Es como una película, pensé, como una jodida película. Resultaba gracioso. Me sentía como si nos estuviesen filmando. Me gustaba. Era mejor que el hipódromo, era mejor que los combates de boxeo. Seguimos bebiendo. Nicole abrió otra botella. Hablaba. Escucharla era fácil. Había sabiduría y algo de risa en sus relatos. Nicole me estaba impresionando más de lo que ella creía. Eso me preocupaba, en cierto modo.
Salimos al balcón con nuestras copas y contemplamos el tráfico de media tarde. Ella hablaba de Huxley y de Lawrence en Italia. Vaya mierda. Le dije que Knut Hamsun había sido el escritor más grande del mundo. Ella me miró, atónita de que yo hubiera oído hablar de él, luego me dio la razón. Nos besamos en el balcón y pude oler el humo de los automóviles que pasaban abajo en la calle. Mi cuerpo se sentía bien junto a su cuerpo. Sabía que no íbamos a joder aquella misma noche, pero también sabía que iba a volver por allí. Nicole también lo sabía.
—¿Quién es? —se oyó una voz de mujer saliendo de un pequeño interfono.
—Soy Chinaski —dije. Sonó un zumbido y abrí la puerta.
Nicole me esperó en lo alto de las escaleras observándome mientras subía. Tenía una cara cultivada, casi teatral y llevaba un largo vestido verde de ancho escote. Su cuerpo parecía tener buen aspecto. Me miró con unos grandes ojos marrón oscuro. Alrededor de sus ojos había muchas arruguitas, quizás de mucho beber o de mucho llorar.
—¿Estás sola? —le pregunté.
—Sí —me sonrió—, entra.
Entré. Era espacioso, dos dormitorios, con muy poco mobiliario. Descubrí una
pequeña librería y unos cuantos discos clásicos. Me senté en el sofá. Ella se sentó junto a
mí.
—-Acabo de leer —me dijo— La vida de Picasso.
Había muchos ejemplares del New Yorker en la mesilla.
—¿Te preparo algo de té? —me preguntó.
—Saldré y traeré algo de beber.
—No es necesario. Yo tengo alguna cosa.
—¿Qué?
—¿Un poco de buen vino tinto?
—Me gustaría.
Nicole se levantó y entró en la cocina. La contemplé moverse. Siempre me habían
gustado las mujeres con vestidos largos. Se movían graciosamente. Ella parecía tener mucha clase. Volvió con dos copas y una botella de vino y sirvió. Me ofreció un Benson and Hedges. Lo encendí.
—¿Lees el New Yorker? —me preguntó—. Sacan buenas historias.
—No estoy de acuerdo.
—¿Cuál es la razón?
—Son demasiado educadas.
—A mí me gustan.
—Bueno, mierda.
Seguimos bebiendo y fumando.
—¿Te gusta mi apartamento?
—Sí, es muy agradable.
—Me recuerda a algunos de los sitios donde viví en Europa. Me gusta el espacio, la
luz.
—¿Europa, eh?
—Sí, Grecia, Italia... Grecia sobre todo.
—¿París?
—Oh, sí, me gustó París. Londres no.
Entonces me habló de ella misma. Su familia había vivido en Nueva York. Su padre era un comunista, su madre una sastra en una modistería. Su madre había manejado la primera máquina de coser, era la número uno, la mejor de todas. Resistente y agradable. Nicole se había educado ella sola, había crecido en Nueva York, conocido a un famoso doctor, se había casado con él, viviendo juntos diez años y luego divorciándose. Ahora sólo recibía una pensión de 400 dólares al mes y era difícil administrarlo. No podía mantener su apartamento pero le gustaba demasiado para abandonarlo.
—Tu escritura —me dijo— es tan cruda. Es como un martillo de carnicero, pero
aun así tiene humor y ternura...
—Sí —dije.
Dejé mi copa y la miré. La cogí de la barbilla y la atraje hacia mí, le di un
ligerísimo beso.
Nicole continuó hablando. Me contó algunas historias bastante interesantes, de las que decidí utilizar más de una como cuentos o poemas. Observé sus tetas mientras se inclinaba a servir bebidas. Es como una película, pensé, como una jodida película. Resultaba gracioso. Me sentía como si nos estuviesen filmando. Me gustaba. Era mejor que el hipódromo, era mejor que los combates de boxeo. Seguimos bebiendo. Nicole abrió otra botella. Hablaba. Escucharla era fácil. Había sabiduría y algo de risa en sus relatos. Nicole me estaba impresionando más de lo que ella creía. Eso me preocupaba, en cierto modo.
Salimos al balcón con nuestras copas y contemplamos el tráfico de media tarde. Ella hablaba de Huxley y de Lawrence en Italia. Vaya mierda. Le dije que Knut Hamsun había sido el escritor más grande del mundo. Ella me miró, atónita de que yo hubiera oído hablar de él, luego me dio la razón. Nos besamos en el balcón y pude oler el humo de los automóviles que pasaban abajo en la calle. Mi cuerpo se sentía bien junto a su cuerpo. Sabía que no íbamos a joder aquella misma noche, pero también sabía que iba a volver por allí. Nicole también lo sabía.
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miércoles, 25 de agosto de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 20
Lydia regresó y encontró un bonito apartamento en el Burbank. Parecía tenerme
más afecto que antes de marcharse.
—Mi marido tenía una enorme picha, pero era lo único que tenía. No tenía personalidad ni vibraciones. Sólo una enorme polla y pensaba que era lo único que había que tener. ¡Pero Cristo, era un imbécil! Contigo recibo continuamente vibraciones... una carga eléctrica que nunca para.
Estábamos juntos en la cama.
—Y yo ni siquiera sabía que su polla era enorme porque era
66
la primera que había visto en mi vida —se puso a examinarme de cerca—. Pensaba
que todas serían iguales.
—Lydia...
—¿Qué pasa?
—Tengo que decirte una cosa.
—¿El qué?
—Tengo que ir a ver a Dee Dee.
—¿Ir a veer a Dee Dee? —preguntó con retintín.
—No seas graciosa. Hay una razón.
—Dijiste que todo se había terminado.
—Así es. Pero no quiero dejarla caer sin contemplaciones. Quiero explicarle lo que ocurrió. La gente es muy insensible para con su prójimo. No quiero volver con ella, sólo quiero tratar de explicar lo que ocurrió para que pueda comprenderlo.
—Quieres follártela.
—No, no quiero follármela. Ni siquiera tenía grandes deseos de follármela cuando
salía con ella. Sólo quiero darle alguna explicación.
—No me gusta. Me suena ...a truco.
—Déjame hacerlo, por favor. Sólo quiero dejar las cosas claras. Volveré pronto.
—Muy bien, pero vuelve bien pronto.
Subí al Volks, doblé hacia Fountain, subí unas cuantas millas, luego cogí hacia el norte en Bronson y me metí por el barrio de altos alquileres. Aparqué en el exterior y salí. Subí el largo trecho de escaleras y llamé al timbre. Blanca abrió la puerta. Me acordé de una noche que me había abierto la puerta desnuda y yo la había abrazado y mientras estábamos besándonos había aparecido Dee Dee diciendo «¿Qué demonios está pasando aquí?».
Esta vez no fue así. Blanca dijo:
—¿Qué quieres?
—Quiero ver a Dee Dee. Quiero hablar con ella.
—Está jodida, jodida de verdad. No creo que debieras verla después del modo en
que la has tratado. Verdaderamente eres un hijo de puta de primera.
—Sólo quiero hablar con ella un rato, explicarle una serie de cosas.
—De acuerdo. Está en el dormitorio.
Atravesé el salón hasta el dormitorio. Dee Dee estaba en la cama sólo con las bragas puestas. Tenía un brazo tapándose los ojos. Sus tetas tenían buena pinta. Había una botella vacía de whisky en la cama y una palangana en el suelo. La palangana apestaba a vómito y alcohol.
—Dee Dee...
Ella levantó el brazo.
—¿Qué? ¿Hank, has vuelto?
—No, espera, sólo quiero hablar contigo.
—Oh, Hank, te he echado de menos de una forma horrible. He estado a punto de
volverme loca, el sufrimiento ha sido insoportable...
—Quiero hacerlo más fácil. Es por lo que he vuelto. Quizá sea estúpido, pero no
me gusta la crueldad innecesaria...
—No sabes lo que he pasado...
—Lo sé. Lo he sentido muchas veces.
—¿Quieres algo de beber? —apuntó a la botella.
Cogí la botella y con tristeza la volví a dejar.
—Hay demasiada frialdad en el mundo —le dije—. Si la gente simplemente
hablase junta de las cosas ayudaría bastante.
—Quédate conmigo. Hank. No vuelvas con ella, por favor. Por favor. He vivido lo
bastante para saber cómo ser una buena mujer. Sabes que he sido buena contigo y para ti.
—Lydia me tiene enganchado. No puedo explicarlo.
—Es un flirt. Es impulsiva. Te acabará abandonando.
—Quizás ahí esté parte de la atracción.
—Quieres una puta. Le tienes miedo al amor.
—A lo mejor tienes razón.
—Sólo bésame. ¿Sería demasiado pedirte que me beses?
—No.
Me arrimé a ella. Nos abrazamos. Su boca olía a vómito. Me besó, nos besamos y
ella se aferró a mí. Me separé lo más amablemente que pude.
—Hank —dijo—. ¡Quédate conmigo! ¡No vuelvas con ella! ¡Mira, tengo unas
buenas piernas!
Dee Dee levantó una de sus piernas y me la enseñó.
—¡Y también tengo buenos tobillos! ¡Mira!
Me enseñó los tobillos.
Yo estaba sentado en el borde de la cama.
—No puedo quedarme contigo, Dee Dee...
Se incorporó y empezó a pegarme. Sus puños eran duros como rocas. Lanzaba puñetazos con ambas manos. Yo seguí sentado mientras ella me pegaba puñetazos. Me alcanzó debajo del ojo, en el ojo, en la frente y en las mejillas. Recibí uno hasta en la garganta.
—¡Oh, hijo de puta! ¡Hijoputa, hijoputa, hijoputa! ¡TE ODIO!
La agarré de las muñecas.
—Está bien, Dee Dee, ya es suficiente.
Se derrumbó sobre la cama mientras yo me levantaba y salía por el salón hacia la
puerta.
Cuando volví, Lydia estaba sentada en un sillón. Tenía un aire oscuro en la cara.
—Has estado fuera mucho tiempo. ¡Mírame! ¿Te la has tirado, no?
—No.
—Has estado fuera mucho rato. ¡Mira, te ha dejado arañada la cara!
—Te digo que no pasó nada.
—Quítate la camisa. ¡Quiero ver tu espalda!
—Oh, mierda, Lydia.
—Quítate la camisa y la camiseta.
Me las quité. Se dio una vuelta mirándome la espalda.
—¿Qué es ese arañazo en tu espalda?
—¿Qué arañazo?
—Hay ahí uno bien largo... de uñas de mujer.
—Si está ahí, tú lo pusiste.
—Muy bien. Sólo hay una manera de comprobarlo.
—¿Cómo?
—Vamos a la cama.
—¡Estáb i en!
Pasé el examen, pero luego pensé: ¿cómo puede un hombre comprobar la
infidelidad de una mujer? No parecía justo.
más afecto que antes de marcharse.
—Mi marido tenía una enorme picha, pero era lo único que tenía. No tenía personalidad ni vibraciones. Sólo una enorme polla y pensaba que era lo único que había que tener. ¡Pero Cristo, era un imbécil! Contigo recibo continuamente vibraciones... una carga eléctrica que nunca para.
Estábamos juntos en la cama.
—Y yo ni siquiera sabía que su polla era enorme porque era
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la primera que había visto en mi vida —se puso a examinarme de cerca—. Pensaba
que todas serían iguales.
—Lydia...
—¿Qué pasa?
—Tengo que decirte una cosa.
—¿El qué?
—Tengo que ir a ver a Dee Dee.
—¿Ir a veer a Dee Dee? —preguntó con retintín.
—No seas graciosa. Hay una razón.
—Dijiste que todo se había terminado.
—Así es. Pero no quiero dejarla caer sin contemplaciones. Quiero explicarle lo que ocurrió. La gente es muy insensible para con su prójimo. No quiero volver con ella, sólo quiero tratar de explicar lo que ocurrió para que pueda comprenderlo.
—Quieres follártela.
—No, no quiero follármela. Ni siquiera tenía grandes deseos de follármela cuando
salía con ella. Sólo quiero darle alguna explicación.
—No me gusta. Me suena ...a truco.
—Déjame hacerlo, por favor. Sólo quiero dejar las cosas claras. Volveré pronto.
—Muy bien, pero vuelve bien pronto.
Subí al Volks, doblé hacia Fountain, subí unas cuantas millas, luego cogí hacia el norte en Bronson y me metí por el barrio de altos alquileres. Aparqué en el exterior y salí. Subí el largo trecho de escaleras y llamé al timbre. Blanca abrió la puerta. Me acordé de una noche que me había abierto la puerta desnuda y yo la había abrazado y mientras estábamos besándonos había aparecido Dee Dee diciendo «¿Qué demonios está pasando aquí?».
Esta vez no fue así. Blanca dijo:
—¿Qué quieres?
—Quiero ver a Dee Dee. Quiero hablar con ella.
—Está jodida, jodida de verdad. No creo que debieras verla después del modo en
que la has tratado. Verdaderamente eres un hijo de puta de primera.
—Sólo quiero hablar con ella un rato, explicarle una serie de cosas.
—De acuerdo. Está en el dormitorio.
Atravesé el salón hasta el dormitorio. Dee Dee estaba en la cama sólo con las bragas puestas. Tenía un brazo tapándose los ojos. Sus tetas tenían buena pinta. Había una botella vacía de whisky en la cama y una palangana en el suelo. La palangana apestaba a vómito y alcohol.
—Dee Dee...
Ella levantó el brazo.
—¿Qué? ¿Hank, has vuelto?
—No, espera, sólo quiero hablar contigo.
—Oh, Hank, te he echado de menos de una forma horrible. He estado a punto de
volverme loca, el sufrimiento ha sido insoportable...
—Quiero hacerlo más fácil. Es por lo que he vuelto. Quizá sea estúpido, pero no
me gusta la crueldad innecesaria...
—No sabes lo que he pasado...
—Lo sé. Lo he sentido muchas veces.
—¿Quieres algo de beber? —apuntó a la botella.
Cogí la botella y con tristeza la volví a dejar.
—Hay demasiada frialdad en el mundo —le dije—. Si la gente simplemente
hablase junta de las cosas ayudaría bastante.
—Quédate conmigo. Hank. No vuelvas con ella, por favor. Por favor. He vivido lo
bastante para saber cómo ser una buena mujer. Sabes que he sido buena contigo y para ti.
—Lydia me tiene enganchado. No puedo explicarlo.
—Es un flirt. Es impulsiva. Te acabará abandonando.
—Quizás ahí esté parte de la atracción.
—Quieres una puta. Le tienes miedo al amor.
—A lo mejor tienes razón.
—Sólo bésame. ¿Sería demasiado pedirte que me beses?
—No.
Me arrimé a ella. Nos abrazamos. Su boca olía a vómito. Me besó, nos besamos y
ella se aferró a mí. Me separé lo más amablemente que pude.
—Hank —dijo—. ¡Quédate conmigo! ¡No vuelvas con ella! ¡Mira, tengo unas
buenas piernas!
Dee Dee levantó una de sus piernas y me la enseñó.
—¡Y también tengo buenos tobillos! ¡Mira!
Me enseñó los tobillos.
Yo estaba sentado en el borde de la cama.
—No puedo quedarme contigo, Dee Dee...
Se incorporó y empezó a pegarme. Sus puños eran duros como rocas. Lanzaba puñetazos con ambas manos. Yo seguí sentado mientras ella me pegaba puñetazos. Me alcanzó debajo del ojo, en el ojo, en la frente y en las mejillas. Recibí uno hasta en la garganta.
—¡Oh, hijo de puta! ¡Hijoputa, hijoputa, hijoputa! ¡TE ODIO!
La agarré de las muñecas.
—Está bien, Dee Dee, ya es suficiente.
Se derrumbó sobre la cama mientras yo me levantaba y salía por el salón hacia la
puerta.
Cuando volví, Lydia estaba sentada en un sillón. Tenía un aire oscuro en la cara.
—Has estado fuera mucho tiempo. ¡Mírame! ¿Te la has tirado, no?
—No.
—Has estado fuera mucho rato. ¡Mira, te ha dejado arañada la cara!
—Te digo que no pasó nada.
—Quítate la camisa. ¡Quiero ver tu espalda!
—Oh, mierda, Lydia.
—Quítate la camisa y la camiseta.
Me las quité. Se dio una vuelta mirándome la espalda.
—¿Qué es ese arañazo en tu espalda?
—¿Qué arañazo?
—Hay ahí uno bien largo... de uñas de mujer.
—Si está ahí, tú lo pusiste.
—Muy bien. Sólo hay una manera de comprobarlo.
—¿Cómo?
—Vamos a la cama.
—¡Estáb i en!
Pasé el examen, pero luego pensé: ¿cómo puede un hombre comprobar la
infidelidad de una mujer? No parecía justo.
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martes, 24 de agosto de 2010
FOTOGRAFÍA CHARLES BUKOWSKI (16)
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ARCHIVO FOTOGRÁFICO BUKOWSKI
lunes, 23 de agosto de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 19
Dee Dee tenía que recoger a su hijo en el aeropuerto. Volvía de Inglaterra, donde había pasado las vacaciones. Tenía 17 años, me dijo ella, y su padre era un ex concertista de piano. Se había metido en las anfetas y la coca y más tarde se había quemado las manos en un accidente. No pudo seguir tocando el piano. Se habían divorciado tiempo atrás.
El hijo se llamaba Renny. Dee Dee le había hablado de mí en varias conferencias trasatlánticas. Llegamos al aeropuerto cuando el avión de Renny acababa de aterrizar. Dee Dee y Renny se abrazaron. Era alto y delgado, bastante pálido. Un mechón de pelo le caía sobre uno de los ojos. Nos dimos la mano.
Fui a coger el equipaje mientras Renny y Dee Dee charlaban. El la llamaba
«Mami». Cuando llegamos al coche saltó al asiento trasero y dijo:
—¿Mami, me compraste la bici?
—Ya la he encargado. La recogeremos mañana.
—¿Es una buena bici, Mami? Quiero una de diez velocidades con freno de mano y
cordones en los pedales.
—Es una buena bici, Renny.
—¿Estás segura de que estará lista?
Regresamos. Yo me quedé a pasar la noche. Renny tenía su propio dormitorio.
Por la mañana nos sentamos todos juntos a la mesa de la cocina, esperando a que
llegara la asistenta. Finalmente Dee Dee se levantó y nos preparó el desayuno. Renny dijo:
—¿Mami, cómo haces para romper un huevo?
Dee Dee me miró. Sabía lo que yo estaba pensando. Me quedé en silencio.
—Está bien, Renny, ven aquí y te lo enseñaré.
Renny se acercó hasta la cocina. Dee Dee cogió un huevo.
—¿Ves? Sólo tienes que romper la cáscara con el borde de la cazuela... así... y dejar
caer el huevo fuera de la cáscara... así...
—Oh...
—Es muy simple.
—¿Y cómo lo cocinas?
—Lo freímos. En mantequilla.
—Mami, no puedo comerme ese huevo.
—¿Por qué?
—¡Porque has roto su refugio!
Dee Dee se dio la vuelta y me miró. Sus ojos decían: «Hank, no digas ni una
puñetera palabra...»
Unas pocas mañanas más tarde estábamos otra vez todos a la mesa de la cocina.
Estábamos comiendo mientras la asistenta trabajaba. Dee Dee le dijo a Renny:
—Ahora ya tienes tu bicicleta. Quiero que hoy vayas a comprar una caja de latas de
Coca Cola. Cuando vuelva a casa quiero tener algunas para beber.
—Pero Mami, ¡las Cocas pesan mucho! ¿No puedes traerlas tú?
—Renny, yo trabajo todo el día y acabo cansada. Compra esas Cocas.
—Pero Mami, hay una cuesta. Tengo que subir pedaleando la cuesta.
—No hay cuesta. ¿De qué cuesta hablas?
—Bueno, no puedes verla con tus ojos, pero está ahí...
—Renny, vas a comprar esas Cocas, ¿entiendes?
Renny se levantó, se fue a su dormitorio y cerró de un portazo.
Dee Dee miró hacia otro lado.
—Me está poniendo a prueba. Quiere saber si le quiero.
—Yo compraré las Cocas —dije.
—No hace falta —dijo ella—, yo las traeré.
Al final no las compró ninguno de nosotros.
Unos días más tarde estábamos Dee Dee y yo en mi casa recogiendo el correo y
echando un vistazo cuando sonó el teléfono. Era Lydia.
—Hola —dijo—, estoy en Utah.
—Encontré tu nota —dije yo.
—¿Qué tal estás?
—Todo va bien.
—En Utah se está muy bien en verano. Deberías venirte por aquí. Iríamos de
camping. Están todas mis hermanas.
—No puedo ir ahora.
—¿Por qué?
—Bueno, estoy con Dee Dee.
—¿Dee Dee?
—Bueno, sí...
—Sabía que utilizarías ese número de teléfono —dijo—. ¡Te dije que usarías ese
número!
Dee Dee estaba junto a mí.
—Por favor —me dijo—, dile que me deje hasta septiembre.
—Olvídate de ella —dijo Lydia—. Al infierno con ella. Vente aquí a verme.
—No puedo abandonarlo todo sólo porque tú me llames. Además —dije—, voy a
quedarme con Dee Dee hasta septiembre.
—¿Septiembre?
—Sí.
Lydia aulló. Fue un aullido largo y potente. Luego colgó.
Después de aquello. Dee Dee me mantuvo alejado de mi casa. Una vez, cuando estábamos allí recogiendo mi correo, me di cuenta de que el cable del teléfono estaba desenchufado.
—Jamás vuelvas a hacer esto —le dije.
Dee Dee me llevaba a largas excursiones costa arriba y costa abajo. Hacíamos viajes a las montañas. íbamos a subastas, a ver películas, conciertos de rock, iglesias, amigos, a cenas y almuerzos, shows de magia, picnics y circos. Sus amigos nos fotografiaban juntos.
El viaje a Catalina fue horrible. Esperé con Dee Dee en la sala de pasajeros. Tenía una resaca de campeonato. Dee Dee me consiguió un Alka-Seltzer y un vaso de agua. La única cosa que ayudaba era una muchachita sentada enfrente nuestro. Tenía un hermoso cuerpo, largas piernas magníficas y llevaba una minifalda. Con la minifalda llevaba calcetines largos, un cinturón claveteado y llevaba bragas rosas debajo de la falda roja. Llevaba incluso zapatos de tacón alto.
—Te la estás comiendo con los ojos, ¿no? —dijo Dee Dee.
—No puedo parar.
—Es una putilla.
—Seguramente.
La putilla se levantó y se puso a jugar al pinball, meneando el culo para ayudar al
movimiento de las bolas. Luego se sentó otra vez, enseñando más que nunca.
El hidroavión amerizó, descargó y luego nosotros aguardamos en el muelle a poder
embarcar. El aeroplano era rojo, construido en 1936, tenía dos hélices, un piloto y 8 o 10
asientos.
Si no me estrello con este avión, habré engañado al mundo, pensé.
La chica de la minifalda no subió.
¿Por qué siempre que veías una mujer como ésa tenías que estar con otra mujer?
Entramos y tratamos de acomodarnos.
—Oh —dijo Dee Dee—. ¡Estoy tan excitada! ¡Me voy a sentar junto al piloto!
Así que despegamos y Dee Dee iba sentada con el piloto. Los vi conversando. Ella disfrutaba la vida, o por lo menos eso parecía. Más tarde aquello no significaría mucho para mí, me refiero a su excitada y feliz reacción ante la vida, de alguna manera me acabaría irritando, dejándome sin ningún sentimiento. Ni siquiera me aburría.
Volamos y luego amerizamos, muy rudamente, haciendo vuelo raso sobre las olas y luego chocando con el agua dando botes, levantando salpicaduras. Era parecido a ir en una motora. Después arribamos a otro muelle y Dee Dee se acercó a mí y me contó todo absolutamente sobre el hidroavión y el piloto, y su conversación. Había una gran pieza rajada en el techo y ella le había preguntado al piloto «¿No es esto peligroso?» y él le había contestado «Carajo si lo sé».
Dee Dee había reservado una habitación en un hotel junto a la playa, en el piso de arriba. No había refrigerador, así que ella consiguió una neverita de plástico y la llenó de hielo para mi cerveza. Había un televisor en blanco y negro y un baño. Mucha clase.
Fuimos a dar un paseo por la playa. Los turistas eran de dos tipos; o muy jóvenes o muy viejos. Los viejos andaban por pares, hombre y mujer, con sus sandalias y gafas de sol y sombreros de paja y pantalones cortos y camisas de colores salvajes. Eran gordos y pálidos con venas azules en las piernas y sus caras estaban hinchadas y blancas bajo el sol. Se derretían por todas partes, pliegues y bolsas de piel colgaban de sus mejillas y barbillas.
Los jóvenes eran esbeltos y parecían estar hechos de goma. Las chicas no tenían tetas y sus traseros eran pequeñitos, y los chicos tenían caras tiernas y blandas y sonreían y se ruborizaban y se reían. Y todos ellos parecían contentos, los chavalines y los viejos. No tenían mucho que hacer, pero deambulaban bajo el sol y parecían satisfechos.
Dee Dee entraba en las tiendas. Estaba encantada con las tiendas, comprando collarcitos, ceniceros, perros de juguete, postales, pañuelos, figurines, y parecía feliz con todo.
—¡Oooh,mi ra!
Hablaba con los dueños de las tiendas. Parecía que le agradaban. Le prometió a una señora que le escribiría cuando volviese a casa. Tenían un amigo mutuo, un tío que tocaba la batería en una banda de rock.
Dee Dee compró una jaula con dos periquitos y regresamos al hotel. Abrí una
cerveza y puse la televisión. No había mucha elección posible.
—Vamos a dar otro paseo —dijo Dee Dee—. Se está tan bien afuera.
—Yo me voy a quedar aquí a descansar.
—¿No te importa si me voy sola?
—Me parece bien.
Me besó y se fue. Apagué la televisión y abrí otra cerveza. No había otra cosa que hacer en aquella isla salvo emborracharme. Me acerqué a la ventana. En la playa de abajo Dee Dee estaba sentada junto a un tío joven, hablando alegremente, sonriendo y gesticulando con las manos. El tío le sonreía a su vez. Me sentía bien no formando parte de aquello. Me alegraba de no estar enamorado, de no ser feliz con el mundo. Me gustaba estar en desacuerdo con todo. La gente enamorada a menudo se ponía cortante, peligrosa. Perdían su sentido de la perspectiva. Perdían su sentido del humor. Se ponían nerviosos, psicóticos, aburridos. Incluso se convertían en asesinos.
Dee Dee estuvo fuera dos o tres horas. Miré un poco la tele y escribí dos o tres poemas en una máquina de escribir portátil. Poemas de amor, sobre Lydia. Los escondí en mi maleta. Bebí algo más de cerveza.
Entonces llamó Dee Dee y entró:
—¡Oh, he pasado un rato de lo másma ra v illo so! Primero subí a la barca de suelo de cristal. ¡Pudimos ver todos los diferentes tipos de peces, todo! Luego encontré otra barca que lleva a la gente a sus yates. Este chico me dejó montar durante horas ¡por un dólar! Tenía la espalda quemada por el sol y yo se la froté con una loción. Estaba
terriblemente quemado. Llevamos a la gente a sus yates. ¡Y deberías haber visto a la gente
en aquellos yates! La mayoría hombres, viejos verdes decrépitos con jovencitas. Las muchachitas llevaban todas botas y estaban borrachas y drogadas, por los suelos, gimiendo y suspirando. Algunos de los viejos tenían también muchachitos, pero la mayoría prefería a las chicas, algunas veces tenían dos o tres o cuatro a su lado. Todos los yates apestaban a droga y alcohol y lujuria. ¡Era maravilloso!
—Suena bien. Me gustaría tener tu habilidad para encontrar gente interesante.
—Puedes venir mañana. Podrás montar todo el día por un dólar.
—Paso.
—¿Has escrito algo?
—Un poco.
—¿Es bueno?
—Nunca se sabe hasta dieciocho días más tarde.
Dee Dee se acercó a ver a los periquitos, habló con ellos. Era una mujer buena. Me gustaba. Se interesaba de verdad por mí, quería que yo hiciera las cosas bien, que escribiera bien, que follara bien, que luciera bien. Yo lo notaba. No estaba mal. Quizás algún día volásemos juntos a Hawai. Me levanté y me acerqué por detrás a darle un beso en la oreja derecha, justo debajo del lóbulo.
—Oh,Ha n k —dijo ella.
De vuelta en Los Ángeles después de nuestra semana en Catalina, una noche
estábamos en mi casa, lo cual era poco usual. Ya era entrada la madrugada. Estábamos
tumbados en la cama, desnudos, cuando sonó el teléfono en la habitación de al lado.
Era Lydia.
—¿Hank?
—¿Sí?
—¿Dónde has estado?
—En Catalina.
—¿Con ella?
—Sí.
—Escucha, después de que me hablaras de ella me volví loca. Tuve un asunto. Fue
con un homosexual. Algo asqueroso.
—Te he echado de menos, Lydia.
—Quiero volver a Los Ángeles.
—Eso estaría bien.
—¿Si vuelvo contigo la dejarás?
—Es una buena mujer, pero si vuelves la dejaré.
—Voy a volver. Te quiero, vejestorio.
—Yo también te quiero.
Seguimos hablando. No sé cuánto tiempo estuvimos hablando. Cuando acabamos
volví al dormitorio. Dee Dee parecía dormida.
—¿Dee Dee? —le dije.
Levanté uno de sus brazos. Estaba inerte. La carne parecía de goma.
—Deja de bromear, Dee Dee, sé que no estás dormida.
No se movía. Miré alrededor y descubrí que su frasco de somníferos estaba vacío. Antes estaba lleno. Yo había probado aquellas píldoras. Una sola te dejaba dormido, sólo que era como si te noquearan y te enterraran bajo tierra.
—Te has tomado las píldoras...
—No... me... importa... que vuelvas con ella... No me... importa...
Fui corriendo a la cocina y cogí un cubo, volví y lo dejé en el suelo bajo la cama. Entonces cogí la cabeza de Dee Dee y haciéndola asomar fuera de la cama metí mis dedos en su garganta. Vomitó. Le levanté la cabeza y dejé que respirara un momento luego repetí el proceso. Lo hice una y otra vez. Dee Dee siguió vomitando. Una de las veces, al levantarle la cabeza, se le cayeron los dientes. Se quedaron allí sobre la sábana, los de arriba y los de abajo.
—Ooooh... mis dientes —dijo, o intentó decir.
—No te preocupes por tus dientes. Volví a meterle los dedos en la garganta. Luego
la volví a levantar.
—No quiedo —dijo ella— que veaf mif dienddes...
—Están bien, Dee Dee. La verdad es que no son feos.
—Oooooh...
Revivió lo suficiente para volverse a colocar sus dientes.
—Llévame a casa —dijo—, quiero irme a casa.
—Me quedaré contigo. No quiero dejarte sola esta noche.
—¿Pero al final me dejarás?
—Vamos a vestirnos —dije.
Valentino habría conservado a las dos, Lydia y Dee Dee. Por eso murió tan joven.
El hijo se llamaba Renny. Dee Dee le había hablado de mí en varias conferencias trasatlánticas. Llegamos al aeropuerto cuando el avión de Renny acababa de aterrizar. Dee Dee y Renny se abrazaron. Era alto y delgado, bastante pálido. Un mechón de pelo le caía sobre uno de los ojos. Nos dimos la mano.
Fui a coger el equipaje mientras Renny y Dee Dee charlaban. El la llamaba
«Mami». Cuando llegamos al coche saltó al asiento trasero y dijo:
—¿Mami, me compraste la bici?
—Ya la he encargado. La recogeremos mañana.
—¿Es una buena bici, Mami? Quiero una de diez velocidades con freno de mano y
cordones en los pedales.
—Es una buena bici, Renny.
—¿Estás segura de que estará lista?
Regresamos. Yo me quedé a pasar la noche. Renny tenía su propio dormitorio.
Por la mañana nos sentamos todos juntos a la mesa de la cocina, esperando a que
llegara la asistenta. Finalmente Dee Dee se levantó y nos preparó el desayuno. Renny dijo:
—¿Mami, cómo haces para romper un huevo?
Dee Dee me miró. Sabía lo que yo estaba pensando. Me quedé en silencio.
—Está bien, Renny, ven aquí y te lo enseñaré.
Renny se acercó hasta la cocina. Dee Dee cogió un huevo.
—¿Ves? Sólo tienes que romper la cáscara con el borde de la cazuela... así... y dejar
caer el huevo fuera de la cáscara... así...
—Oh...
—Es muy simple.
—¿Y cómo lo cocinas?
—Lo freímos. En mantequilla.
—Mami, no puedo comerme ese huevo.
—¿Por qué?
—¡Porque has roto su refugio!
Dee Dee se dio la vuelta y me miró. Sus ojos decían: «Hank, no digas ni una
puñetera palabra...»
Unas pocas mañanas más tarde estábamos otra vez todos a la mesa de la cocina.
Estábamos comiendo mientras la asistenta trabajaba. Dee Dee le dijo a Renny:
—Ahora ya tienes tu bicicleta. Quiero que hoy vayas a comprar una caja de latas de
Coca Cola. Cuando vuelva a casa quiero tener algunas para beber.
—Pero Mami, ¡las Cocas pesan mucho! ¿No puedes traerlas tú?
—Renny, yo trabajo todo el día y acabo cansada. Compra esas Cocas.
—Pero Mami, hay una cuesta. Tengo que subir pedaleando la cuesta.
—No hay cuesta. ¿De qué cuesta hablas?
—Bueno, no puedes verla con tus ojos, pero está ahí...
—Renny, vas a comprar esas Cocas, ¿entiendes?
Renny se levantó, se fue a su dormitorio y cerró de un portazo.
Dee Dee miró hacia otro lado.
—Me está poniendo a prueba. Quiere saber si le quiero.
—Yo compraré las Cocas —dije.
—No hace falta —dijo ella—, yo las traeré.
Al final no las compró ninguno de nosotros.
Unos días más tarde estábamos Dee Dee y yo en mi casa recogiendo el correo y
echando un vistazo cuando sonó el teléfono. Era Lydia.
—Hola —dijo—, estoy en Utah.
—Encontré tu nota —dije yo.
—¿Qué tal estás?
—Todo va bien.
—En Utah se está muy bien en verano. Deberías venirte por aquí. Iríamos de
camping. Están todas mis hermanas.
—No puedo ir ahora.
—¿Por qué?
—Bueno, estoy con Dee Dee.
—¿Dee Dee?
—Bueno, sí...
—Sabía que utilizarías ese número de teléfono —dijo—. ¡Te dije que usarías ese
número!
Dee Dee estaba junto a mí.
—Por favor —me dijo—, dile que me deje hasta septiembre.
—Olvídate de ella —dijo Lydia—. Al infierno con ella. Vente aquí a verme.
—No puedo abandonarlo todo sólo porque tú me llames. Además —dije—, voy a
quedarme con Dee Dee hasta septiembre.
—¿Septiembre?
—Sí.
Lydia aulló. Fue un aullido largo y potente. Luego colgó.
Después de aquello. Dee Dee me mantuvo alejado de mi casa. Una vez, cuando estábamos allí recogiendo mi correo, me di cuenta de que el cable del teléfono estaba desenchufado.
—Jamás vuelvas a hacer esto —le dije.
Dee Dee me llevaba a largas excursiones costa arriba y costa abajo. Hacíamos viajes a las montañas. íbamos a subastas, a ver películas, conciertos de rock, iglesias, amigos, a cenas y almuerzos, shows de magia, picnics y circos. Sus amigos nos fotografiaban juntos.
El viaje a Catalina fue horrible. Esperé con Dee Dee en la sala de pasajeros. Tenía una resaca de campeonato. Dee Dee me consiguió un Alka-Seltzer y un vaso de agua. La única cosa que ayudaba era una muchachita sentada enfrente nuestro. Tenía un hermoso cuerpo, largas piernas magníficas y llevaba una minifalda. Con la minifalda llevaba calcetines largos, un cinturón claveteado y llevaba bragas rosas debajo de la falda roja. Llevaba incluso zapatos de tacón alto.
—Te la estás comiendo con los ojos, ¿no? —dijo Dee Dee.
—No puedo parar.
—Es una putilla.
—Seguramente.
La putilla se levantó y se puso a jugar al pinball, meneando el culo para ayudar al
movimiento de las bolas. Luego se sentó otra vez, enseñando más que nunca.
El hidroavión amerizó, descargó y luego nosotros aguardamos en el muelle a poder
embarcar. El aeroplano era rojo, construido en 1936, tenía dos hélices, un piloto y 8 o 10
asientos.
Si no me estrello con este avión, habré engañado al mundo, pensé.
La chica de la minifalda no subió.
¿Por qué siempre que veías una mujer como ésa tenías que estar con otra mujer?
Entramos y tratamos de acomodarnos.
—Oh —dijo Dee Dee—. ¡Estoy tan excitada! ¡Me voy a sentar junto al piloto!
Así que despegamos y Dee Dee iba sentada con el piloto. Los vi conversando. Ella disfrutaba la vida, o por lo menos eso parecía. Más tarde aquello no significaría mucho para mí, me refiero a su excitada y feliz reacción ante la vida, de alguna manera me acabaría irritando, dejándome sin ningún sentimiento. Ni siquiera me aburría.
Volamos y luego amerizamos, muy rudamente, haciendo vuelo raso sobre las olas y luego chocando con el agua dando botes, levantando salpicaduras. Era parecido a ir en una motora. Después arribamos a otro muelle y Dee Dee se acercó a mí y me contó todo absolutamente sobre el hidroavión y el piloto, y su conversación. Había una gran pieza rajada en el techo y ella le había preguntado al piloto «¿No es esto peligroso?» y él le había contestado «Carajo si lo sé».
Dee Dee había reservado una habitación en un hotel junto a la playa, en el piso de arriba. No había refrigerador, así que ella consiguió una neverita de plástico y la llenó de hielo para mi cerveza. Había un televisor en blanco y negro y un baño. Mucha clase.
Fuimos a dar un paseo por la playa. Los turistas eran de dos tipos; o muy jóvenes o muy viejos. Los viejos andaban por pares, hombre y mujer, con sus sandalias y gafas de sol y sombreros de paja y pantalones cortos y camisas de colores salvajes. Eran gordos y pálidos con venas azules en las piernas y sus caras estaban hinchadas y blancas bajo el sol. Se derretían por todas partes, pliegues y bolsas de piel colgaban de sus mejillas y barbillas.
Los jóvenes eran esbeltos y parecían estar hechos de goma. Las chicas no tenían tetas y sus traseros eran pequeñitos, y los chicos tenían caras tiernas y blandas y sonreían y se ruborizaban y se reían. Y todos ellos parecían contentos, los chavalines y los viejos. No tenían mucho que hacer, pero deambulaban bajo el sol y parecían satisfechos.
Dee Dee entraba en las tiendas. Estaba encantada con las tiendas, comprando collarcitos, ceniceros, perros de juguete, postales, pañuelos, figurines, y parecía feliz con todo.
—¡Oooh,mi ra!
Hablaba con los dueños de las tiendas. Parecía que le agradaban. Le prometió a una señora que le escribiría cuando volviese a casa. Tenían un amigo mutuo, un tío que tocaba la batería en una banda de rock.
Dee Dee compró una jaula con dos periquitos y regresamos al hotel. Abrí una
cerveza y puse la televisión. No había mucha elección posible.
—Vamos a dar otro paseo —dijo Dee Dee—. Se está tan bien afuera.
—Yo me voy a quedar aquí a descansar.
—¿No te importa si me voy sola?
—Me parece bien.
Me besó y se fue. Apagué la televisión y abrí otra cerveza. No había otra cosa que hacer en aquella isla salvo emborracharme. Me acerqué a la ventana. En la playa de abajo Dee Dee estaba sentada junto a un tío joven, hablando alegremente, sonriendo y gesticulando con las manos. El tío le sonreía a su vez. Me sentía bien no formando parte de aquello. Me alegraba de no estar enamorado, de no ser feliz con el mundo. Me gustaba estar en desacuerdo con todo. La gente enamorada a menudo se ponía cortante, peligrosa. Perdían su sentido de la perspectiva. Perdían su sentido del humor. Se ponían nerviosos, psicóticos, aburridos. Incluso se convertían en asesinos.
Dee Dee estuvo fuera dos o tres horas. Miré un poco la tele y escribí dos o tres poemas en una máquina de escribir portátil. Poemas de amor, sobre Lydia. Los escondí en mi maleta. Bebí algo más de cerveza.
Entonces llamó Dee Dee y entró:
—¡Oh, he pasado un rato de lo másma ra v illo so! Primero subí a la barca de suelo de cristal. ¡Pudimos ver todos los diferentes tipos de peces, todo! Luego encontré otra barca que lleva a la gente a sus yates. Este chico me dejó montar durante horas ¡por un dólar! Tenía la espalda quemada por el sol y yo se la froté con una loción. Estaba
terriblemente quemado. Llevamos a la gente a sus yates. ¡Y deberías haber visto a la gente
en aquellos yates! La mayoría hombres, viejos verdes decrépitos con jovencitas. Las muchachitas llevaban todas botas y estaban borrachas y drogadas, por los suelos, gimiendo y suspirando. Algunos de los viejos tenían también muchachitos, pero la mayoría prefería a las chicas, algunas veces tenían dos o tres o cuatro a su lado. Todos los yates apestaban a droga y alcohol y lujuria. ¡Era maravilloso!
—Suena bien. Me gustaría tener tu habilidad para encontrar gente interesante.
—Puedes venir mañana. Podrás montar todo el día por un dólar.
—Paso.
—¿Has escrito algo?
—Un poco.
—¿Es bueno?
—Nunca se sabe hasta dieciocho días más tarde.
Dee Dee se acercó a ver a los periquitos, habló con ellos. Era una mujer buena. Me gustaba. Se interesaba de verdad por mí, quería que yo hiciera las cosas bien, que escribiera bien, que follara bien, que luciera bien. Yo lo notaba. No estaba mal. Quizás algún día volásemos juntos a Hawai. Me levanté y me acerqué por detrás a darle un beso en la oreja derecha, justo debajo del lóbulo.
—Oh,Ha n k —dijo ella.
De vuelta en Los Ángeles después de nuestra semana en Catalina, una noche
estábamos en mi casa, lo cual era poco usual. Ya era entrada la madrugada. Estábamos
tumbados en la cama, desnudos, cuando sonó el teléfono en la habitación de al lado.
Era Lydia.
—¿Hank?
—¿Sí?
—¿Dónde has estado?
—En Catalina.
—¿Con ella?
—Sí.
—Escucha, después de que me hablaras de ella me volví loca. Tuve un asunto. Fue
con un homosexual. Algo asqueroso.
—Te he echado de menos, Lydia.
—Quiero volver a Los Ángeles.
—Eso estaría bien.
—¿Si vuelvo contigo la dejarás?
—Es una buena mujer, pero si vuelves la dejaré.
—Voy a volver. Te quiero, vejestorio.
—Yo también te quiero.
Seguimos hablando. No sé cuánto tiempo estuvimos hablando. Cuando acabamos
volví al dormitorio. Dee Dee parecía dormida.
—¿Dee Dee? —le dije.
Levanté uno de sus brazos. Estaba inerte. La carne parecía de goma.
—Deja de bromear, Dee Dee, sé que no estás dormida.
No se movía. Miré alrededor y descubrí que su frasco de somníferos estaba vacío. Antes estaba lleno. Yo había probado aquellas píldoras. Una sola te dejaba dormido, sólo que era como si te noquearan y te enterraran bajo tierra.
—Te has tomado las píldoras...
—No... me... importa... que vuelvas con ella... No me... importa...
Fui corriendo a la cocina y cogí un cubo, volví y lo dejé en el suelo bajo la cama. Entonces cogí la cabeza de Dee Dee y haciéndola asomar fuera de la cama metí mis dedos en su garganta. Vomitó. Le levanté la cabeza y dejé que respirara un momento luego repetí el proceso. Lo hice una y otra vez. Dee Dee siguió vomitando. Una de las veces, al levantarle la cabeza, se le cayeron los dientes. Se quedaron allí sobre la sábana, los de arriba y los de abajo.
—Ooooh... mis dientes —dijo, o intentó decir.
—No te preocupes por tus dientes. Volví a meterle los dedos en la garganta. Luego
la volví a levantar.
—No quiedo —dijo ella— que veaf mif dienddes...
—Están bien, Dee Dee. La verdad es que no son feos.
—Oooooh...
Revivió lo suficiente para volverse a colocar sus dientes.
—Llévame a casa —dijo—, quiero irme a casa.
—Me quedaré contigo. No quiero dejarte sola esta noche.
—¿Pero al final me dejarás?
—Vamos a vestirnos —dije.
Valentino habría conservado a las dos, Lydia y Dee Dee. Por eso murió tan joven.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
domingo, 22 de agosto de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 18
Por la mañana Dee Dee me llevó a Sunset Strip a desayunar. El Mercedes era negro y relucía bajo el sol. Pasamos los casinos y las salas de fiesta y los restaurantes de lujo. Me acomodé en mi asiento, tosiendo con mi cigarrillo. Bueno, pensé, otras veces me ha ido peor. Una o dos escenas vinieron como flashes a mi cabeza. Un invierno en Atlanta congelándome, era medianoche, no tenía dinero ni sitio donde dormir y subí las escaleras de una iglesia esperando poder entrar y calentarme. La puerta de la iglesia estaba cerrada. Otra vez en El Paso, durmiendo en un banco del parque, un policía me despertó por la mañana pegándome en las suelas de los zapatos con su porra. Seguía pensando todavía en Lydia. Las partes buenas de nuestra relación eran como una rata revolviéndose y mordiéndome en el estómago.
Dee Dee aparcó junto a un lujoso restaurante. Había un patio con sillas y mesas en el que la gente se sentaba a comer, charlando y bebiendo café. Pasamos junto a un hombre negro con botas, jeans y una gruesa cadena de plata alrededor del cuello. Su casco de motociclista, gafas y guantes estaban sobre la mesa. Estaba con una rubia delgadita vestida con un mono color menta, allí sentada chupándose el dedito. El sitio estaba repleto. Todo el mundo parecía joven, higiénico, blando. Nadie nos miró. Todo el mundo charlaba con calma.
Entramos dentro y un pálido muchacho de mínimas nalgas, con un ajustado pantalón plateado, un grueso cinturón remachado y una ligera blusa dorada nos sentó en una mesa. Tenía las orejas agujereadas y llevaba pequeños pendientes azules. Su finísimo
bigotillo parecía púrpura.
—¿Qué pasa Dee Dee? —dijo.
—Desayuno, Donny.
—Una bebida, Donny —dije yo.
—Yo sé lo que necesita, Donny. Dale un Golden Flower doble.
Pedimos el desayuno y Dee Dee dijo:
—Tardarán un rato en traérnoslo. Aquí cocinan todo lo que se pide.
—No te gastes mucho Dee Dee.
—Todo va a la cuenta de gastos de representación.
Sacó una libretita negra.
—Vamos a ver. ¿A quién he invitado a desayunar? ¿A Elton John?
—¿No está en África...?
—Ah, es verdad. Bueno, ¿qué tal Cat Stevens?
—¿Quién es ese?
—¿No lo conoces?
—No.
—Bueno, yo lod e scu b rí. Puedes ser Cat Stevens.
Donny trajo la bebida y se puso a hablar con Dee Dee. Parecían conocer a la misma gente. Yo no conocía a nadie. Costaba mucho lograr excitarme. No me importaba. No me gustaba Nueva York. No me gustaba Hollywood. No me gustaba el rock. No me gustaba nada. Quizás tuviese miedo. Eso era, sentía miedo. Quería sentarme solo en una habitación con las persianas bajadas. Me recreé un poco con ello. Yo era un chiflado. Un lunático. Y Lydia se había ido.
Acabé mi bebida y Dee Dee me pidió otra. Empecé a sentirme como un chulo mantenido y era magnífico. Ayudaba a mi melancolía. No hay nada peor que estar en la ruina y ser abandonado por tu mujer. Nada que beber, sin trabajo, sólo las paredes, sentarse allí mirando a las paredes y cavilando. Así es como vuelven las mujeres a ti, pero hace daño y a ellas también las debilita. O eso me gustaba creer.
El desayuno era bueno. Huevos guarnecidos con una variedad de frutas... piña, melocotones, peras... grandes nueces de temporada. Era un buen desayuno. Acabamos y Dee Dee me pidió otra copa. El pensamiento de Lydia todavía continuaba dentro de mí, pero Dee Dee me gustaba. Su conversación era inteligente y entretenida. Conseguía hacerme reír, que era lo que necesitaba. Mi risa estaba allí concentrada dentro de mí esperando a salir como un volcán: JA JA JAJÁ JA, oh dios mío oh JAJAJAJAJA. Me sentía muy bien cuando ocurría. Dee Dee sabía unas cuantas cosas acerca de la vida. Dee Dee sabía que lo que le pasaba a uno le pasaba a la mayoría de nosotros. Nuestras vidas no eran tan diferentes, aunque nos gustase pensar lo contrario.
El dolor es extraño. Un gato que mata a un pájaro, un coche accidentado, un incendio... llega el dolor, BANG, y allí está, se introduce en ti. Es real. Y para cualquiera que te vea, parecerás un imbécil. Como si te hubiese caído una idiotez repentina. No hay cura para ello mientras no encuentres a alguien que comprenda cómo te sientes y sepa cómo ayudarte.
Volvimos a su coche.
—Conozco justo el lugar donde llevarte para que te animes —dijo Dee Dee. Yo no
contesté. Me dejaba llevar como si fuera un inválido. Lo que era.
Le dije a Dee Dee que parase en un bar. Uno de los suyos. El camarero la conocía.
—Este —me dijo mientras entrábamos—, es el bar donde se dejan caer muchos
escritores. Y también gente de teatro.
Todos me disgustaron inmediatamente, ahí sentados actuando como seres inteligentes y superiores. Tratando de anularse entre sí. La peor cosa para un escritor es conocer a otro escritor, y peor que eso, conocer a muchos escritores. Como moscas en la misma trampa.
—Vamos a coger una mesa —dije yo. Y allí estaba, un escritor de 65 dólares a la semana sentado en una sala con otros escritores, escritores de mil dólares a la semana. Lydia, pensé, estoy prosperando. Te arrepentirás. Algún día entraré en restaurantes de lujo y seré reconocido. Tendrán reservada una mesa especial para mí en el fondo, junto a la cocina.
Nos trajeron nuestras bebidas y Dee Dee me miró.
—Eres bueno con la lengua. Nunca nadie me lo ha comido tan bien.
—Lydia me enseñó. Luego yo le añadí algunos toques propios.
Un joven de piel oscura se levantó y se acercó hasta nuestra mesa. Dee Dee nos presentó. El chico era de Nueva York, escribía para elVillage Voice y otras revistas de Nueva York. Dee Dee y él se entregaron por un rato al típico peloteo de nombres y entonces él preguntó:
—¿Qué hace tu marido?
—Tengo un gimnasio —dije—. Boxeadores. Cuatro buenos chicos mexicanos. Y
un chaval negro, un verdadero bailarín. ¿Cuánto pesas tú?
—78 kilos. ¿Fuiste boxeador? Tu cara parece haber recibido buenas zurras.
—He recibido unas cuantas. Podemos meterte en los 70 kilos. Necesito un peso
ligero sudaca.
—¿Cómo has sabido que yo era sudamericano?
—Estás sosteniendo el cigarrillo con la mano izquierda. Pásate por el gimnasio de Main Street. El lunes por la mañana. Empezaremos a entrenarte. Los cigarrillos fuera. ¡Puedes ir tirando ése!
—Oye, tío, yo soy escritor. Uso una máquina de escribir. ¿Nunca has leído nada
mío?
—Yo sólo leo la página de sucesos... asesinatos, violaciones, peleas, estafas,
accidentes y la columnita de Ann Landers.
—Dee Dee —dijo él—, tengo una entrevista con Rod Stewart dentro de treinta
minutos. Tengo que irme. —Se fue.
Dee Dee pidió otro par de copas.
—¿Por qué no te puedes comportar decentemente con las personas? —me
preguntó.
—Por miedo —dije yo.
—Ya estamos —dijo ella, y entró con el coche en el cementerio de Hollywood.
—Hermoso —dije yo—, realmente hermoso. Me había olvidado completamente de
la muerte.
Dimos una vuelta con el coche. La mayoría de las tumbas estaban sobre tierra. Eran como pequeñas casitas, con pilares y escalones frontales. Y cada una tenía una puerta de hierro cerrada. Dee Dee aparcó y bajamos. Se puso a manipular una de las puertas. Contemplé su trasero mientras trabajaba con la puerta. Pensé en Nietzsche. Allí estábamos: un semental germánico y una yegua judía. Mi tierra natal me adoraría.
Volvimos al Mercedes y Dee Dee aparcó junto a la puerta de uno de los panteones más grandes. Allí todos estaban embutidos en las paredes y había filas y filas de ellos. Algunos tenían flores, en pequeñas vasijas, pero la mayoría estaban marchitas. La mayoría de los nichos no tenían flores. Algunos de ellos tenían al marido y la mujer juntos. En algunos casos el nicho estaba vacío y aguardando. En todos los casos el marido era el primero en morir.
Dee Dee me cogió de la mano y me hizo cruzar la esquina. Y allí estaba, cercano al fondo, Rodolfo Valentino. Muerto en 1926. No vivió mucho. Decidí que yo viviría hasta los 80. Pensé en tener 80 y joderme a una muchachita de 18 años. Si había algún modo de cachondearse del rollo de la muerte era ése.
Dee Dee cogió una de las macetillas para las flores y la metió en su bolsillo. Lo típico. Agarrar aquello que no estuviera atado. Todo pertenecía a todo el mundo. Salimos y Dee Dee dijo:
—Quiero sentarme en la tumba de Tyrone Power. Era mi actor favorito. ¡Le
adoraba!
Fuimos y nos sentamos en la tumba de Tyrone, junto a su losa. Entonces nos levantamos y fuimos a ver la sepultura de Douglas Fairbanks padre. Muy buena. Con un foco reflector privado frente a la losa y un cuidado estanque. El estanque estaba lleno de nenúfares y flores acuáticas. Subimos por unas escaleras y detrás de la tumba había un sitio para sentarse. Nos sentamos. Vi una pequeña grieta en la pared de la tumba con hormiguitas rojas entrando y saliendo. Observé a las hormigas durante un rato, luego puse mi brazo alrededor de Dee Dee y la besé, un beso largo largo y bueno. íbamos a ser buenos amigos.
Dee Dee aparcó junto a un lujoso restaurante. Había un patio con sillas y mesas en el que la gente se sentaba a comer, charlando y bebiendo café. Pasamos junto a un hombre negro con botas, jeans y una gruesa cadena de plata alrededor del cuello. Su casco de motociclista, gafas y guantes estaban sobre la mesa. Estaba con una rubia delgadita vestida con un mono color menta, allí sentada chupándose el dedito. El sitio estaba repleto. Todo el mundo parecía joven, higiénico, blando. Nadie nos miró. Todo el mundo charlaba con calma.
Entramos dentro y un pálido muchacho de mínimas nalgas, con un ajustado pantalón plateado, un grueso cinturón remachado y una ligera blusa dorada nos sentó en una mesa. Tenía las orejas agujereadas y llevaba pequeños pendientes azules. Su finísimo
bigotillo parecía púrpura.
—¿Qué pasa Dee Dee? —dijo.
—Desayuno, Donny.
—Una bebida, Donny —dije yo.
—Yo sé lo que necesita, Donny. Dale un Golden Flower doble.
Pedimos el desayuno y Dee Dee dijo:
—Tardarán un rato en traérnoslo. Aquí cocinan todo lo que se pide.
—No te gastes mucho Dee Dee.
—Todo va a la cuenta de gastos de representación.
Sacó una libretita negra.
—Vamos a ver. ¿A quién he invitado a desayunar? ¿A Elton John?
—¿No está en África...?
—Ah, es verdad. Bueno, ¿qué tal Cat Stevens?
—¿Quién es ese?
—¿No lo conoces?
—No.
—Bueno, yo lod e scu b rí. Puedes ser Cat Stevens.
Donny trajo la bebida y se puso a hablar con Dee Dee. Parecían conocer a la misma gente. Yo no conocía a nadie. Costaba mucho lograr excitarme. No me importaba. No me gustaba Nueva York. No me gustaba Hollywood. No me gustaba el rock. No me gustaba nada. Quizás tuviese miedo. Eso era, sentía miedo. Quería sentarme solo en una habitación con las persianas bajadas. Me recreé un poco con ello. Yo era un chiflado. Un lunático. Y Lydia se había ido.
Acabé mi bebida y Dee Dee me pidió otra. Empecé a sentirme como un chulo mantenido y era magnífico. Ayudaba a mi melancolía. No hay nada peor que estar en la ruina y ser abandonado por tu mujer. Nada que beber, sin trabajo, sólo las paredes, sentarse allí mirando a las paredes y cavilando. Así es como vuelven las mujeres a ti, pero hace daño y a ellas también las debilita. O eso me gustaba creer.
El desayuno era bueno. Huevos guarnecidos con una variedad de frutas... piña, melocotones, peras... grandes nueces de temporada. Era un buen desayuno. Acabamos y Dee Dee me pidió otra copa. El pensamiento de Lydia todavía continuaba dentro de mí, pero Dee Dee me gustaba. Su conversación era inteligente y entretenida. Conseguía hacerme reír, que era lo que necesitaba. Mi risa estaba allí concentrada dentro de mí esperando a salir como un volcán: JA JA JAJÁ JA, oh dios mío oh JAJAJAJAJA. Me sentía muy bien cuando ocurría. Dee Dee sabía unas cuantas cosas acerca de la vida. Dee Dee sabía que lo que le pasaba a uno le pasaba a la mayoría de nosotros. Nuestras vidas no eran tan diferentes, aunque nos gustase pensar lo contrario.
El dolor es extraño. Un gato que mata a un pájaro, un coche accidentado, un incendio... llega el dolor, BANG, y allí está, se introduce en ti. Es real. Y para cualquiera que te vea, parecerás un imbécil. Como si te hubiese caído una idiotez repentina. No hay cura para ello mientras no encuentres a alguien que comprenda cómo te sientes y sepa cómo ayudarte.
Volvimos a su coche.
—Conozco justo el lugar donde llevarte para que te animes —dijo Dee Dee. Yo no
contesté. Me dejaba llevar como si fuera un inválido. Lo que era.
Le dije a Dee Dee que parase en un bar. Uno de los suyos. El camarero la conocía.
—Este —me dijo mientras entrábamos—, es el bar donde se dejan caer muchos
escritores. Y también gente de teatro.
Todos me disgustaron inmediatamente, ahí sentados actuando como seres inteligentes y superiores. Tratando de anularse entre sí. La peor cosa para un escritor es conocer a otro escritor, y peor que eso, conocer a muchos escritores. Como moscas en la misma trampa.
—Vamos a coger una mesa —dije yo. Y allí estaba, un escritor de 65 dólares a la semana sentado en una sala con otros escritores, escritores de mil dólares a la semana. Lydia, pensé, estoy prosperando. Te arrepentirás. Algún día entraré en restaurantes de lujo y seré reconocido. Tendrán reservada una mesa especial para mí en el fondo, junto a la cocina.
Nos trajeron nuestras bebidas y Dee Dee me miró.
—Eres bueno con la lengua. Nunca nadie me lo ha comido tan bien.
—Lydia me enseñó. Luego yo le añadí algunos toques propios.
Un joven de piel oscura se levantó y se acercó hasta nuestra mesa. Dee Dee nos presentó. El chico era de Nueva York, escribía para elVillage Voice y otras revistas de Nueva York. Dee Dee y él se entregaron por un rato al típico peloteo de nombres y entonces él preguntó:
—¿Qué hace tu marido?
—Tengo un gimnasio —dije—. Boxeadores. Cuatro buenos chicos mexicanos. Y
un chaval negro, un verdadero bailarín. ¿Cuánto pesas tú?
—78 kilos. ¿Fuiste boxeador? Tu cara parece haber recibido buenas zurras.
—He recibido unas cuantas. Podemos meterte en los 70 kilos. Necesito un peso
ligero sudaca.
—¿Cómo has sabido que yo era sudamericano?
—Estás sosteniendo el cigarrillo con la mano izquierda. Pásate por el gimnasio de Main Street. El lunes por la mañana. Empezaremos a entrenarte. Los cigarrillos fuera. ¡Puedes ir tirando ése!
—Oye, tío, yo soy escritor. Uso una máquina de escribir. ¿Nunca has leído nada
mío?
—Yo sólo leo la página de sucesos... asesinatos, violaciones, peleas, estafas,
accidentes y la columnita de Ann Landers.
—Dee Dee —dijo él—, tengo una entrevista con Rod Stewart dentro de treinta
minutos. Tengo que irme. —Se fue.
Dee Dee pidió otro par de copas.
—¿Por qué no te puedes comportar decentemente con las personas? —me
preguntó.
—Por miedo —dije yo.
—Ya estamos —dijo ella, y entró con el coche en el cementerio de Hollywood.
—Hermoso —dije yo—, realmente hermoso. Me había olvidado completamente de
la muerte.
Dimos una vuelta con el coche. La mayoría de las tumbas estaban sobre tierra. Eran como pequeñas casitas, con pilares y escalones frontales. Y cada una tenía una puerta de hierro cerrada. Dee Dee aparcó y bajamos. Se puso a manipular una de las puertas. Contemplé su trasero mientras trabajaba con la puerta. Pensé en Nietzsche. Allí estábamos: un semental germánico y una yegua judía. Mi tierra natal me adoraría.
Volvimos al Mercedes y Dee Dee aparcó junto a la puerta de uno de los panteones más grandes. Allí todos estaban embutidos en las paredes y había filas y filas de ellos. Algunos tenían flores, en pequeñas vasijas, pero la mayoría estaban marchitas. La mayoría de los nichos no tenían flores. Algunos de ellos tenían al marido y la mujer juntos. En algunos casos el nicho estaba vacío y aguardando. En todos los casos el marido era el primero en morir.
Dee Dee me cogió de la mano y me hizo cruzar la esquina. Y allí estaba, cercano al fondo, Rodolfo Valentino. Muerto en 1926. No vivió mucho. Decidí que yo viviría hasta los 80. Pensé en tener 80 y joderme a una muchachita de 18 años. Si había algún modo de cachondearse del rollo de la muerte era ése.
Dee Dee cogió una de las macetillas para las flores y la metió en su bolsillo. Lo típico. Agarrar aquello que no estuviera atado. Todo pertenecía a todo el mundo. Salimos y Dee Dee dijo:
—Quiero sentarme en la tumba de Tyrone Power. Era mi actor favorito. ¡Le
adoraba!
Fuimos y nos sentamos en la tumba de Tyrone, junto a su losa. Entonces nos levantamos y fuimos a ver la sepultura de Douglas Fairbanks padre. Muy buena. Con un foco reflector privado frente a la losa y un cuidado estanque. El estanque estaba lleno de nenúfares y flores acuáticas. Subimos por unas escaleras y detrás de la tumba había un sitio para sentarse. Nos sentamos. Vi una pequeña grieta en la pared de la tumba con hormiguitas rojas entrando y saliendo. Observé a las hormigas durante un rato, luego puse mi brazo alrededor de Dee Dee y la besé, un beso largo largo y bueno. íbamos a ser buenos amigos.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
sábado, 21 de agosto de 2010
" LA VIDA FELIZ DE LOS CANSADOS " de CHARLES BUKOWSKI
Esmeradamente sintonizado con
La canción de un pez
Estaba en la cocina
A medio camino de la locura
Soñando con la España
De Hemingway.
Hace bochorno, como se suele decir,
No puedo respirar;
Cagué y
leí las páginas de deportes,
abrí el congelador
Ví un pedazo de carne
Morada
Y la volví a dejar
Ahí.
El lugar en el que encontrar el centro
Es en el límite
Ese repiqueteo en el cielo
No es más que una cañería
Que vibra.
Cosas terribles avanzan por las
Paredes; flores de cáncer crecen
En el porche; a mi gato blanco
Le arrancaron un ojo
Y sólo quedan 7 días
De carreras de la temporada veraniega.
La bailarina nunca llegó del
Club Normandy
Y Jimmy no trajo a la
Furcia,
Pero hay una postal desde
Arkansas
Y un impreso retornable de food King:
10 días gratis en Hawai,
Todo lo que hay que hacer
Es rellenarlo
Pero no quiero ir a
Hawai
Quiero la furcia con ojos de pelicano
Ombligo de bronce
Y corazón de marfil.
Saco el pedazo de carne
Morada,
Lo echo a la
Sartén.
Entonces suena el teléfono.
Caigo sobre una rodilla
Y ruedo bajo
La mesa. Ahí me quedo
Hasta que deja de sonar.
Después me levanto y
Pongo
La radio.
No me extraña que Hemingway fuera
Un borracho, ¡maldita España!
Yo tampoco puedo
Soportarla.
Hace un bochorno
Tan grande.
La canción de un pez
Estaba en la cocina
A medio camino de la locura
Soñando con la España
De Hemingway.
Hace bochorno, como se suele decir,
No puedo respirar;
Cagué y
leí las páginas de deportes,
abrí el congelador
Ví un pedazo de carne
Morada
Y la volví a dejar
Ahí.
El lugar en el que encontrar el centro
Es en el límite
Ese repiqueteo en el cielo
No es más que una cañería
Que vibra.
Cosas terribles avanzan por las
Paredes; flores de cáncer crecen
En el porche; a mi gato blanco
Le arrancaron un ojo
Y sólo quedan 7 días
De carreras de la temporada veraniega.
La bailarina nunca llegó del
Club Normandy
Y Jimmy no trajo a la
Furcia,
Pero hay una postal desde
Arkansas
Y un impreso retornable de food King:
10 días gratis en Hawai,
Todo lo que hay que hacer
Es rellenarlo
Pero no quiero ir a
Hawai
Quiero la furcia con ojos de pelicano
Ombligo de bronce
Y corazón de marfil.
Saco el pedazo de carne
Morada,
Lo echo a la
Sartén.
Entonces suena el teléfono.
Caigo sobre una rodilla
Y ruedo bajo
La mesa. Ahí me quedo
Hasta que deja de sonar.
Después me levanto y
Pongo
La radio.
No me extraña que Hemingway fuera
Un borracho, ¡maldita España!
Yo tampoco puedo
Soportarla.
Hace un bochorno
Tan grande.
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POEMAS BUKOWSKI
viernes, 20 de agosto de 2010
" La vida en correos " de Charles Bukowski
Me acurruco delante de un laberinto
de cajitas de madera
introduciendo tarjetas y cartas
dirigidas a vidas
inexistentes
mientras la ciudad entera festeja
y folla en la calle y canta
con los pájaros.
estoy bajo una lamparita eléctrica
y envío mensajes a un tal García muerto,
y soy lo bastante mayor para morir
(siempre he sido lo bastante mayor para morir)
mientras estoy plantado ante este laberinto de madera
y sacio su sorda sed;
esto es mi trabajo, mi alquiler, mi puta, mis zapatos,
la sanguijuela que me chupa el color de los ojos;
amo, maldito seas, me has encontrado,
con la boca fruncida
las manos arrugadas contra
el pecho sin sol moteado de rojo;
la calle es tan dura, al menos
concédeme el descanso por el que he pagado una vida,
y cuando llegue el Halcón
saldré a su encuentro,
nos abrazamos donde el papel de la pared está rasgado
de cuando entró la lluvia.
ahora estoy ante madera y números,
estoy ante un camposanto de ojos y bocas
de cabezas ahuecadas para las sombras,
y las sombras entran
cual ratones y me miran.
introduzco postales y cartas con números secretos mientras
agentes cortan cables y comprueban mi ritmo cardiaco,
escuchan en busca de cordura
o alegría o amor, y no encuentran nada,
satisfechos, se marchan;
adentro, adentro, adentro, estoy ante el laberinto de madera
y el alma se me desvanece
y más allá del laberinto hay una ventana
con sonidos, hierba, paseos, torres, perros,
pero aquí estoy y aquí me quedo,
enviando tarjetas con mi propia esquela impresa;
y estoy harto de afecto: vete de aquí, todo,
y envía fuego.
de cajitas de madera
introduciendo tarjetas y cartas
dirigidas a vidas
inexistentes
mientras la ciudad entera festeja
y folla en la calle y canta
con los pájaros.
estoy bajo una lamparita eléctrica
y envío mensajes a un tal García muerto,
y soy lo bastante mayor para morir
(siempre he sido lo bastante mayor para morir)
mientras estoy plantado ante este laberinto de madera
y sacio su sorda sed;
esto es mi trabajo, mi alquiler, mi puta, mis zapatos,
la sanguijuela que me chupa el color de los ojos;
amo, maldito seas, me has encontrado,
con la boca fruncida
las manos arrugadas contra
el pecho sin sol moteado de rojo;
la calle es tan dura, al menos
concédeme el descanso por el que he pagado una vida,
y cuando llegue el Halcón
saldré a su encuentro,
nos abrazamos donde el papel de la pared está rasgado
de cuando entró la lluvia.
ahora estoy ante madera y números,
estoy ante un camposanto de ojos y bocas
de cabezas ahuecadas para las sombras,
y las sombras entran
cual ratones y me miran.
introduzco postales y cartas con números secretos mientras
agentes cortan cables y comprueban mi ritmo cardiaco,
escuchan en busca de cordura
o alegría o amor, y no encuentran nada,
satisfechos, se marchan;
adentro, adentro, adentro, estoy ante el laberinto de madera
y el alma se me desvanece
y más allá del laberinto hay una ventana
con sonidos, hierba, paseos, torres, perros,
pero aquí estoy y aquí me quedo,
enviando tarjetas con mi propia esquela impresa;
y estoy harto de afecto: vete de aquí, todo,
y envía fuego.
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POEMAS BUKOWSKI
jueves, 19 de agosto de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 17
Dee Dee tenía una casa en Hollywood Hills. La compartía con una amiga, también ejecutiva, Blanca. Blanca se había quedado con el piso de arriba y Dee Dee con el de abajo. Llamé al timbre. Eran las 8:30 de la tarde cuando Dee Dee abrió la puerta. Dee Dee tenía unos cuarenta años, el pelo negro y corto, era judía, hipster, freaky. Tenía estilo neoyorkino, conocía todos los nombres: los editores adecuados, los mejores poetas, los dibujantes de más talento, los buenos revolucionarios, a cualquiera, a todo el mundo. Fumaba hierba continuamente y seguía actuando como si fueran los primeros años sesenta y el tiempo del Amor, cuando ella había sido medianamente famosa y mucho más hermosa.
Largas series de malos asuntos amorosos habían acabado acribillándola. Ahora yo estaba ante su puerta. En su cuerpo aún quedaba tela que cortar. Era menuda pero esbelta, y más de una joven hubiera deseado tener su figura.
La seguí adentro.
—¿Así que te dejó Lydia? —me preguntó.
—Creo que se fue a Utah. Las fiestas del 4 de Julio en Muleshead serán dentro de
poco. Nunca se las pierde.
Me senté en la mesa de la cocina mientras Dee Dee descorchaba una botella de
vino tinto.
—¿La echas de menos?
—Cristo, sí. Me entran ganas de llorar. Se me encogen las tripas. Puede que no
consiga superarlo.
—Lo superarás. Te ayudaremos a pasar de Lydia. Te sacaremos del charco.
—¿Sabes cómo me siento?
—A todos nos ha ocurrido unas cuantas veces.
—Esa perra jamás se ha preocupado en experimentarlo.
—No, a ella también le pasa. Le está pasando ahora.
Decidí que era mejor estar ahí con Dee Dee en su magnífica casa de Hollywood
Hills que estar sentado solo en mi apartamento bebiendo.
—Debe ser que no soy bueno con las mujeres.
—Eres lo bastante bueno con las mujeres —dijo Dee Dee—. Y eres un escritor
excepcional.
—Preferiría ser bueno con las mujeres.
Dee Dee estaba encendiendo un cigarrillo. Aguardé a que acabara, entonces me
acerqué a ella sobre la mesa y la besé.
—Me haces sentir bien. Lydia estaba siempre al ataque.
—Eso no significa lo que a ti te parece.
—Pero puede llegar a ser desagradable.
—Ya lo creo.
—¿Todavía no has encontrado novio?
—Todavía no.
—Me gusta este sitio, pero, ¿cómo consigues tenerlo tan limpio y cuidado?
—Tenemos una asistenta.
—¿Ah sí?
—Te gustará. Es una negra enorme, acaba su trabajo lo más deprisa que puede cuando yo me voy. Entonces se tumba en la cama a ver la televisión y comer galletitas. Todas las noches encuentro migajas de galletas en mi cama. Mañana le diré que te prepare el desayuno después de que yo me vaya.
—Bueno.
—No, espera. Mañana es domingo. Yo no trabajo los domingos. Saldremos a
comer fuera. Conozco un sitio. Te gustará.
—Está bien.
—Sabes, creo que siempre he estado enamorada de ti.
—¿Qué?
—Durante años. Sabes, cuando solía ir a visitarte, primero con Bernie y luego con Jack, te deseaba. Pero tú nunca te fijabas en mí. Estabas siempre chupando algún bote de cerveza o estabas obsesionado con algo.
—Majareta, supongo, cercano a la locura. La denuncia de la oficina de Correos.
Siento no haberme fijado en ti.
—Te puedes fijar en mí ahora.
Dee Dee llenó otro vaso de vino. Buen vino. Ella me gustaba. Era bueno tener un sitio donde ir cuando las cosas iban mal. Recordé los viejos tiempos en que cuando las cosas iban mal no había ningún sitio donde ir. Tal vez aquello había sido bueno para mí. Entonces. Pero ahora no estaba interesado en lo que pudiera ser bueno para mí. Me interesaba sentirme bien y saber cómo parar de sentirme mal cuando las cosas anduvieran jodidas. Cómo volver a sentirme bien otra vez.
—No quiero joderte, Dee Dee —dije yo—, a veces me porto mal con las mujeres.
—Te he dicho que te quiero.
—No lo hagas. No me quieras.
—De acuerdo —dijo ella—, no te quiero,ca si te quiero. ¿Está bien así?
—Es bastante mejor que lo otro.
Acabamos nuestro vino y nos fuimos a la cama.
Largas series de malos asuntos amorosos habían acabado acribillándola. Ahora yo estaba ante su puerta. En su cuerpo aún quedaba tela que cortar. Era menuda pero esbelta, y más de una joven hubiera deseado tener su figura.
La seguí adentro.
—¿Así que te dejó Lydia? —me preguntó.
—Creo que se fue a Utah. Las fiestas del 4 de Julio en Muleshead serán dentro de
poco. Nunca se las pierde.
Me senté en la mesa de la cocina mientras Dee Dee descorchaba una botella de
vino tinto.
—¿La echas de menos?
—Cristo, sí. Me entran ganas de llorar. Se me encogen las tripas. Puede que no
consiga superarlo.
—Lo superarás. Te ayudaremos a pasar de Lydia. Te sacaremos del charco.
—¿Sabes cómo me siento?
—A todos nos ha ocurrido unas cuantas veces.
—Esa perra jamás se ha preocupado en experimentarlo.
—No, a ella también le pasa. Le está pasando ahora.
Decidí que era mejor estar ahí con Dee Dee en su magnífica casa de Hollywood
Hills que estar sentado solo en mi apartamento bebiendo.
—Debe ser que no soy bueno con las mujeres.
—Eres lo bastante bueno con las mujeres —dijo Dee Dee—. Y eres un escritor
excepcional.
—Preferiría ser bueno con las mujeres.
Dee Dee estaba encendiendo un cigarrillo. Aguardé a que acabara, entonces me
acerqué a ella sobre la mesa y la besé.
—Me haces sentir bien. Lydia estaba siempre al ataque.
—Eso no significa lo que a ti te parece.
—Pero puede llegar a ser desagradable.
—Ya lo creo.
—¿Todavía no has encontrado novio?
—Todavía no.
—Me gusta este sitio, pero, ¿cómo consigues tenerlo tan limpio y cuidado?
—Tenemos una asistenta.
—¿Ah sí?
—Te gustará. Es una negra enorme, acaba su trabajo lo más deprisa que puede cuando yo me voy. Entonces se tumba en la cama a ver la televisión y comer galletitas. Todas las noches encuentro migajas de galletas en mi cama. Mañana le diré que te prepare el desayuno después de que yo me vaya.
—Bueno.
—No, espera. Mañana es domingo. Yo no trabajo los domingos. Saldremos a
comer fuera. Conozco un sitio. Te gustará.
—Está bien.
—Sabes, creo que siempre he estado enamorada de ti.
—¿Qué?
—Durante años. Sabes, cuando solía ir a visitarte, primero con Bernie y luego con Jack, te deseaba. Pero tú nunca te fijabas en mí. Estabas siempre chupando algún bote de cerveza o estabas obsesionado con algo.
—Majareta, supongo, cercano a la locura. La denuncia de la oficina de Correos.
Siento no haberme fijado en ti.
—Te puedes fijar en mí ahora.
Dee Dee llenó otro vaso de vino. Buen vino. Ella me gustaba. Era bueno tener un sitio donde ir cuando las cosas iban mal. Recordé los viejos tiempos en que cuando las cosas iban mal no había ningún sitio donde ir. Tal vez aquello había sido bueno para mí. Entonces. Pero ahora no estaba interesado en lo que pudiera ser bueno para mí. Me interesaba sentirme bien y saber cómo parar de sentirme mal cuando las cosas anduvieran jodidas. Cómo volver a sentirme bien otra vez.
—No quiero joderte, Dee Dee —dije yo—, a veces me porto mal con las mujeres.
—Te he dicho que te quiero.
—No lo hagas. No me quieras.
—De acuerdo —dijo ella—, no te quiero,ca si te quiero. ¿Está bien así?
—Es bastante mejor que lo otro.
Acabamos nuestro vino y nos fuimos a la cama.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
miércoles, 18 de agosto de 2010
" FELIZ CUMPLEAÑOS " de CHARLES BUKOWSKI
Cuando Wagner era un
viejo
se dio una fiesta de cumpleaños
en su
honor
y se tocaron
un par de
incidentales composiciones
juveniles.
después
preguntó:
"¿quién escribió éstas?"
"tú", le dijeron.
"ah", respondió
"es como siempre había
sospechado: la muerte
entonces
tiene algo de
virtud"
viejo
se dio una fiesta de cumpleaños
en su
honor
y se tocaron
un par de
incidentales composiciones
juveniles.
después
preguntó:
"¿quién escribió éstas?"
"tú", le dijeron.
"ah", respondió
"es como siempre había
sospechado: la muerte
entonces
tiene algo de
virtud"
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POEMAS BUKOWSKI
martes, 17 de agosto de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 16
El ex luchador japonés jubilado vendió la casa de Lydia. Tuvo que mudarse. Eran Lydia, Tonto, Lisa y el perro, Bugbutt. En Los Ángeles la mayoría de los caseros cuelgan fuera el mismo cartel: SOLO ADULTOS. Con dos niños y un perro la cosa estaba realmente jodida. Sólo la buena pinta de Lydia podía ayudarla. Se necesitaba un casero del género macho caliente.
Los llevé por toda la ciudad. Fue inútil. Yo me quedaba fuera junto al coche bien a la vista. Ni así funcionaba. Mientras íbamos conduciendo Lydia se asomaba por la ventanilla gritando:
—¿Es quena di e en esta ciudad puede alquilarle un apartamento a una mujer con
dos niños y un perro?
Inesperadamente había un apartamento vacante en mi edificio. Vi a la gente irse de
allí y me fui rápidamente a hablar con la señora O'Keefe.
—Oiga —le dije—, mi novia necesita un sitio para vivir. Tiene dos niños y un
perro pero todos se portan bien. ¿Les dejaría mudarse aquí?
—He visto a esa mujer —dijo la señora O'Keefe—. ¿No se ha fijado en sus ojos?
Está loca.
—Ya sé que está loca. Pero yo respondo de ella. Tiene algunas buenas cualidades,
de verdad.
—¡Es demasiado joven para usted! ¿Qué va a hacer usted con una chica joven
como ella?
Me reí.
El señor O'Keefe salió y se quedó detrás de su esposa. Me miró desde la puerta de
persiana.
—Está encoñado, eso es todo. Es muy simple, está encoñado.
—Bueno, ¿y qué? —dije yo.
—De acuerdo —dijo la señora O'Keefe—. Tráigala aquí...
Así que Lydia alquiló el apartamento y se mudó. Eran más que nada ropas, todas
las cabezas que había esculpido y una gran lavadora.
—No me gusta la señora O'Keefe —me dijo—. Su marido parece buena persona
pero ella no me gusta.
—Es una buena señora tipo católica, y tú necesitas un sitio donde vivir.
—No quiero que bebas con esa gente. Van a destruirte.
—Sólo pago 85 pavos de alquiler. Ellos me tratan como a un hijo. Tengo que
tomarme una cerveza con ellos de vez en cuando.
—¡Como un hijo,m i erd a! Eres casi tan viejo como ellos.
Pasaron unas tres semanas. Era un sábado por la mañana. No había dormido aquella noche con Lydia. Me bañé y tomé una cerveza, me vestí. No me gustaban los fines de semana. Todo el mundo salía a la calle. Todo el mundo estaba jugando al ping-pong o
segando el césped o encerando el coche o yendo al supermercado o a la playa o al parque. Multitudes en todas partes. El lunes era mi día favorito. Todo el mundo estaba de vuelta al trabajo y fuera de vista. Decidí ir al hipódromo a pesar de la muchedumbre. Eso me ayudaría a matar el sábado. Me comí un huevo duro, tomé otra cerveza, salí al porche y cerré la puerta. Lydia estaba fuera jugando con Bugbutt, el perro.
—Hola —me dijo.
—Hola —dije yo—, me voy a las carreras.
Lydia se vino hacia mí.
—Oye, ya sabes lo que te pasa con el hipódromo.
Se refería a que siempre me quedaba demasiado cansado para hacer el amor
después de ir a las carreras.
—Anoche estabas borracho —continuó—, fue horrible. Asustaste a Lisa. Tuve que
sacarte fuera.
—Me voy a las carreras.
—Muy bien, hala, vete a las carreras. Pero si te vas no esperes encontrarme aquí
cuando vuelvas.
Subí a mi coche, que estaba aparcado junto al jardín. Bajé los cristales de las ventanillas y lo puse en marcha. Lydia estaba parada de pie en la acera. Le dije adiós con la mano y salí a la calle. Era un agradable día veraniego. Bajé hacia Hollywood Park. Tenía un nuevo sistema. Cada nuevo sistema me acercaba más y más a la fortuna definitiva. Era sólo cuestión de tiempo.
Perdí 40 dólares y volví a casa. Aparqué mi coche junto al césped y salí. Cuando
me dirigía hacia el porche me salió por el camino la señora O'Keefe.
—¡Se ha ido!
—¿Qué?
—Su chica. Se ha mudado.
No contesté.
—Alquiló un camión de mudanzas y metió todo allí. Estaba como loca. ¿Sabe esa
enorme lavadora?
—Sí.
—Bueno, es una cosa pesada. Yo no podría levantarla. Ella no dejó que el chico la
ayudara. Levantó ella sola la cosa y la metió en el camión. Entonces sacó a los niños y el
perro y se fueron. Se dejó el alquiler de una semana.
—Muy bien, señora O'Keefe. Gracias.
—¿Vendrá a beber con nosotros esta noche?
—No sé.
—A ver si puede.
Abrí la puerta y entré. Le había dejado un acondicionador de aire. El aparato estaba sobre una silla en la entrada. Había una nota y un par de pantys azules. La nota estaba garrapateada salvajemente:
«Bastardo, aquí está tu aire acondicionado. Me voy. Me voy para siempre ¡hijo de
puta! Cuando te sientas solo puedes usar estos pantys para meneártela. Lydia.»
Fui a la nevera y cogí una cerveza. La bebí y luego me acerqué al aparato de aire
acondicionado. Cogí los pantys y me quedé allí preguntándome si funcionaría la cosa.
Entonces dije «¡Mierda!» y los arrojé al suelo.
Me acerqué al teléfono y marqué el número de Dee Dee Bronson. Estaba en casa.
—¿Hola? —dijo.
—Dee Dee —dije yo—, soy Hank...
Los llevé por toda la ciudad. Fue inútil. Yo me quedaba fuera junto al coche bien a la vista. Ni así funcionaba. Mientras íbamos conduciendo Lydia se asomaba por la ventanilla gritando:
—¿Es quena di e en esta ciudad puede alquilarle un apartamento a una mujer con
dos niños y un perro?
Inesperadamente había un apartamento vacante en mi edificio. Vi a la gente irse de
allí y me fui rápidamente a hablar con la señora O'Keefe.
—Oiga —le dije—, mi novia necesita un sitio para vivir. Tiene dos niños y un
perro pero todos se portan bien. ¿Les dejaría mudarse aquí?
—He visto a esa mujer —dijo la señora O'Keefe—. ¿No se ha fijado en sus ojos?
Está loca.
—Ya sé que está loca. Pero yo respondo de ella. Tiene algunas buenas cualidades,
de verdad.
—¡Es demasiado joven para usted! ¿Qué va a hacer usted con una chica joven
como ella?
Me reí.
El señor O'Keefe salió y se quedó detrás de su esposa. Me miró desde la puerta de
persiana.
—Está encoñado, eso es todo. Es muy simple, está encoñado.
—Bueno, ¿y qué? —dije yo.
—De acuerdo —dijo la señora O'Keefe—. Tráigala aquí...
Así que Lydia alquiló el apartamento y se mudó. Eran más que nada ropas, todas
las cabezas que había esculpido y una gran lavadora.
—No me gusta la señora O'Keefe —me dijo—. Su marido parece buena persona
pero ella no me gusta.
—Es una buena señora tipo católica, y tú necesitas un sitio donde vivir.
—No quiero que bebas con esa gente. Van a destruirte.
—Sólo pago 85 pavos de alquiler. Ellos me tratan como a un hijo. Tengo que
tomarme una cerveza con ellos de vez en cuando.
—¡Como un hijo,m i erd a! Eres casi tan viejo como ellos.
Pasaron unas tres semanas. Era un sábado por la mañana. No había dormido aquella noche con Lydia. Me bañé y tomé una cerveza, me vestí. No me gustaban los fines de semana. Todo el mundo salía a la calle. Todo el mundo estaba jugando al ping-pong o
segando el césped o encerando el coche o yendo al supermercado o a la playa o al parque. Multitudes en todas partes. El lunes era mi día favorito. Todo el mundo estaba de vuelta al trabajo y fuera de vista. Decidí ir al hipódromo a pesar de la muchedumbre. Eso me ayudaría a matar el sábado. Me comí un huevo duro, tomé otra cerveza, salí al porche y cerré la puerta. Lydia estaba fuera jugando con Bugbutt, el perro.
—Hola —me dijo.
—Hola —dije yo—, me voy a las carreras.
Lydia se vino hacia mí.
—Oye, ya sabes lo que te pasa con el hipódromo.
Se refería a que siempre me quedaba demasiado cansado para hacer el amor
después de ir a las carreras.
—Anoche estabas borracho —continuó—, fue horrible. Asustaste a Lisa. Tuve que
sacarte fuera.
—Me voy a las carreras.
—Muy bien, hala, vete a las carreras. Pero si te vas no esperes encontrarme aquí
cuando vuelvas.
Subí a mi coche, que estaba aparcado junto al jardín. Bajé los cristales de las ventanillas y lo puse en marcha. Lydia estaba parada de pie en la acera. Le dije adiós con la mano y salí a la calle. Era un agradable día veraniego. Bajé hacia Hollywood Park. Tenía un nuevo sistema. Cada nuevo sistema me acercaba más y más a la fortuna definitiva. Era sólo cuestión de tiempo.
Perdí 40 dólares y volví a casa. Aparqué mi coche junto al césped y salí. Cuando
me dirigía hacia el porche me salió por el camino la señora O'Keefe.
—¡Se ha ido!
—¿Qué?
—Su chica. Se ha mudado.
No contesté.
—Alquiló un camión de mudanzas y metió todo allí. Estaba como loca. ¿Sabe esa
enorme lavadora?
—Sí.
—Bueno, es una cosa pesada. Yo no podría levantarla. Ella no dejó que el chico la
ayudara. Levantó ella sola la cosa y la metió en el camión. Entonces sacó a los niños y el
perro y se fueron. Se dejó el alquiler de una semana.
—Muy bien, señora O'Keefe. Gracias.
—¿Vendrá a beber con nosotros esta noche?
—No sé.
—A ver si puede.
Abrí la puerta y entré. Le había dejado un acondicionador de aire. El aparato estaba sobre una silla en la entrada. Había una nota y un par de pantys azules. La nota estaba garrapateada salvajemente:
«Bastardo, aquí está tu aire acondicionado. Me voy. Me voy para siempre ¡hijo de
puta! Cuando te sientas solo puedes usar estos pantys para meneártela. Lydia.»
Fui a la nevera y cogí una cerveza. La bebí y luego me acerqué al aparato de aire
acondicionado. Cogí los pantys y me quedé allí preguntándome si funcionaría la cosa.
Entonces dije «¡Mierda!» y los arrojé al suelo.
Me acerqué al teléfono y marqué el número de Dee Dee Bronson. Estaba en casa.
—¿Hola? —dijo.
—Dee Dee —dije yo—, soy Hank...
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
lunes, 16 de agosto de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 15
Lydia me llamó por la mañana.
—Mientras te emborrachas —dijo—, yo salgo a bailar. Fui anoche al Red Umbrella
y saqué a los hombres a bailar conmigo. Una mujer tiene derecho a hacer eso.
—Eres una zorra.
—¿Sí? Bueno, si hay algo peor que una zorra es un zopenco coñazo.
—Si hay algo peor que un coñazo es una zorra coñazo.
—Si no quieres mi coño —dijo ella—, se lo daré a algún otro.
—Eso es cosa tuya.
—Cuando acabé de bailar, fui a ver a Marvin. Quería saber la dirección de su novia
para ir a visitarla. Francine. Tú mismo fuiste una noche a visitarla.
—Mira, nunca he jodido con ella. Simplemente estaba demasiado borracho para conducir hasta mi casa después de una fiesta. Ni siquiera nos besamos. Me dejó dormir en su sofá y a la mañana siguiente me fui a casa.
—De cualquier manera, cuando llegué al chalet de Marvin decidí no preguntar la
dirección de Francine.
Los padres de Marvin tenían dinero. Tenía una casa junto a la playa. Escribía
poesía, mejor que la mayoría. Me gustaba Marvin.
—Bueno, espero que te lo pasaras bien —dije, y colgué.
Apenas había dejado el teléfono cuando volvió a sonar otra vez. Era Marvin.
—Eh, ¿qué no sabes quién vino ayer a las tantas de la noche? Lydia. Llamó por la
ventana y la dejé pasar. Consiguió ponérmela dura.
—Está bien, Marvin. Lo comprendo. No te culpo.
—¿No estás cabreado?
—No contigo.
—Vale entonces...
Cogí la cabeza esculpida y la metí en mi coche. Conduje hasta la casa de Lydia y
dejé el busto en el quicio de su puerta. No llamé al timbre. Comencé a alejarme. Lydia salió.
—¿Por qué eres tan gilipollas? —me dijo.
Me volví.
—No eres selectiva. Te da lo mismo un hombre que otro. No tengo por qué estar
comiéndome tu mierda.
—¡Yo tampoco tengo por qué comerme tu mierda! —gritó ella y cerró de un
portazo.
Fui hasta mi coche, me metí y lo puse en marcha. Puse la primera. No se movió. Probé con la segunda. Nada. Luego volví a la primera. Me aseguré de que el freno estaba quitado. No se movía. Probé marcha atrás. El coche retrocedió. Frené y puse otra vez la primera. El coche no se movía. Todavía seguía furioso con Lydia. Pensé, bueno, me iré hasta casa marcha atrás. Entonces pensé en los policías parándome y preguntándome qué cojones estaba haciendo. Verán, oficiales, tuve una pelea con mi chica y ésta era la única manera de volver a casa.
El cabreo con Lydia se me acabó pasando. Salí y me dirigí hacia su puerta. Había
metido dentro mi cabeza. Llamé.
Lydia abrió la puerta.
—¿Oye —le dije—, es que eres una bruja?
—No. Soy una puta ¿recuerdas?
—Tienes que llevarme a casa. Mi coche sólo funciona hacia atrás. El maldito
cacharro se ha vuelto loco.
—¿Hablas en serio?
—Ven, te lo enseñaré.
Lydia me siguió hasta el coche.
—Las marchas funcionan bien. Pero de repente se ha puesto a funcionar sólo
marcha atrás. Por un momento pensé en irme a casa de culo.
Entré.
—Ahora observa.
Lo puse en marcha y metí la primera, solté el embrague. Saltó hacia delante. Metí la segunda. Entró y fue más deprisa. Metí la tercera. Marchó con brío. Di una vuelta en redondo y aparqué al otro lado de la calle. Lydia se acercó.
—Mira —le dije—, tienes que creerme. Hace un momento el coche sólo marchaba
hacia atrás. Ahora va bien. Por favor tienes que creerlo.
—Te creo —dijo ella—, fue obra de Dios. Yo creo en ese tipo de cosas.
—Debe tener algún significado.
—Lo tiene.
Salí del coche. Entramos en su casa.
—Quítate la camisa y los zapatos —dijo ella— y échate en la cama. Primero te voy
a reventar las espinillas.
—Mientras te emborrachas —dijo—, yo salgo a bailar. Fui anoche al Red Umbrella
y saqué a los hombres a bailar conmigo. Una mujer tiene derecho a hacer eso.
—Eres una zorra.
—¿Sí? Bueno, si hay algo peor que una zorra es un zopenco coñazo.
—Si hay algo peor que un coñazo es una zorra coñazo.
—Si no quieres mi coño —dijo ella—, se lo daré a algún otro.
—Eso es cosa tuya.
—Cuando acabé de bailar, fui a ver a Marvin. Quería saber la dirección de su novia
para ir a visitarla. Francine. Tú mismo fuiste una noche a visitarla.
—Mira, nunca he jodido con ella. Simplemente estaba demasiado borracho para conducir hasta mi casa después de una fiesta. Ni siquiera nos besamos. Me dejó dormir en su sofá y a la mañana siguiente me fui a casa.
—De cualquier manera, cuando llegué al chalet de Marvin decidí no preguntar la
dirección de Francine.
Los padres de Marvin tenían dinero. Tenía una casa junto a la playa. Escribía
poesía, mejor que la mayoría. Me gustaba Marvin.
—Bueno, espero que te lo pasaras bien —dije, y colgué.
Apenas había dejado el teléfono cuando volvió a sonar otra vez. Era Marvin.
—Eh, ¿qué no sabes quién vino ayer a las tantas de la noche? Lydia. Llamó por la
ventana y la dejé pasar. Consiguió ponérmela dura.
—Está bien, Marvin. Lo comprendo. No te culpo.
—¿No estás cabreado?
—No contigo.
—Vale entonces...
Cogí la cabeza esculpida y la metí en mi coche. Conduje hasta la casa de Lydia y
dejé el busto en el quicio de su puerta. No llamé al timbre. Comencé a alejarme. Lydia salió.
—¿Por qué eres tan gilipollas? —me dijo.
Me volví.
—No eres selectiva. Te da lo mismo un hombre que otro. No tengo por qué estar
comiéndome tu mierda.
—¡Yo tampoco tengo por qué comerme tu mierda! —gritó ella y cerró de un
portazo.
Fui hasta mi coche, me metí y lo puse en marcha. Puse la primera. No se movió. Probé con la segunda. Nada. Luego volví a la primera. Me aseguré de que el freno estaba quitado. No se movía. Probé marcha atrás. El coche retrocedió. Frené y puse otra vez la primera. El coche no se movía. Todavía seguía furioso con Lydia. Pensé, bueno, me iré hasta casa marcha atrás. Entonces pensé en los policías parándome y preguntándome qué cojones estaba haciendo. Verán, oficiales, tuve una pelea con mi chica y ésta era la única manera de volver a casa.
El cabreo con Lydia se me acabó pasando. Salí y me dirigí hacia su puerta. Había
metido dentro mi cabeza. Llamé.
Lydia abrió la puerta.
—¿Oye —le dije—, es que eres una bruja?
—No. Soy una puta ¿recuerdas?
—Tienes que llevarme a casa. Mi coche sólo funciona hacia atrás. El maldito
cacharro se ha vuelto loco.
—¿Hablas en serio?
—Ven, te lo enseñaré.
Lydia me siguió hasta el coche.
—Las marchas funcionan bien. Pero de repente se ha puesto a funcionar sólo
marcha atrás. Por un momento pensé en irme a casa de culo.
Entré.
—Ahora observa.
Lo puse en marcha y metí la primera, solté el embrague. Saltó hacia delante. Metí la segunda. Entró y fue más deprisa. Metí la tercera. Marchó con brío. Di una vuelta en redondo y aparqué al otro lado de la calle. Lydia se acercó.
—Mira —le dije—, tienes que creerme. Hace un momento el coche sólo marchaba
hacia atrás. Ahora va bien. Por favor tienes que creerlo.
—Te creo —dijo ella—, fue obra de Dios. Yo creo en ese tipo de cosas.
—Debe tener algún significado.
—Lo tiene.
Salí del coche. Entramos en su casa.
—Quítate la camisa y los zapatos —dijo ella— y échate en la cama. Primero te voy
a reventar las espinillas.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
domingo, 15 de agosto de 2010
FOTOGRAFÍA CHARLES BUKOWSKI (15)
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ARCHIVO FOTOGRÁFICO BUKOWSKI
sábado, 14 de agosto de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 14
Tuvimos otra disputa. Más tarde yo estaba en mi casa, pero no me sentía con ánimos de quedarme allí solo bebiendo. Había empezado la temporada de carreras nocturnas. Cogí una botella y me fui al hipódromo. Llegué pronto e hice juntas todas las apuestas. Para cuando finalizó la primera carrera, la mitad de la botella había desaparecido sorprendentemente.
Gané tres de las cuatro primeras carreras. Luego gané una apuesta exacta y me saqué limpios 200 dólares para el final de la quinta carrera. Me fui al bar y contemplé el totalizador. Aquella noche me habían dado buenos dividendos. Lydia se hubiera cagado en toda mi familia si me hubiera podido ver manejando toda aquella pasta. Odiaba que yo ganara en las carreras, sobre todo, cuando ella iba perdiendo.
Seguí bebiendo y apostando. Al acabar la novena carrera llevaba ganados 950 dólares y estaba completamente ebrio. Me metí la cartera en uno de mis bolsillos y caminé lentamente hacia mi coche.
Me senté dentro y contemplé a los perdedores abandonando el aparcamiento. Seguí allí sentado hasta que todos los coches se fueron, entonces puse en marcha el motor. Justo a la salida del hipódromo había un supermercado. Vi una cabina telefónica con luz en un extremo del aparcamiento, entré allí, paré y salí. Me acerqué hasta el teléfono y marqué el número de Lydia.
—Escucha —dije—, escucha, perra. Fui a las carreras nocturnas y gané 950 pavos. ¡Soy un ganador! ¡Siempre seré un ganador! ¡Tú no me mereces, zorra! ¡Has estado jugando conmigo! ¡Bueno, se acabó! ¡Fuera! ¡No te necesito a ti ni a tus malditos juegos! ¡Eso es! ¿Entiendes? ¿Captas el mensaje? ¿O tienes la cabeza más amazacotada que los tobillos?
—Hank...
—¿Sí?
—No soy Lydia. Soy Bonnie. Estoy cuidando a los niños. Ella salió esta noche.
Colgué y volví a mi coche.
Gané tres de las cuatro primeras carreras. Luego gané una apuesta exacta y me saqué limpios 200 dólares para el final de la quinta carrera. Me fui al bar y contemplé el totalizador. Aquella noche me habían dado buenos dividendos. Lydia se hubiera cagado en toda mi familia si me hubiera podido ver manejando toda aquella pasta. Odiaba que yo ganara en las carreras, sobre todo, cuando ella iba perdiendo.
Seguí bebiendo y apostando. Al acabar la novena carrera llevaba ganados 950 dólares y estaba completamente ebrio. Me metí la cartera en uno de mis bolsillos y caminé lentamente hacia mi coche.
Me senté dentro y contemplé a los perdedores abandonando el aparcamiento. Seguí allí sentado hasta que todos los coches se fueron, entonces puse en marcha el motor. Justo a la salida del hipódromo había un supermercado. Vi una cabina telefónica con luz en un extremo del aparcamiento, entré allí, paré y salí. Me acerqué hasta el teléfono y marqué el número de Lydia.
—Escucha —dije—, escucha, perra. Fui a las carreras nocturnas y gané 950 pavos. ¡Soy un ganador! ¡Siempre seré un ganador! ¡Tú no me mereces, zorra! ¡Has estado jugando conmigo! ¡Bueno, se acabó! ¡Fuera! ¡No te necesito a ti ni a tus malditos juegos! ¡Eso es! ¿Entiendes? ¿Captas el mensaje? ¿O tienes la cabeza más amazacotada que los tobillos?
—Hank...
—¿Sí?
—No soy Lydia. Soy Bonnie. Estoy cuidando a los niños. Ella salió esta noche.
Colgué y volví a mi coche.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
viernes, 13 de agosto de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 13
Una semana más tarde iba conduciendo por Hollywood Boulevard con Lydia. Un semanario frívolo que por entonces se editaba en California me había pedido que escribiera un artículo sobre la vida del escritor en Los Ángeles. Lo había escrito e iba camino de la editorial a entregarlo. Aparcamos en el estacionamiento de Mosle Square. Mosle Square era una sección de bungalows caros utilizados como oficinas por las casas de discos, agentes, promotores y todas esas cosas. Los alquileres eran muy elevados.
Entramos en uno de esos bungalows. Había una guapa muchacha detrás de un
escritorio, educada y fría.
—Soy Chinaski —dije— y aquí está mi artículo.
Lo dejé caer en el escritorio.
—¡Oh, señor Chinaski, siempre he admirado mucho su obra!
—¿Tienen algo de beber por aquí?
—Espere un momento...
Subió por una escalera tapizada y volvió a bajar con una botella de vino caro. Lo abrió y sacó unas copas de un bar escondido. Cómo me gustaría irme a la cama con ella, pensé. Pero no había manera. Sin embargo, alguien se iba a la cama con ella regularmente.
Nos sentamos y bebimos el vino.
—Le daremos muy pronto noticias sobre su artículo. Estoy segura de que lo
aceptarán... Pero no es usted como yo me esperaba...
—¿Qué quiere decir?
—Su voz es tan fina. Parece muy educado.
Lydia se rió. Acabamos nuestro vino y nos fuimos. Mientras nos dirigíamos hacia
el coche, oí una voz.
—¡Hank!
Miré a mi alrededor y allí sentada en un Mercedes nuevo estaba Dee Dee Bronson.
Me acerqué a ella.
—¿Cómo te va, Dee Dee?
—Bastante bien. Dejé el empleo en Capital Records. Ahora estoy llevando aquello. —Señaló con el dedo. Era otra compañía musical, muy famosa con sus oficinas centrales en Londres. Dee Dee solía pasarse por mi casa con su novio cuando él y yo escribíamos sendas columnas en un periódico underground de Los Ángeles.
—Hostia, te lo estás haciendo bien —dije.
—Sí, excepto...
—¿Excepto qué?
—Excepto que necesito un hombre. Un buen hombre.
—Bueno, dame tu número de teléfono y veré si te encuentro uno.
—De acuerdo.
Dee Dee escribió su número de teléfono en un pedazo de papel y yo me lo guardé
en la cartera. Lydia y yo nos fuimos hacia el coche y subimos en él.
—Vas a telefonearla —dijo Lydia—, vas a usar ese número
Puse en marcha el coche y salí a Hollywood Boulevard.
—Vas a usar ese número —siguió diciendo—. ¡Sé que vas a usar ese número!
—¡Corta el rollo! —le dije.
Parecía que se avecinaba otra mala noche.
Entramos en uno de esos bungalows. Había una guapa muchacha detrás de un
escritorio, educada y fría.
—Soy Chinaski —dije— y aquí está mi artículo.
Lo dejé caer en el escritorio.
—¡Oh, señor Chinaski, siempre he admirado mucho su obra!
—¿Tienen algo de beber por aquí?
—Espere un momento...
Subió por una escalera tapizada y volvió a bajar con una botella de vino caro. Lo abrió y sacó unas copas de un bar escondido. Cómo me gustaría irme a la cama con ella, pensé. Pero no había manera. Sin embargo, alguien se iba a la cama con ella regularmente.
Nos sentamos y bebimos el vino.
—Le daremos muy pronto noticias sobre su artículo. Estoy segura de que lo
aceptarán... Pero no es usted como yo me esperaba...
—¿Qué quiere decir?
—Su voz es tan fina. Parece muy educado.
Lydia se rió. Acabamos nuestro vino y nos fuimos. Mientras nos dirigíamos hacia
el coche, oí una voz.
—¡Hank!
Miré a mi alrededor y allí sentada en un Mercedes nuevo estaba Dee Dee Bronson.
Me acerqué a ella.
—¿Cómo te va, Dee Dee?
—Bastante bien. Dejé el empleo en Capital Records. Ahora estoy llevando aquello. —Señaló con el dedo. Era otra compañía musical, muy famosa con sus oficinas centrales en Londres. Dee Dee solía pasarse por mi casa con su novio cuando él y yo escribíamos sendas columnas en un periódico underground de Los Ángeles.
—Hostia, te lo estás haciendo bien —dije.
—Sí, excepto...
—¿Excepto qué?
—Excepto que necesito un hombre. Un buen hombre.
—Bueno, dame tu número de teléfono y veré si te encuentro uno.
—De acuerdo.
Dee Dee escribió su número de teléfono en un pedazo de papel y yo me lo guardé
en la cartera. Lydia y yo nos fuimos hacia el coche y subimos en él.
—Vas a telefonearla —dijo Lydia—, vas a usar ese número
Puse en marcha el coche y salí a Hollywood Boulevard.
—Vas a usar ese número —siguió diciendo—. ¡Sé que vas a usar ese número!
—¡Corta el rollo! —le dije.
Parecía que se avecinaba otra mala noche.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
jueves, 12 de agosto de 2010
" EL INFIERNO ES UNA PUERTA CERRADA " de CHARLES BUKOWSKI
Hasta cuando me moría de hambre
las notas de rechazo difícilmente me molestaban:
sólo creía que los editores eran
verdaderamente estúpidos
y sólo fui y escribí más y
más.
hasta consideraba los rechazos como
acción; lo peor era el buzón vacío.
si una debilidad o un sueño tuve
fue
sólo querer ver a uno de aquellos
editores
que me rechazaron,
ver la cara de él o de ella, la forma
en que vestían, la forma en que cruzaban
una habitación, el sonido de su voz, la mirada
de sus ojos...
sólo una mirada a uno de ellos-
ves, cuando miras esto
un pedazo de papel impreso
diciéndote que
no eres muy bueno
entonces hay una tendencia
a pensar que los editores
son más parecidos a dioses que
lo que son.
el infierno es una puerta cerrada
cuando te estás muriendo de hambre por tu
maldito arte
pero algunas veces sientes al menos que
echas una mirada a través del ojo de la cerradura.
joven o viejo, bueno o malo,
no creo que nada muera tan lenta y
duramente como un
escritor.
las notas de rechazo difícilmente me molestaban:
sólo creía que los editores eran
verdaderamente estúpidos
y sólo fui y escribí más y
más.
hasta consideraba los rechazos como
acción; lo peor era el buzón vacío.
si una debilidad o un sueño tuve
fue
sólo querer ver a uno de aquellos
editores
que me rechazaron,
ver la cara de él o de ella, la forma
en que vestían, la forma en que cruzaban
una habitación, el sonido de su voz, la mirada
de sus ojos...
sólo una mirada a uno de ellos-
ves, cuando miras esto
un pedazo de papel impreso
diciéndote que
no eres muy bueno
entonces hay una tendencia
a pensar que los editores
son más parecidos a dioses que
lo que son.
el infierno es una puerta cerrada
cuando te estás muriendo de hambre por tu
maldito arte
pero algunas veces sientes al menos que
echas una mirada a través del ojo de la cerradura.
joven o viejo, bueno o malo,
no creo que nada muera tan lenta y
duramente como un
escritor.
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POEMAS BUKOWSKI
miércoles, 11 de agosto de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 12
Fui a mi casa y empecé a beber. Conecté la radio y encontré algo de música clásica. Saqué mi linterna Coleman del armario. Apagué las luces y me senté con la linterna a oír música. Había juegos que podías hacer con una linterna Coleman. Como apagarla y luego encenderla de nuevo y contemplar la combustión de la mecha volviéndola a iluminar. También me gustaba bombear la linterna y subir la presión. Entonces era el simple placer de verlo. Bebía y miraba la linterna y escuchaba la música y me fumaba un puro.
Sonó el teléfono. Era Lydia. —¿Qué haces? —preguntó. —Estoy aquí sentado.
—¡Estás ahí sentado bebiendo y oyendo música sinfónica y jugando con esa
maldita linterna Coleman!
—Sí.
—¿Vas a volver?
—No.
—¡Muy bien, entonces bebe! ¡Bebe y revienta! Tú sabes que el alcohol por poco te
mata una vez. ¿Te acuerdas del hospital?
—Nunca lo olvidaré.
—¡Muy bien, bebe, BEBE! ¡MATATE! ¡POR MI COMO SI TE CAGAS!
Lydia colgó y yo también. Algo me decía que ella no estaba tan preocupada por mi posible muerte como por su próximo polvo. Pero yo necesitaba unas vacaciones. Un descanso. A Lydia le gustaba joder cinco veces a la semana por lo menos. Yo prefería tres. Me levanté y me acerqué a la mesa de la cocina donde estaba mi máquina de escribir. Encendí la luz, me senté y escribí a Lydia una carta de cuatro páginas. Luego fui al baño, cogí una cuchilla de afeitar, salí, me senté y me puse un buen trago. Cogí la cuchilla y me corté el dedo corazón de mi mano derecha. Corrió la sangre. Firmé la carta con sangre.
Bajé al buzón de la esquina y metí la carta.
El teléfono sonó en varias ocasiones. Era Lydia. Me gritaba cosas.
—¡Me voy a BAILAR! ¡No tengo por qué quedarme sentada mientras tú bebes!
—Te comportas como si beber fuera igual que irme con otra mujer —dije.
—¡Es peor!
Colgó.
Seguí bebiendo. No tenía sueño. Pronto fue medianoche, luego la una de la
mañana, las dos. La linterna Coleman mantenía su llama...
A las tres y media de la madrugada sonó el teléfono. Otra vez Lydia.
—¿Todavía sigues bebiendo?
—¡Claro!
—¡Podrido hijo de puta!
—De hecho al sonar el teléfono estaba quitando el celofán de esta botella de Cutty
Sark. Es hermoso. ¡Deberías verlo!
Colgó bruscamente. Me mezclé otro trago. Había buena música en la radio. Me
eché hacia atrás. Me sentía muy bien.
La puerta se abrió de golpe y Lydia entró como una tromba. Se paró delante mío. La botella estaba en la mesita del café. La vio y la agarró. Yo salté y la agarré a ella. Cuando yo estaba borracho y Lydia fuera de sus casillas andábamos bastante igualados. Ella sostenía la botella en el aire, apartándola de mí, tratando de salir por la puerta con ella. Agarré el brazo que sostenía la botella e intenté quitársela.
—¡TU, ZORRA! ¡NO TIENES DERECHO! ¡DAME ESA JODIDA BOTELLA!
Entonces salimos al porche, forcejeando, tropezamos en el escalón y caímos al suelo. La botella chocó contra el cemento y se rompió. Ella se levantó y se fue. Oí cómo su coche se ponía en marcha. Me quedé tumbado y contemplé la botella rota. Estaba a medio metro de mí. Lydia se alejó en su automóvil. La luna seguía alta. En el culo de lo que quedaba de botella vi que aún se podía salvar un trago de escocés. Me estiré en el suelo, la cogí y me lo eché en la boca. Una larga punta de cristal casi se clavaba en uno de mis ojos mientras bebía lo que quedaba. Entonces me levanté y entré. Tenía una sed terrible. Empecé a ir de un lado a otro cogiendo cervezas y bebiendo lo poco que quedaba en cada una. Una vez me tragué un montón de cenizas por no acordarme que usaba muchas botellas como ceniceros. Eran las cuatro y cuarto de la mañana. Me senté a mirar el reloj. Era como si estuviera trabajando en la oficina de correos otra vez. El tiempo no transcurría en tanto la existencia se iba transformando en algo insoportable. Aguardé. Aguardé. Aguardé. Aguardé. Finalmente se hicieron las seis de la mañana. Me acerqué hasta la tienda de licores de la esquina. El empleado la estaba abriendo. Me dejó entrar. Compré una nueva botella de Cutty Sark. Volví a casa, cerré la puerta con llave y llamé a Lydia.
—Tengo aquí una botellita de Cutty Sark a la que estoy quitando el celofán. Me
voy a servir un trago. Y la tienda de licores va a estar ahora abierta durante veinte horas.
Ella colgó. Me tomé un trago y luego entré en el dormitorio, me tumbé en la cama
y me puse a dormir sin quitarme la ropa.
Sonó el teléfono. Era Lydia. —¿Qué haces? —preguntó. —Estoy aquí sentado.
—¡Estás ahí sentado bebiendo y oyendo música sinfónica y jugando con esa
maldita linterna Coleman!
—Sí.
—¿Vas a volver?
—No.
—¡Muy bien, entonces bebe! ¡Bebe y revienta! Tú sabes que el alcohol por poco te
mata una vez. ¿Te acuerdas del hospital?
—Nunca lo olvidaré.
—¡Muy bien, bebe, BEBE! ¡MATATE! ¡POR MI COMO SI TE CAGAS!
Lydia colgó y yo también. Algo me decía que ella no estaba tan preocupada por mi posible muerte como por su próximo polvo. Pero yo necesitaba unas vacaciones. Un descanso. A Lydia le gustaba joder cinco veces a la semana por lo menos. Yo prefería tres. Me levanté y me acerqué a la mesa de la cocina donde estaba mi máquina de escribir. Encendí la luz, me senté y escribí a Lydia una carta de cuatro páginas. Luego fui al baño, cogí una cuchilla de afeitar, salí, me senté y me puse un buen trago. Cogí la cuchilla y me corté el dedo corazón de mi mano derecha. Corrió la sangre. Firmé la carta con sangre.
Bajé al buzón de la esquina y metí la carta.
El teléfono sonó en varias ocasiones. Era Lydia. Me gritaba cosas.
—¡Me voy a BAILAR! ¡No tengo por qué quedarme sentada mientras tú bebes!
—Te comportas como si beber fuera igual que irme con otra mujer —dije.
—¡Es peor!
Colgó.
Seguí bebiendo. No tenía sueño. Pronto fue medianoche, luego la una de la
mañana, las dos. La linterna Coleman mantenía su llama...
A las tres y media de la madrugada sonó el teléfono. Otra vez Lydia.
—¿Todavía sigues bebiendo?
—¡Claro!
—¡Podrido hijo de puta!
—De hecho al sonar el teléfono estaba quitando el celofán de esta botella de Cutty
Sark. Es hermoso. ¡Deberías verlo!
Colgó bruscamente. Me mezclé otro trago. Había buena música en la radio. Me
eché hacia atrás. Me sentía muy bien.
La puerta se abrió de golpe y Lydia entró como una tromba. Se paró delante mío. La botella estaba en la mesita del café. La vio y la agarró. Yo salté y la agarré a ella. Cuando yo estaba borracho y Lydia fuera de sus casillas andábamos bastante igualados. Ella sostenía la botella en el aire, apartándola de mí, tratando de salir por la puerta con ella. Agarré el brazo que sostenía la botella e intenté quitársela.
—¡TU, ZORRA! ¡NO TIENES DERECHO! ¡DAME ESA JODIDA BOTELLA!
Entonces salimos al porche, forcejeando, tropezamos en el escalón y caímos al suelo. La botella chocó contra el cemento y se rompió. Ella se levantó y se fue. Oí cómo su coche se ponía en marcha. Me quedé tumbado y contemplé la botella rota. Estaba a medio metro de mí. Lydia se alejó en su automóvil. La luna seguía alta. En el culo de lo que quedaba de botella vi que aún se podía salvar un trago de escocés. Me estiré en el suelo, la cogí y me lo eché en la boca. Una larga punta de cristal casi se clavaba en uno de mis ojos mientras bebía lo que quedaba. Entonces me levanté y entré. Tenía una sed terrible. Empecé a ir de un lado a otro cogiendo cervezas y bebiendo lo poco que quedaba en cada una. Una vez me tragué un montón de cenizas por no acordarme que usaba muchas botellas como ceniceros. Eran las cuatro y cuarto de la mañana. Me senté a mirar el reloj. Era como si estuviera trabajando en la oficina de correos otra vez. El tiempo no transcurría en tanto la existencia se iba transformando en algo insoportable. Aguardé. Aguardé. Aguardé. Aguardé. Finalmente se hicieron las seis de la mañana. Me acerqué hasta la tienda de licores de la esquina. El empleado la estaba abriendo. Me dejó entrar. Compré una nueva botella de Cutty Sark. Volví a casa, cerré la puerta con llave y llamé a Lydia.
—Tengo aquí una botellita de Cutty Sark a la que estoy quitando el celofán. Me
voy a servir un trago. Y la tienda de licores va a estar ahora abierta durante veinte horas.
Ella colgó. Me tomé un trago y luego entré en el dormitorio, me tumbé en la cama
y me puse a dormir sin quitarme la ropa.
ENLACE " CAPITULO 13 "
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
martes, 10 de agosto de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 11
Lydia tenía dos niños: Tonto, un niño de ocho años, y Lisa, la pequeñita de cinco que había interrumpido nuestro primer polvo. Una noche estábamos juntos en la mesa cenando. Las cosas iban bien entre Lydia y yo y me quedaba a cenar casi todas las noches, luego dormía con Lydia y me iba hacia las once de la mañana a mi casa a leer el correo y a escribir. Los niños dormían en una cama de agua en la habitación de al lado. Era una casa antigua y pequeña que Lydia había alquilado a un ex luchador japonés jubilado. Obviamente él estaba interesado en Lydia. Me parecía bien. Era una bonita casa antigua.
—Tonto —dije mientras cenábamos— sabes que cuando tu madre da gritos por la
noche yo no la estoy pegando. Sabes quién esen verdad el que tiene problemas.
—Sí, ya sé.
—¿Entonces por qué no vienes a ayudarme?
—Uh, uh, la conozco bien.
—Oye, Hank —dijo Lydia—, no pongas a mis hijos en contra mía.
—Es el hombre más feo delmu nd o —dijo Lisa.
Me gustaba Lisa. Algún día iba a llegar a ser una mujer espectacular. Espectacular
y con personalidad.
Después de la cena Lydia y yo nos fuimos al dormitorio y nos tumbamos. A Lydia
le encantaba reventarme los granos y las espinillas. Yo tenía una piel poco académica.
Puso la lámpara cerca de mi cara y comenzó la tarea. A mí me gustaba. Me producía una especie de hormigueo que a veces conseguía ponérmela dura. Era algo muy íntimo. De vez en cuando entre apretón y apretón, Lydia me besaba. Siempre empezaba primero por mi cara y luego pasaba a mi espalda y pecho.
—¿Me quieres?
—Sí.
—¡Oooh, mira éste!
Era un punto negro con una larga cola amarilla.
—Es bonito —dije.
Estaba echada encima mío. Paró de reventarme granos y me miró.
—¡Te llevaré a la tumba, viejo cojón!
Me reí. Ella me besó.
—Te volveré a meter en el manicomio —le dije.
—Date la vuelta. Vamos a hacerte la espalda.
Me di la vuelta. Me apretó detrás del cuello.
—¡Oooh, aquí hay uno bueno! ¡Ha salido disparado! ¡Me ha pegado en el ojo!
—Deberías llevar gafas protectoras.
—¡Vamos a tener un pequeño H en ry! ¡Piénsalo, un pequeño Henry Chinaski!
—Vamos a esperar un tiempo.
—¡Quiero un bebéah o ra!
—Vamos a esperar.
—Todo lo que hacemos es dormir y comer y vaguear y hacer el amor. Somos como
babosas perezosas. Amor de babosa, lo llamaría yo.
—A mí me gusta.
—Antes solías venir a escribir aquí. Andabas ocupado. Traías tinta y hacías tus dibujos. Ahora te vas a casa y haces todas las cosas interesantes allí. Aquí sólo comes y duermes y luego te vas por la mañana. Es estúpido.
—A mí me gusta.
—¡No hemos ido a una fiesta desde hace meses! ¡A mí me gusta ver gente! ¡Me
aburro! ¡Quiero hacer cosas! ¡Quiero BAILAR! ¡Quiero vivir!
—Oh, mierda.
—Eres demasiado viejo. Lo único que quieres es sentarte por ahí y criticar todo y a
todo el mundo. No quieres hacer nada. ¡Nada es lo bastante bueno para ti! Me salí de la cama y me puse de pie. Empecé a ponerme la camisa. —¿Qué estás haciendo? —preguntó ella.
—Me voy de aquí.
—¡Te marchas! En el momento en que las cosas no son como tú las quieres, saltas
y te largas corriendo. Nunca quieres hablar de nada. Te vas a tu casa y te emborrachas y a la mañana siguiente estás tan enfermo que crees que te vas a morir. ¡Entonces me
telefoneas!
—¡No me quedo un minuto más!
—¿Pero por qué?
—No quiero estar donde estoy de más. No quiero estar donde no me quieren.
Hubo una pausa. Luego Lydia dijo:
—De acuerdo. Vamos, échate aquí. Apagaremos la luz y seguiremos los dos juntos.
Hubo otra pausa. Luego yo dije:
—Bueno, está bien.
Me desnudé del todo y me metí debajo de las sábanas. Me pegué a Lydia. Estábamos los dos tumbados de espaldas. Podía oír los grillos. Era un barrio agradable. Pasaron unos pocos minutos. Entonces Lydia dijo:
—Yo voy a ser algo grande.
No contesté. Pasaron unos cuantos minutos más. Entonces Lydia saltó de la cama.
Levantó las manos hacia el techo y dijo en voz alta:
—¡VOY A SER ALGO GRANDE! ¡VOY A SER VERDADERAMENTE
GRANDE! ¡NADIE SABE LO GRANDE QUE VOY A LLEGAR A SER!
—Vale —dije—, pero mientras tanto vuelve a la cama.
Lydia volvió a la cama. No nos besamos. No íbamos a tener sexo. Me sentía fatigado. Escuché a los grillos. No sé por cuánto tiempo. Estaba casi dormido, no del todo, cuando Lydia de súbito se sentó en la cama y se puso a chillar. Era un chillido muy fuerte.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Estate quieto.
Aguardé. Lydia siguió allí sentada, sin moverse, alrededor de unos diez minutos.
Luego se dejó caer sobre su almohada.
—He visto a Dios —dijo—, acabo de ver a Dios.
—¡Escucha, perra, me vas a volver loco!
Me levanté y empecé a vestirme. Estaba frenético. No encontraba mis calzoncillos. Al diablo con ellos, pensé. Allá quedaron dondequiera que estuviesen. Tenía puesta toda mi ropa y estaba sentado en una silla poniéndome los zapatos en mis pies descalzos.
—¿Qué estás haciendo?
No pude contestar. Salí al salón. Mi abrigo estaba tirado sobre un sillón. Lo cogí y me lo puse. Lydia salió corriendo. Se había puesto su batín azul y un par de bragas. Iba descalza. Lydia tenía los tobillos anchos. Normalmente llevaba botas para ocultarlos.
—¡TU NO TE VAS DE AQUÍ! —me gritó.
—Mierda, me largo.
Saltó sobre mí. Normalmente me atacaba cuando estaba borracho. Ahora estaba sobrio. Me aparté y ella cayó al suelo, rodó y se quedó tumbada boca arriba. Pasé sobre ella camino hacia la puerta. Despedía rabia, gruñendo, sacando los dientes. Parecía una pantera. La miré. Me sentía a salvo viéndola en el suelo. Soltó una especie de rugido y cuando ya estaba a punto de salir se levantó abalanzándose contra mí, clavando sus uñas en
la manga de mi abrigo, tirando y arrancándomela desde el hombro.
—Cristo —dije—, mira lo que le has hecho a mi abrigo nuevo. ¡Lo acababa de
comprar!
Abrí la puerta y salté fuera con uno de los brazos desnudo. Acababa de abrir la puerta del coche cuando oí sus pies descalzos sonar en el asfalto detrás mío. Me metí de un salto dentro y cerré la puerta. Encendí el contacto.
—¡Mataré a este coche! —gritaba ella—. ¡Mataré a este coche!
Sus puños golpeaban en el capó, en la puerta, en el parabrisas. Empecé a mover el coche con lentitud, para no herirla. Mi Mercury Comet del 62 había quedado fuera de combate y me había comprado recientemente un Volkswagen del 67. Lo tenía reluciente y encerado. Tenía incluso una gamuza especial en la guantera. Mientras andaba hacia delante Lydia seguía golpeando el coche con sus puños. Cuando la dejé atrás puse la segunda marcha. Miré por el retrovisor y la vi plantada de pie, solitaria a la luz de la luna, inmóvil con su batín azul y sus bragas. Se me empezaron a contraer las tripas. Me sentía enfermo, inútil, triste. Estaba enamorado de ella.
—Tonto —dije mientras cenábamos— sabes que cuando tu madre da gritos por la
noche yo no la estoy pegando. Sabes quién esen verdad el que tiene problemas.
—Sí, ya sé.
—¿Entonces por qué no vienes a ayudarme?
—Uh, uh, la conozco bien.
—Oye, Hank —dijo Lydia—, no pongas a mis hijos en contra mía.
—Es el hombre más feo delmu nd o —dijo Lisa.
Me gustaba Lisa. Algún día iba a llegar a ser una mujer espectacular. Espectacular
y con personalidad.
Después de la cena Lydia y yo nos fuimos al dormitorio y nos tumbamos. A Lydia
le encantaba reventarme los granos y las espinillas. Yo tenía una piel poco académica.
Puso la lámpara cerca de mi cara y comenzó la tarea. A mí me gustaba. Me producía una especie de hormigueo que a veces conseguía ponérmela dura. Era algo muy íntimo. De vez en cuando entre apretón y apretón, Lydia me besaba. Siempre empezaba primero por mi cara y luego pasaba a mi espalda y pecho.
—¿Me quieres?
—Sí.
—¡Oooh, mira éste!
Era un punto negro con una larga cola amarilla.
—Es bonito —dije.
Estaba echada encima mío. Paró de reventarme granos y me miró.
—¡Te llevaré a la tumba, viejo cojón!
Me reí. Ella me besó.
—Te volveré a meter en el manicomio —le dije.
—Date la vuelta. Vamos a hacerte la espalda.
Me di la vuelta. Me apretó detrás del cuello.
—¡Oooh, aquí hay uno bueno! ¡Ha salido disparado! ¡Me ha pegado en el ojo!
—Deberías llevar gafas protectoras.
—¡Vamos a tener un pequeño H en ry! ¡Piénsalo, un pequeño Henry Chinaski!
—Vamos a esperar un tiempo.
—¡Quiero un bebéah o ra!
—Vamos a esperar.
—Todo lo que hacemos es dormir y comer y vaguear y hacer el amor. Somos como
babosas perezosas. Amor de babosa, lo llamaría yo.
—A mí me gusta.
—Antes solías venir a escribir aquí. Andabas ocupado. Traías tinta y hacías tus dibujos. Ahora te vas a casa y haces todas las cosas interesantes allí. Aquí sólo comes y duermes y luego te vas por la mañana. Es estúpido.
—A mí me gusta.
—¡No hemos ido a una fiesta desde hace meses! ¡A mí me gusta ver gente! ¡Me
aburro! ¡Quiero hacer cosas! ¡Quiero BAILAR! ¡Quiero vivir!
—Oh, mierda.
—Eres demasiado viejo. Lo único que quieres es sentarte por ahí y criticar todo y a
todo el mundo. No quieres hacer nada. ¡Nada es lo bastante bueno para ti! Me salí de la cama y me puse de pie. Empecé a ponerme la camisa. —¿Qué estás haciendo? —preguntó ella.
—Me voy de aquí.
—¡Te marchas! En el momento en que las cosas no son como tú las quieres, saltas
y te largas corriendo. Nunca quieres hablar de nada. Te vas a tu casa y te emborrachas y a la mañana siguiente estás tan enfermo que crees que te vas a morir. ¡Entonces me
telefoneas!
—¡No me quedo un minuto más!
—¿Pero por qué?
—No quiero estar donde estoy de más. No quiero estar donde no me quieren.
Hubo una pausa. Luego Lydia dijo:
—De acuerdo. Vamos, échate aquí. Apagaremos la luz y seguiremos los dos juntos.
Hubo otra pausa. Luego yo dije:
—Bueno, está bien.
Me desnudé del todo y me metí debajo de las sábanas. Me pegué a Lydia. Estábamos los dos tumbados de espaldas. Podía oír los grillos. Era un barrio agradable. Pasaron unos pocos minutos. Entonces Lydia dijo:
—Yo voy a ser algo grande.
No contesté. Pasaron unos cuantos minutos más. Entonces Lydia saltó de la cama.
Levantó las manos hacia el techo y dijo en voz alta:
—¡VOY A SER ALGO GRANDE! ¡VOY A SER VERDADERAMENTE
GRANDE! ¡NADIE SABE LO GRANDE QUE VOY A LLEGAR A SER!
—Vale —dije—, pero mientras tanto vuelve a la cama.
Lydia volvió a la cama. No nos besamos. No íbamos a tener sexo. Me sentía fatigado. Escuché a los grillos. No sé por cuánto tiempo. Estaba casi dormido, no del todo, cuando Lydia de súbito se sentó en la cama y se puso a chillar. Era un chillido muy fuerte.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Estate quieto.
Aguardé. Lydia siguió allí sentada, sin moverse, alrededor de unos diez minutos.
Luego se dejó caer sobre su almohada.
—He visto a Dios —dijo—, acabo de ver a Dios.
—¡Escucha, perra, me vas a volver loco!
Me levanté y empecé a vestirme. Estaba frenético. No encontraba mis calzoncillos. Al diablo con ellos, pensé. Allá quedaron dondequiera que estuviesen. Tenía puesta toda mi ropa y estaba sentado en una silla poniéndome los zapatos en mis pies descalzos.
—¿Qué estás haciendo?
No pude contestar. Salí al salón. Mi abrigo estaba tirado sobre un sillón. Lo cogí y me lo puse. Lydia salió corriendo. Se había puesto su batín azul y un par de bragas. Iba descalza. Lydia tenía los tobillos anchos. Normalmente llevaba botas para ocultarlos.
—¡TU NO TE VAS DE AQUÍ! —me gritó.
—Mierda, me largo.
Saltó sobre mí. Normalmente me atacaba cuando estaba borracho. Ahora estaba sobrio. Me aparté y ella cayó al suelo, rodó y se quedó tumbada boca arriba. Pasé sobre ella camino hacia la puerta. Despedía rabia, gruñendo, sacando los dientes. Parecía una pantera. La miré. Me sentía a salvo viéndola en el suelo. Soltó una especie de rugido y cuando ya estaba a punto de salir se levantó abalanzándose contra mí, clavando sus uñas en
la manga de mi abrigo, tirando y arrancándomela desde el hombro.
—Cristo —dije—, mira lo que le has hecho a mi abrigo nuevo. ¡Lo acababa de
comprar!
Abrí la puerta y salté fuera con uno de los brazos desnudo. Acababa de abrir la puerta del coche cuando oí sus pies descalzos sonar en el asfalto detrás mío. Me metí de un salto dentro y cerré la puerta. Encendí el contacto.
—¡Mataré a este coche! —gritaba ella—. ¡Mataré a este coche!
Sus puños golpeaban en el capó, en la puerta, en el parabrisas. Empecé a mover el coche con lentitud, para no herirla. Mi Mercury Comet del 62 había quedado fuera de combate y me había comprado recientemente un Volkswagen del 67. Lo tenía reluciente y encerado. Tenía incluso una gamuza especial en la guantera. Mientras andaba hacia delante Lydia seguía golpeando el coche con sus puños. Cuando la dejé atrás puse la segunda marcha. Miré por el retrovisor y la vi plantada de pie, solitaria a la luz de la luna, inmóvil con su batín azul y sus bragas. Se me empezaron a contraer las tripas. Me sentía enfermo, inútil, triste. Estaba enamorado de ella.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
lunes, 9 de agosto de 2010
" CISNE DE PRIMAVERA " de Charles Bukowski
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VÍDEOS BUKOWSKI
domingo, 8 de agosto de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 10
Quedé sorprendido a la mañana siguiente cuando April llamó a la puerta. April era la gorda pirada que había estado en la fiesta de Harry Ascot y que se había marchado con el tío anfetamínico. Eran las once de la mañana. April entró y se sentó.
—Siempre he admirado tu obra —dijo.
Le puse una cerveza y cogí otra para mí. —Dios es un anzuelo en el cielo —dijo. —Muy bien —dije yo.
April estaba rellena pero no demasiado gorda. Tenía grandes caderas y un enorme culo y le caía el pelo a todo lo largo. Había algo en su tamaño, bestial, como si pudiese manejar a un orangután. Su deficiencia mental me resultaba atractiva porque no se ponía a hacer juegos. Cruzaba las piernas, mostrándome sus muslos blancos y descomunales.
—He plantado semillas de tomate en el sótano del edificio donde vivo —dijo.
—Probaré alguno cuando crezcan.
—Nunca he tenido carnet de conducir. Mi madre vive en Nueva Jersey.
—Mi madre está muerta —dije yo. Me fui a sentar a su lado en el sofá. La abracé y la besé. Mientras la besaba, ella me miraba directamente a los ojos. Corté. —Vamos a joder —le dije.
—Tengo una infección —dijo April.
—¿Qué?
—Son una especie de hongos. Nada serio.
—¿Puedo cogerlos yo?
—Es una especie de descarga lechosa.
—¿Puedo cogerlos?
—No creo.
—Vamos a joder.
—No sé si me apetece joder.
—Te sentará bien. Vamos al dormitorio.
April entró en el dormitorio y comenzó a quitarse la ropa. Yo me quité también la mía. Nos metimos debajo de las sábanas. Empecé a jugar con sus partes y a besarla. La monté. Era muy extraño. Como si su coño se corriera de lado a lado. Yo sabía que estaba allí dentro, sentía como si estuviese dentro, pero se me resbalaba hacia los lados, hacia la izquierda. Seguí meneando. Era algo excitante. Acabé y me eché a un lado.
Más tarde la llevé a su apartamento y subimos. Hablamos durante largo rato y me marché después de haber apuntado el número del apartamento y la dirección. Mientras salía por el vestíbulo reconocí las cajas del correo del edificio. Había repartido muchas cartas allí, cuando era cartero. Llegué hasta mi coche y me fui.
—Siempre he admirado tu obra —dijo.
Le puse una cerveza y cogí otra para mí. —Dios es un anzuelo en el cielo —dijo. —Muy bien —dije yo.
April estaba rellena pero no demasiado gorda. Tenía grandes caderas y un enorme culo y le caía el pelo a todo lo largo. Había algo en su tamaño, bestial, como si pudiese manejar a un orangután. Su deficiencia mental me resultaba atractiva porque no se ponía a hacer juegos. Cruzaba las piernas, mostrándome sus muslos blancos y descomunales.
—He plantado semillas de tomate en el sótano del edificio donde vivo —dijo.
—Probaré alguno cuando crezcan.
—Nunca he tenido carnet de conducir. Mi madre vive en Nueva Jersey.
—Mi madre está muerta —dije yo. Me fui a sentar a su lado en el sofá. La abracé y la besé. Mientras la besaba, ella me miraba directamente a los ojos. Corté. —Vamos a joder —le dije.
—Tengo una infección —dijo April.
—¿Qué?
—Son una especie de hongos. Nada serio.
—¿Puedo cogerlos yo?
—Es una especie de descarga lechosa.
—¿Puedo cogerlos?
—No creo.
—Vamos a joder.
—No sé si me apetece joder.
—Te sentará bien. Vamos al dormitorio.
April entró en el dormitorio y comenzó a quitarse la ropa. Yo me quité también la mía. Nos metimos debajo de las sábanas. Empecé a jugar con sus partes y a besarla. La monté. Era muy extraño. Como si su coño se corriera de lado a lado. Yo sabía que estaba allí dentro, sentía como si estuviese dentro, pero se me resbalaba hacia los lados, hacia la izquierda. Seguí meneando. Era algo excitante. Acabé y me eché a un lado.
Más tarde la llevé a su apartamento y subimos. Hablamos durante largo rato y me marché después de haber apuntado el número del apartamento y la dirección. Mientras salía por el vestíbulo reconocí las cajas del correo del edificio. Había repartido muchas cartas allí, cuando era cartero. Llegué hasta mi coche y me fui.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
sábado, 7 de agosto de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 9
Lydia y yo estábamos siempre peleándonos. Lo nuestro era sólo un flirt y eso me irritaba. Cuando comíamos fuera estaba seguro de que le echaba el ojo a algún hombre que estuviera detrás mío. Cuando venían amigos a visitarme y Lydia estaba allí podía oír cómo su conversación se iba haciendo más íntima y sexual. Siempre se sentaba muy pegada a mis amigos, colocándose lo más cerca posible. En cuanto a ella, le irritaba sobre todo mi forma de beber. Ella amaba el sexo y la bebida se interponía a veces a la hora de hacer el amor.
—O bien estás demasiado borracho para hacerlo por la noche o bien demasiado enfermo para hacerlo por la mañana —decía. Lydia se ponía furiosa con sólo verme beber una cerveza. Rompíamos «para siempre» por lo menos una vez a la semana, pero siempre nos las arreglábamos de algún modo para reconciliarnos. Había acabado de esculpir mi cabeza y me la había dado. Cuando rompíamos ponía la cabeza a mi lado en el asiento del coche, me iba conduciendo hasta su apartamento y la dejaba junto a su puerta en el porche.
Luego iba a una cabina telefónica, la llamaba y le decía:
—¡Tu maldita cabeza está junto a tu puerta! —Aquella cabeza iba continuamente
de un lado a otro...
Acabábamos de romper otra vez y yo me había deshecho de la cabeza. Estaba bebiendo, de nuevo era un hombre libre. Tenía un joven amigo, Bobby, un tío bastante blando que trabajaba en una librería perno y que también era fotógrafo. Vivía a un par de bloques de mi casa. Bobby tenía problemas consigo mismo y con su mujer, Valerie. Me llamó una noche y dijo que iba a traer a Valerie para que pasara la noche conmigo. Aquello sonaba bien. Valerie tenía 22 años, era absolutamente adorable, con largo cabello rubio, enloquecidos ojos azules y un bonito cuerpo. Como Lydia, también había pasado algún tiempo en un manicomio. Después de un rato les oí aparcar frente a mi casa. Valerie salió. Recordé cuando Bobby me había contado que, al presentar por primera vez a Valerie a sus padres, ellos habían apreciado mucho su vestido, que al parecer, les encantaba, y ella había dicho:
—Ya. ¿Y qué dicen del resto de mí? —subiéndose el vestido por encima de las
caderas. Y no llevaba ropa interior.
Valerie llamó a la puerta. Oí a Bobby marcharse. La dejé entrar. Tenía muy buena pinta. Serví dos de escocés con agua. Ninguno de los dos habló. Bebimos aquello y serví dos más. Luego yo dije:
—Venga, vamos a algún bar.
Subimos a mi coche. La Máquina de Goma estaba a la vuelta de la esquina. Unos días antes me había excedido un poco allí, pero nadie dijo nada cuando entramos. Nos sentamos a una mesa y pedimos bebidas. Seguíamos sin hablar. Yo sólo me sumergía en aquellos locos ojos azules. Estábamos sentados juntos y la besé. Su boca estaba fresca y abierta. La besé otra vez y nuestras piernas se apretaron juntas. Bobby tenía una bonita mujer. Estaba loco dejándola por ahí.
Decidimos cenar. Pedimos cada uno un filete, bebimos y nos besamos mientras
esperábamos. La camarera dijo:
—¡Oh, están enamorados! —y nos reímos.
Cuando llegaron los filetes Valerie dijo:
—No quiero comerme el mío.
—Tampoco yo quiero comerme el mío —dije yo.
Bebimos a lo largo de otra hora y entonces decidimos volver a mi casa. Mientras
aparcaba el coche, vi a una mujer en la acera. Era Lydia. Llevaba algo envuelto en la
mano. Salí del coche con Valerie y Lydia nos miró.
—¿Quién es? —preguntó Valerie.
—La mujer que amo —le contesté.
—¿Quién es esta puta? —chilló Lydia.
Valerie se dio la vuelta y salió corriendo calle abajo. Pude oír sus tacones altos
sonando en el pavimento.
—Vamos adentro —le dije a Lydia. Ella me siguió.
—Vine aquí a darte esta carta y parece que vine en el momento adecuado. ¿Quién
era ésa?—La mujer de Bobby. Sólo somos amigos.
—¿Ibas a jodértela, no?
—Mira, le dije quete amaba.
—¿Ibas a jodértela, no?
—Mira, nena...
De pronto me golpeó. Yo estaba delante de la mesita del café que estaba delante del
sofá. Me caí hacia detrás por encima de la mesita cayendo en el espacio entre la mesa y el sofá. Oí un portazo. Y cuando me levanté oí el motor del coche de Lydia ponerse en marcha. Entonces se fue.
Hija de la gran puta, pensé, en un minuto tengo dos mujeres y al siguiente no tengo
ninguna.
—O bien estás demasiado borracho para hacerlo por la noche o bien demasiado enfermo para hacerlo por la mañana —decía. Lydia se ponía furiosa con sólo verme beber una cerveza. Rompíamos «para siempre» por lo menos una vez a la semana, pero siempre nos las arreglábamos de algún modo para reconciliarnos. Había acabado de esculpir mi cabeza y me la había dado. Cuando rompíamos ponía la cabeza a mi lado en el asiento del coche, me iba conduciendo hasta su apartamento y la dejaba junto a su puerta en el porche.
Luego iba a una cabina telefónica, la llamaba y le decía:
—¡Tu maldita cabeza está junto a tu puerta! —Aquella cabeza iba continuamente
de un lado a otro...
Acabábamos de romper otra vez y yo me había deshecho de la cabeza. Estaba bebiendo, de nuevo era un hombre libre. Tenía un joven amigo, Bobby, un tío bastante blando que trabajaba en una librería perno y que también era fotógrafo. Vivía a un par de bloques de mi casa. Bobby tenía problemas consigo mismo y con su mujer, Valerie. Me llamó una noche y dijo que iba a traer a Valerie para que pasara la noche conmigo. Aquello sonaba bien. Valerie tenía 22 años, era absolutamente adorable, con largo cabello rubio, enloquecidos ojos azules y un bonito cuerpo. Como Lydia, también había pasado algún tiempo en un manicomio. Después de un rato les oí aparcar frente a mi casa. Valerie salió. Recordé cuando Bobby me había contado que, al presentar por primera vez a Valerie a sus padres, ellos habían apreciado mucho su vestido, que al parecer, les encantaba, y ella había dicho:
—Ya. ¿Y qué dicen del resto de mí? —subiéndose el vestido por encima de las
caderas. Y no llevaba ropa interior.
Valerie llamó a la puerta. Oí a Bobby marcharse. La dejé entrar. Tenía muy buena pinta. Serví dos de escocés con agua. Ninguno de los dos habló. Bebimos aquello y serví dos más. Luego yo dije:
—Venga, vamos a algún bar.
Subimos a mi coche. La Máquina de Goma estaba a la vuelta de la esquina. Unos días antes me había excedido un poco allí, pero nadie dijo nada cuando entramos. Nos sentamos a una mesa y pedimos bebidas. Seguíamos sin hablar. Yo sólo me sumergía en aquellos locos ojos azules. Estábamos sentados juntos y la besé. Su boca estaba fresca y abierta. La besé otra vez y nuestras piernas se apretaron juntas. Bobby tenía una bonita mujer. Estaba loco dejándola por ahí.
Decidimos cenar. Pedimos cada uno un filete, bebimos y nos besamos mientras
esperábamos. La camarera dijo:
—¡Oh, están enamorados! —y nos reímos.
Cuando llegaron los filetes Valerie dijo:
—No quiero comerme el mío.
—Tampoco yo quiero comerme el mío —dije yo.
Bebimos a lo largo de otra hora y entonces decidimos volver a mi casa. Mientras
aparcaba el coche, vi a una mujer en la acera. Era Lydia. Llevaba algo envuelto en la
mano. Salí del coche con Valerie y Lydia nos miró.
—¿Quién es? —preguntó Valerie.
—La mujer que amo —le contesté.
—¿Quién es esta puta? —chilló Lydia.
Valerie se dio la vuelta y salió corriendo calle abajo. Pude oír sus tacones altos
sonando en el pavimento.
—Vamos adentro —le dije a Lydia. Ella me siguió.
—Vine aquí a darte esta carta y parece que vine en el momento adecuado. ¿Quién
era ésa?—La mujer de Bobby. Sólo somos amigos.
—¿Ibas a jodértela, no?
—Mira, le dije quete amaba.
—¿Ibas a jodértela, no?
—Mira, nena...
De pronto me golpeó. Yo estaba delante de la mesita del café que estaba delante del
sofá. Me caí hacia detrás por encima de la mesita cayendo en el espacio entre la mesa y el sofá. Oí un portazo. Y cuando me levanté oí el motor del coche de Lydia ponerse en marcha. Entonces se fue.
Hija de la gran puta, pensé, en un minuto tengo dos mujeres y al siguiente no tengo
ninguna.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
viernes, 6 de agosto de 2010
" EL MINUTO " de Charles Bukowski
Siempre estoy luchando por el siguiente
minuto, le digo a mi mujer.
entonces ella empieza a decirme
lo equivocado que estoy.
las esposas tienen por costumbre
no creer lo que sus maridos
les dicen.
el minuto es algo muy
sagrado.
he luchado por cada uno desde la
infancia.
sigo luchando por cada uno.
no he estado nunca aburrido ni
sin saber qué hacer a continuación.
incluso cuando no hago nada
saco partido al tiempo.
no alcanzo a entender
por qué la gente tiene que ir
a parques de atracciones o películas
o sentarse delante de la tele
o hacer crucigramas
o ir de picnic
o visitar a los parientes
o viajar
o hacer la mayoría de las cosas
que hacen.
mutilan minutos
horas,
días,
vidas.
no tienen ni idea de lo
precioso que es un
minuto.
lucho por entender la esencia
de mi tiempo.
eso no significa que
no pueda relajarme
y tomarme una hora libre
pero debe de ser cuando
yo quiera.
luchar por cada minuto es
luchar por lo que es posible en
tu interior,
de manera que tu vida y tu muerte
no sea como la suya.
no seas como ellos
y sobrevivirás.
minuto a
minuto.
Charles Bukowski.
minuto, le digo a mi mujer.
entonces ella empieza a decirme
lo equivocado que estoy.
las esposas tienen por costumbre
no creer lo que sus maridos
les dicen.
el minuto es algo muy
sagrado.
he luchado por cada uno desde la
infancia.
sigo luchando por cada uno.
no he estado nunca aburrido ni
sin saber qué hacer a continuación.
incluso cuando no hago nada
saco partido al tiempo.
no alcanzo a entender
por qué la gente tiene que ir
a parques de atracciones o películas
o sentarse delante de la tele
o hacer crucigramas
o ir de picnic
o visitar a los parientes
o viajar
o hacer la mayoría de las cosas
que hacen.
mutilan minutos
horas,
días,
vidas.
no tienen ni idea de lo
precioso que es un
minuto.
lucho por entender la esencia
de mi tiempo.
eso no significa que
no pueda relajarme
y tomarme una hora libre
pero debe de ser cuando
yo quiera.
luchar por cada minuto es
luchar por lo que es posible en
tu interior,
de manera que tu vida y tu muerte
no sea como la suya.
no seas como ellos
y sobrevivirás.
minuto a
minuto.
Charles Bukowski.
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POEMAS BUKOWSKI
jueves, 5 de agosto de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 8
Volví, le hice el amor a Lydia unas cuantas veces, nos peleamos y salí una mañana del aeropuerto internacional de Los Ángeles para dar una lectura en Arkansas. Tuve la buena suerte de estar solo en el asiento. El capitán se anunció a sí mismo, lo pude oír correctamente, como el capitán Winehead [Cabeza de vino]. Cuando se acercó la azafata le pedí un trago.
Tenía la seguridad de que conocía a una de las azafatas. Vivía en Long Beach, había leído algunos de mis libros y me había escrito una carta incluyendo su foto y número de teléfono. La reconocí de la foto. Nunca había ido a verla, pero la había llamado algunas veces y una noche de borrachera nos habíamos gritado el uno al otro a través del teléfono.
Ella estaba allí de pie tratando de no mirarme mientras yo clavaba mis ojos en su culo y sus pechos y sus piernas.
Nos dieron el almuerzo, vimos el partido de la semana, el vino que servían me
quemaba la garganta y pedí dos Bloody Marys.
Cuando llegamos a Arkansas hice transbordo a un pequeño bimotor. Cuando se pusieron en marcha las hélices, las alas comenzaron a vibrar y a agitarse. Parecía que se fueran a desprender. Despegamos y la azafata preguntó si alguien deseaba una bebida. Para entonces todos necesitábamos una. Ella fue por todo el pasillo tropezando y balanceándose sirviendo las bebidas. Entonces dijo, a voz en grito:
—¡BEBANSELO TODO! ¡VAMOS A ATERRIZAR! —Bebimos y empezamos a aterrizar. Un rato más tarde estábamos otra vez arriba. La azafata preguntó si alguien deseaba una bebida. En ese momento todos necesitábamos una. Entonces dijo, a voz en grito:
—¡BEBAN RÁPIDO! ¡VAMOS A ATERRIZAR!
El profesor Peter James y su mujer, Selma, estaban allí esperándome. Selma
parecía una starlet de cine, pero con mucha más clase.
—Tienes una pinta magnífica —dijo Pete.
—Tu mujer tiene una pinta magnífica.
—Tienes dos horas hasta la lectura.
Pete condujo hasta su casa. Era una casa de dos pisos con el cuarto de invitados en
la planta baja. Pero la planta baja era un sótano. Bajamos por las escaleras y me enseñaron
mi habitación.
—¿Quieres comer algo? —me preguntó Pete.
—No, me parece que voy a vomitar.
Subimos al piso de arriba.
Entre bastidores, justo antes del recital, Pete llenó una jarra con vodka y zumo de
naranja.—Las lecturas las dirige una vieja. Le daría un patatús si se entera de que estás
bebiendo. Es una buena tipa, pero es de las que todavía creen que la poesía es cosa de
puestas de sol y palomas volando —me dijo.
Salí y me puse a leer. Cosa fácil. Eran como cualquier otra audiencia: no sabían cómo reaccionar ante algunos de los mejores poemas, y durante otros se reían cuando no debían. Seguí leyendo y sirviéndome de la jarra.
—¿Qué es lo que está bebiendo?
—Esto —dije—, es naranjada mezclada con vida.
—¿Tiene usted novia?
—Soy virgen.
—¿Por qué decidió hacerse escritor?
—La siguiente pregunta, por favor.
Leí algo más. Les dije que había volado con el capitán cabeza de vino y que había
visto el partido de la semana. Les dije que cuando estaba en buena forma espiritual, después de comer lavaba el plato inmediatamente. Leí algunos poemas más. Leí poemas hasta que la jarra de naranjada quedó vacía. Entonces les dije que daba por terminado el recital. Hubo un rato de firma de autógrafos y luego fuimos a celebrar una fiesta en casa de Pete...
Hice mi danza india, mi danza del vientre y mi danza de Culo-Loco-al-Aire. Es difícil beber cuando bailas. Y es difícil bailar cuando bebes. Pete sabía lo que se hacía. Había puesto sofás y sillones en línea para separar a los bailones de los bebedores. Cada cual podía hacer lo suyo sin molestar a los demás.
Pete se levantó. Miró por toda la habitación a las mujeres.
—¿Cuál quieres? —me preguntó.
—¿Es tan fácil?
—Es simplemente hospitalidad sureña.
Había una en la que me había fijado, algo mayor que las otras, con dientes protuberantes. Pero los dientes protuberaban de una manera perfecta, empujando hacia fuera los labios como una abierta flor apasionada. Deseaba poner mi boca junto a aquella boca. Llevaba una falda corta y a través de sus pantys se revelaban unas buenas piernas que no paraban de cruzarse y descruzarse mientras ella se reía y bebía y trataba de bajarse la falda sin conseguir que se quedara mucho rato tapando nada. Me senté a su lado.
—Hola, yo soy —empecé a decir...
—Sé quién eres. Estuve en tu recital.
—Gracias. Me gustaría comerte el coño. He conseguido hacerlo muy bien. Podría
volverte loca.
—¿Qué piensas de Allen Ginsberg?
—Oye, no cambies de conversación. Quiero tu boca, tus piernas, tu culo...
—Muy bien —dijo ella.
—Te veré pronto. Estoy en el dormitorio de abajo.
Me levanté, la dejé y me serví otra bebida. Un joven de cerca de dos metros de
altura se me acercó.
—Mira, Chinaski, no me creo nada de que andes viviendo en arrabales cochambrosos y conozcas a todos los traficantes de droga, macarras, putas, yonquis, apostadores de caballos, luchadores y borrachos...
—En parte es verdad.
—Todo cuento —dijo, y se fue. Un crítico literario.
Entonces me vino una rubia de unos 19 años con gafitas progres y una ancha
sonrisa. Una sonrisa imperturbable.
—Quiero joder contigo —me dijo—. Es esa cara tuya.
—¿Qué pasa con mi cara?
—Es magnífica. Me gustaría destrozarla con mi coño.
—Podría ocurrir lo contrario.
—No apuestes por ello.
—Tienes razón. Los coños son indestructibles.
Volví al sofá y comencé a jugar con las piernas de la tía con la falda corta y labios
jugosos en flor. Se llamaba Lillian.
Se acabó la fiesta y yo bajé al dormitorio con Lilly. Nos desnudamos y nos sentamos apoyados en las almohadas bebiendo vodka solo y mezclado. Había una radio y estaba sonando. Lilly me contó que había trabajado durante años para que su marido pudiera estudiar sin problemas y que él después de lograr el doctorado, la había abandonado.
—Vaya guarrada —dije.
—¿Tú has estado casado?
—Sí.
—¿Y qué pasó?
—Crueldad mental, según los papeles del divorcio.
—¿Y era verdad?
—Claro que sí, por ambas partes.
Besé a Lilly. Fue tan bueno como me había imaginado. La boca en flor estaba
abierta. Nuestros dientes chocaron, yo chupé los suyos. Nos separamos.
—Creo que tú —me dijo, mirándome con unos bellos y amplios ojos— eres uno de
los dos o tres mejores escritores de hoy en día.
Apagué rápidamente la lámpara. La besé más, jugué con sus pechos y el resto de su cuerpo, luego bajé a su entrepierna. Estaba borracho, pero creo que lo hice bien. Lo malo es que después no pude hacerlo de la otra manera. Bregué y bregué y bregué. Estaba empalmado, pero no me podía correr. Finalmente me eché a un lado y me dispuse a dormir...
Por la mañana Lilly estaba tumbada boca arriba, roncando. Me fui al baño, meé, me lavé los dientes y la cara. Después me arrastré de nuevo hacia la cama. Me la acerqué y empecé a jugar con sus partes. A mí siempre me ponen muy cachondo las resacas, no para besar ni chupar, sino para echar un polvo sin contemplaciones. Joder es la mejor cura para las resacas. Le di unos cuantos pases de manos. Respiraba tan feamente que preferí pasar de su boca de flor. La monté. Soltó un pequeño gemido. Para mí, era de puta madre. No creo que la diese más de veinte envites antes de correrme.
Después de un rato la oí levantarse y meterse en el baño. Lillian. Para cuando
volvió yo le había dado la espalda y estaba ya prácticamente dormido.
Pasados unos 15 minutos salió de la cama y comenzó a vestirse.
—-¿Qué ocurre? —le pregunté.
—Tengo que irme, he de llevar a mis hijos al colegio.
Lillian cerró la puerta y subió las escaleras.
Yo me levanté, entré en el baño y me quedé un rato mirando mi cara en el espejo.
A las diez de la mañana subí a tomar el desayuno. Me encontré con Pete y Selma. Selma tenía un aspecto magnífico. ¿Cómo se podía conseguir una Selma? Los perros de este mundo nunca acababan con una Selma. Los perros sólo acababan con perros. Selma nos sirvió el desayuno. Era hermosa y un hombre la poseía, un profesor universitario. Eso de alguna manera no era justo. Arrebatadores garañones educados. La educación era la nueva divinidad, y los hombres educados los nuevos poderosos hacendados.
—Ha sido un desayuno condenadamente bueno —les dije—, muchas gracias.
—¿Qué tal estuvo Lilly? —me preguntó Pete.
—Lilly estuvo muy bien.
—Esta noche tienes que leer otra vez, ya sabes. Será en un colegio más pequeño,
más conservador.
—De acuerdo, me andaré con cuidado.
—¿Qué vas a leer?
—Material viejo, supongo.
Acabamos nuestro café y fuimos a sentarnos en el salón. Sonó el teléfono. Pete lo
cogió, habló, luego se volvió hacia mí.
—Un tío del periódico local quiere entrevistarte. ¿Qué le digo?
—Dile que sí.
Pete dio la respuesta, luego fue a coger mi último libro y una pluma.
—Pensé que a lo mejor quieres escribir algo aquí para Lilly.
Abrí el libro por la página de título. «Querida Lilly» escribí, «siempre serás parte
de mi vida...
Henry Chinaski»
Tenía la seguridad de que conocía a una de las azafatas. Vivía en Long Beach, había leído algunos de mis libros y me había escrito una carta incluyendo su foto y número de teléfono. La reconocí de la foto. Nunca había ido a verla, pero la había llamado algunas veces y una noche de borrachera nos habíamos gritado el uno al otro a través del teléfono.
Ella estaba allí de pie tratando de no mirarme mientras yo clavaba mis ojos en su culo y sus pechos y sus piernas.
Nos dieron el almuerzo, vimos el partido de la semana, el vino que servían me
quemaba la garganta y pedí dos Bloody Marys.
Cuando llegamos a Arkansas hice transbordo a un pequeño bimotor. Cuando se pusieron en marcha las hélices, las alas comenzaron a vibrar y a agitarse. Parecía que se fueran a desprender. Despegamos y la azafata preguntó si alguien deseaba una bebida. Para entonces todos necesitábamos una. Ella fue por todo el pasillo tropezando y balanceándose sirviendo las bebidas. Entonces dijo, a voz en grito:
—¡BEBANSELO TODO! ¡VAMOS A ATERRIZAR! —Bebimos y empezamos a aterrizar. Un rato más tarde estábamos otra vez arriba. La azafata preguntó si alguien deseaba una bebida. En ese momento todos necesitábamos una. Entonces dijo, a voz en grito:
—¡BEBAN RÁPIDO! ¡VAMOS A ATERRIZAR!
El profesor Peter James y su mujer, Selma, estaban allí esperándome. Selma
parecía una starlet de cine, pero con mucha más clase.
—Tienes una pinta magnífica —dijo Pete.
—Tu mujer tiene una pinta magnífica.
—Tienes dos horas hasta la lectura.
Pete condujo hasta su casa. Era una casa de dos pisos con el cuarto de invitados en
la planta baja. Pero la planta baja era un sótano. Bajamos por las escaleras y me enseñaron
mi habitación.
—¿Quieres comer algo? —me preguntó Pete.
—No, me parece que voy a vomitar.
Subimos al piso de arriba.
Entre bastidores, justo antes del recital, Pete llenó una jarra con vodka y zumo de
naranja.—Las lecturas las dirige una vieja. Le daría un patatús si se entera de que estás
bebiendo. Es una buena tipa, pero es de las que todavía creen que la poesía es cosa de
puestas de sol y palomas volando —me dijo.
Salí y me puse a leer. Cosa fácil. Eran como cualquier otra audiencia: no sabían cómo reaccionar ante algunos de los mejores poemas, y durante otros se reían cuando no debían. Seguí leyendo y sirviéndome de la jarra.
—¿Qué es lo que está bebiendo?
—Esto —dije—, es naranjada mezclada con vida.
—¿Tiene usted novia?
—Soy virgen.
—¿Por qué decidió hacerse escritor?
—La siguiente pregunta, por favor.
Leí algo más. Les dije que había volado con el capitán cabeza de vino y que había
visto el partido de la semana. Les dije que cuando estaba en buena forma espiritual, después de comer lavaba el plato inmediatamente. Leí algunos poemas más. Leí poemas hasta que la jarra de naranjada quedó vacía. Entonces les dije que daba por terminado el recital. Hubo un rato de firma de autógrafos y luego fuimos a celebrar una fiesta en casa de Pete...
Hice mi danza india, mi danza del vientre y mi danza de Culo-Loco-al-Aire. Es difícil beber cuando bailas. Y es difícil bailar cuando bebes. Pete sabía lo que se hacía. Había puesto sofás y sillones en línea para separar a los bailones de los bebedores. Cada cual podía hacer lo suyo sin molestar a los demás.
Pete se levantó. Miró por toda la habitación a las mujeres.
—¿Cuál quieres? —me preguntó.
—¿Es tan fácil?
—Es simplemente hospitalidad sureña.
Había una en la que me había fijado, algo mayor que las otras, con dientes protuberantes. Pero los dientes protuberaban de una manera perfecta, empujando hacia fuera los labios como una abierta flor apasionada. Deseaba poner mi boca junto a aquella boca. Llevaba una falda corta y a través de sus pantys se revelaban unas buenas piernas que no paraban de cruzarse y descruzarse mientras ella se reía y bebía y trataba de bajarse la falda sin conseguir que se quedara mucho rato tapando nada. Me senté a su lado.
—Hola, yo soy —empecé a decir...
—Sé quién eres. Estuve en tu recital.
—Gracias. Me gustaría comerte el coño. He conseguido hacerlo muy bien. Podría
volverte loca.
—¿Qué piensas de Allen Ginsberg?
—Oye, no cambies de conversación. Quiero tu boca, tus piernas, tu culo...
—Muy bien —dijo ella.
—Te veré pronto. Estoy en el dormitorio de abajo.
Me levanté, la dejé y me serví otra bebida. Un joven de cerca de dos metros de
altura se me acercó.
—Mira, Chinaski, no me creo nada de que andes viviendo en arrabales cochambrosos y conozcas a todos los traficantes de droga, macarras, putas, yonquis, apostadores de caballos, luchadores y borrachos...
—En parte es verdad.
—Todo cuento —dijo, y se fue. Un crítico literario.
Entonces me vino una rubia de unos 19 años con gafitas progres y una ancha
sonrisa. Una sonrisa imperturbable.
—Quiero joder contigo —me dijo—. Es esa cara tuya.
—¿Qué pasa con mi cara?
—Es magnífica. Me gustaría destrozarla con mi coño.
—Podría ocurrir lo contrario.
—No apuestes por ello.
—Tienes razón. Los coños son indestructibles.
Volví al sofá y comencé a jugar con las piernas de la tía con la falda corta y labios
jugosos en flor. Se llamaba Lillian.
Se acabó la fiesta y yo bajé al dormitorio con Lilly. Nos desnudamos y nos sentamos apoyados en las almohadas bebiendo vodka solo y mezclado. Había una radio y estaba sonando. Lilly me contó que había trabajado durante años para que su marido pudiera estudiar sin problemas y que él después de lograr el doctorado, la había abandonado.
—Vaya guarrada —dije.
—¿Tú has estado casado?
—Sí.
—¿Y qué pasó?
—Crueldad mental, según los papeles del divorcio.
—¿Y era verdad?
—Claro que sí, por ambas partes.
Besé a Lilly. Fue tan bueno como me había imaginado. La boca en flor estaba
abierta. Nuestros dientes chocaron, yo chupé los suyos. Nos separamos.
—Creo que tú —me dijo, mirándome con unos bellos y amplios ojos— eres uno de
los dos o tres mejores escritores de hoy en día.
Apagué rápidamente la lámpara. La besé más, jugué con sus pechos y el resto de su cuerpo, luego bajé a su entrepierna. Estaba borracho, pero creo que lo hice bien. Lo malo es que después no pude hacerlo de la otra manera. Bregué y bregué y bregué. Estaba empalmado, pero no me podía correr. Finalmente me eché a un lado y me dispuse a dormir...
Por la mañana Lilly estaba tumbada boca arriba, roncando. Me fui al baño, meé, me lavé los dientes y la cara. Después me arrastré de nuevo hacia la cama. Me la acerqué y empecé a jugar con sus partes. A mí siempre me ponen muy cachondo las resacas, no para besar ni chupar, sino para echar un polvo sin contemplaciones. Joder es la mejor cura para las resacas. Le di unos cuantos pases de manos. Respiraba tan feamente que preferí pasar de su boca de flor. La monté. Soltó un pequeño gemido. Para mí, era de puta madre. No creo que la diese más de veinte envites antes de correrme.
Después de un rato la oí levantarse y meterse en el baño. Lillian. Para cuando
volvió yo le había dado la espalda y estaba ya prácticamente dormido.
Pasados unos 15 minutos salió de la cama y comenzó a vestirse.
—-¿Qué ocurre? —le pregunté.
—Tengo que irme, he de llevar a mis hijos al colegio.
Lillian cerró la puerta y subió las escaleras.
Yo me levanté, entré en el baño y me quedé un rato mirando mi cara en el espejo.
A las diez de la mañana subí a tomar el desayuno. Me encontré con Pete y Selma. Selma tenía un aspecto magnífico. ¿Cómo se podía conseguir una Selma? Los perros de este mundo nunca acababan con una Selma. Los perros sólo acababan con perros. Selma nos sirvió el desayuno. Era hermosa y un hombre la poseía, un profesor universitario. Eso de alguna manera no era justo. Arrebatadores garañones educados. La educación era la nueva divinidad, y los hombres educados los nuevos poderosos hacendados.
—Ha sido un desayuno condenadamente bueno —les dije—, muchas gracias.
—¿Qué tal estuvo Lilly? —me preguntó Pete.
—Lilly estuvo muy bien.
—Esta noche tienes que leer otra vez, ya sabes. Será en un colegio más pequeño,
más conservador.
—De acuerdo, me andaré con cuidado.
—¿Qué vas a leer?
—Material viejo, supongo.
Acabamos nuestro café y fuimos a sentarnos en el salón. Sonó el teléfono. Pete lo
cogió, habló, luego se volvió hacia mí.
—Un tío del periódico local quiere entrevistarte. ¿Qué le digo?
—Dile que sí.
Pete dio la respuesta, luego fue a coger mi último libro y una pluma.
—Pensé que a lo mejor quieres escribir algo aquí para Lilly.
Abrí el libro por la página de título. «Querida Lilly» escribí, «siempre serás parte
de mi vida...
Henry Chinaski»
Etiquetas:
CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
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