Un ruido me despertó. Todavía no había mucha luz. Cecilia estaba de pie,
vistiéndose.
Miré mi reloj.
—Son las cinco de la mañana. ¿Qué estás haciendo?
—Quiero ver salir el sol. ¡Adoro las salidas de sol!
—Se nota que no bebes.
—Volveré. Desayunaremos juntos.
—No he sido capaz de tomar un desayuno durante cuarenta años.
—Voy a ver el amanecer, Hank.
Encontré una botella de cerveza sin abrir. Estaba caliente. La abrí y me la bebí.
Luego me dormí.
A las 10:30 de la mañana, alguien llamó a la puerta.
—Adelante.
Eran Bobby, Valerie y Cecilia.
—Acabamos de desayunar —dijo Bobby.
—Ahora Cecilia quiere ir a dar un paseo por la playa con los pies descalzos —dijo
Valerie.—Nunca había visto el Océano Pacífico, Hank. ¡Es t an bonito!
—Me vestiré...
Caminamos por la playa. Cecilia parecía feliz. Cuando las olas llegaban hasta sus
pies gritaba.
—Seguid vosotros —les dije—, yo voy a buscar un bar.
—Voy contigo —dijo Bobby.
—Yo vigilaré a Cecilia —dijo Valerie...
Encontramos un bar cercano. Había sólo dos sitios vacíos. Nos sentamos. Bobby
tenía a su lado un hombre. Yo, una mujer. Pedimos nuestras bebidas.
La mujer que estaba junto a mí tendría unos 26 o 27 años. Algo la había desgastado, sus ojos y boca parecían cansados, pero a pesar de ello mantenía una expresión firme. Su pelo era oscuro y bien peinado. Llevaba una falda y tenía buenas piernas. Su alma era puro topacio y podías verlo en sus ojos. Pegué mi pierna a la suya. Ella no la apartó. Acabé mi bebida.
—Invítame a una copa —le dije.
Ella llamó al camarero.
—Un vodka-7 para el caballero —le dijo.
—Gracias...
—Babette.
—Gracias, Babette. Me llamo Henry Chinaski, escritor alcohólico.
—Nunca he oído hablar de ti.
—Lo mismo da.
—Tengo una tienda junto a la playa. Joyas y baratijas. Sobre todo baratijas y
porquerías.
—En eso nos parecemos. Yo escribo muchas porquerías.
—¿Si eres tan mal escritor, por qué no lo dejas?
—Necesito comida, refugio y ropa. Invítame a otra copa.
Babette hizo un gesto al camarero y recibí una nueva copa.
Apretamos juntas nuestras piernas.
—Soy una rata —le dije—, estoy estreñido y no se me levanta.
—No sé nada de tus intestinos, pero eres una rata y sí se te levanta.
—¿Cuál es tu número de teléfono?
Babette buscó una pluma dentro de su bolso.
Entonces entraron Cecilia y Valerie.
—Oh —dijo Valerie—, aquí están estos cabritos. Te lod ije. ¡En el bar más
cercano!
Babette se deslizó de su asiento. Salió por la puerta. La vi a través de la luna. Se alejaba por la acera y tenía todo un cuerpo. Era elástico y esbelto. Resbalaba contra el viento. Luego desapareció.
martes, 30 de noviembre de 2010
lunes, 29 de noviembre de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 80
Continuamos bebiendo. Cecilia tomó sólo una más y paró.
—Quiero salir a contemplar la luna y las estrellas —dijo—. ¡Es todo tan hermoso
ahí afuera!
—Está bien, Cecilia.
Salió junto a la piscina y se sentó en una silla de mimbre.
—Ahora sé por qué murió Bill —dije—. Murió desamparado, hambriento. Esta tipa
no se enrolla para nada.
—Ella dijo algo parecido de ti durante la cena, cuando estabas en el lavabo —dijo Valerie—. Dijo: «Oh, los poemas de Hank están tan llenos de pasión, pero como persona no llega a tanto».
—Dios y yo no siempre elegimos el mismo caballo.
—¿Ya te la has jodido? —me preguntó Bobby.
—No.
—¿Cómo era Keesing?
—Estupendo. Pero me pregunto cómo pudo aguantar con ella. Quizás la codeína y
las píldoras ayudasen. Tal vez era como una especie de superenfermera para él.
—Que se joda —dijo Bobby—, vamos a beber.
—Sí. Si tuviese que elegir entre beber y joder, creo que dejaría de joder.
—El joder causa problemas —dijo Valerie.
—Cuando mi mujer está fuera jodiéndose a algún otro, yo me pongo mi pijama, me
echo las colchas encima y me pongo a dormir —dijo Bobby.
—Es un tío frío —dijo Valerie.
—Ninguno de nosotros sabe bien cómo usar del sexo, qué hacer con él —dije yo—.
Para la mayoría de la gente el sexo es sólo un juguete, para echarlo a correr.
—¿Qué hay del amor? —preguntó Valerie.
—El amor está bien para aquellos que pueden soportar una sobrecarga psíquica. Es como tratar de llevar sobre tus espaldas un cubo lleno de basura a través de una enorme riada de orina.
—¡Oh, no es tan malo!
—El amor es una forma de prejuicio. Tengo muchos otros prejuicios.
Valerie se acercó a la ventana.
—La gente está de juerga, tirándose en pelotas a la piscina, y ella está ahí sentada
contemplando la luna.
—Su hombre acaba de morir —dijo Bobby—, dale un respiro.
Cogí mi botella y me fui al dormitorio. Me quité los calzones y me eché en la cama. Nada estaba en armonía. La gente sólo abrazaba a ciegas lo que se le pusiese delante: comunismo, comida natural, zen, surfing, ballet, hipnotismo, terapia de grupo, orgías, paseos en bicicleta, hierbas, catolicismo, adelgazamiento, viajes, psicodelia, vegetarianismo, la India, pintar, escribir, esculpir, componer, conducir, yoga, copular, apostar, beber, andar por ahí, yogurt helado, Beethoven, Bach, Buda, Cristo, jugo de zanahorias, suicidio, trajes hechos a mano, viajes en jet, Nueva York, y de repente todo ello se evaporaba y se perdía. La gente tenía que encontrar cosas que hacer mientras esperaba la muerte. Supongo que estaba bien poder elegir.
Yo hice mi elección. Cogí la botella de vodka y me pegué un buen trago. Los rusos
conocían el tema.
Se abrió la puerta y entró Cecilia. Tenía buena pinta con su cuerpo compacto. La mayoría de las mujeres americanas eran o bien muy delgadas o elefantiásicas. Si les dabas fuerte, algo se les rompía y se convertían en neuróticas y sus hombres en deportistas o alcohólicos u obsesos por los coches. Los noruegos, los islandeses, los finlandeses sabían cómo debía estar construida una mujer: amplia y sólida, con un gran trasero, grandes caderas, grandes flancos blancos, grandes cabezas, grandes bocas, grandes tetas, mucho pelo, grandes ojos, grandes agujeros de nariz, y abajo en el centro, lo bastante grande y lo bastante pequeño.
—Hola, Cecilia, ven a la cama.
—Se está muy bien ahí fuera por la noche.
—Supongo que sí. Ven a decirme hola.
Entró en el baño. Apagué la luz del dormitorio.
Salió pasado un rato. La sentí subir a la cama. Estaba oscuro, pero algo de luz pasaba a través de las cortinas. Cogí la botella, se la pasé. Tomé un pequeño sorbo, luego me la devolvió. Estábamos sentados, apoyados con las almohadas en la cabecera. Nuestros muslos estaban pegados.
—Hank, la luz era como una tenue pincelada. Pero las estrellas eran brillantes y
hermosas. Te hace pensar, ¿no crees?
—Sí.
—Algunas de esas estrellas llevan muertas millones de años luz y todavía podemos
verlas.
Me acerqué a ella y atraje su cabeza. Su boca se abrió. Estaba húmeda y fresca.
—Cecilia, vamos a joder.
—No quiero.
En cierto modo yo tampoco quería. Creo que lo había dicho por eso.
—¿No quieres? ¿Entonces por qué besas así?
—Creo que la gente debe esperar a conocerse. —Algunas veces no hace falta mucho tiempo. —No quiero hacerlo.
Salté de la cama, me puse mis calzones y llamé a la puerta de Bobby y Valerie.
—¿Qué pasa? —preguntó Bobby.
—No quiere joder conmigo.
—¿Y qué?
—Vamos a nadar un poco.
—Es tarde. La piscina está cerrada.
—¿Cerrada? Hay agua, ¿no?
—Me refiero a que están apagadas las luces.
—Me parece bien, ella no quiere joder conmigo.
—No tienes traje de baño.
—Tengo mis calzones.
—Muy bien, espera un momento...
Bobby y Valerie salieron con unos bonitos trajes de baño perfectamente ajustados.
Bobby me pasó un porro de colombiana y yo le di una calada.
—¿Qué pasa con Cecilia?
—Química cristiana.
Fuimos a la piscina. Era verdad, las luces estaban apagadas. Bobby y Valerie se tiraron juntos a la piscina. Yo me senté al borde, con las piernas metidas, bebiendo a morro de la botella de vodka.
Bobby y Valerie salieron juntos a la superficie. Bobby se vino nadando hasta el
borde de la piscina. Tiró de uno de mis tobillos.
—¡Vamos, so mierda! ¡Muestra tus cojones! ¡ÉCHATE!
Tomé otro trago de vodka, luego dejé la botella. No me tiré. Entré con cuidado poco a poco. Luego me solté. Era extraña la sensación del agua a oscuras. Me sumergí lentamente hacia el fondo. Medía uno noventa y pesaba más de cien kilos. Esperé a tocar el fondo y entonces subir dándome impulso. ¿Dóndeesta ba el fondo? Allí estaba, y a mí apenas me quedaba oxígeno. Me impulsé. Subí lentamente. Finalmente rompí la superficie.
—¡Que se mueran todas las putas que me han tenido entre sus piernas! —grité.
Se abrió una puerta y un hombre salió corriendo de un apartamento de la planta
baja. Era el administrador.
—¡Hey, no se permite nadar a estas horas de la noche! ¡Las luces de la piscina
están apagadas!
Nadé hasta donde él estaba, llegué al borde de la piscina y le miré.
—Oye, mamón, me bebo dos barriles de cerveza diarios y soy luchador profesional. Soy por naturaleza un sera mab le, ¡pero pienso nadar a estas horas y quiero esas luces ENCENDIDAS! ¡AHORA! ¡Sólo te lo voy a decir una vez!
Me alejé nadando.
Las luces se encendieron. La piscina se iluminó brillantemente. Era mágico. Me acerqué hasta donde estaba el vodka, lo agarré y tomé un buen trago. La botella estaba ya casi vacía. Miré hacia abajo y vi a Valerie y Bobby nadando en círculos entre sí bajo el agua. Eran buenos haciendo esas cosas, ligeros y ágiles. Qué raro que todo el mundo fuera más joven que yo.
Acabamos con la piscina. Me dirigí a la puerta del administrador con mis calzones
mojados y llamé. Abrió la puerta. Me gustaba.
—Eh, colega, ya puedes quitar las luces. He acabado de nadar. Eres un buen tipo,
hombre, un buen tipo.
Regresamos al apartamento.
—Tómate una copa con nosotros —dijo Bobby—, sé que estás algo jodido.
Entré y me tomé dos.
Valerie dijo:
—¡Mira, Hank, tú y tusmu je re s! No puedes jodértelas a todas, ¿lo sabes?
—¡Victoria o muerte!
—Duérmela, Hank.
—Buenas noches, chicos, y gracias...
Volví a mi dormitorio. Cecilia estaba tumbada boca arriba y estaba roncando,
«Gzzz, gzzz, ggzzz»...
Me pareciógo rda . Me quité los calzones húmedos, subí a la cama y le sacudí el
hombro.
—Cecilia, ¡estás RONCANDO!
—Oooh, oooh... lo siento.
—Está bien, Cecilia. Es igual que si estuviésemos casados. Ya te cogeré por la
mañana cuando esté más fresco.
—Quiero salir a contemplar la luna y las estrellas —dijo—. ¡Es todo tan hermoso
ahí afuera!
—Está bien, Cecilia.
Salió junto a la piscina y se sentó en una silla de mimbre.
—Ahora sé por qué murió Bill —dije—. Murió desamparado, hambriento. Esta tipa
no se enrolla para nada.
—Ella dijo algo parecido de ti durante la cena, cuando estabas en el lavabo —dijo Valerie—. Dijo: «Oh, los poemas de Hank están tan llenos de pasión, pero como persona no llega a tanto».
—Dios y yo no siempre elegimos el mismo caballo.
—¿Ya te la has jodido? —me preguntó Bobby.
—No.
—¿Cómo era Keesing?
—Estupendo. Pero me pregunto cómo pudo aguantar con ella. Quizás la codeína y
las píldoras ayudasen. Tal vez era como una especie de superenfermera para él.
—Que se joda —dijo Bobby—, vamos a beber.
—Sí. Si tuviese que elegir entre beber y joder, creo que dejaría de joder.
—El joder causa problemas —dijo Valerie.
—Cuando mi mujer está fuera jodiéndose a algún otro, yo me pongo mi pijama, me
echo las colchas encima y me pongo a dormir —dijo Bobby.
—Es un tío frío —dijo Valerie.
—Ninguno de nosotros sabe bien cómo usar del sexo, qué hacer con él —dije yo—.
Para la mayoría de la gente el sexo es sólo un juguete, para echarlo a correr.
—¿Qué hay del amor? —preguntó Valerie.
—El amor está bien para aquellos que pueden soportar una sobrecarga psíquica. Es como tratar de llevar sobre tus espaldas un cubo lleno de basura a través de una enorme riada de orina.
—¡Oh, no es tan malo!
—El amor es una forma de prejuicio. Tengo muchos otros prejuicios.
Valerie se acercó a la ventana.
—La gente está de juerga, tirándose en pelotas a la piscina, y ella está ahí sentada
contemplando la luna.
—Su hombre acaba de morir —dijo Bobby—, dale un respiro.
Cogí mi botella y me fui al dormitorio. Me quité los calzones y me eché en la cama. Nada estaba en armonía. La gente sólo abrazaba a ciegas lo que se le pusiese delante: comunismo, comida natural, zen, surfing, ballet, hipnotismo, terapia de grupo, orgías, paseos en bicicleta, hierbas, catolicismo, adelgazamiento, viajes, psicodelia, vegetarianismo, la India, pintar, escribir, esculpir, componer, conducir, yoga, copular, apostar, beber, andar por ahí, yogurt helado, Beethoven, Bach, Buda, Cristo, jugo de zanahorias, suicidio, trajes hechos a mano, viajes en jet, Nueva York, y de repente todo ello se evaporaba y se perdía. La gente tenía que encontrar cosas que hacer mientras esperaba la muerte. Supongo que estaba bien poder elegir.
Yo hice mi elección. Cogí la botella de vodka y me pegué un buen trago. Los rusos
conocían el tema.
Se abrió la puerta y entró Cecilia. Tenía buena pinta con su cuerpo compacto. La mayoría de las mujeres americanas eran o bien muy delgadas o elefantiásicas. Si les dabas fuerte, algo se les rompía y se convertían en neuróticas y sus hombres en deportistas o alcohólicos u obsesos por los coches. Los noruegos, los islandeses, los finlandeses sabían cómo debía estar construida una mujer: amplia y sólida, con un gran trasero, grandes caderas, grandes flancos blancos, grandes cabezas, grandes bocas, grandes tetas, mucho pelo, grandes ojos, grandes agujeros de nariz, y abajo en el centro, lo bastante grande y lo bastante pequeño.
—Hola, Cecilia, ven a la cama.
—Se está muy bien ahí fuera por la noche.
—Supongo que sí. Ven a decirme hola.
Entró en el baño. Apagué la luz del dormitorio.
Salió pasado un rato. La sentí subir a la cama. Estaba oscuro, pero algo de luz pasaba a través de las cortinas. Cogí la botella, se la pasé. Tomé un pequeño sorbo, luego me la devolvió. Estábamos sentados, apoyados con las almohadas en la cabecera. Nuestros muslos estaban pegados.
—Hank, la luz era como una tenue pincelada. Pero las estrellas eran brillantes y
hermosas. Te hace pensar, ¿no crees?
—Sí.
—Algunas de esas estrellas llevan muertas millones de años luz y todavía podemos
verlas.
Me acerqué a ella y atraje su cabeza. Su boca se abrió. Estaba húmeda y fresca.
—Cecilia, vamos a joder.
—No quiero.
En cierto modo yo tampoco quería. Creo que lo había dicho por eso.
—¿No quieres? ¿Entonces por qué besas así?
—Creo que la gente debe esperar a conocerse. —Algunas veces no hace falta mucho tiempo. —No quiero hacerlo.
Salté de la cama, me puse mis calzones y llamé a la puerta de Bobby y Valerie.
—¿Qué pasa? —preguntó Bobby.
—No quiere joder conmigo.
—¿Y qué?
—Vamos a nadar un poco.
—Es tarde. La piscina está cerrada.
—¿Cerrada? Hay agua, ¿no?
—Me refiero a que están apagadas las luces.
—Me parece bien, ella no quiere joder conmigo.
—No tienes traje de baño.
—Tengo mis calzones.
—Muy bien, espera un momento...
Bobby y Valerie salieron con unos bonitos trajes de baño perfectamente ajustados.
Bobby me pasó un porro de colombiana y yo le di una calada.
—¿Qué pasa con Cecilia?
—Química cristiana.
Fuimos a la piscina. Era verdad, las luces estaban apagadas. Bobby y Valerie se tiraron juntos a la piscina. Yo me senté al borde, con las piernas metidas, bebiendo a morro de la botella de vodka.
Bobby y Valerie salieron juntos a la superficie. Bobby se vino nadando hasta el
borde de la piscina. Tiró de uno de mis tobillos.
—¡Vamos, so mierda! ¡Muestra tus cojones! ¡ÉCHATE!
Tomé otro trago de vodka, luego dejé la botella. No me tiré. Entré con cuidado poco a poco. Luego me solté. Era extraña la sensación del agua a oscuras. Me sumergí lentamente hacia el fondo. Medía uno noventa y pesaba más de cien kilos. Esperé a tocar el fondo y entonces subir dándome impulso. ¿Dóndeesta ba el fondo? Allí estaba, y a mí apenas me quedaba oxígeno. Me impulsé. Subí lentamente. Finalmente rompí la superficie.
—¡Que se mueran todas las putas que me han tenido entre sus piernas! —grité.
Se abrió una puerta y un hombre salió corriendo de un apartamento de la planta
baja. Era el administrador.
—¡Hey, no se permite nadar a estas horas de la noche! ¡Las luces de la piscina
están apagadas!
Nadé hasta donde él estaba, llegué al borde de la piscina y le miré.
—Oye, mamón, me bebo dos barriles de cerveza diarios y soy luchador profesional. Soy por naturaleza un sera mab le, ¡pero pienso nadar a estas horas y quiero esas luces ENCENDIDAS! ¡AHORA! ¡Sólo te lo voy a decir una vez!
Me alejé nadando.
Las luces se encendieron. La piscina se iluminó brillantemente. Era mágico. Me acerqué hasta donde estaba el vodka, lo agarré y tomé un buen trago. La botella estaba ya casi vacía. Miré hacia abajo y vi a Valerie y Bobby nadando en círculos entre sí bajo el agua. Eran buenos haciendo esas cosas, ligeros y ágiles. Qué raro que todo el mundo fuera más joven que yo.
Acabamos con la piscina. Me dirigí a la puerta del administrador con mis calzones
mojados y llamé. Abrió la puerta. Me gustaba.
—Eh, colega, ya puedes quitar las luces. He acabado de nadar. Eres un buen tipo,
hombre, un buen tipo.
Regresamos al apartamento.
—Tómate una copa con nosotros —dijo Bobby—, sé que estás algo jodido.
Entré y me tomé dos.
Valerie dijo:
—¡Mira, Hank, tú y tusmu je re s! No puedes jodértelas a todas, ¿lo sabes?
—¡Victoria o muerte!
—Duérmela, Hank.
—Buenas noches, chicos, y gracias...
Volví a mi dormitorio. Cecilia estaba tumbada boca arriba y estaba roncando,
«Gzzz, gzzz, ggzzz»...
Me pareciógo rda . Me quité los calzones húmedos, subí a la cama y le sacudí el
hombro.
—Cecilia, ¡estás RONCANDO!
—Oooh, oooh... lo siento.
—Está bien, Cecilia. Es igual que si estuviésemos casados. Ya te cogeré por la
mañana cuando esté más fresco.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
domingo, 28 de noviembre de 2010
POEMA PARA EL LIMPIABOTAS de CHARLES BUKOWSKI
Equilibrio es el que mantienen los caracoles que trepan
por los acantilados de Santa Mónica;
Suerte es bajar andando la Western Avenue
y que las chicas de una sala de masajes
te griten, "Hola cariño".
El milagro es tener cinco mujeres enamoradas de ti
a los 55 años,
y lo bueno es que sólo puedas
amar a una de ellas.
El regalo es tener una hija más buena
que tú, con una sonrisa mejor que la tuya.
La calma te la da conducir un
Volkswagen azul del 67 a través de las calles
como un adolescente, escuchando
-El anfitrión que más te quiere- en la radio,
disfrutando del sol, disfrutando del fuerte zumbido
de un motor reconstruido
mientras serpenteas en el tráfico.
La bendición es que te guste la música rock,
la música clásica, el jazz...
Todo lo que contenga la energía original
del placer.
Y la probabilidad que retorna
es la tristeza profunda por debajo
de ti, por encima de ti
entre paredes como guillotinas
furioso por el teléfono que suena
o los pasos de alguien que pasa;
pero la otra probabilidad
(el extremo melodioso que siempre viene a continuación)
hace que la cajera del
supermercado se parezca a
Marilyn,
a Jackie antes de que acabaran con su amante de Harvard
a la chica del Instituto a la que todos
seguíamos hasta su casa.
Está lo que te ayuda a creer
en algo más aparte de la muerte:
alguien que se acerca en un coche
por una calle demasiado estrecha
y se corre a un lado para dejarte pasar,
o el viejo boxeador Beau Jack
limpiando zapatos
después de derrochar todo el fajo de billetes
en fiestas,
en mujeres,
en parásitos,
tarareando,
respirando sobre el cuero
dándole al trapo,
levantando los ojos y diciendo:
"¡Que chingados!. Lo disfruté una temporada
que me quiten
lo bailado".
Algunas veces soy amargo
pero en general el sabor ha sido
dulce, sólo que no me he atrevido
a decirlo. Es como
cuando tu mujer te dice:
"Dime que me quieres" y tú
no puedes.
Si me ves sonreír en
mi Volkswagen azul
pasándome un semáforo en ámbar
conduciendo rumbo al sol
es que estoy atrapado en
los brazos de una
vida loca
pensando en los artistas del trapecio
en los enanos con grandes puros
en un invierno ruso a principios de los años ´40,
en Chopin, con su bagaje de tierra polaca
en una vieja camarera que me trae una
taza extra de café y
se ríe mientras lo hace.
Lo mejor de ti
me gusta más de lo que crees
los demás no cuentan
a no ser porque tienen dedos y cabezas
y algunos tienen ojos
y la mayoría tienen piernas
y todos ellos
tienen sueños buenos y malos
y un camino por recorrer.
La justicia está en todas partes y funciona
y las ametralladoras y los billetes
y los cercos
lo demuestran.
Charles Bukowski.
por los acantilados de Santa Mónica;
Suerte es bajar andando la Western Avenue
y que las chicas de una sala de masajes
te griten, "Hola cariño".
El milagro es tener cinco mujeres enamoradas de ti
a los 55 años,
y lo bueno es que sólo puedas
amar a una de ellas.
El regalo es tener una hija más buena
que tú, con una sonrisa mejor que la tuya.
La calma te la da conducir un
Volkswagen azul del 67 a través de las calles
como un adolescente, escuchando
-El anfitrión que más te quiere- en la radio,
disfrutando del sol, disfrutando del fuerte zumbido
de un motor reconstruido
mientras serpenteas en el tráfico.
La bendición es que te guste la música rock,
la música clásica, el jazz...
Todo lo que contenga la energía original
del placer.
Y la probabilidad que retorna
es la tristeza profunda por debajo
de ti, por encima de ti
entre paredes como guillotinas
furioso por el teléfono que suena
o los pasos de alguien que pasa;
pero la otra probabilidad
(el extremo melodioso que siempre viene a continuación)
hace que la cajera del
supermercado se parezca a
Marilyn,
a Jackie antes de que acabaran con su amante de Harvard
a la chica del Instituto a la que todos
seguíamos hasta su casa.
Está lo que te ayuda a creer
en algo más aparte de la muerte:
alguien que se acerca en un coche
por una calle demasiado estrecha
y se corre a un lado para dejarte pasar,
o el viejo boxeador Beau Jack
limpiando zapatos
después de derrochar todo el fajo de billetes
en fiestas,
en mujeres,
en parásitos,
tarareando,
respirando sobre el cuero
dándole al trapo,
levantando los ojos y diciendo:
"¡Que chingados!. Lo disfruté una temporada
que me quiten
lo bailado".
Algunas veces soy amargo
pero en general el sabor ha sido
dulce, sólo que no me he atrevido
a decirlo. Es como
cuando tu mujer te dice:
"Dime que me quieres" y tú
no puedes.
Si me ves sonreír en
mi Volkswagen azul
pasándome un semáforo en ámbar
conduciendo rumbo al sol
es que estoy atrapado en
los brazos de una
vida loca
pensando en los artistas del trapecio
en los enanos con grandes puros
en un invierno ruso a principios de los años ´40,
en Chopin, con su bagaje de tierra polaca
en una vieja camarera que me trae una
taza extra de café y
se ríe mientras lo hace.
Lo mejor de ti
me gusta más de lo que crees
los demás no cuentan
a no ser porque tienen dedos y cabezas
y algunos tienen ojos
y la mayoría tienen piernas
y todos ellos
tienen sueños buenos y malos
y un camino por recorrer.
La justicia está en todas partes y funciona
y las ametralladoras y los billetes
y los cercos
lo demuestran.
Charles Bukowski.
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POEMAS BUKOWSKI
sábado, 27 de noviembre de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 79
Bobby y Valerie vinieron y yo los presenté.
—Valerie y yo vamos a coger unas vacaciones y alquilar unas habitaciones junto al mar en Manhattan Beach —dijo Bobby—. ¿Por qué no os venís vosotros? Podemos partirnos el alquiler. Hay dos dormitorios.
—No, Bobby, creo que no.
—¡Oh, Hank, por favor! —dijo Cecilia—. ¡Adoro el mar! Hank, si vamos allí,
hasta beberé contigo. ¡Lo prometo!
—De acuerdo, Cecilia.
—Fantástico —dijo Bobby—, nos vamos esta tarde. Os recogeremos hacia las seis.
Cenaremos juntos.
—Eso suena bien —dijo Cecilia.
—Es divertido comer con Hank —dijo Valerie—. La última vez que salimos con él fuimos a este sitio de lujo y nada más entrar le dijo al maître: «¡Quiero una ensalada de col y patatas fritas para mis amigos aquí al momento! Doble de cada. ¡Y no le eche agua a las bebidas o me quedo con su chaquetilla y corbata!»
—¡No puedoe sp e ra r! —dijo Cecilia.
Cecilia quiso dar un paseo alrededor de las dos. Atravesamos el patio. Vio las caléndulas. Se dirigió a una mata y metió la cara entre las flores, acariciándolas con los dedos.
—¡Oh, son tanb on ita s!
—Se estánmu riend o , Cecilia. ¿No ves lo mustias que están? La contaminación las
está matando.
Caminamos bajo las palmeras.
—¡Hay pájaros por todas partes! ¡Centenares de pájaros, Hank!
—Y docenas de gatos.
Fuimos hasta Manhattan Beach con Bobby y Valerie, nos instalamos en nuestro apartamento frente al mar y salimos a cenar. La cena estuvo bien. Cecilia se tomó una copa durante la cena y explicó su vegetarianismo. Tomó sopa, ensalada y yogurt; los demás tomamos filetes, patatas fritas, pan francés y ensalada. Bobby y Valerie robaron los frascos de la sal y la pimienta, dos cuchillos para carne y la propina que yo le había dejado al camarero.
Hicimos una parada para comprar licor, hielo y cigarrillos, luego regresamos al apartamento. Su única copa había puesto a Cecilia soltando risas y hablando sin parar. Ahora estaba explicándonos que los animales también tenían alma. Nadie se lo discutió. Era posible, lo sabíamos. De lo que no estábamos seguros era de si la teníamos nosotros.
—Valerie y yo vamos a coger unas vacaciones y alquilar unas habitaciones junto al mar en Manhattan Beach —dijo Bobby—. ¿Por qué no os venís vosotros? Podemos partirnos el alquiler. Hay dos dormitorios.
—No, Bobby, creo que no.
—¡Oh, Hank, por favor! —dijo Cecilia—. ¡Adoro el mar! Hank, si vamos allí,
hasta beberé contigo. ¡Lo prometo!
—De acuerdo, Cecilia.
—Fantástico —dijo Bobby—, nos vamos esta tarde. Os recogeremos hacia las seis.
Cenaremos juntos.
—Eso suena bien —dijo Cecilia.
—Es divertido comer con Hank —dijo Valerie—. La última vez que salimos con él fuimos a este sitio de lujo y nada más entrar le dijo al maître: «¡Quiero una ensalada de col y patatas fritas para mis amigos aquí al momento! Doble de cada. ¡Y no le eche agua a las bebidas o me quedo con su chaquetilla y corbata!»
—¡No puedoe sp e ra r! —dijo Cecilia.
Cecilia quiso dar un paseo alrededor de las dos. Atravesamos el patio. Vio las caléndulas. Se dirigió a una mata y metió la cara entre las flores, acariciándolas con los dedos.
—¡Oh, son tanb on ita s!
—Se estánmu riend o , Cecilia. ¿No ves lo mustias que están? La contaminación las
está matando.
Caminamos bajo las palmeras.
—¡Hay pájaros por todas partes! ¡Centenares de pájaros, Hank!
—Y docenas de gatos.
Fuimos hasta Manhattan Beach con Bobby y Valerie, nos instalamos en nuestro apartamento frente al mar y salimos a cenar. La cena estuvo bien. Cecilia se tomó una copa durante la cena y explicó su vegetarianismo. Tomó sopa, ensalada y yogurt; los demás tomamos filetes, patatas fritas, pan francés y ensalada. Bobby y Valerie robaron los frascos de la sal y la pimienta, dos cuchillos para carne y la propina que yo le había dejado al camarero.
Hicimos una parada para comprar licor, hielo y cigarrillos, luego regresamos al apartamento. Su única copa había puesto a Cecilia soltando risas y hablando sin parar. Ahora estaba explicándonos que los animales también tenían alma. Nadie se lo discutió. Era posible, lo sabíamos. De lo que no estábamos seguros era de si la teníamos nosotros.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
viernes, 26 de noviembre de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 78
Aquella noche me las arreglé para meterle dos o tres copas a Cecilia. Se olvidó de sí misma, cruzó altas las piernas y yo pude ver buena cantidad de flanco. Buen género. Duradero. Una ternera de mujer, con tetas y ojos de ternera. Había donde agarrar. Keesing había tenido buen ojo.
Ella estaba en contra de matar animales, no comía carne. Supongo que tenía bastante carne consigo misma. Todo era hermoso, me contaba, teníamos toda esta belleza en el mundo y todo lo que teníamos que hacer era inclinarnos y tocarla, estaba toda allí y
era toda nuestra para tomarla.
—Tienes razón, Cecilia —dije yo—, tómate otra copa.
—No, me marea.
—¿Qué hay de malo en marearse un poco?
Cecilia cruzó otra vez las piernas y sus muslos refulgieron. Se escapaban de la falda
relampagueando.
Bill, no puedes usarla ahora. Eras un buen poeta, Bill, pero qué coño, dejaste tras de
ti algo más que la poesía. Y tu poesía nunca tenía muslos y caderas como ésta.
Cecilia se tomó otra copa, luego lo dejó. Yo seguí.
¿De dónde venían las mujeres? La reserva era inacabable. Cada una de ellas era individual, diferente. Sus chochos eran diferentes, sus besos eran diferentes, sus pechos eran diferentes, pero ningún hombre podía bebérselas todas, eran demasiadas, cruzando sus piernas, volviendo locos a los hombres. ¡Vaya un festín!
—Quiero ir a la playa. ¿Me vas a llevar a la playa. Hank?
—¿Esta noche?
—No, no esta noche, pero sí antes de que me vaya.
—De acuerdo.
Cecilia habló de cómo habían abusado del indio americano. Luego me dijo que escribía, pero que nunca había querido publicar. Lo tenía todo en un cuaderno. Bill la había animado y ayudado con algunas de sus cosas. Ella le había ayudado a trasegar con la universidad. Por supuesto, sus conocimientos también habían ayudado. Y nunca faltaba codeína, siempre había estado enganchado con la codeína. Ella había amenazado con abandonarle una y otra vez, pero no consiguió nada. Ahora...
—Bébete esto, Cecilia —dije yo—, te ayudará a olvidar.
Le serví uno bien grande.
—¡Oh, no puedo beber todo eso!
—Cruza las piernas más alto. Déjame ver más tus piernas.
—Bill nunca me hablaba así.
Seguí bebiendo. Cecilia siguió hablando. Pasado un rato dejé de escuchar. Vino la
medianoche y se fue. Llegó la madrugada.
—Oye, Cecilia, vámonos a la cama. Estoy trompa.
Entré en el dormitorio, me desnudé y me metí bajo las sábanas. La oí entrar y meterse en el baño. Apagué la luz del dormitorio. Ella salió pronto y sentí cómo se metía por el otro lado de la cama.
—Buenas noches, Cecilia —dije.
La atraje hacia mí. Estaba desnuda. Jesús, pensé. Nos besamos. Besaba muy bien.
Fue un beso largo y cálido. Acabamos.
—Cecilia.
—¿Sí?
—Joderemos otro día. Me eché a un lado y me puse a dormir.
Ella estaba en contra de matar animales, no comía carne. Supongo que tenía bastante carne consigo misma. Todo era hermoso, me contaba, teníamos toda esta belleza en el mundo y todo lo que teníamos que hacer era inclinarnos y tocarla, estaba toda allí y
era toda nuestra para tomarla.
—Tienes razón, Cecilia —dije yo—, tómate otra copa.
—No, me marea.
—¿Qué hay de malo en marearse un poco?
Cecilia cruzó otra vez las piernas y sus muslos refulgieron. Se escapaban de la falda
relampagueando.
Bill, no puedes usarla ahora. Eras un buen poeta, Bill, pero qué coño, dejaste tras de
ti algo más que la poesía. Y tu poesía nunca tenía muslos y caderas como ésta.
Cecilia se tomó otra copa, luego lo dejó. Yo seguí.
¿De dónde venían las mujeres? La reserva era inacabable. Cada una de ellas era individual, diferente. Sus chochos eran diferentes, sus besos eran diferentes, sus pechos eran diferentes, pero ningún hombre podía bebérselas todas, eran demasiadas, cruzando sus piernas, volviendo locos a los hombres. ¡Vaya un festín!
—Quiero ir a la playa. ¿Me vas a llevar a la playa. Hank?
—¿Esta noche?
—No, no esta noche, pero sí antes de que me vaya.
—De acuerdo.
Cecilia habló de cómo habían abusado del indio americano. Luego me dijo que escribía, pero que nunca había querido publicar. Lo tenía todo en un cuaderno. Bill la había animado y ayudado con algunas de sus cosas. Ella le había ayudado a trasegar con la universidad. Por supuesto, sus conocimientos también habían ayudado. Y nunca faltaba codeína, siempre había estado enganchado con la codeína. Ella había amenazado con abandonarle una y otra vez, pero no consiguió nada. Ahora...
—Bébete esto, Cecilia —dije yo—, te ayudará a olvidar.
Le serví uno bien grande.
—¡Oh, no puedo beber todo eso!
—Cruza las piernas más alto. Déjame ver más tus piernas.
—Bill nunca me hablaba así.
Seguí bebiendo. Cecilia siguió hablando. Pasado un rato dejé de escuchar. Vino la
medianoche y se fue. Llegó la madrugada.
—Oye, Cecilia, vámonos a la cama. Estoy trompa.
Entré en el dormitorio, me desnudé y me metí bajo las sábanas. La oí entrar y meterse en el baño. Apagué la luz del dormitorio. Ella salió pronto y sentí cómo se metía por el otro lado de la cama.
—Buenas noches, Cecilia —dije.
La atraje hacia mí. Estaba desnuda. Jesús, pensé. Nos besamos. Besaba muy bien.
Fue un beso largo y cálido. Acabamos.
—Cecilia.
—¿Sí?
—Joderemos otro día. Me eché a un lado y me puse a dormir.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
jueves, 25 de noviembre de 2010
FOTOGRAFÍA CHARLES BUKOWSKI (20)
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ARCHIVO FOTOGRÁFICO BUKOWSKI
miércoles, 24 de noviembre de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 77
Pasó un mes. R. A. Dwight, el editor de Dogbite Press me escribió pidiéndome que hiciese un prólogo a los «Poemas selectos» de Keesing. Gracias a su muerte, Keesing estaba logrando al fin ser reconocido fuera de Australia.
Entonces llamó Cecilia.
—Hank, voy a ir a San Francisco a ver a R. A. Dwight. Tengo algunas fotos de Bill y algunos manuscritos inéditos. Voy a hablar con Dwight para decidir lo que se publica. Pero antes quiero hacer una parada en Los Ángeles por un día o dos. ¿Puedes recogerme en el aeropuerto?
—Claro. Puedes quedarte en mi casa, Cecilia.
-—Muchas gracias.
Me dio su hora de llegada y yo me fui a limpiar el retrete, restregar la bañera y
cambiar las sábanas y fundas de almohada de mi cama.
Cecilia llegó en el vuelo de las diez de la mañana, para mí fue un infierno conseguir llegar, pero ella tenía una pinta estupenda, maciza, un poco rellena, llena de curvas, un aspecto del medio oeste, resplandeciente. Los hombres la miraban, tenía una peculiar
manera de menear el trasero; parecía potente, ofensiva y sexy.
Esperamos el equipaje en el bar. Cecilia no bebió más que un zumo de naranja.
—Me encantan los aeropuertos y los pasajeros de aeropuerto, ¿a ti no?
—No.
—La gente parece tan interesante.
—Tienen más dinero que la gente que viaja en tren o autobús.
—Pasamos por encima del Gran Cañón durante el viaje.
—Sí, pilla de camino.
—¡Estas camareras llevan unas faldas cortísimas! Mira, puedes verles las bragas.
—Se llevan buenas propinas. Todas viven en barrios de lujo y conducen MGs.
—¡Todo el mundo en el avión fue tan agradable! El señor que iba sentado a mi lado
me quiso invitar a una copa.
—Vamos a por tu equipaje.
—R. A. me telefoneó diciéndome que había recibido tu prólogo para el libro de
Bill. Me leyó un fragmento. Era precioso. Quiero darte las gracias.
—Olvídalo.
—No sé cómo devolverte el favor.
—¿Estásseg u ra de que no quieres una copa?
—Muy pocas veces bebo. Quizás más tarde.
—¿Qué es lo que más te gusta? Compraré algo para cuando vayamos a mi casa.
Quiero que te sientas cómoda y relajada.
—Estoy segura de que Bill nos está viendo ahora y de que se siente feliz.
—¿Eso crees?
—Sí.
Cogimos el equipaje y fuimos al aparcamiento.
Entonces llamó Cecilia.
—Hank, voy a ir a San Francisco a ver a R. A. Dwight. Tengo algunas fotos de Bill y algunos manuscritos inéditos. Voy a hablar con Dwight para decidir lo que se publica. Pero antes quiero hacer una parada en Los Ángeles por un día o dos. ¿Puedes recogerme en el aeropuerto?
—Claro. Puedes quedarte en mi casa, Cecilia.
-—Muchas gracias.
Me dio su hora de llegada y yo me fui a limpiar el retrete, restregar la bañera y
cambiar las sábanas y fundas de almohada de mi cama.
Cecilia llegó en el vuelo de las diez de la mañana, para mí fue un infierno conseguir llegar, pero ella tenía una pinta estupenda, maciza, un poco rellena, llena de curvas, un aspecto del medio oeste, resplandeciente. Los hombres la miraban, tenía una peculiar
manera de menear el trasero; parecía potente, ofensiva y sexy.
Esperamos el equipaje en el bar. Cecilia no bebió más que un zumo de naranja.
—Me encantan los aeropuertos y los pasajeros de aeropuerto, ¿a ti no?
—No.
—La gente parece tan interesante.
—Tienen más dinero que la gente que viaja en tren o autobús.
—Pasamos por encima del Gran Cañón durante el viaje.
—Sí, pilla de camino.
—¡Estas camareras llevan unas faldas cortísimas! Mira, puedes verles las bragas.
—Se llevan buenas propinas. Todas viven en barrios de lujo y conducen MGs.
—¡Todo el mundo en el avión fue tan agradable! El señor que iba sentado a mi lado
me quiso invitar a una copa.
—Vamos a por tu equipaje.
—R. A. me telefoneó diciéndome que había recibido tu prólogo para el libro de
Bill. Me leyó un fragmento. Era precioso. Quiero darte las gracias.
—Olvídalo.
—No sé cómo devolverte el favor.
—¿Estásseg u ra de que no quieres una copa?
—Muy pocas veces bebo. Quizás más tarde.
—¿Qué es lo que más te gusta? Compraré algo para cuando vayamos a mi casa.
Quiero que te sientas cómoda y relajada.
—Estoy segura de que Bill nos está viendo ahora y de que se siente feliz.
—¿Eso crees?
—Sí.
Cogimos el equipaje y fuimos al aparcamiento.
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martes, 23 de noviembre de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 76
Llevaba en Los Ángeles cerca de una semana y media. Era por la noche. Sonó el
teléfono. Era Cecilia, estaba sollozando.
—Hank, Bill ha muerto. Eres el primero a quien llamo.
—Cristo, Cecilia, no sé qué decir.
—Te estoy tan agradecida de que vinieras. Bill no hizo otra cosa que hablar de ti
después de que te fueras. No sabes lo que tu visita significó para él.
—¿Qué ocurrió?
—Se quejó de que se sentía muy mal y le llevamos a un hospital. Pasadas dos horas
estaba muerto. Sé que la gente va a pensar que fue una sobredosis, pero no había tomado
nada. Aunque me fuera a divorciar de él, yo le amaba.
—Te creo.
—No quiero molestarte con todo esto.
—No pasa nada, Bill lo comprendería. Me ocurre que no sé qué decir para ayudarte. Estoy como en una especie de shock. Deja que te llame más tarde para ver qué tal te sientes.
—¿Lo harás?
—Seguro.
Ese es el problema con la bebida, pensé, mientras me servía un trago. Si ocurre algo
malo, bebes para olvidarlo; si ocurre algo bueno, bebes para celebrarlo; y si no pasa nada,
bebes para que pase algo.
Aun enfermo y desgraciado como estaba, Bill no tenía el aspecto de alguien que fuera a morirse. Había muchas muertes como aquélla y aunque conocíamos la muerte y pensábamos en ella casi todos los días, cuando ocurría una muerte inesperada, y cuando la persona era un excepcional y adorable ser humano, era duro, mucho, sin importar cuánta otra gente hubiera muerto con anterioridad, buena, mala o desconocida.
Llamé a Cecilia aquella noche, y la llamé otra vez la noche siguiente, y, una vez
más, luego dejé de telefonear.
teléfono. Era Cecilia, estaba sollozando.
—Hank, Bill ha muerto. Eres el primero a quien llamo.
—Cristo, Cecilia, no sé qué decir.
—Te estoy tan agradecida de que vinieras. Bill no hizo otra cosa que hablar de ti
después de que te fueras. No sabes lo que tu visita significó para él.
—¿Qué ocurrió?
—Se quejó de que se sentía muy mal y le llevamos a un hospital. Pasadas dos horas
estaba muerto. Sé que la gente va a pensar que fue una sobredosis, pero no había tomado
nada. Aunque me fuera a divorciar de él, yo le amaba.
—Te creo.
—No quiero molestarte con todo esto.
—No pasa nada, Bill lo comprendería. Me ocurre que no sé qué decir para ayudarte. Estoy como en una especie de shock. Deja que te llame más tarde para ver qué tal te sientes.
—¿Lo harás?
—Seguro.
Ese es el problema con la bebida, pensé, mientras me servía un trago. Si ocurre algo
malo, bebes para olvidarlo; si ocurre algo bueno, bebes para celebrarlo; y si no pasa nada,
bebes para que pase algo.
Aun enfermo y desgraciado como estaba, Bill no tenía el aspecto de alguien que fuera a morirse. Había muchas muertes como aquélla y aunque conocíamos la muerte y pensábamos en ella casi todos los días, cuando ocurría una muerte inesperada, y cuando la persona era un excepcional y adorable ser humano, era duro, mucho, sin importar cuánta otra gente hubiera muerto con anterioridad, buena, mala o desconocida.
Llamé a Cecilia aquella noche, y la llamé otra vez la noche siguiente, y, una vez
más, luego dejé de telefonear.
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lunes, 22 de noviembre de 2010
FOTOGRAFÍA CHARLES BUKOWSKI (19)
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domingo, 21 de noviembre de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 75
Aquella noche di otra mala lectura. No me importaba. A ellos no les importaba. Si John Cage podía conseguir mil dólares por comerse una manzana, yo aceptaba quinientos más el billete de avión por ser un limón.
Después fue lo mismo. Los pequeños cipotillos y pequeñas nínfulas se acercaron con sus jóvenes cuerpos calientes y ojos de luz de piloto a que les firmase libros. Me hubiera gustado joderme una noche a cinco de ellas y sacarlas de mi vida para siempre.
Un par de profesores se acercaron y me sonrieron por ser tan gilipollas. Les hizo sentirse mejor, ahora se sentían como si tuviesen una oportunidad con la máquina de escribir.Cogí el cheque y me fui. Iba a haber una pequeña reuniónsele c ta en casa de Cecilia
algo más tarde. Eso era parte del contrato no escrito. Cuantas más chicas mejor, pero en casa de Cecilia tenía muy pocas oportunidades. Lo sabía. Y seguro que a la mañana siguiente me despertaría en la cama solo.
Bill estaba otra vez enfermo a la mañana siguiente. Tenía clase a la una y antes de
irse dijo:
—Cecilia te llevará al aeropuerto. Yo me voy ya. Nada de despedidas pesarosas.
—Está bien.
Bill cogió su cartera, se la puso a la espalda y fue a coger la bicicleta.
Después fue lo mismo. Los pequeños cipotillos y pequeñas nínfulas se acercaron con sus jóvenes cuerpos calientes y ojos de luz de piloto a que les firmase libros. Me hubiera gustado joderme una noche a cinco de ellas y sacarlas de mi vida para siempre.
Un par de profesores se acercaron y me sonrieron por ser tan gilipollas. Les hizo sentirse mejor, ahora se sentían como si tuviesen una oportunidad con la máquina de escribir.Cogí el cheque y me fui. Iba a haber una pequeña reuniónsele c ta en casa de Cecilia
algo más tarde. Eso era parte del contrato no escrito. Cuantas más chicas mejor, pero en casa de Cecilia tenía muy pocas oportunidades. Lo sabía. Y seguro que a la mañana siguiente me despertaría en la cama solo.
Bill estaba otra vez enfermo a la mañana siguiente. Tenía clase a la una y antes de
irse dijo:
—Cecilia te llevará al aeropuerto. Yo me voy ya. Nada de despedidas pesarosas.
—Está bien.
Bill cogió su cartera, se la puso a la espalda y fue a coger la bicicleta.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
sábado, 20 de noviembre de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 74
Tuve que volar a Illinois a dar una lectura en la universidad. Odiaba las lecturas, pero ayudaban con el alquiler y quizás servían para vender libros. Me sacaron de East Hollywood, me lanzaron al aire con los ejecutivos y las azafatas y las bebidas heladas y las servilletitas y los cacahuetes para estropear el aliento.
Iba a encontrarme con el poeta William Keesing con el que había mantenido
correspondencia desde 1966. Había visto por primera vez sus trabajos en las páginas de
Bull, editado por Doug Fazzick, una de las primeras revistas en mimeografía y
probablemente la cabecilla de la revolución mimeográfica. Ninguno de nosotros era literato en el sentido típico: Fazzick trabajaba en una fábrica de caucho, Keesing era un ex marine veterano de Corea que no hacía nada y lo mantenía su mujer, Cecilia. Yo trabajaba once horas por noche en una oficina de correos. Fue también por aquel entonces cuando apareció en escena Marvin con sus extraños poemas sobre demonios. Marvin Woodman era el mejor escritor demoníaco de América. Tal vez también de España y Perú. Yo en aquel tiempo estaba con la manía de las cartas. Me daba por escribir cartas de cuatro y cinco páginas a todo el mundo, pintando los sobres y papeles salvajemente con ceras. Fue cuando empecé a escribirme con William Keesing, ex marine, ex presidiario y drogadicto (le pegaba sobre todo a la codeína).
Ahora, años más tarde, William Keesing había conseguido un trabajo temporal en la universidad. Se las arreglaba para dar un par de clases alternándolas con la droga. Le dije que era un trabajo peligroso para cualquiera que desease escribir. Pero por lo menos enseñaba en su clase un montón de Chinaski.
Keesing y su mujer estaban esperándome en el aeropuerto. Llevaba mi equipaje
conmigo y nos fuimos directamente al coche.
—Dios —dijo Keesing—, jamás había visto en mi vida bajar alguien de un avión
con esta pinta.
Llevaba el abrigo de mi difunto padre, que era demasiado grande. Mis pantalones eran demasiado largos, los bajos caían sobre los zapatos y eso estaba bien porque llevaba los calcetines rotos y los tacones desgastados. Odiaba a los peluqueros, así que me cortaba el pelo yo solo cuando no tenía una mujer que me lo hiciera. No me gustaba afeitarme y tampoco me gustaban las barbas largas, así que me cortaba la mía con tijeras cada dos o tres semanas. Tenía mal la vista pero no me gustaban las gafas, así que sólo me las ponía para leer. Tenía mis propios dientes pero no los tenía todos. Mi cara y mi nariz eran rojas de beber y la luz me hería los ojos, así que miraba a través de pequeñas rendijas entre mis párpados. Podría haber encajado en cualquier barrio de chabolas.
Nos alejamos en el coche.
—Esperábamos a alguien diferente —dijo Cecilia.
—¿Oh?
—Me refiero a que tu voz es tan suave, y pareces muy educado. Bill esperaba que
salieras del avión borracho y blasfemando, metiendo mano a las señoras...
—Nunca voy exhibiendo mi vulgaridad. Espero a que aparezca en su momento.
—Lees mañana por la noche —dijo Bill.
—Muy bien, nos divertiremos esta noche y nos olvidaremos de todo.
Seguimos conduciendo.
Aquella noche Keesing se mostró tan interesante como sus cartas y poemas. Tuvo el buen sentido de no hablar de literatura excepto alguna vez de pasada. Hablamos de otras cosas. Yo no solía tener mucha suerte en el trato directo con los poetas, aunque sus poemas y cartas fueran buenos. Había conocido a Douglas Fazzick con resultados más que frustrantes. Era mejor mantenerse alejado de los otros escritores y simplemente hacer tu trabajo, o no hacerlo.
Cecilia se retiró temprano. Tenía que ir a trabajar por la mañana.
—Cecilia se va a divorciar de mí —me dijo Bill—. No la culpo, está harta de mis drogas, mis vómitos, mi todo. Ha aguantado durante años. Ahora ya no puede continuar. No puedo hacerle el amor más que muy de vez en cuando. Ella se va con un adolescente. No la puedo culpar. Me he cambiado a otra habitación. Podemos ir ahí y dormir o puedo irme y dormir y tú te puedes quedar aquí o los dos nos podemos quedar aquí, a mí me da igual.
Keesing sacó un par de píldoras y se las tomó.
—Vamos a quedarnos aquí —dije yo.
—Realmente sabes echarte bebidas para adentro.
—No hay otra cosa que hacer.
—Debes tener unas tripas de acero.
—No del todo. Me reventaron una vez. Pero cuando esos agujeros cicatrizan dicen
que son más resistentes que la mejor soldadura.
—¿Cuánto crees que durarás?
—Lo tengo todo planeado. Moriré en el año 2000, cuando tenga 80.
—Es extraño, ése es el año en que voy a morir yo, el 2000. He tenido incluso sueños sobre ello. Hasta soñé el día y la hora de mi muerte. De cualquier modo, en el año 2000.
—Es un bonito número redondo. Me gusta.
Bebimos una hora o dos más. Yo me fui al dormitorio extra. Keesing durmió en el
sofá. Cecilia aparentemente iba en serio en lo de sacárselo de encima.
A la mañana siguiente me desperté a las diez y media. Quedaba algo de cerveza.
Empecé con una. Iba por la segunda cuando entró Keesing.
—Cristo, ¿cómo lo haces? Amaneces como una rosa, ni que tuvieras dieciocho
años.
—Tengo algunas mañanas malas. Esta no es una de ellas, simplemente.
—A la una tengo clase de literatura. Tengo que ponerme firme.
—Tómate una blanca.
—Necesito algo de comida en el estómago.
—Cómete dos huevos pasados por agua. Ponles un toque de polvo de chile o
pimentón.
—¿Te cuezo un par?
—Sí, gracias.
Sonó el teléfono. Era Cecilia. Bill habló un rato, luego colgó.
—Se aproxima un tornado. Uno de los mayores en la historia del estado. Puede que
pase por aquí.
—Siempre ocurre algo cuando doy una lectura.
Vi que el cielo empezaba a oscurecerse.
—Tal vez cancelen la clase. Es difícil de saber. Mejor como algo.
Bill puso los huevos.
—No te entiendo —dijo—, ni siquiera pareces resacoso.
—Tengo resaca todas las mañanas. Es normal. Estoy ya ajustado.
—De todos modos sigues escribiendo buena mierda, a pesar de todo el bebistrajo.
—No entremos en eso. Quizás sea la variación de coños. No hiervas demasiado los
huevos.Fui al baño y eché una cagada. El estreñimiento no era uno de mis problemas. Salía
cuando oí a Bill gritar:
—¡Chinaski!
Luego lo oí en el patio, vomitando. Volvió a entrar.
El pobre estaba realmente malo.
—Toma un poco de levadura. ¿Tienes un Valium?
—No.
—Entonces espera diez minutos después de la levadura y te tomas una cerveza
caliente. Ponla en un vaso ahora para que coja aire.
—Tengo una benzedrina.
—Tómatela.
Cada vez se iba nublando más. Quince minutos después de la benzedrina, Bill se dio una ducha. Cuando salió tenía buen aspecto. Se comió un sándwich de mantequilla de cacahuete con rodajas de plátano. Iba a conseguirlo.
—Todavía quieres a tu mujer, ¿verdad? —le dije.
—Cristo, sí.
—Sé que no ayuda mucho, pero trata de pensar que a todos nos ha pasado alguna
vez.
—No ayuda.
—Una vez que una mujer te da la espalda, olvídala. Te aman y de repente algo se da vuelta. Te pueden ver muriéndote en una cuneta, atropellado por un coche y pasarán a tu lado escupiéndote.
—Cecilia es una mujer maravillosa.
Se iba haciendo más oscuro.
—Vamos a beber más cerveza —dije.
Nos sentamos y bebimos cerveza. Se puso muy oscuro y el viento empezó a arreciar. No hablábamos mucho. Yo estaba contento de haberle conocido. Había en él muy poca palabrería falsa. Estaba cansado, quizás eso ayudase. Nunca había tenido suerte con sus poemas en USA. En Australia le adoraban, en cambio. Tal vez algún día lo descubrirían aquí. Puede que en el año 2000. Era un tío pequeño, duro y tenaz, sabías que era grande, sabías que había estado allí. A mí me gustaba.
Bebimos con calma, entonces sonó el teléfono. Era otra vez Cecilia. El tornado había pasado de largo, o algo así. Bill se iba a dar su clase. Yo iba a leer aquella noche. Bravo. Todo estaba en funcionamiento. Todos con empleo a tiempo completo.
Hacia mediodía, Bill metió su cuaderno y todo lo necesario en una cartera, cogió su
bicicleta y se fue pedaleando a la universidad.
Cecilia llegó a casa un poco más tarde.
—¿Salió Bill bien al trabajo?
—Sí, se fue en la bicicleta. Tenía buen aspecto.
—¿Cómo de bueno? ¿Iba pirado?
—Qué va. Comió y todo.
—Todavía le quiero. Hank. Sólo que no puedo seguir por más tiempo.
—Entiendo.
—No sabes lo mucho que tenerte aquí significa para él. Solía leerme tus cartas una
y otra vez.
—¿Eran sucias, eh?
—No, divertidas. Nos hacían reír.
—Vamos a joder, Cecilia.
—Hank, ahora estás haciendo tu número.
—Eres una cosita maciza. Déjame metértela.
—Estás borracho. Hank.
—Tienes razón, olvídalo.
Iba a encontrarme con el poeta William Keesing con el que había mantenido
correspondencia desde 1966. Había visto por primera vez sus trabajos en las páginas de
Bull, editado por Doug Fazzick, una de las primeras revistas en mimeografía y
probablemente la cabecilla de la revolución mimeográfica. Ninguno de nosotros era literato en el sentido típico: Fazzick trabajaba en una fábrica de caucho, Keesing era un ex marine veterano de Corea que no hacía nada y lo mantenía su mujer, Cecilia. Yo trabajaba once horas por noche en una oficina de correos. Fue también por aquel entonces cuando apareció en escena Marvin con sus extraños poemas sobre demonios. Marvin Woodman era el mejor escritor demoníaco de América. Tal vez también de España y Perú. Yo en aquel tiempo estaba con la manía de las cartas. Me daba por escribir cartas de cuatro y cinco páginas a todo el mundo, pintando los sobres y papeles salvajemente con ceras. Fue cuando empecé a escribirme con William Keesing, ex marine, ex presidiario y drogadicto (le pegaba sobre todo a la codeína).
Ahora, años más tarde, William Keesing había conseguido un trabajo temporal en la universidad. Se las arreglaba para dar un par de clases alternándolas con la droga. Le dije que era un trabajo peligroso para cualquiera que desease escribir. Pero por lo menos enseñaba en su clase un montón de Chinaski.
Keesing y su mujer estaban esperándome en el aeropuerto. Llevaba mi equipaje
conmigo y nos fuimos directamente al coche.
—Dios —dijo Keesing—, jamás había visto en mi vida bajar alguien de un avión
con esta pinta.
Llevaba el abrigo de mi difunto padre, que era demasiado grande. Mis pantalones eran demasiado largos, los bajos caían sobre los zapatos y eso estaba bien porque llevaba los calcetines rotos y los tacones desgastados. Odiaba a los peluqueros, así que me cortaba el pelo yo solo cuando no tenía una mujer que me lo hiciera. No me gustaba afeitarme y tampoco me gustaban las barbas largas, así que me cortaba la mía con tijeras cada dos o tres semanas. Tenía mal la vista pero no me gustaban las gafas, así que sólo me las ponía para leer. Tenía mis propios dientes pero no los tenía todos. Mi cara y mi nariz eran rojas de beber y la luz me hería los ojos, así que miraba a través de pequeñas rendijas entre mis párpados. Podría haber encajado en cualquier barrio de chabolas.
Nos alejamos en el coche.
—Esperábamos a alguien diferente —dijo Cecilia.
—¿Oh?
—Me refiero a que tu voz es tan suave, y pareces muy educado. Bill esperaba que
salieras del avión borracho y blasfemando, metiendo mano a las señoras...
—Nunca voy exhibiendo mi vulgaridad. Espero a que aparezca en su momento.
—Lees mañana por la noche —dijo Bill.
—Muy bien, nos divertiremos esta noche y nos olvidaremos de todo.
Seguimos conduciendo.
Aquella noche Keesing se mostró tan interesante como sus cartas y poemas. Tuvo el buen sentido de no hablar de literatura excepto alguna vez de pasada. Hablamos de otras cosas. Yo no solía tener mucha suerte en el trato directo con los poetas, aunque sus poemas y cartas fueran buenos. Había conocido a Douglas Fazzick con resultados más que frustrantes. Era mejor mantenerse alejado de los otros escritores y simplemente hacer tu trabajo, o no hacerlo.
Cecilia se retiró temprano. Tenía que ir a trabajar por la mañana.
—Cecilia se va a divorciar de mí —me dijo Bill—. No la culpo, está harta de mis drogas, mis vómitos, mi todo. Ha aguantado durante años. Ahora ya no puede continuar. No puedo hacerle el amor más que muy de vez en cuando. Ella se va con un adolescente. No la puedo culpar. Me he cambiado a otra habitación. Podemos ir ahí y dormir o puedo irme y dormir y tú te puedes quedar aquí o los dos nos podemos quedar aquí, a mí me da igual.
Keesing sacó un par de píldoras y se las tomó.
—Vamos a quedarnos aquí —dije yo.
—Realmente sabes echarte bebidas para adentro.
—No hay otra cosa que hacer.
—Debes tener unas tripas de acero.
—No del todo. Me reventaron una vez. Pero cuando esos agujeros cicatrizan dicen
que son más resistentes que la mejor soldadura.
—¿Cuánto crees que durarás?
—Lo tengo todo planeado. Moriré en el año 2000, cuando tenga 80.
—Es extraño, ése es el año en que voy a morir yo, el 2000. He tenido incluso sueños sobre ello. Hasta soñé el día y la hora de mi muerte. De cualquier modo, en el año 2000.
—Es un bonito número redondo. Me gusta.
Bebimos una hora o dos más. Yo me fui al dormitorio extra. Keesing durmió en el
sofá. Cecilia aparentemente iba en serio en lo de sacárselo de encima.
A la mañana siguiente me desperté a las diez y media. Quedaba algo de cerveza.
Empecé con una. Iba por la segunda cuando entró Keesing.
—Cristo, ¿cómo lo haces? Amaneces como una rosa, ni que tuvieras dieciocho
años.
—Tengo algunas mañanas malas. Esta no es una de ellas, simplemente.
—A la una tengo clase de literatura. Tengo que ponerme firme.
—Tómate una blanca.
—Necesito algo de comida en el estómago.
—Cómete dos huevos pasados por agua. Ponles un toque de polvo de chile o
pimentón.
—¿Te cuezo un par?
—Sí, gracias.
Sonó el teléfono. Era Cecilia. Bill habló un rato, luego colgó.
—Se aproxima un tornado. Uno de los mayores en la historia del estado. Puede que
pase por aquí.
—Siempre ocurre algo cuando doy una lectura.
Vi que el cielo empezaba a oscurecerse.
—Tal vez cancelen la clase. Es difícil de saber. Mejor como algo.
Bill puso los huevos.
—No te entiendo —dijo—, ni siquiera pareces resacoso.
—Tengo resaca todas las mañanas. Es normal. Estoy ya ajustado.
—De todos modos sigues escribiendo buena mierda, a pesar de todo el bebistrajo.
—No entremos en eso. Quizás sea la variación de coños. No hiervas demasiado los
huevos.Fui al baño y eché una cagada. El estreñimiento no era uno de mis problemas. Salía
cuando oí a Bill gritar:
—¡Chinaski!
Luego lo oí en el patio, vomitando. Volvió a entrar.
El pobre estaba realmente malo.
—Toma un poco de levadura. ¿Tienes un Valium?
—No.
—Entonces espera diez minutos después de la levadura y te tomas una cerveza
caliente. Ponla en un vaso ahora para que coja aire.
—Tengo una benzedrina.
—Tómatela.
Cada vez se iba nublando más. Quince minutos después de la benzedrina, Bill se dio una ducha. Cuando salió tenía buen aspecto. Se comió un sándwich de mantequilla de cacahuete con rodajas de plátano. Iba a conseguirlo.
—Todavía quieres a tu mujer, ¿verdad? —le dije.
—Cristo, sí.
—Sé que no ayuda mucho, pero trata de pensar que a todos nos ha pasado alguna
vez.
—No ayuda.
—Una vez que una mujer te da la espalda, olvídala. Te aman y de repente algo se da vuelta. Te pueden ver muriéndote en una cuneta, atropellado por un coche y pasarán a tu lado escupiéndote.
—Cecilia es una mujer maravillosa.
Se iba haciendo más oscuro.
—Vamos a beber más cerveza —dije.
Nos sentamos y bebimos cerveza. Se puso muy oscuro y el viento empezó a arreciar. No hablábamos mucho. Yo estaba contento de haberle conocido. Había en él muy poca palabrería falsa. Estaba cansado, quizás eso ayudase. Nunca había tenido suerte con sus poemas en USA. En Australia le adoraban, en cambio. Tal vez algún día lo descubrirían aquí. Puede que en el año 2000. Era un tío pequeño, duro y tenaz, sabías que era grande, sabías que había estado allí. A mí me gustaba.
Bebimos con calma, entonces sonó el teléfono. Era otra vez Cecilia. El tornado había pasado de largo, o algo así. Bill se iba a dar su clase. Yo iba a leer aquella noche. Bravo. Todo estaba en funcionamiento. Todos con empleo a tiempo completo.
Hacia mediodía, Bill metió su cuaderno y todo lo necesario en una cartera, cogió su
bicicleta y se fue pedaleando a la universidad.
Cecilia llegó a casa un poco más tarde.
—¿Salió Bill bien al trabajo?
—Sí, se fue en la bicicleta. Tenía buen aspecto.
—¿Cómo de bueno? ¿Iba pirado?
—Qué va. Comió y todo.
—Todavía le quiero. Hank. Sólo que no puedo seguir por más tiempo.
—Entiendo.
—No sabes lo mucho que tenerte aquí significa para él. Solía leerme tus cartas una
y otra vez.
—¿Eran sucias, eh?
—No, divertidas. Nos hacían reír.
—Vamos a joder, Cecilia.
—Hank, ahora estás haciendo tu número.
—Eres una cosita maciza. Déjame metértela.
—Estás borracho. Hank.
—Tienes razón, olvídalo.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
viernes, 19 de noviembre de 2010
ZAPATOS de CHARLES BUKOWSKI
Cuando eres joven
un par
de zapatos
femeninos
de tacón alto
inmóviles
solitarios
en el ropero
pueden encender
tus huesos;
cuando estás viejo
son sólo
un par de zapatos
sin
nadie
en ellos
y
también.
Charles Bukowski.
un par
de zapatos
femeninos
de tacón alto
inmóviles
solitarios
en el ropero
pueden encender
tus huesos;
cuando estás viejo
son sólo
un par de zapatos
sin
nadie
en ellos
y
también.
Charles Bukowski.
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POEMAS BUKOWSKI
jueves, 18 de noviembre de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 73
La semana siguiente bebí menos. Iba al hipódromo a respirar aire puro, tomar el sol y caminar. Por la noche bebía, preguntándome por qué seguía todavía vivo, cómo funcionaba el destino. Pensé en Katherine, en Lydia, en Tammie. No me sentía muy bien.
La noche del viernes sonó el teléfono. Era Mercedes.
—Hank, me gustaría pasarme por allí, pero sólo para charlar y fumar unos porros.
Nada más.
—Ven si quieres.
Mercedes estaba allí media hora más tarde. Tenía un aspecto sorprendente. Nunca había visto una minifalda tan corta como la que llevaba y sus piernas tenían una pinta espléndida. La besé con alegría. Ella se separó.
—No pude andar durante dos días después de la última. No me desgarres el pendón
otra vez —De acuerdo, prometo que no lo volveré a hacer.
Fue más o menos lo mismo. Nos sentamos en el sofá con la radio puesta, charlamos, bebimos y fumamos. La besé una y otra vez. No podía parar. Ella actuaba como si lo desease, aunque insistía en que no. El pequeño Jack la amaba, el amor significaba mucho en este mundo.
—Ya lo creo que sí —dije yo.
—Tú no me amas.
—Eres una mujer casada.
—Yo no amo al pequeño Jack, pero me preocupo mucho por él y él me ama.
—Me parece muy bien.
—¿Has estado alguna vez enamorado?
—Cuatro veces.
—¿Qué ocurrió? ¿Dónde están ahora?
—Una está muerta. Las otras tres están con otros hombres.
Hablamos mucho aquella noche y fumamos buena cantidad de porros. Hacia las
dos de la mañana Mercedes dijo:
—Estoy demasiado pasada para conducir hasta casa. Destrozaría el coche.
—Quítate la ropa y vente a la cama.
—Está bien, pero tengo una idea.
—¿El qué?
—¡Quiero verte sacudirte esa cosa! ¡Quiera verla estallar a chorros!
—De acuerdo, eso está bien. Es un trato.
Mercedes se desnudó y fuimos a la cama. Yo me desnudé y me quedé de pie al
borde de la cama.
—Siéntate para que lo puedas ver mejor.
Mercedes se sentó en el borde. Escupí en mi palma y empecé a frotarme la polla.
—¡Oh —dijo Mercedes—, estác re cie n do!
—Uh huh...
—¡Se está haciendo grande!
—Uh huh...
—Oh, es todap ú rp u ra con venas enormes! ¡Cómolate! ¡Eshorrible!
—Ya.
Mientras me cascaba la polla la aproximé a su cara. Ella la observaba. Justo cuando
me iba a correr paré.
—Oh —dijo ella.
—Oye, tengo una idea mejor...
—¿Qué?
—Menéamela tú.
—Vale.
Empezó.
—¿Lo estoy haciendo bien?
—Un poco más fuerte. Y escupe en tu mano. Frótala toda, no sólo por la cabeza.
—Muy bien... Oh, Dios,m íra la . .. ¡Quiero verla chorreandoju go!
—¡Sigue así, Mercedes! ¡OH, DIOS MIÓ!
Estaba a punto de correrme. Le aparté la mano de la polla.
—¡Oh,ma ld ito! —dijo Mercedes.
Se inclinó y la metió en su boca. Empezó a chupar y succionar, moviendo la lengua
por todo lo largo de mi verga mientras sorbía.
—¡Oh, malditazo rra!
Entonces quitó la boca de mi polla.
—¿Qué haces? ¡Sigue! ¡Sigue! ¡Acábalo!
—¡No!
—¡Bueno, pues jódete entonces!
La eché en la cama y salté sobre ella. La besé viciosamente y conduje mi polla a su interior. Ataqué con violencia, bombeando una y otra vez. Rugí y me derramé. Lo vertí todo, sintiéndolo entrar, sintiéndolo humear dentro suyo.
La noche del viernes sonó el teléfono. Era Mercedes.
—Hank, me gustaría pasarme por allí, pero sólo para charlar y fumar unos porros.
Nada más.
—Ven si quieres.
Mercedes estaba allí media hora más tarde. Tenía un aspecto sorprendente. Nunca había visto una minifalda tan corta como la que llevaba y sus piernas tenían una pinta espléndida. La besé con alegría. Ella se separó.
—No pude andar durante dos días después de la última. No me desgarres el pendón
otra vez —De acuerdo, prometo que no lo volveré a hacer.
Fue más o menos lo mismo. Nos sentamos en el sofá con la radio puesta, charlamos, bebimos y fumamos. La besé una y otra vez. No podía parar. Ella actuaba como si lo desease, aunque insistía en que no. El pequeño Jack la amaba, el amor significaba mucho en este mundo.
—Ya lo creo que sí —dije yo.
—Tú no me amas.
—Eres una mujer casada.
—Yo no amo al pequeño Jack, pero me preocupo mucho por él y él me ama.
—Me parece muy bien.
—¿Has estado alguna vez enamorado?
—Cuatro veces.
—¿Qué ocurrió? ¿Dónde están ahora?
—Una está muerta. Las otras tres están con otros hombres.
Hablamos mucho aquella noche y fumamos buena cantidad de porros. Hacia las
dos de la mañana Mercedes dijo:
—Estoy demasiado pasada para conducir hasta casa. Destrozaría el coche.
—Quítate la ropa y vente a la cama.
—Está bien, pero tengo una idea.
—¿El qué?
—¡Quiero verte sacudirte esa cosa! ¡Quiera verla estallar a chorros!
—De acuerdo, eso está bien. Es un trato.
Mercedes se desnudó y fuimos a la cama. Yo me desnudé y me quedé de pie al
borde de la cama.
—Siéntate para que lo puedas ver mejor.
Mercedes se sentó en el borde. Escupí en mi palma y empecé a frotarme la polla.
—¡Oh —dijo Mercedes—, estác re cie n do!
—Uh huh...
—¡Se está haciendo grande!
—Uh huh...
—Oh, es todap ú rp u ra con venas enormes! ¡Cómolate! ¡Eshorrible!
—Ya.
Mientras me cascaba la polla la aproximé a su cara. Ella la observaba. Justo cuando
me iba a correr paré.
—Oh —dijo ella.
—Oye, tengo una idea mejor...
—¿Qué?
—Menéamela tú.
—Vale.
Empezó.
—¿Lo estoy haciendo bien?
—Un poco más fuerte. Y escupe en tu mano. Frótala toda, no sólo por la cabeza.
—Muy bien... Oh, Dios,m íra la . .. ¡Quiero verla chorreandoju go!
—¡Sigue así, Mercedes! ¡OH, DIOS MIÓ!
Estaba a punto de correrme. Le aparté la mano de la polla.
—¡Oh,ma ld ito! —dijo Mercedes.
Se inclinó y la metió en su boca. Empezó a chupar y succionar, moviendo la lengua
por todo lo largo de mi verga mientras sorbía.
—¡Oh, malditazo rra!
Entonces quitó la boca de mi polla.
—¿Qué haces? ¡Sigue! ¡Sigue! ¡Acábalo!
—¡No!
—¡Bueno, pues jódete entonces!
La eché en la cama y salté sobre ella. La besé viciosamente y conduje mi polla a su interior. Ataqué con violencia, bombeando una y otra vez. Rugí y me derramé. Lo vertí todo, sintiéndolo entrar, sintiéndolo humear dentro suyo.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
miércoles, 17 de noviembre de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 72
Bebí toda la semana siguiente. Bebí día y noche y escribí 25 o 30 pesarosos poemas
sobre amores perdidos.
El viernes por la noche sonó el teléfono. Era Mercedes:
—Me he casado —dijo—, con el pequeño Jack. Tú lo conociste en la fiesta tras la
lectura que diste en Venice. Es un buen chico y tiene dinero. Nos mudamos al Valle.
—Muy bien, Mercedes, que tengas suerte.
—Pero echo de menos el beber y charlar contigo. ¿Qué te parecería si me pasara
por ahí esta noche?
—De acuerdo.
En quince minutos estaba allí, liando canutos y bebiéndose mi cerveza.
—El pequeño Jack es muy buen chico. Somos felices los dos juntos.
Mamé mi cerveza.
—No quiero joder —dijo ella—, estoy cansada de abortos, estoy realmente cansada
de abortos...
—Inventaremos otra cosa.
—Sólo quiero fumar, charlar y beber.
—Eso no es bastante para mí.
—Todo lo que los tíos queréis es joder.
—A mí me gusta.
—Bueno, yo no puedo joder, no quiero joder.
—Relájate.
Sentados en el sofá, no nos besamos. Mercedes no era una buena conversadora. No tenía el menor interés. Pero tenía sus piernas, su culo, su cabello y su juventud. Yo había conocido algunas mujeres interesantes. Dios lo sabe, pero Mercedes no estaba muy alta en la lista.
Corrió la cerveza y circularon los porros. Mercedes todavía tenía el mismo trabajo en el Instituto de Relaciones Humanas de Hollywood. Tenía problemas con su coche. El pequeño Jack tenía una picha gorda y corta. Estaba leyendoGrap ef ru it de Yoko Ono. Estaba cansada de abortos. El Valle era agradable, pero echaba de menos Venice. Añoraba sus paseos en bicicleta por las aceras.
No sé cuánto tiempo hablamos, oella habló, pero mucho, mucho más tarde dijo
que estaba demasiado borracha para conducir hasta su casa.
—Quítate la ropa y vete a la cama —le dije.
—Pero sin joder —dijo ella.
—No te tocaré el coño.
Se desnudó y se metió en la cama. Yo me desvestí y entré en el baño. Me vio salir
con un tarro de vaselina.
—¿Qué vas a hacer?
—Tranquila, nena, tranquila.
Me puse vaselina en la polla. Luego apagué la luz y me metí en la cama.
—Ponte de espaldas —le dije.
Le pasé un brazo por debajo y jugué con una teta, el otro lo pasé por encima y jugué con la otra teta. Me gustaba poner mi cara en medio de su pelo. Se me empalmó y la dirigí a su culo. La cogí de la cintura y me apreté contra el culo, duramente, entrando en ella.
—Ooooooooh —dijo ella.
Empecé a trabajar. La metí más hondo. Sus nalgas eran grandes y blandas. Mientras la embestía empecé a sudar. La agarré del estómago y la clavé aún más hondo. Se iba haciendo más estrecho. Alcancé el final de su colon y ella gritó.
—¡Cállate, condenada!
Era muy estrecha. La metí lo más que pude. Hacía una presa increíble. Mientras atacaba, sentí de repente un tirón en un costado, un dolor terrible y abrasador, pero continué. La estaba partiendo en dos, justo por la espina dorsal. Rugí como un loco y me corrí.
Luego caí sobre ella agotado. El dolor en el costado era criminal. Ella estaba
llorando.
—Maldita sea —le dije—. ¿Qué pasa contigo? No te he tocado el coño.
Me eché a un lado.
Por la mañana, Mercedes habló muy poco, se vistió y se fue a su trabajo.
Bueno, pensé, otra más.
sobre amores perdidos.
El viernes por la noche sonó el teléfono. Era Mercedes:
—Me he casado —dijo—, con el pequeño Jack. Tú lo conociste en la fiesta tras la
lectura que diste en Venice. Es un buen chico y tiene dinero. Nos mudamos al Valle.
—Muy bien, Mercedes, que tengas suerte.
—Pero echo de menos el beber y charlar contigo. ¿Qué te parecería si me pasara
por ahí esta noche?
—De acuerdo.
En quince minutos estaba allí, liando canutos y bebiéndose mi cerveza.
—El pequeño Jack es muy buen chico. Somos felices los dos juntos.
Mamé mi cerveza.
—No quiero joder —dijo ella—, estoy cansada de abortos, estoy realmente cansada
de abortos...
—Inventaremos otra cosa.
—Sólo quiero fumar, charlar y beber.
—Eso no es bastante para mí.
—Todo lo que los tíos queréis es joder.
—A mí me gusta.
—Bueno, yo no puedo joder, no quiero joder.
—Relájate.
Sentados en el sofá, no nos besamos. Mercedes no era una buena conversadora. No tenía el menor interés. Pero tenía sus piernas, su culo, su cabello y su juventud. Yo había conocido algunas mujeres interesantes. Dios lo sabe, pero Mercedes no estaba muy alta en la lista.
Corrió la cerveza y circularon los porros. Mercedes todavía tenía el mismo trabajo en el Instituto de Relaciones Humanas de Hollywood. Tenía problemas con su coche. El pequeño Jack tenía una picha gorda y corta. Estaba leyendoGrap ef ru it de Yoko Ono. Estaba cansada de abortos. El Valle era agradable, pero echaba de menos Venice. Añoraba sus paseos en bicicleta por las aceras.
No sé cuánto tiempo hablamos, oella habló, pero mucho, mucho más tarde dijo
que estaba demasiado borracha para conducir hasta su casa.
—Quítate la ropa y vete a la cama —le dije.
—Pero sin joder —dijo ella.
—No te tocaré el coño.
Se desnudó y se metió en la cama. Yo me desvestí y entré en el baño. Me vio salir
con un tarro de vaselina.
—¿Qué vas a hacer?
—Tranquila, nena, tranquila.
Me puse vaselina en la polla. Luego apagué la luz y me metí en la cama.
—Ponte de espaldas —le dije.
Le pasé un brazo por debajo y jugué con una teta, el otro lo pasé por encima y jugué con la otra teta. Me gustaba poner mi cara en medio de su pelo. Se me empalmó y la dirigí a su culo. La cogí de la cintura y me apreté contra el culo, duramente, entrando en ella.
—Ooooooooh —dijo ella.
Empecé a trabajar. La metí más hondo. Sus nalgas eran grandes y blandas. Mientras la embestía empecé a sudar. La agarré del estómago y la clavé aún más hondo. Se iba haciendo más estrecho. Alcancé el final de su colon y ella gritó.
—¡Cállate, condenada!
Era muy estrecha. La metí lo más que pude. Hacía una presa increíble. Mientras atacaba, sentí de repente un tirón en un costado, un dolor terrible y abrasador, pero continué. La estaba partiendo en dos, justo por la espina dorsal. Rugí como un loco y me corrí.
Luego caí sobre ella agotado. El dolor en el costado era criminal. Ella estaba
llorando.
—Maldita sea —le dije—. ¿Qué pasa contigo? No te he tocado el coño.
Me eché a un lado.
Por la mañana, Mercedes habló muy poco, se vistió y se fue a su trabajo.
Bueno, pensé, otra más.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
martes, 16 de noviembre de 2010
FOTOGRAFÍA CHARLES BUKOWSKI (22)
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ARCHIVO FOTOGRÁFICO BUKOWSKI
lunes, 15 de noviembre de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 71
Pasaron cuatro o cinco días. Sonó el teléfono. Era Tammie.
—¿Qué quieres? —le dije.
—Oye, Hank, ¿conoces ese pequeño almacén que cruzas con tu coche cuando
vienes a casa de mi madre?
—Sí.
—Bueno, pues ahora están de saldos. Entré y vi esta máquina de escribir. Sólo
cuesta 20 pavos y funciona bien. ¡Por favor, cómpramela, Hank!
—¿Para qué quieres una máquina de escribir?
—Bueno, nunca te lo he dicho, pero siempre he querido ser escritora.
—Tammie...
—Por favor, Hank es la última vez que te pido algo. Seré toda la vida tu amiga.
—No.
—Hank...
—Oh, mierda, está bien.
—Te veré dentro de quince minutos en el puente. Quiero darme prisa antes de que alguien la compre. He encontrado un nuevo apartamento y Filbert y mi hermano me están ayudando a mudarme...
Pasados 15 o 25 minutos, Tammie no estaba en el puente. Volví a subir en el Volks y fui hasta el apartamento de su madre. Filbert estaba cargando cajas de cartón en el coche de Tammie. No me vio. Aparqué a media manzana de allí.
Tammie salió y vio mi coche. Filbert estaba subiendo en su coche. Tenía también
un Volks, de color amarillo. Tammie le despidió con la mano y dijo:
—¡Hasta luego!
Entonces vino andando por la calle hasta donde yo estaba.
Cuando llegó al lado de mi coche se tumbó en la calle y se quedó allí quieta. Yo
esperé. Entonces se levantó y subió en mi coche.
Arranqué. Filbert estaba sentado en su coche. Al pasar a su lado le saludé con la
mano. El no me devolvió el saludo. Sus ojos reflejaban tristeza. Sólo estaba empezando
para él.
—¿Sabes? —dijo Tammie—. Ahora estoy con Filbert.
Se me escapó una carcajada. No pude contenerme.
—Mejor que nos demos prisa. Tal vez se hayan llevado la máquina de escribir.
—¿Por qué no te compra Filbert la jodida máquina?
—¡Mira, si no quieres comprarla sólo tienes que parar y dejarme salir!
Paré el coche y abrí la puerta.
—¡Oye, hijo de puta, medijiste que me ibas a comprar esa máquina! ¡Si no me la
compras voy a empezar a gritar y a romperte las ventanas!
—Está bien. La máquina es tuya.
Fuimos hasta el sitio. La máquina estaba allí.
—Esta máquina ha pasado toda su vida en un asilo para enfermos mentales —nos
dijo la señora.
—Va a la persona adecuada —dije yo.
Le di a la señora los veinte y regresamos. Filbert se había ido.
—¿No quieres entrar un rato? —me preguntó Tammie.
—No, tengo que irme.
Fue capaz de entrar la máquina sin necesidad de ayuda. Era portátil.
—¿Qué quieres? —le dije.
—Oye, Hank, ¿conoces ese pequeño almacén que cruzas con tu coche cuando
vienes a casa de mi madre?
—Sí.
—Bueno, pues ahora están de saldos. Entré y vi esta máquina de escribir. Sólo
cuesta 20 pavos y funciona bien. ¡Por favor, cómpramela, Hank!
—¿Para qué quieres una máquina de escribir?
—Bueno, nunca te lo he dicho, pero siempre he querido ser escritora.
—Tammie...
—Por favor, Hank es la última vez que te pido algo. Seré toda la vida tu amiga.
—No.
—Hank...
—Oh, mierda, está bien.
—Te veré dentro de quince minutos en el puente. Quiero darme prisa antes de que alguien la compre. He encontrado un nuevo apartamento y Filbert y mi hermano me están ayudando a mudarme...
Pasados 15 o 25 minutos, Tammie no estaba en el puente. Volví a subir en el Volks y fui hasta el apartamento de su madre. Filbert estaba cargando cajas de cartón en el coche de Tammie. No me vio. Aparqué a media manzana de allí.
Tammie salió y vio mi coche. Filbert estaba subiendo en su coche. Tenía también
un Volks, de color amarillo. Tammie le despidió con la mano y dijo:
—¡Hasta luego!
Entonces vino andando por la calle hasta donde yo estaba.
Cuando llegó al lado de mi coche se tumbó en la calle y se quedó allí quieta. Yo
esperé. Entonces se levantó y subió en mi coche.
Arranqué. Filbert estaba sentado en su coche. Al pasar a su lado le saludé con la
mano. El no me devolvió el saludo. Sus ojos reflejaban tristeza. Sólo estaba empezando
para él.
—¿Sabes? —dijo Tammie—. Ahora estoy con Filbert.
Se me escapó una carcajada. No pude contenerme.
—Mejor que nos demos prisa. Tal vez se hayan llevado la máquina de escribir.
—¿Por qué no te compra Filbert la jodida máquina?
—¡Mira, si no quieres comprarla sólo tienes que parar y dejarme salir!
Paré el coche y abrí la puerta.
—¡Oye, hijo de puta, medijiste que me ibas a comprar esa máquina! ¡Si no me la
compras voy a empezar a gritar y a romperte las ventanas!
—Está bien. La máquina es tuya.
Fuimos hasta el sitio. La máquina estaba allí.
—Esta máquina ha pasado toda su vida en un asilo para enfermos mentales —nos
dijo la señora.
—Va a la persona adecuada —dije yo.
Le di a la señora los veinte y regresamos. Filbert se había ido.
—¿No quieres entrar un rato? —me preguntó Tammie.
—No, tengo que irme.
Fue capaz de entrar la máquina sin necesidad de ayuda. Era portátil.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
domingo, 14 de noviembre de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 70
Fui al apartamento de Tammie con unas cajas de cartón. Primero cogí las cosas que me había pedido. Luego encontré otras cosas, más vestidos y blusas, zapatos, una plancha, un secador, ropa de Dancy, platos y cubiertos, un álbum de fotos. Había una aparatosa silla de hierro que era suya. Llevé todas las cosas a mi casa. Tenía ocho o diez cajas repletas. Las apilé junto a la pared de mi sala.
Al día siguiente fui hasta la estación a recoger a Tammie y Dancy.
—Tienes buen aspecto —me dijo Tammie.
—Gracias.
—Vamos a vivir en casa de mi madre. Podrías llevarnos allí. Ya no puedo luchar
contra la expulsión. Además, ¿quién quiere vivir donde no se le quiere?
—Tammie, saqué la mayoría de tus cosas. Están en cajas de cartón en mi casa.
—Muy bien. ¿Las puedo dejar allí un tiempo?
—Claro.
La madre de Tammie se fue a Denver a ver a una hermana y aquella noche me pasé
por casa de Tammie a emborracharme. Tammie estaba cargada de pastillas. Yo no tomé
ninguna. Cuando empecé con el cuarto paquete de seis cervezas dije:
—Tammie, no sé lo que ves en Bobby. No existe.
Ella cruzó las piernas y balanceó el pie de un lado a otro.
—El cree que su limitada charla es arrebatadora.
Ella siguió balanceando el pie.
—Películas, televisión, hierba, tebeos, fotos porno, ése es su combustible.
Tammie movió el pie con más fuerza.
—¿Te importa realmente?
Siguió agitando el pie.
—iJodida zorra! —dije.
Fui hasta la puerta, la cerré fuertemente tras de mí y subí al Volks. Corrí entre el
tráfico, colándome entre los huecos, destrozando el embrague y el cambio de marchas.
Llegué a mi casa y metí los cajones con sus cosas en mi coche. También discos,
sábanas y juguetes. El Volks, por supuesto, no daba mucho de sí.
Volví a toda velocidad a casa de Tammie. Aparqué en doble fila y puse las luces rojas de prevención. Saqué las cajas del coche y las apilé en el porche. Las cubrí con sábanas y juguetes, llamé al timbre y me largué.
Cuando volví con el segundo cargamento el primero ya no estaba. Hice otra pila,
llamé al timbre y me fui como un misil.
Cuando regresé con el tercer cargamento el segundo ya no estaba. Hice una nueva
pila y llamé al timbre. Luego me fui otra vez mientras empezaba a amanecer.
Cuando volví a mi casa me tomé un vodka con agua y miré lo que quedaba. Estaba la silla de hierro y el secador de peluquería. Sólo podía hacer un viaje más. Tenía que decidir entre la silla o el secador. Las dos cosas no cabían en el Volks.
Me decidí por la silla. Eran las cuatro de la mañana. Estaba aparcado en doble fila con las luces puestas. Acabé el vodka con agua. Me sentía cada vez más borracho y débil. Agarré el sillón. Era muy pesado, lo llevé a mi coche. Lo dejé en el suelo y abrí la puerta derecha. Metí la silla. Luego traté de cerrar la puerta. Parte de la silla quedaba fuera. Traté de sacarla, pero había quedado trabada. Maldije y la empujé para dentro. Una de las patas fue a atravesar el parabrisas y se quedó asomada apuntando al cielo. La puerta seguía sin cerrarse. Ni siquiera se aproximaba a la cerradura. Traté de empujar la pata a través del parabrisas. No se movía. Estaba absolutamente acoplada. Traté de tirar para fuera. Nada. Desesperadamente tiré y empujé, tiré y empujé. Si venía la policía, estaba acabado. Después de un rato me di por vencido. Subí al asiento del conductor. No había sitio para aparcar en toda la calle. Bajé hasta el parking de la pizzeria, con la puerta abierta yéndose de un lado a otro. Lo dejé con la puerta abierta, con el sol ya bien alto. El parabrisas estaba roto, con la pata de la silla asomada. La escena entera era indecente, demencial. Era la imagen misma del crimen y el asesinato. Mi hermoso coche.
Subí por la calle de vuelta a mi casa. Me serví otro vodka con agua y telefoneé a
Tammie.
—Oye, nena, estoy en un aprieto. Tengo tu silla atravesada en mi parabrisas y no la puedo sacar ni meter y la puerta no se cierra. El parabrisas está roto. ¿Qué puedo hacer? ¡Ayúdame, por Dios!
—Ya pensarás en algo, Hank.
Colgó.
Marqué otra vez.
—Nena...
Colgó. La siguiente vez el teléfono estaba desconectado: bzzzz, bzzzz, bzzzz...
Me tumbé en la cama. Sonó el teléfono.
—Tammie...
—Hank, soy Valerie, acabo de llegar a casa. Quiero decirte que tu coche está en el
parking de la pizzería con la puerta abierta.
—Gracias, Valerie, pero es que no puedo cerrar la puerta. Hay una silla de hierro
encajada con el parabrisas.
—Oh, no me he dado cuenta de eso.
—Gracias por la llamada.
Me dormí. Fue un sueño inquieto. Me iba a caer la papeleta.
Me desperté a las seis y veinte, me vestí y anduve hasta la pizzería. El coche seguía
allí. Lucía el sol.
Me acerqué y cogí la silla. Seguía sin moverse. Estaba furioso, empecé a tirar y a sacudirla, maldiciendo. Cuanto más imposible parecía, más frenético me ponía. De repente se oyó un chasquido. Una pieza se quedó en mis manos. La tiré al suelo. Estaba inspirado, enérgico. Volví a mi tarea. Algo más se rompió. Los días en las fábricas, los días de descargar camiones, los días de sacar cajas de pescado congelado, los días de cargar terneras muertas sobre mis hombros estaban pagando su deuda. Yo siempre había sido tan fuerte como vago. Ahora estaba descuartizando la silla en pedazos. Finalmente salió del coche. Recogí las piezas sueltas y lo eché todo en el césped de un jardín.
Subí al Volks y encontré un sitio donde aparcar junto a mi casa. Todo lo que tenía ya que hacer era ir a un cementerio de coches de la Avenida Santa Fe y comprarme un parabrisas nuevo.
No había prisa. Entré, me bebí dos vasos de agua helada y me fui a la cama.
Al día siguiente fui hasta la estación a recoger a Tammie y Dancy.
—Tienes buen aspecto —me dijo Tammie.
—Gracias.
—Vamos a vivir en casa de mi madre. Podrías llevarnos allí. Ya no puedo luchar
contra la expulsión. Además, ¿quién quiere vivir donde no se le quiere?
—Tammie, saqué la mayoría de tus cosas. Están en cajas de cartón en mi casa.
—Muy bien. ¿Las puedo dejar allí un tiempo?
—Claro.
La madre de Tammie se fue a Denver a ver a una hermana y aquella noche me pasé
por casa de Tammie a emborracharme. Tammie estaba cargada de pastillas. Yo no tomé
ninguna. Cuando empecé con el cuarto paquete de seis cervezas dije:
—Tammie, no sé lo que ves en Bobby. No existe.
Ella cruzó las piernas y balanceó el pie de un lado a otro.
—El cree que su limitada charla es arrebatadora.
Ella siguió balanceando el pie.
—Películas, televisión, hierba, tebeos, fotos porno, ése es su combustible.
Tammie movió el pie con más fuerza.
—¿Te importa realmente?
Siguió agitando el pie.
—iJodida zorra! —dije.
Fui hasta la puerta, la cerré fuertemente tras de mí y subí al Volks. Corrí entre el
tráfico, colándome entre los huecos, destrozando el embrague y el cambio de marchas.
Llegué a mi casa y metí los cajones con sus cosas en mi coche. También discos,
sábanas y juguetes. El Volks, por supuesto, no daba mucho de sí.
Volví a toda velocidad a casa de Tammie. Aparqué en doble fila y puse las luces rojas de prevención. Saqué las cajas del coche y las apilé en el porche. Las cubrí con sábanas y juguetes, llamé al timbre y me largué.
Cuando volví con el segundo cargamento el primero ya no estaba. Hice otra pila,
llamé al timbre y me fui como un misil.
Cuando regresé con el tercer cargamento el segundo ya no estaba. Hice una nueva
pila y llamé al timbre. Luego me fui otra vez mientras empezaba a amanecer.
Cuando volví a mi casa me tomé un vodka con agua y miré lo que quedaba. Estaba la silla de hierro y el secador de peluquería. Sólo podía hacer un viaje más. Tenía que decidir entre la silla o el secador. Las dos cosas no cabían en el Volks.
Me decidí por la silla. Eran las cuatro de la mañana. Estaba aparcado en doble fila con las luces puestas. Acabé el vodka con agua. Me sentía cada vez más borracho y débil. Agarré el sillón. Era muy pesado, lo llevé a mi coche. Lo dejé en el suelo y abrí la puerta derecha. Metí la silla. Luego traté de cerrar la puerta. Parte de la silla quedaba fuera. Traté de sacarla, pero había quedado trabada. Maldije y la empujé para dentro. Una de las patas fue a atravesar el parabrisas y se quedó asomada apuntando al cielo. La puerta seguía sin cerrarse. Ni siquiera se aproximaba a la cerradura. Traté de empujar la pata a través del parabrisas. No se movía. Estaba absolutamente acoplada. Traté de tirar para fuera. Nada. Desesperadamente tiré y empujé, tiré y empujé. Si venía la policía, estaba acabado. Después de un rato me di por vencido. Subí al asiento del conductor. No había sitio para aparcar en toda la calle. Bajé hasta el parking de la pizzeria, con la puerta abierta yéndose de un lado a otro. Lo dejé con la puerta abierta, con el sol ya bien alto. El parabrisas estaba roto, con la pata de la silla asomada. La escena entera era indecente, demencial. Era la imagen misma del crimen y el asesinato. Mi hermoso coche.
Subí por la calle de vuelta a mi casa. Me serví otro vodka con agua y telefoneé a
Tammie.
—Oye, nena, estoy en un aprieto. Tengo tu silla atravesada en mi parabrisas y no la puedo sacar ni meter y la puerta no se cierra. El parabrisas está roto. ¿Qué puedo hacer? ¡Ayúdame, por Dios!
—Ya pensarás en algo, Hank.
Colgó.
Marqué otra vez.
—Nena...
Colgó. La siguiente vez el teléfono estaba desconectado: bzzzz, bzzzz, bzzzz...
Me tumbé en la cama. Sonó el teléfono.
—Tammie...
—Hank, soy Valerie, acabo de llegar a casa. Quiero decirte que tu coche está en el
parking de la pizzería con la puerta abierta.
—Gracias, Valerie, pero es que no puedo cerrar la puerta. Hay una silla de hierro
encajada con el parabrisas.
—Oh, no me he dado cuenta de eso.
—Gracias por la llamada.
Me dormí. Fue un sueño inquieto. Me iba a caer la papeleta.
Me desperté a las seis y veinte, me vestí y anduve hasta la pizzería. El coche seguía
allí. Lucía el sol.
Me acerqué y cogí la silla. Seguía sin moverse. Estaba furioso, empecé a tirar y a sacudirla, maldiciendo. Cuanto más imposible parecía, más frenético me ponía. De repente se oyó un chasquido. Una pieza se quedó en mis manos. La tiré al suelo. Estaba inspirado, enérgico. Volví a mi tarea. Algo más se rompió. Los días en las fábricas, los días de descargar camiones, los días de sacar cajas de pescado congelado, los días de cargar terneras muertas sobre mis hombros estaban pagando su deuda. Yo siempre había sido tan fuerte como vago. Ahora estaba descuartizando la silla en pedazos. Finalmente salió del coche. Recogí las piezas sueltas y lo eché todo en el césped de un jardín.
Subí al Volks y encontré un sitio donde aparcar junto a mi casa. Todo lo que tenía ya que hacer era ir a un cementerio de coches de la Avenida Santa Fe y comprarme un parabrisas nuevo.
No había prisa. Entré, me bebí dos vasos de agua helada y me fui a la cama.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
sábado, 13 de noviembre de 2010
SEÑALES DE TRÁNSITO de CHARLES BUKOWSKI
Los viejos amigos del pueblo juegan
en el parque contemplando el mar
haciendo marcas en el cemento
con bastones de madera.
juegan cuatro, dos de cada lado
mientras 18 ó 20 se sientan
bajo el sol y miran
los observo cuando me dirijo
hacia un edificio público
mientras arreglan mi coche.
hay un viejo cañón en el parque
oxidado e inútil.
seis o siete veleros surcan
mar abajo.
termino mis deberes
salgo
y siguen jugando.
una de las mujeres está exageradamente
maquillada
usa pestañas postizas y fuma
cigarro.
los hombres son muy delgados
muy pálidos
llevan relojes de mano que hieren
sus muñecas.
hay otra mujer muy gorda
que ríe estúpidamente
cada vez que alguien logra un punto
algunos de ellos son de mi edad.
me repugna
la forma en que esperan la muerte
con la misma pasión
que una señal de tránsito.
es el tipo de gente que cree en los comerciales
es el tipo de gente que compra dentaduras postizas
a crédito
es el tipo de gente que celebra los días festivos
es el tipo de gente que tiene nietos
es el tipo de gente que vota
es el tipo de gente a quien le hacen funerales.
Son como la muerte
el esmog
el aire hediondo
la lepra.
finalmente.
así es la mayoría de la gente.
las gaviotas son mejores
las algas marinas son mejores
la arena sucia es mejor
si pudiera dirigir ese viejo cañón
hacia ellos
y hacerlo estallar
lo haría
me repugnan.
Charles Bukowski.
en el parque contemplando el mar
haciendo marcas en el cemento
con bastones de madera.
juegan cuatro, dos de cada lado
mientras 18 ó 20 se sientan
bajo el sol y miran
los observo cuando me dirijo
hacia un edificio público
mientras arreglan mi coche.
hay un viejo cañón en el parque
oxidado e inútil.
seis o siete veleros surcan
mar abajo.
termino mis deberes
salgo
y siguen jugando.
una de las mujeres está exageradamente
maquillada
usa pestañas postizas y fuma
cigarro.
los hombres son muy delgados
muy pálidos
llevan relojes de mano que hieren
sus muñecas.
hay otra mujer muy gorda
que ríe estúpidamente
cada vez que alguien logra un punto
algunos de ellos son de mi edad.
me repugna
la forma en que esperan la muerte
con la misma pasión
que una señal de tránsito.
es el tipo de gente que cree en los comerciales
es el tipo de gente que compra dentaduras postizas
a crédito
es el tipo de gente que celebra los días festivos
es el tipo de gente que tiene nietos
es el tipo de gente que vota
es el tipo de gente a quien le hacen funerales.
Son como la muerte
el esmog
el aire hediondo
la lepra.
finalmente.
así es la mayoría de la gente.
las gaviotas son mejores
las algas marinas son mejores
la arena sucia es mejor
si pudiera dirigir ese viejo cañón
hacia ellos
y hacerlo estallar
lo haría
me repugnan.
Charles Bukowski.
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POEMAS BUKOWSKI
viernes, 12 de noviembre de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 69
Aquella noche sonó el teléfono. Era Mercedes. La había conocido después de una lectura poética que di en Venice Beach. Tenía unos 28 años, un buen cuerpo, piernas superiores y rostro interesante. Era una rubia más bien bajita, con ojos azules. Su pelo era largo y un poco ondulado. Fumaba continuamente. Su conversación era boba, y su risa sonora y falsa la mayor parte de las veces.
Había ido a su casa tras la lectura. Yo había tocado el piano y ella los bongos. Había una botella de Red Mountain. Había porros. Me emborraché demasiado para poder irme. Me había quedado a dormir allí yéndome luego por la mañana.
—Oye —me dijo Mercedes—, ahora trabajo en este barrio. Podré ir a verte a
menudo.
—Muy bien.
Colgué. Sonó otra vez el teléfono. Era Tammie.
.—Mira, he decidido irme. Tendré casa en un par de días. Saca mí vestido amarillo
del apartamento, ese que te gusta, y mis zapatos verdes. Todo el resto es basura. Déjalo.
—Está bien.
—Oye, estoy en la ruina. No tengo ni para comer.
—Te enviaré cuarenta pavos para mañana por la Western Union,
—Eres un cielo...
Colgué. Quince minutos más tarde apareció Mercedes. Llevaba una falda muy corta, sandalias y una blusa por encima del ombligo. También unos pequeños pendientes azules.
—¿Quieres un poco de hierba? —preguntó.
—Claro.
Sacó la hierba y los papelillos de su bolso y empezó a liar unos porros. Yo saqué
cerveza y nos sentamos en el sofá a beber y a charlar.
No hablamos mucho. Jugué un poco con sus piernas y bebimos y fumamos durante
un buen rato.
Finalmente nos desnudamos y nos fuimos a la cama, primero Mercedes y luego yo. Empezamos a besarnos y le trabajé el coño. Ella me agarró la polla. La monté. Mercedes la guió dentro. Tenía una buena agarradera allí abajo. Muy estrecha. Jugué un rato con ella, sacándola casi toda y moviendo la cabeza adelante y atrás. Entonces la metí hasta el fondo, lentamente, en plan perezoso. Luego de repente le di cuatro o cinco sacudidas salvajes y su cabeza cayó sobre la almohada de golpe.
—Arrrggg... —dijo. Yo seguí con la marcha.
Era una noche muy calurosa y los dos sudábamos. Mercedes estaba colocada con
los porros y la cerveza. Decidí acabar con alguna floritura. Enseñarle un par de cosas.
Bombeé una y otra vez. Cinco minutos. Diez minutos más. No podía correrme.
Empecé a fallar, se me iba quedando blanda.
Mercedes se preocupó.
—¡Hazlo! —pidió—. ¡Oh,h a zlo , querido!
No sirvió de mucho. Me eché a un lado.
Era una noche insoportablemente calurosa. Cogí la sábana y me limpié el sudor. Podía oír mi corazón latiendo a rebato. Sonaba triste. Me preguntaba qué pensaría Mercedes.
Agonicé allí tumbado, con el badajo flaccido.
Mercedes giró su cabeza hacia mí. La besé. Besarse es más íntimo que joder. Por eso nunca me gustaba que mis novias besaran a los hombres. Hubiera preferido que se los jodiesen.
Seguí besando a Mercedes y mientras sentía estas cosas se me puso otra vez dura.
Subí encima de ella, besándola como si fuera lo último que fuera a hacer en esta vida.
Mi polla penetró.
Esta vez supe que iba a conseguirlo. Podía sentir el milagro de ello.
Me iba a correr en su coño, la perra. Iba a verter mis jugos en su interior y no había
nada que ella pudiera hacer para impedirlo.
Era mía. Yo era un ejército conquistador, era un violador, era su dueño, era la
muerte.Ella estaba indefensa. Su cabeza se debatía, me agarraba y gemía haciendo sonidos.
—¡Arrrgg, uuggg, oh, oh... oooff...o oo ooh!
Mi verga se alimentaba con ello.
Hice un extraño sonido y luego me corrí.
Cinco minutos más tarde ella estaba roncando. Los dos estábamos roncando.
Por la mañana nos duchamos y vestimos,
—Te llevaré a desayunar —dije yo.
—Vale —dijo Mercedes—. Por cierto, ¿hemos jodido esta noche?
—¡Por Dios! ¿No te acuerdas? ¡Debimos estar jodiendo por lo menos una hora!
No me lo podía creer. Mercedes parecía poco convencida.
Fuimos a un sitio pasada la esquina. Pedí huevos con bacon, café y una tostada.
Mercedes pidió tortitas con jamón y café.
La camarera nos lo trajo. Tomé un poco de huevo. Mercedes echó salsa a sus
tortitas.—Tienes razón —me dijo—, me has debido joder. Siento el semen cayéndome por
la pierna.
Decidí no volver a verla.
Había ido a su casa tras la lectura. Yo había tocado el piano y ella los bongos. Había una botella de Red Mountain. Había porros. Me emborraché demasiado para poder irme. Me había quedado a dormir allí yéndome luego por la mañana.
—Oye —me dijo Mercedes—, ahora trabajo en este barrio. Podré ir a verte a
menudo.
—Muy bien.
Colgué. Sonó otra vez el teléfono. Era Tammie.
.—Mira, he decidido irme. Tendré casa en un par de días. Saca mí vestido amarillo
del apartamento, ese que te gusta, y mis zapatos verdes. Todo el resto es basura. Déjalo.
—Está bien.
—Oye, estoy en la ruina. No tengo ni para comer.
—Te enviaré cuarenta pavos para mañana por la Western Union,
—Eres un cielo...
Colgué. Quince minutos más tarde apareció Mercedes. Llevaba una falda muy corta, sandalias y una blusa por encima del ombligo. También unos pequeños pendientes azules.
—¿Quieres un poco de hierba? —preguntó.
—Claro.
Sacó la hierba y los papelillos de su bolso y empezó a liar unos porros. Yo saqué
cerveza y nos sentamos en el sofá a beber y a charlar.
No hablamos mucho. Jugué un poco con sus piernas y bebimos y fumamos durante
un buen rato.
Finalmente nos desnudamos y nos fuimos a la cama, primero Mercedes y luego yo. Empezamos a besarnos y le trabajé el coño. Ella me agarró la polla. La monté. Mercedes la guió dentro. Tenía una buena agarradera allí abajo. Muy estrecha. Jugué un rato con ella, sacándola casi toda y moviendo la cabeza adelante y atrás. Entonces la metí hasta el fondo, lentamente, en plan perezoso. Luego de repente le di cuatro o cinco sacudidas salvajes y su cabeza cayó sobre la almohada de golpe.
—Arrrggg... —dijo. Yo seguí con la marcha.
Era una noche muy calurosa y los dos sudábamos. Mercedes estaba colocada con
los porros y la cerveza. Decidí acabar con alguna floritura. Enseñarle un par de cosas.
Bombeé una y otra vez. Cinco minutos. Diez minutos más. No podía correrme.
Empecé a fallar, se me iba quedando blanda.
Mercedes se preocupó.
—¡Hazlo! —pidió—. ¡Oh,h a zlo , querido!
No sirvió de mucho. Me eché a un lado.
Era una noche insoportablemente calurosa. Cogí la sábana y me limpié el sudor. Podía oír mi corazón latiendo a rebato. Sonaba triste. Me preguntaba qué pensaría Mercedes.
Agonicé allí tumbado, con el badajo flaccido.
Mercedes giró su cabeza hacia mí. La besé. Besarse es más íntimo que joder. Por eso nunca me gustaba que mis novias besaran a los hombres. Hubiera preferido que se los jodiesen.
Seguí besando a Mercedes y mientras sentía estas cosas se me puso otra vez dura.
Subí encima de ella, besándola como si fuera lo último que fuera a hacer en esta vida.
Mi polla penetró.
Esta vez supe que iba a conseguirlo. Podía sentir el milagro de ello.
Me iba a correr en su coño, la perra. Iba a verter mis jugos en su interior y no había
nada que ella pudiera hacer para impedirlo.
Era mía. Yo era un ejército conquistador, era un violador, era su dueño, era la
muerte.Ella estaba indefensa. Su cabeza se debatía, me agarraba y gemía haciendo sonidos.
—¡Arrrgg, uuggg, oh, oh... oooff...o oo ooh!
Mi verga se alimentaba con ello.
Hice un extraño sonido y luego me corrí.
Cinco minutos más tarde ella estaba roncando. Los dos estábamos roncando.
Por la mañana nos duchamos y vestimos,
—Te llevaré a desayunar —dije yo.
—Vale —dijo Mercedes—. Por cierto, ¿hemos jodido esta noche?
—¡Por Dios! ¿No te acuerdas? ¡Debimos estar jodiendo por lo menos una hora!
No me lo podía creer. Mercedes parecía poco convencida.
Fuimos a un sitio pasada la esquina. Pedí huevos con bacon, café y una tostada.
Mercedes pidió tortitas con jamón y café.
La camarera nos lo trajo. Tomé un poco de huevo. Mercedes echó salsa a sus
tortitas.—Tienes razón —me dijo—, me has debido joder. Siento el semen cayéndome por
la pierna.
Decidí no volver a verla.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
jueves, 11 de noviembre de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 68
Eran las doce y media de un miércoles por la noche y yo estaba muy enfermo. Mi estómago estaba escocido pero me las arreglaba para ir metiéndome algunas cervezas. Tammie estaba conmigo y parecía de buen humor, Dancy estaba en casa de su abuela.
Aunque me sentía enfermo parecía, finalmente, que habían llegado buenos tiempos,
simplemente dos personas sintiéndose juntas.
Se oyó una llamada en la puerta. La abrí. Era el hermano de Tammie, Jay, con otro
joven, Filbert, un puertorriqueño bajito. Se sentaron y les di a cada uno una cerveza.
—Vamos a una película porno —dijo Jay.
Filbert se quedó allí quieto. Tenía un bigote negro muy cuidadosamente cortado y su cara era bastante inexpresiva. No despedía ningún tipo de rayos. Pensé en términos tales como vacío, tabla, muerte y cosas así.
—¿Por qué no dices nada, Filbert? —preguntó Tammie.
Él no abrió la boca.
Me levanté, fui a la cocina y vomité en el fregadero. Regresé y me senté. Tomé otra cerveza. Era muy cabreante no poder aguantar ni la cerveza. Simplemente me había pasado borracho demasiados días y noches seguidos. Necesitaba un descanso. Y necesitaba un
trago. Sólo cerveza. Yo creía que podría tragar bien la cerveza. Me eché un buen trago.
La cerveza no se quedaba. Fui al baño. Tammie llamó a la puerta.
—¿Hank, estás bien?
Me lavé la boca y abrí la puerta.
—Estoy malo, eso es todo.
—¿Quieres que me deshaga de ellos?
—Claro.
Volvió con ellos.
—Oíd, chicos, ¿por qué no subimos a mi casa?
Yo no me esperaba eso.
Tammie se había olvidado de pagar la cuenta de la luz, o no había querido, y se fueron a sentar con luz de velas. Se llevó una botella llena de cóctel Margarita ya mezclado que yo había comprado para ella aquel día.
Me senté a beber solo. La siguiente cerveza se quedó dentro.
Los pude oír hablando, al lado.
Entonces el hermano de Tammie se fue. Le vi pasar camino de su coche a la luz de
la luna...
Tammie y Filbert se quedaron solos, a la luz de las velas.
Me quedé allí sentado con las luces apagadas, bebiendo. Pasó una hora. Pude ver los reflejos de las velas en la oscuridad. Miré a mi alrededor. Tammie se había dejado los zapatos. Cogí los zapatos y me acerqué hasta su apartamento. Su puerta estaba abierta. Le oí decirle a Filbert...
—Bueno, de cualquier modo lo que quiero decir es que...
Me oyó acercarme.
—¿Henry, eres tú?
Le lancé sus zapatos. Se quedaron tirados junto a la puerta.
—Te olvidaste los zapatos —dije.
—Oh, Dios te bendiga —dijo ella.
Hacia las diez y media de la mañana siguiente, Tammie llamó a la puerta. Le abrí.
—Tú, maldita puta jodida.
—No me hables así —dijo ella.
—¿Quieres una cerveza?
—Bueno.
Se sentó.
—Bien, nos bebimos la botella de Margarita. Entonces mi hermano se fue. Filbert es un chico encantador. Se quedó allí quieto y apenas hablaba. «¿Cómo vas a volver a casa?», le pregunté, «¿Tienes coche?», y no tenía. Sólo se quedó allí sentado mirándome, entonces yo dije, «Bueno, yo tengo coche, te llevaré a casa». Así que le llevé a casa. La cosa es que como ya estaba allí me fui a la cama con él. Yo estaba muy borracha, pero él no me tocó. Dijo que tenía que levantarse temprano a la mañana siguiente para ir a trabajar. —Tammie se rió—. En un momento durante la noche trató de aproximárseme. Puse la almohada encima de mi cabeza y me entró la risa. El desistió. Después de que se fuera a trabajar fui a casa de mi madre y llevé a Dancy al colegio. Y ahora aquí estoy...
Al día siguiente, Tammie iba cargada de estimulantes. No paraba de entrar y salir
de casa a toda velocidad. Finalmente me dijo:
—Volveré esta noche. ¡Te veo por la noche!
—Olvídalo.
—¿Qué pasa contigo? Muchos hombres estarían contentos de verme esta noche.
Tammie cerró de un portazo. Había una gata preñada durmiendo en mi porche.
—¡Largo de aquí, zanahoria!
Cogí la gata preñada y se la lancé. Fallé por un pelo y la gata cayó en un arbusto
cercano.
La siguiente noche Tammie iba llena de anfetamina. Yo estaba borracho. Tammie y
Dancy se pusieron a gritarme desde la ventana.
—¡Vete a comer cagarrutas, so cagoncio! ¡JAJAJA!
—¡Vete a comer cagarrutas, cagoncio!
—¡Ah, balonazos! —contesté yo—. ¡Tetona de balones!
—¡Vete a comer tripas de rata, cagoncio!
—¡Cagoncio, cagoncio, cagoncio! ¡JAJAJAJA!
—¡Sesos de chorlito —respondí—, chuparme las pelusas del ombligo!
—Tú... —empezó Tammie.
De repente se oyeron varios disparos cercanos, en la calle o en el patio o en algún apartamento. Muy cerca. Era un barrio pobre con mucha prostitución y drogas, y ocasionalmente algún asesinato.
Dancy empezó a gritar desde la ventana:
—¡HANK! ¡HANK! ¡VEN AQUÍ, HANK! ¡HANK, HANK, HANK! ¡DATE
PRISA, HANK!
Fui corriendo. Tammie estaba en el suelo, con todo aquel pelo glorioso
desparramado. Me vio.
—Me han disparado —dijo débilmente—, me han disparado.
Señaló una mancha roja en sus pantalones. Ya no estaba bromeando. Estaba
aterrorizada.
Parecía una mancha de sangre, pero estaba seca. A Tammie le gustaba utilizar mis
pinturas. Me incliné y toqué la mancha. No le pasaba nada, excepto que había tomado
muchas pastillas.
—Escucha —le dije—, estás bien, no te preocupes...
Mientras salía por la puerta vino corriendo Bobby.
—Tammie, Tammie. ¿Qué te pasa? ¿Estás bien?
Bobby evidentemente había tenido que vestirse, lo que explicaba la demora.
Cuando pasó junto a mí le dije rápidamente:
—Tío, eres la hostia, siempre estás en mi vida.
Entró corriendo en el apartamento de Tammie seguido por el vecino de al lado, un
vendedor de coches usados, chiflado declarado.
Tammie vino unos días más tarde con un sobre.
—Hank, el casero me ha dado un anuncio de expulsión.
Me lo enseñó.
Lo leí con cuidado.
—Parece que va en serio —le dije.
—Le dije que le pagaría los atrasos, pero me dijo «¡Queremos que te vayas de aquí,
Tammie!».
—No puedes atrasarte tanto en el alquiler.
—Mira, tengo el dinero, sólo que no me gusta pagar.
Tammie siempre iba a la contra. Su coche no estaba registrado, la licencia le había expirado hacía mucho, y conducía sin carnet. Dejaba el coche aparcado durante días en zonas amarillas, zonas rojas, zonas blancas, aparcamientos reservados... Cuando la policía la paraba borracha o colocada o sin su carnet de identidad, les hablaba y siempre la dejaban ir. Tiraba los tickets de aparcamiento dondequiera que se los diesen.
—Conseguiré el teléfono del dueño. No pueden echarme a patadas de aquí. ¿Tienes
su teléfono?
—No.
En ese momento Irv, que tenía una casa de putas y que también era el matón de una
casa de masajes, pasó por allí. Medía cerca de dos metros. También tenía mejor cabeza que
los primeros 3.000 tíos que pudieras cruzarte por la calle.
Tammie salió corriendo:
—¡Irv! ¡Irv!
El se paró y se dio la vuelta. Tammie le plantó delante las tetas:
—¿Irv, tienes el número de teléfono del dueño de los apartamentos?
—No, no lo tengo.
—Irv, necesito el teléfono del dueño. ¡Dame su número y te la chupo!
—No tengo el número.
Fue hasta su puerta y puso la llave en la cerradura.
—¡Vamos, Irv, te hago una mamada si me lo dices!
—¿Lo dices en serio? —preguntó él, dubitativo, mirándola.
Entonces abrió la puerta, entró y la cerró.
Tammie se fue corriendo a otra puerta y llamó. Richard abrió cautelosamente, con la cadena puesta. Era calvo, vivía solo, era religioso, tenía unos 45 años y veía la televisión continuamente, Era rosado y limpio como una mujer. Se quejaba continuamente de los ruidos de mi apartamento. No podía dormir, decía. El casero le dijo que se mudara. El me odiaba. Ahora una de mis mujeres estaba en su puerta. Mantuvo puesta la cadena.
—¿Qué quieres? —farfulló.
—Mira, cielo, quiero el número de teléfono del dueño de los apartamentos... Tú has
vivido aquí muchos años. Sé que tienes ese número. Lo necesito.
—Lárgate —dijo él.
—Escucha, cielo, seré buena contigo... Un beso, te daré un enorme beso todo para
ti.
—¡Ramera! —dijo él—. ¡Buscona!
Richard cerró de un portazo. Tammie volvió a entrar en mi apartamento.
—¿Hank?
—¿Sí?
—¿Qué es una ramera? Sé lo que es una rama, ¿pero qué es una ramera?
—Una ramera, querida mía, es una puta.
—¡Cómo se atreve ese sucio hijo de puta!
Tammie salió y continuó llamando a las puertas de los otros apartamentos. O bien
no estaban o no contestaban.
—¡No es justo! ¿Por qué quieren echarme de aquí? ¿Qué les he hecho?
—No sé. Trata de recordar. Quizás salga algo.
—No puedo pensar en nada.
—Vente a vivir conmigo.
—No aguantarías a la niña.
—Tienes razón.
Pasaron los días. El dueño seguía sin dejarse ver, no le gustaba tratar con los inquilinos. El administrador estaba detrás de su aviso de expulsión. Incluso Bobby se hizo menos visible, tragando televisión, fumando su hierba y escuchando su estéreo.
—¡Hey, tío —me dijo—, me empieza a disgustar tu chica! Está jodiendo nuestra
amistad.
—Tienes razón, Bobby.
Aunque me sentía enfermo parecía, finalmente, que habían llegado buenos tiempos,
simplemente dos personas sintiéndose juntas.
Se oyó una llamada en la puerta. La abrí. Era el hermano de Tammie, Jay, con otro
joven, Filbert, un puertorriqueño bajito. Se sentaron y les di a cada uno una cerveza.
—Vamos a una película porno —dijo Jay.
Filbert se quedó allí quieto. Tenía un bigote negro muy cuidadosamente cortado y su cara era bastante inexpresiva. No despedía ningún tipo de rayos. Pensé en términos tales como vacío, tabla, muerte y cosas así.
—¿Por qué no dices nada, Filbert? —preguntó Tammie.
Él no abrió la boca.
Me levanté, fui a la cocina y vomité en el fregadero. Regresé y me senté. Tomé otra cerveza. Era muy cabreante no poder aguantar ni la cerveza. Simplemente me había pasado borracho demasiados días y noches seguidos. Necesitaba un descanso. Y necesitaba un
trago. Sólo cerveza. Yo creía que podría tragar bien la cerveza. Me eché un buen trago.
La cerveza no se quedaba. Fui al baño. Tammie llamó a la puerta.
—¿Hank, estás bien?
Me lavé la boca y abrí la puerta.
—Estoy malo, eso es todo.
—¿Quieres que me deshaga de ellos?
—Claro.
Volvió con ellos.
—Oíd, chicos, ¿por qué no subimos a mi casa?
Yo no me esperaba eso.
Tammie se había olvidado de pagar la cuenta de la luz, o no había querido, y se fueron a sentar con luz de velas. Se llevó una botella llena de cóctel Margarita ya mezclado que yo había comprado para ella aquel día.
Me senté a beber solo. La siguiente cerveza se quedó dentro.
Los pude oír hablando, al lado.
Entonces el hermano de Tammie se fue. Le vi pasar camino de su coche a la luz de
la luna...
Tammie y Filbert se quedaron solos, a la luz de las velas.
Me quedé allí sentado con las luces apagadas, bebiendo. Pasó una hora. Pude ver los reflejos de las velas en la oscuridad. Miré a mi alrededor. Tammie se había dejado los zapatos. Cogí los zapatos y me acerqué hasta su apartamento. Su puerta estaba abierta. Le oí decirle a Filbert...
—Bueno, de cualquier modo lo que quiero decir es que...
Me oyó acercarme.
—¿Henry, eres tú?
Le lancé sus zapatos. Se quedaron tirados junto a la puerta.
—Te olvidaste los zapatos —dije.
—Oh, Dios te bendiga —dijo ella.
Hacia las diez y media de la mañana siguiente, Tammie llamó a la puerta. Le abrí.
—Tú, maldita puta jodida.
—No me hables así —dijo ella.
—¿Quieres una cerveza?
—Bueno.
Se sentó.
—Bien, nos bebimos la botella de Margarita. Entonces mi hermano se fue. Filbert es un chico encantador. Se quedó allí quieto y apenas hablaba. «¿Cómo vas a volver a casa?», le pregunté, «¿Tienes coche?», y no tenía. Sólo se quedó allí sentado mirándome, entonces yo dije, «Bueno, yo tengo coche, te llevaré a casa». Así que le llevé a casa. La cosa es que como ya estaba allí me fui a la cama con él. Yo estaba muy borracha, pero él no me tocó. Dijo que tenía que levantarse temprano a la mañana siguiente para ir a trabajar. —Tammie se rió—. En un momento durante la noche trató de aproximárseme. Puse la almohada encima de mi cabeza y me entró la risa. El desistió. Después de que se fuera a trabajar fui a casa de mi madre y llevé a Dancy al colegio. Y ahora aquí estoy...
Al día siguiente, Tammie iba cargada de estimulantes. No paraba de entrar y salir
de casa a toda velocidad. Finalmente me dijo:
—Volveré esta noche. ¡Te veo por la noche!
—Olvídalo.
—¿Qué pasa contigo? Muchos hombres estarían contentos de verme esta noche.
Tammie cerró de un portazo. Había una gata preñada durmiendo en mi porche.
—¡Largo de aquí, zanahoria!
Cogí la gata preñada y se la lancé. Fallé por un pelo y la gata cayó en un arbusto
cercano.
La siguiente noche Tammie iba llena de anfetamina. Yo estaba borracho. Tammie y
Dancy se pusieron a gritarme desde la ventana.
—¡Vete a comer cagarrutas, so cagoncio! ¡JAJAJA!
—¡Vete a comer cagarrutas, cagoncio!
—¡Ah, balonazos! —contesté yo—. ¡Tetona de balones!
—¡Vete a comer tripas de rata, cagoncio!
—¡Cagoncio, cagoncio, cagoncio! ¡JAJAJAJA!
—¡Sesos de chorlito —respondí—, chuparme las pelusas del ombligo!
—Tú... —empezó Tammie.
De repente se oyeron varios disparos cercanos, en la calle o en el patio o en algún apartamento. Muy cerca. Era un barrio pobre con mucha prostitución y drogas, y ocasionalmente algún asesinato.
Dancy empezó a gritar desde la ventana:
—¡HANK! ¡HANK! ¡VEN AQUÍ, HANK! ¡HANK, HANK, HANK! ¡DATE
PRISA, HANK!
Fui corriendo. Tammie estaba en el suelo, con todo aquel pelo glorioso
desparramado. Me vio.
—Me han disparado —dijo débilmente—, me han disparado.
Señaló una mancha roja en sus pantalones. Ya no estaba bromeando. Estaba
aterrorizada.
Parecía una mancha de sangre, pero estaba seca. A Tammie le gustaba utilizar mis
pinturas. Me incliné y toqué la mancha. No le pasaba nada, excepto que había tomado
muchas pastillas.
—Escucha —le dije—, estás bien, no te preocupes...
Mientras salía por la puerta vino corriendo Bobby.
—Tammie, Tammie. ¿Qué te pasa? ¿Estás bien?
Bobby evidentemente había tenido que vestirse, lo que explicaba la demora.
Cuando pasó junto a mí le dije rápidamente:
—Tío, eres la hostia, siempre estás en mi vida.
Entró corriendo en el apartamento de Tammie seguido por el vecino de al lado, un
vendedor de coches usados, chiflado declarado.
Tammie vino unos días más tarde con un sobre.
—Hank, el casero me ha dado un anuncio de expulsión.
Me lo enseñó.
Lo leí con cuidado.
—Parece que va en serio —le dije.
—Le dije que le pagaría los atrasos, pero me dijo «¡Queremos que te vayas de aquí,
Tammie!».
—No puedes atrasarte tanto en el alquiler.
—Mira, tengo el dinero, sólo que no me gusta pagar.
Tammie siempre iba a la contra. Su coche no estaba registrado, la licencia le había expirado hacía mucho, y conducía sin carnet. Dejaba el coche aparcado durante días en zonas amarillas, zonas rojas, zonas blancas, aparcamientos reservados... Cuando la policía la paraba borracha o colocada o sin su carnet de identidad, les hablaba y siempre la dejaban ir. Tiraba los tickets de aparcamiento dondequiera que se los diesen.
—Conseguiré el teléfono del dueño. No pueden echarme a patadas de aquí. ¿Tienes
su teléfono?
—No.
En ese momento Irv, que tenía una casa de putas y que también era el matón de una
casa de masajes, pasó por allí. Medía cerca de dos metros. También tenía mejor cabeza que
los primeros 3.000 tíos que pudieras cruzarte por la calle.
Tammie salió corriendo:
—¡Irv! ¡Irv!
El se paró y se dio la vuelta. Tammie le plantó delante las tetas:
—¿Irv, tienes el número de teléfono del dueño de los apartamentos?
—No, no lo tengo.
—Irv, necesito el teléfono del dueño. ¡Dame su número y te la chupo!
—No tengo el número.
Fue hasta su puerta y puso la llave en la cerradura.
—¡Vamos, Irv, te hago una mamada si me lo dices!
—¿Lo dices en serio? —preguntó él, dubitativo, mirándola.
Entonces abrió la puerta, entró y la cerró.
Tammie se fue corriendo a otra puerta y llamó. Richard abrió cautelosamente, con la cadena puesta. Era calvo, vivía solo, era religioso, tenía unos 45 años y veía la televisión continuamente, Era rosado y limpio como una mujer. Se quejaba continuamente de los ruidos de mi apartamento. No podía dormir, decía. El casero le dijo que se mudara. El me odiaba. Ahora una de mis mujeres estaba en su puerta. Mantuvo puesta la cadena.
—¿Qué quieres? —farfulló.
—Mira, cielo, quiero el número de teléfono del dueño de los apartamentos... Tú has
vivido aquí muchos años. Sé que tienes ese número. Lo necesito.
—Lárgate —dijo él.
—Escucha, cielo, seré buena contigo... Un beso, te daré un enorme beso todo para
ti.
—¡Ramera! —dijo él—. ¡Buscona!
Richard cerró de un portazo. Tammie volvió a entrar en mi apartamento.
—¿Hank?
—¿Sí?
—¿Qué es una ramera? Sé lo que es una rama, ¿pero qué es una ramera?
—Una ramera, querida mía, es una puta.
—¡Cómo se atreve ese sucio hijo de puta!
Tammie salió y continuó llamando a las puertas de los otros apartamentos. O bien
no estaban o no contestaban.
—¡No es justo! ¿Por qué quieren echarme de aquí? ¿Qué les he hecho?
—No sé. Trata de recordar. Quizás salga algo.
—No puedo pensar en nada.
—Vente a vivir conmigo.
—No aguantarías a la niña.
—Tienes razón.
Pasaron los días. El dueño seguía sin dejarse ver, no le gustaba tratar con los inquilinos. El administrador estaba detrás de su aviso de expulsión. Incluso Bobby se hizo menos visible, tragando televisión, fumando su hierba y escuchando su estéreo.
—¡Hey, tío —me dijo—, me empieza a disgustar tu chica! Está jodiendo nuestra
amistad.
—Tienes razón, Bobby.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
miércoles, 10 de noviembre de 2010
EL CORDÓN DEL ZAPATO de CHARLES BUKOWSKI
Una mujer, una rueda
ponchada, una
enfermedad, un deseo; temores ante ti,
temores que puedes estudiar
como las piezas de un
tablero de ajedrez...
no son las cosas importantes las que
llevan a un hombre al
manicomio. Estate preparado para la muerte o para
el asesinato, el incesto, el robo, el incendio,
la inundación.
No, es la serie continua de pequeñas tragedias
lo que lleva a un hombre al
manicomio...
no es la muerte de su amor
sino el cordón de su zapato que se rompe cuando tiene prisa.
El horror de la vida.
es ese enjambre de trivialidades
lo que puede matar más deprisa que el cáncer
y siempre están ahí:
la matrícula del automóvil o los impuestos
o la licencia para conducir vencida
o los contratos o los despidos,
hacerlo tú o que te lo hagan, o
el estreñimiento
o las multas por exceso de velocidad,
polillas o grillos o ratitas o termitas o
cucarachas o moscas y
la tela metálica que se
ha roto,
o pasarse
o no llegar,
o el lavamanos tapado o la casera borracha,
al presidente no le importa y el gobernador
está loco.
El interruptor de la luz roto, o el colchón como
un puerco espín,
105 dólares por la puesta a punto, el carburador y la bomba de
gasolina en Sears Roebuck,
y el recibo del teléfono que sube y la Bolsa
que baja
y la cadena del baño que se ha
roto
y la instalación de la luz que se ha quemado,
la luz de la entrada, la luz del frente, la luz de atrás,
la luz del interior; está más
oscuro que el infierno y
es el doble de caro.
y además siempre hay ladillas y uñas que se encarnan
y gente que insiste que son
amigos tuyos;
siempre hay eso y cosas peores:
grifos que gotean, Cristo y la Navidad,
el salami azul, 9 días de lluvia,
50 centavos de aguacates
y embutido de hígado
morado.
O meterse
de camarera en Norm's con turno doble,
o de vaciador de
orinales,
o de lavacoches o de pinche de cocina
o de ladrón de bolsos de ancianas
que las deja gritando en la acera
con un brazo roto a la edad de
80 años.
De pronto 2 luces rojas en tu espejo retrovisor
y sangre en
la ropa interior;
dolor de muelas y 979 dólares por un puente
o 300 dólares por una muela
de oro,
y China y Rusia y Estados Unidos y
pelo largo y pelo corto y nada de
pelo y barba y sin rostro,
y muchos papeles de liar pero ninguna
hierba excepto tal vez la del jardín.
Con cada cordón de zapato que se rompe
de entre cien cordones de zapato que se rompen,
un hombre o una mujer o una
cosa
va a parar al
manicomio.
Así que ten cuidado
al agacharte.
Charles Bukowski.
ponchada, una
enfermedad, un deseo; temores ante ti,
temores que puedes estudiar
como las piezas de un
tablero de ajedrez...
no son las cosas importantes las que
llevan a un hombre al
manicomio. Estate preparado para la muerte o para
el asesinato, el incesto, el robo, el incendio,
la inundación.
No, es la serie continua de pequeñas tragedias
lo que lleva a un hombre al
manicomio...
no es la muerte de su amor
sino el cordón de su zapato que se rompe cuando tiene prisa.
El horror de la vida.
es ese enjambre de trivialidades
lo que puede matar más deprisa que el cáncer
y siempre están ahí:
la matrícula del automóvil o los impuestos
o la licencia para conducir vencida
o los contratos o los despidos,
hacerlo tú o que te lo hagan, o
el estreñimiento
o las multas por exceso de velocidad,
polillas o grillos o ratitas o termitas o
cucarachas o moscas y
la tela metálica que se
ha roto,
o pasarse
o no llegar,
o el lavamanos tapado o la casera borracha,
al presidente no le importa y el gobernador
está loco.
El interruptor de la luz roto, o el colchón como
un puerco espín,
105 dólares por la puesta a punto, el carburador y la bomba de
gasolina en Sears Roebuck,
y el recibo del teléfono que sube y la Bolsa
que baja
y la cadena del baño que se ha
roto
y la instalación de la luz que se ha quemado,
la luz de la entrada, la luz del frente, la luz de atrás,
la luz del interior; está más
oscuro que el infierno y
es el doble de caro.
y además siempre hay ladillas y uñas que se encarnan
y gente que insiste que son
amigos tuyos;
siempre hay eso y cosas peores:
grifos que gotean, Cristo y la Navidad,
el salami azul, 9 días de lluvia,
50 centavos de aguacates
y embutido de hígado
morado.
O meterse
de camarera en Norm's con turno doble,
o de vaciador de
orinales,
o de lavacoches o de pinche de cocina
o de ladrón de bolsos de ancianas
que las deja gritando en la acera
con un brazo roto a la edad de
80 años.
De pronto 2 luces rojas en tu espejo retrovisor
y sangre en
la ropa interior;
dolor de muelas y 979 dólares por un puente
o 300 dólares por una muela
de oro,
y China y Rusia y Estados Unidos y
pelo largo y pelo corto y nada de
pelo y barba y sin rostro,
y muchos papeles de liar pero ninguna
hierba excepto tal vez la del jardín.
Con cada cordón de zapato que se rompe
de entre cien cordones de zapato que se rompen,
un hombre o una mujer o una
cosa
va a parar al
manicomio.
Así que ten cuidado
al agacharte.
Charles Bukowski.
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POEMAS BUKOWSKI
martes, 9 de noviembre de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 67
—¿Queréis beber algo? —dijo Marty.
—Tomaré una cerveza —dije yo.
—Yo tomaré un Stinger —dijo Tammie.
—Busca un asiento para ella —le dije a Marty.
—Está bien, la colocaremos en algún sitio. Todo está lleno a rebosar. Hemos tenido
que devolver dinero de entradas. Falta media hora para que salgas.
—Quiero presentarle Chinaski a la audiencia —dijo Tammie.
—¿Estás de acuerdo? —preguntó Marty.
—De acuerdo.
Fuera tenían a un chaval con una guitarra, Dinky Summers, y la muchedumbre le estaba sacando las tripas. Ocho años atrás Dinky había conseguido un disco de oro, pero desde entonces nada más.
Marty cogió un telefonillo y dijo:
—¿Oye, suena tan mal ese tío como parece desde aquí?
Oímos una voz femenina por el telefonillo:
—Es terrible.
Marty colgó.
—¡Queremos a Chinaski! —aullaban.
—Está bien —oímos a Dinky—, Chinaski viene ahora.
Empezó a cantar otra vez. Estaban borrachos. Abuchearon y silbaron. Dinky siguió cantando. Acabó y se fue del escenario. Uno nunca sabía. Algunos días era mejor no salir de la cama.
Se oyó una llamada en la puerta. Era Dinky con sus zapatillas de tenis rojas, blancas y azules, su camiseta blanca, collares y un sombrero marrón de fieltro. El sombrero reposaba sobre una masa de rizos rubios. En la camiseta ponía: «Dios es Amor».
Dinky nos miró.
—¿Estuverea lmen te tan mal? Quiero saberlo. ¿Estuverealmente tan mal?
Nadie contestó.
Dinky me miró.
—¿Hank, estuve tan mal?
—La tropa está borracha. Es carnaval.
—Quiero saber si estuve mal o no.
—Tómate un trago.
—Tengo que ir a buscar a mi chica —dijo Dinky—, está ahí fuera sola.
—Bueno —dije—, vamos para el ruedo.
—Muy bien —dijo Marty—, entra ya.
—Yo lo presento —dijo Tammie.
Salí con ella. Mientras nos acercábamos al escenario nos vieron y empezaron a gritar y a desgañitarse. Las botellas se cayeron de las mesas. Hubo una primera pelea. Los chicos de la oficina de correos nunca lo hubieran creído.
Tammie se acercó al micrófono.
—Señoras y caballeros —dijo—, Henry Chinaski no ha podido venir esta noche..
Hubo un silencio.
Entonces dijo:
—Señoras y caballeros, ¡Henry Chinaski!
Me acerqué. Me ovacionaron. Todavía no había hecho nada. Cogí el micrófono:
—Hola, soy Henry Chinaski.
El lugar tembló con el fragor. Yo no tenía que hacer nada. Ellos lo hacían todo. Pero tenías que andarte con cuidado. Bebidos como estaban podían inmediatamente detectar cualquier gesto falso, cualquier palabra falsa. Nunca podías desestimar a un público. Habían pagado para entrar; habían pagado las bebidas; querían obteneralgo a cambio, y si no se lo dabas te correrían a leches hasta el océano.
Había una nevera en el escenario. La abrí. Debía haber por lo menos 40 botellas de
cerveza. Me incliné y cogí una, quité la chapa y pegué un trago.
Entonces alguien de abajo soltó un bramido:
—¡Hey, Chinaski, nosotros estamospa ga nd o las bebidas!
Era un tío gordo de la primera fila con traje de cartero.
Me acerqué a la nevera y saqué una cerveza. Fui hasta allí y se la alcancé. Luego
volví a por más cervezas y se las pasé a la gente de la primera fila.
—Eh, ¿y nosotros qué? —se oyó una voz por atrás.
Cogí una botella y la lancé por el aire. Tiré unas cuantas más. Eran buenos. Las cazaban todas. Entonces una se me escapó de la mano y se fue volando. Oí un sonido de cristales rotos. Decidí dejarlo. Ya veía la denuncia: rotura de cráneo.
Quedaban unas veinte botellas.
—Ahora, ¡el resto sonmía s!
—¿Vas a leer toda la noche?
—Voy a beber toda la noche.
Aplausos, silbidos, gritos...
—¡TU, JODIDA PLASTA DE MIERDA! —gritó alguien.
—Gracias, tía Pepita —contesté.
Me senté, ajusté el micro y empecé con el primer poema. Vino la calma. Estaba ahora solo en el ruedo frente al toro. Sentí algo de terror. Pero yo había escrito los poemas. Los leí. Era mejor abrir con algo fácil, un poema burlón. Acabé y las paredes temblaron. Cuatro o cinco personas estaban peleando durante los aplausos. Iba a tener suerte. Todo lo que tenía que hacer era seguir allí.
No podías menospreciarlos y tampoco podías lamerles el culo. Había que encontrar
el punto medio.
Leí más poemas, bebí cerveza. Me puse más borracho. Las palabras se iban haciendo más difíciles de leer. Perdía líneas, se me caían poemas al suelo. Entonces paré y me quedé sentado sólo bebiendo.
—Esto está bien —les dije—, pagáis para verme beber.
Hice un esfuerzo y leí algunos poemas más. Finalmente les leí unos cuantos poemas obscenos y acabé.
—Esto es todo —dije.
Pidieron más a gritos.
Los chicos del matadero, los chicos de Sears Roebuck, todos los chicos de todos los almacenes y fábricas donde había trabajado desde que era un chaval, nunca se lo hubieran creído.
En la oficina había más bebidas y varios gruesos porros, como bombas. Marty
habló por el telefonillo para que cerraran las verjas.
Tammie miró a Marty.
—No me gustas —dijo—, no me gustan tus ojos.
—No te preocupes por sus ojos —dije yo—, vamos a coger el dinero y nos vamos.
Marty hizo el cheque y me lo entregó.
—Aquí tienes —dijo—, doscientos dólares...
—¡Doscientos! —gritó Tammie—. ¡Podrido hijo de puta!
Miré el cheque.
—Está bromeando —le dije—, cálmate.
Me ignoró.
—Doscientos —le dijo a Marty—, tú, jodido...
—Tammie —le dije—, son cuatrocientos...
—Firma el cheque —dijo Marty— y te lo daré en metálico.
—Cogí una buena borrachera ahí fuera —me dijo Tammie—, le dije a este tío,
«¿Puedo apoyarme en tu cuerpo?», y él dijo que sí.
Firmé y Marty me dio un fajo de billetes. Los metí en mi bolsillo.
—Oye, Marty, creo que mejor nos vamos.
—Aborrezco tus ojos —le dijo Tammie a Marty.
—¿Por qué no os quedáis y charlamos un rato? —me preguntó Marty.
—No, debemos irnos.
Tammie se puso de pie.
—Tengo que ir al lavabo.
Se fue.
Marty y yo nos quedamos allí sentados. Pasaron diez minutos. Marty se levanto y
me dijo:
—Espera, ahora vuelvo.
Me quedé sentado y esperé, cinco minutos, diez minutos. Salí de la oficina y me fui
hacia la calle. Llegué hasta el aparcamiento y me senté en mi Volkswagen. Pasaron quince
minutos, 20:25.
Le voy a dar cinco minutos más y me largo, pensé.
Justo en ese momento Marty y Tammie salieron por la puerta trasera al callejón.
Marty señalo:
—Allí está.
Tammie se acercó. Su ropa estaba toda desabrochada y revuelta. Se subió en el
asiento trasero y cayó redonda.
Me perdí dos o tres veces en la autopista. Finalmente llegué a casa. Desperté a
Tammie. Se levantó, salió corriendo hacia su apartamento y cerró fuertemente la puerta.
—Tomaré una cerveza —dije yo.
—Yo tomaré un Stinger —dijo Tammie.
—Busca un asiento para ella —le dije a Marty.
—Está bien, la colocaremos en algún sitio. Todo está lleno a rebosar. Hemos tenido
que devolver dinero de entradas. Falta media hora para que salgas.
—Quiero presentarle Chinaski a la audiencia —dijo Tammie.
—¿Estás de acuerdo? —preguntó Marty.
—De acuerdo.
Fuera tenían a un chaval con una guitarra, Dinky Summers, y la muchedumbre le estaba sacando las tripas. Ocho años atrás Dinky había conseguido un disco de oro, pero desde entonces nada más.
Marty cogió un telefonillo y dijo:
—¿Oye, suena tan mal ese tío como parece desde aquí?
Oímos una voz femenina por el telefonillo:
—Es terrible.
Marty colgó.
—¡Queremos a Chinaski! —aullaban.
—Está bien —oímos a Dinky—, Chinaski viene ahora.
Empezó a cantar otra vez. Estaban borrachos. Abuchearon y silbaron. Dinky siguió cantando. Acabó y se fue del escenario. Uno nunca sabía. Algunos días era mejor no salir de la cama.
Se oyó una llamada en la puerta. Era Dinky con sus zapatillas de tenis rojas, blancas y azules, su camiseta blanca, collares y un sombrero marrón de fieltro. El sombrero reposaba sobre una masa de rizos rubios. En la camiseta ponía: «Dios es Amor».
Dinky nos miró.
—¿Estuverea lmen te tan mal? Quiero saberlo. ¿Estuverealmente tan mal?
Nadie contestó.
Dinky me miró.
—¿Hank, estuve tan mal?
—La tropa está borracha. Es carnaval.
—Quiero saber si estuve mal o no.
—Tómate un trago.
—Tengo que ir a buscar a mi chica —dijo Dinky—, está ahí fuera sola.
—Bueno —dije—, vamos para el ruedo.
—Muy bien —dijo Marty—, entra ya.
—Yo lo presento —dijo Tammie.
Salí con ella. Mientras nos acercábamos al escenario nos vieron y empezaron a gritar y a desgañitarse. Las botellas se cayeron de las mesas. Hubo una primera pelea. Los chicos de la oficina de correos nunca lo hubieran creído.
Tammie se acercó al micrófono.
—Señoras y caballeros —dijo—, Henry Chinaski no ha podido venir esta noche..
Hubo un silencio.
Entonces dijo:
—Señoras y caballeros, ¡Henry Chinaski!
Me acerqué. Me ovacionaron. Todavía no había hecho nada. Cogí el micrófono:
—Hola, soy Henry Chinaski.
El lugar tembló con el fragor. Yo no tenía que hacer nada. Ellos lo hacían todo. Pero tenías que andarte con cuidado. Bebidos como estaban podían inmediatamente detectar cualquier gesto falso, cualquier palabra falsa. Nunca podías desestimar a un público. Habían pagado para entrar; habían pagado las bebidas; querían obteneralgo a cambio, y si no se lo dabas te correrían a leches hasta el océano.
Había una nevera en el escenario. La abrí. Debía haber por lo menos 40 botellas de
cerveza. Me incliné y cogí una, quité la chapa y pegué un trago.
Entonces alguien de abajo soltó un bramido:
—¡Hey, Chinaski, nosotros estamospa ga nd o las bebidas!
Era un tío gordo de la primera fila con traje de cartero.
Me acerqué a la nevera y saqué una cerveza. Fui hasta allí y se la alcancé. Luego
volví a por más cervezas y se las pasé a la gente de la primera fila.
—Eh, ¿y nosotros qué? —se oyó una voz por atrás.
Cogí una botella y la lancé por el aire. Tiré unas cuantas más. Eran buenos. Las cazaban todas. Entonces una se me escapó de la mano y se fue volando. Oí un sonido de cristales rotos. Decidí dejarlo. Ya veía la denuncia: rotura de cráneo.
Quedaban unas veinte botellas.
—Ahora, ¡el resto sonmía s!
—¿Vas a leer toda la noche?
—Voy a beber toda la noche.
Aplausos, silbidos, gritos...
—¡TU, JODIDA PLASTA DE MIERDA! —gritó alguien.
—Gracias, tía Pepita —contesté.
Me senté, ajusté el micro y empecé con el primer poema. Vino la calma. Estaba ahora solo en el ruedo frente al toro. Sentí algo de terror. Pero yo había escrito los poemas. Los leí. Era mejor abrir con algo fácil, un poema burlón. Acabé y las paredes temblaron. Cuatro o cinco personas estaban peleando durante los aplausos. Iba a tener suerte. Todo lo que tenía que hacer era seguir allí.
No podías menospreciarlos y tampoco podías lamerles el culo. Había que encontrar
el punto medio.
Leí más poemas, bebí cerveza. Me puse más borracho. Las palabras se iban haciendo más difíciles de leer. Perdía líneas, se me caían poemas al suelo. Entonces paré y me quedé sentado sólo bebiendo.
—Esto está bien —les dije—, pagáis para verme beber.
Hice un esfuerzo y leí algunos poemas más. Finalmente les leí unos cuantos poemas obscenos y acabé.
—Esto es todo —dije.
Pidieron más a gritos.
Los chicos del matadero, los chicos de Sears Roebuck, todos los chicos de todos los almacenes y fábricas donde había trabajado desde que era un chaval, nunca se lo hubieran creído.
En la oficina había más bebidas y varios gruesos porros, como bombas. Marty
habló por el telefonillo para que cerraran las verjas.
Tammie miró a Marty.
—No me gustas —dijo—, no me gustan tus ojos.
—No te preocupes por sus ojos —dije yo—, vamos a coger el dinero y nos vamos.
Marty hizo el cheque y me lo entregó.
—Aquí tienes —dijo—, doscientos dólares...
—¡Doscientos! —gritó Tammie—. ¡Podrido hijo de puta!
Miré el cheque.
—Está bromeando —le dije—, cálmate.
Me ignoró.
—Doscientos —le dijo a Marty—, tú, jodido...
—Tammie —le dije—, son cuatrocientos...
—Firma el cheque —dijo Marty— y te lo daré en metálico.
—Cogí una buena borrachera ahí fuera —me dijo Tammie—, le dije a este tío,
«¿Puedo apoyarme en tu cuerpo?», y él dijo que sí.
Firmé y Marty me dio un fajo de billetes. Los metí en mi bolsillo.
—Oye, Marty, creo que mejor nos vamos.
—Aborrezco tus ojos —le dijo Tammie a Marty.
—¿Por qué no os quedáis y charlamos un rato? —me preguntó Marty.
—No, debemos irnos.
Tammie se puso de pie.
—Tengo que ir al lavabo.
Se fue.
Marty y yo nos quedamos allí sentados. Pasaron diez minutos. Marty se levanto y
me dijo:
—Espera, ahora vuelvo.
Me quedé sentado y esperé, cinco minutos, diez minutos. Salí de la oficina y me fui
hacia la calle. Llegué hasta el aparcamiento y me senté en mi Volkswagen. Pasaron quince
minutos, 20:25.
Le voy a dar cinco minutos más y me largo, pensé.
Justo en ese momento Marty y Tammie salieron por la puerta trasera al callejón.
Marty señalo:
—Allí está.
Tammie se acercó. Su ropa estaba toda desabrochada y revuelta. Se subió en el
asiento trasero y cayó redonda.
Me perdí dos o tres veces en la autopista. Finalmente llegué a casa. Desperté a
Tammie. Se levantó, salió corriendo hacia su apartamento y cerró fuertemente la puerta.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
lunes, 8 de noviembre de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 66
Recogí a Tammie. Llegamos allí un poco temprano y nos fuimos a un bar que había
cruzada la calle. Nos sentamos a una mesa.
—Ahora no bebas demasiado. Hank. Ya sabes cómo se te traban las palabras y
pierdes el control cuando te pones muy borracho.
—Por fin —dije— hablas con sentido.
—¿Tienes miedo del público, no?
—Sí, pero no es miedo de escenario. Es que estoy ahí de fantoche. Les gusta verme
comer mi propia mierda. Pero eso me paga la cuenta de la luz y me ayuda a ir al
hipódromo. No tengo demasiadas excusas para hacerlo.
—Yo quiero un Stinger —dijo Tammie.
Le dije a la chica que nos trajera un Stinger y un Bud.
—Estaré bien esta noche —dijo ella—, no te preocupes por mí.
Tammie se bebió el Stinger.
—Estos Stingers parece que son muy pequeños. Tomaré otro.
Tomamos otro Stinger y otro Bud.
—La verdad —dijo ella—, me parece que no ponen nada en estas bebidas. Creo
que tomaré otro.
Tammie se tomó cinco Stingers en 40 minutos.
Llamamos a la puerta trasera del Smack-Hi. Uno de los enormes guardaespaldas de Marty nos abrió. Tenía a estos tipos con disfunción de tiroides trabajando para él para mantener la ley y el orden cuando los saltimbanquis adolescentes, los freaks peludos, los esnifadores de pegamento, las cabezas en ácido, los fumados, los alcohólicos, todos los miserables, los condenados, los aburridos y los hipócritas, perdían el control.
Estaba ya a punto de vomitar y lo hice. Esta vez encontré un cubo de basura y allí fue todo. La última vez lo había echado justo en la puerta de la oficina de Marty. Le agradó esta vez el cambio.
cruzada la calle. Nos sentamos a una mesa.
—Ahora no bebas demasiado. Hank. Ya sabes cómo se te traban las palabras y
pierdes el control cuando te pones muy borracho.
—Por fin —dije— hablas con sentido.
—¿Tienes miedo del público, no?
—Sí, pero no es miedo de escenario. Es que estoy ahí de fantoche. Les gusta verme
comer mi propia mierda. Pero eso me paga la cuenta de la luz y me ayuda a ir al
hipódromo. No tengo demasiadas excusas para hacerlo.
—Yo quiero un Stinger —dijo Tammie.
Le dije a la chica que nos trajera un Stinger y un Bud.
—Estaré bien esta noche —dijo ella—, no te preocupes por mí.
Tammie se bebió el Stinger.
—Estos Stingers parece que son muy pequeños. Tomaré otro.
Tomamos otro Stinger y otro Bud.
—La verdad —dijo ella—, me parece que no ponen nada en estas bebidas. Creo
que tomaré otro.
Tammie se tomó cinco Stingers en 40 minutos.
Llamamos a la puerta trasera del Smack-Hi. Uno de los enormes guardaespaldas de Marty nos abrió. Tenía a estos tipos con disfunción de tiroides trabajando para él para mantener la ley y el orden cuando los saltimbanquis adolescentes, los freaks peludos, los esnifadores de pegamento, las cabezas en ácido, los fumados, los alcohólicos, todos los miserables, los condenados, los aburridos y los hipócritas, perdían el control.
Estaba ya a punto de vomitar y lo hice. Esta vez encontré un cubo de basura y allí fue todo. La última vez lo había echado justo en la puerta de la oficina de Marty. Le agradó esta vez el cambio.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
domingo, 7 de noviembre de 2010
GARRAS DEL PARAISO de CHARLES BUKOWSKI
Mariposa de madera
sonrisa de bicarbonato
mosca de serrín
me gusta mi barriga
y el tipo de la tienda de vinos
me llama
Señor Schlitz
los cajeros del hipódromo
gritan
¡EL POETA SABE!
cuando cobro mis apuestas.
las damas
que entran y salen de la cama
dicen que me aman
cuando paso a su lado con
blancos pies mojados.
albatros con ojos borrachos
calzoncillos sucios de Popeye
chinches de París,
he salvado las barricadas
he dominado el automóvil
la resaca
las lágrimas
pero conozco
el destino final
como cualquier colegial que ve
cómo el tráfico aplasta
al gato al pasar.
mi cráneo tiene una hendidura de
pulgada y media justo en la
bóveda.
la mayor parte de mis dientes está
delante,
me mareo a oleadas en los supermercados
escupo sangre cuando bebo
whisky
y me entra una pena
que llega a hacerse
dolor
cuando pienso en todas las
buenas mujeres que he conocido
y que se han diluido
desvanecido
entre trivialidades:
viajes a Pasadena,
picnics con los niños,
tapones de pasta de dientes
por el desagüe.
no hay nada que hacer
sino beber
apostar a los caballos
apostar a los poemas
cuando las jovencitas
se hacen mujeres
y las ametralladoras
apuntan hacia mí
agachado
tras muros más delgados
que los párpados.
no hay mas defensa
que todos los errores
cometidos.
entretanto
me ducho
contesto el teléfono
hago huevos duros
estudio el movimiento y el deterioro
y me siento tan bien
como cualquiera
mientras paseo al sol.
Charles Bukowski.
sonrisa de bicarbonato
mosca de serrín
me gusta mi barriga
y el tipo de la tienda de vinos
me llama
Señor Schlitz
los cajeros del hipódromo
gritan
¡EL POETA SABE!
cuando cobro mis apuestas.
las damas
que entran y salen de la cama
dicen que me aman
cuando paso a su lado con
blancos pies mojados.
albatros con ojos borrachos
calzoncillos sucios de Popeye
chinches de París,
he salvado las barricadas
he dominado el automóvil
la resaca
las lágrimas
pero conozco
el destino final
como cualquier colegial que ve
cómo el tráfico aplasta
al gato al pasar.
mi cráneo tiene una hendidura de
pulgada y media justo en la
bóveda.
la mayor parte de mis dientes está
delante,
me mareo a oleadas en los supermercados
escupo sangre cuando bebo
whisky
y me entra una pena
que llega a hacerse
dolor
cuando pienso en todas las
buenas mujeres que he conocido
y que se han diluido
desvanecido
entre trivialidades:
viajes a Pasadena,
picnics con los niños,
tapones de pasta de dientes
por el desagüe.
no hay nada que hacer
sino beber
apostar a los caballos
apostar a los poemas
cuando las jovencitas
se hacen mujeres
y las ametralladoras
apuntan hacia mí
agachado
tras muros más delgados
que los párpados.
no hay mas defensa
que todos los errores
cometidos.
entretanto
me ducho
contesto el teléfono
hago huevos duros
estudio el movimiento y el deterioro
y me siento tan bien
como cualquiera
mientras paseo al sol.
Charles Bukowski.
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POEMAS BUKOWSKI
sábado, 6 de noviembre de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 65
De vuelta en Los Ángeles, hubo casi una semana en paz. Entonces sonó el teléfono. Era el dueño de un club nocturno de Manhattan Beach, Marty Seavers. Yo había leído poemas allí un par de veces. El club se llamaba Smack-Hi.
—Chinaski, quiero que leas la noche del viernes. Te llevarás unos 450 dólares.
—De acuerdo.
Allí tocaban grupos de rock. Era una audiencia diferente de la de las universidades. Eran tan salvajes como yo y nos insultábamos mutuamente entre poema y poema. Los prefería.
—Chinaski —me dijo Marty—, te crees que tú tienes problemas con las mujeres. Deja que te cuente. Con la que voy ahora tiene la manía de colarse por las ventanas. Estoy durmiendo y de repente aparece a las tres o las cuatro de la mañana. Me sacude. Me pega unos sustos de muerte. Se queda allí de pie y dice: «¡Sólo quería asegurarme de que estabas durmiendo solo!».
—Muerte y transfiguración.
—La otra noche, estoy sentado y oigo llamar a la puerta. Sé que es ella. Abro y no hay nadie. Son las once de la noche y estoy en calzoncillos. He estado bebiendo y estoy preocupado. Salgo corriendo en calzoncillos. Le había regalado vestidos por valor de 400 dólares por su cumpleaños. Salgo corriendo y allí están los vestidos, sobre el capó de mi coche nuevo, y se están quemando, ¡están ardiendo! Corro a apartarlos y ella aparecede un salto de detrás de un arbusto y empieza a chillar. Los vecinos se asoman y allí estoy yo en calzoncillos, quemándome las manos, apartando los vestidos del capó,
—Parece una historia de las mías —le digo.
—Sí. Así que pensé que habíamos terminado. Pero dos noches más tarde estoy sentado, tenía que trabajar luego en el club, estoy sentado aquí a las tres de la mañana bebido y otra vez en calzoncillos. Oigo una llamada en la puerta. Es su llamada. Abro y no está allí. Salgo hasta donde mi coche y hay más vestidos empapados en gasolina ardiendo. Había guardado algunos. Sólo que esta vez están ardiendo sobre la portezuela de atrás. Ella sale de un salto de alguna parte y comienza a chillar. Los vecinos se asoman. Allí estoy yo otra vez en calzoncillos tratando de apartar los trajes ardiendo de la parte de atrás del automóvil.
—Es fantástico, me gustaría que me hubiera ocurrido a mí.
—Deberías ver mi coche nuevo. Está lleno de quemaduras en la pintura por el capó
y la parte trasera.
—¿Dónde está ella ahora?
—Volvemos a estar juntos. Va a venir dentro de media hora. ¿Puedo contar contigo
para las lecturas?
—Claro
—Tú anulas a los grupos de rock. Jamás había visto nada igual. Me gustaría traerte
todos los viernes y sábados por la noche.
—No funcionaría, Marty. Puedes tocar una canción una y otra vez, pero con los
poemas siempre quieren algo nuevo.
Marty se rió y colgó.
—Chinaski, quiero que leas la noche del viernes. Te llevarás unos 450 dólares.
—De acuerdo.
Allí tocaban grupos de rock. Era una audiencia diferente de la de las universidades. Eran tan salvajes como yo y nos insultábamos mutuamente entre poema y poema. Los prefería.
—Chinaski —me dijo Marty—, te crees que tú tienes problemas con las mujeres. Deja que te cuente. Con la que voy ahora tiene la manía de colarse por las ventanas. Estoy durmiendo y de repente aparece a las tres o las cuatro de la mañana. Me sacude. Me pega unos sustos de muerte. Se queda allí de pie y dice: «¡Sólo quería asegurarme de que estabas durmiendo solo!».
—Muerte y transfiguración.
—La otra noche, estoy sentado y oigo llamar a la puerta. Sé que es ella. Abro y no hay nadie. Son las once de la noche y estoy en calzoncillos. He estado bebiendo y estoy preocupado. Salgo corriendo en calzoncillos. Le había regalado vestidos por valor de 400 dólares por su cumpleaños. Salgo corriendo y allí están los vestidos, sobre el capó de mi coche nuevo, y se están quemando, ¡están ardiendo! Corro a apartarlos y ella aparecede un salto de detrás de un arbusto y empieza a chillar. Los vecinos se asoman y allí estoy yo en calzoncillos, quemándome las manos, apartando los vestidos del capó,
—Parece una historia de las mías —le digo.
—Sí. Así que pensé que habíamos terminado. Pero dos noches más tarde estoy sentado, tenía que trabajar luego en el club, estoy sentado aquí a las tres de la mañana bebido y otra vez en calzoncillos. Oigo una llamada en la puerta. Es su llamada. Abro y no está allí. Salgo hasta donde mi coche y hay más vestidos empapados en gasolina ardiendo. Había guardado algunos. Sólo que esta vez están ardiendo sobre la portezuela de atrás. Ella sale de un salto de alguna parte y comienza a chillar. Los vecinos se asoman. Allí estoy yo otra vez en calzoncillos tratando de apartar los trajes ardiendo de la parte de atrás del automóvil.
—Es fantástico, me gustaría que me hubiera ocurrido a mí.
—Deberías ver mi coche nuevo. Está lleno de quemaduras en la pintura por el capó
y la parte trasera.
—¿Dónde está ella ahora?
—Volvemos a estar juntos. Va a venir dentro de media hora. ¿Puedo contar contigo
para las lecturas?
—Claro
—Tú anulas a los grupos de rock. Jamás había visto nada igual. Me gustaría traerte
todos los viernes y sábados por la noche.
—No funcionaría, Marty. Puedes tocar una canción una y otra vez, pero con los
poemas siempre quieren algo nuevo.
Marty se rió y colgó.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
viernes, 5 de noviembre de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 64
A la mañana siguiente Tammie encontró una receta en su bolso.
—Voy a aprovechar esto —me dijo—, mira.
Estaba arrugada y con la tinta corrida.
—¿Qué pasó?
—Bueno, ya conoces a mi hermano, es un pirado de las pastillas.
—Conozco a tu hermano, me debe veinte pavos.
—Bueno, trató de quitarme esta receta. Trató de estrangularme. Yo me metí la receta en la boca y me la tragué. Op reten d í que me la había tragado. El no estaba seguro. Fue la vez que te llamé por teléfono y te pedí que vinieras a romperle la cara a hostias. Al final se dio por vencido, pero yo tenía aún la receta en mi boca. No la he usado todavía, pero puedo aprovecharla aquí. Por probar nada se pierde.
—Muy bien.
Bajamos en el ascensor a la calle. Hacía un calor insoportable. Apenas me podía mover. Tammie empezó a andar y yo la seguí mientras cruzaba de un lado a otro de la calle.
—¡Vamos! —decía ella—. ¡Animo!
Iba colocada de algo, al parecer barbitúricos. Se le iba el cuerpo. Tammie se acercó a un quiosco y empezó a mirar una revista. Creo que era unVa rie ty . Se quedó allí quieta y se siguió quieta. Yo me quedé aguardando a unos metros. Era aburrido y sin sentido. Simplemente miraba fijamente elVa riet y.
—Oiga, hermana, ¡si no compra la maldita revista lárguese! —le dijo el hombre del
quiosco.
Tammie se movió.
—¡Dios mío, Nueva York es un sitio horrible! ¡Sólo quería ver si decía algo
interesante!
Tammie siguió andando, meneándolo, basculando de un lado del pavimento al otro. En Hollywood, los coches se hubieran subido a la acera, los negros hubieran silbado oberturas, ella habría sido abordada, seguida, ovacionada. Nueva York era diferente; estaba mustia y fatigada y desdeñaba la carne.
Estábamos en un barrio negro. Nos observaron al pasar: la pelirroja de larga cabellera, totalmente pasada, y el viejo de la barba gris caminando a su lado. Los observé, sentados en sus escalones; tenían buenos rostros. Me gustaban. Me gustaban más de lo que me gustaba ella.
Seguí a Tammie calle abajo. Había una tienda de muebles, y en la puerta de la calle una silla de escritorio rota. Tammie se acercó a la silla y empezó a mirarla. Parecía hipnotizada. Se quedó con la mirada fija en la silla de escritorio. La tocó con un dedo. Pasaron los minutos. Entonces se sentó en ella.
—Oye —le dije-—, yo me vuelvo al hotel. Haz lo que te venga en gana.
Tammie ni siquiera levantó la vista. Deslizó sus manos a lo largo de los brazos de
la silla. Estaba metida en su rollo particular. Me di la vuelta y regresé al hotel Chelsea.
Conseguí algo de cerveza y subí en el ascensor. Me desnudé, me di una ducha, puse un par de almohadas contra la cabecera de la cama y me tumbé a beber la cerveza. Las lecturas me disminuían. Te chupaban el alma. Acabé una cerveza y empecé otra. Las lecturas a veces te proporcionaban un buen culo. Las estrellas de rock conseguían culos; los buenos boxeadores conseguían culos; los grandes toreros conseguían vírgenes. De alguna manera, sólo los toreros se lo merecían de verdad.
Alguien llamó a la puerta. Me levanté y entreabrí la puerta. Era Tammie. Empujó la
puerta y entró.
—Me encontré con este sucio judío hijo de puta. Me pedía doce dólares para rellenarme la receta. ¡Cuesta seis pavos en la Costa! Le dije que sólo tenía seis. No me hizo caso. ¡Un sucio judío viviendo en Harlem! ¿Puedo tomar una cerveza?
Tammie cogió una cerveza y se sentó junto a la ventana, con una pierna fuera, un
brazo fuera, una pierna dentro sujetándose al borde.
—Quiero ver la estatua de la Libertad, quiero ver Coney Island.
Me abrí otra cerveza.
—¡Oh, se está bien aquí afuera! ¡Es agradable y fresco!
Tammie se inclinó hacia fuera, mirando.
Entonces soltó un grito.
La mano que había estado sujetándose al borde resbaló. Vi casi todo su cuerpo yéndose por la ventana. Entonces volvió. No sé cómo, se había vuelto a meter dentro. Se
quedó allí sentada, anonadada.
—Esa estuvo cerca —le dije—, hubiera hecho un buen poema. He perdido mujeres
de muchas maneras, pero ésta hubiera sido una nueva forma.
Tammie se fue a la cama. Se quedó tumbada boca abajo. Vi que estaba todavía colocada. Entonces se deslizó fuera de la cama. Se quedó tumbada de espaldas en el suelo. Me acerqué, la levanté y la tumbé en la cama. La agarré del pelo y la besé viciosamente.
—Eh... ¿Qué estás haciendo?
Recordé que me había prometido una buena ración de culo. Le di la vuelta y la puse de espaldas, le subí el vestido, bajé las bragas. Me eché encima de ella y embestí, tratando de encontrar el coño. Exploré y exploré. Entró. Fue deslizándose entrando más y más. La tenía bien cogida. Ella dejaba escapar pequeños sonidos. Entonces sonó el teléfono. La saqué, me levanté y lo cogí. Era Gary Benson.
—Voy a pasarme con la grabadora para la entrevista de la radio.
—¿Cuándo?
—En tres cuartos de hora.
Colgué y volví a Tammie. Seguía empalmado. Agarré su pelo y le di otro violento beso. Sus ojos estaban cerrados, su boca sin vida. La monté de nuevo. Afuera, la gente estaba sentada en las salidas de incendio. Cuando el sol empezaba a irse y aparecía algo de sombra, salían a refrescarse. La gente de Nueva York se sentaba allí fuera a beber cerveza y soda y agua helada. Pensaban en las musarañas y fumaban cigarrillos. Sólo seguir vivos era ya una victoria. Decoraban sus salidas de incendio con plantas. El jardín del edén en la puerta del infierno.
Empecé a darle duro a Tammie. A lo perro. Los perros sabían lo que era bueno. Acometí con euforia. Era bueno estar fuera de la oficina de correos. Apisoné y taladré su cuerpo. A pesar de las píldoras, ella trataba de hablar.
—Hank... —dijo.
Me corrí, finalmente, entonces reposé sobre ella. Estábamos los dos empapados en sudor. Me aparté, me levanté y fui a la ducha. Una vez más me había jodido a esta pelirroja 32 años más joven que yo. Me sentí bien en la ducha. Esperaba llegar a los 80 para poder joderme a una niña de 18 años. El aire acondicionado no funcionaba, pero la ducha sí. Sentaba de maravilla. Estaba listo para mi entrevista de radio.
—Voy a aprovechar esto —me dijo—, mira.
Estaba arrugada y con la tinta corrida.
—¿Qué pasó?
—Bueno, ya conoces a mi hermano, es un pirado de las pastillas.
—Conozco a tu hermano, me debe veinte pavos.
—Bueno, trató de quitarme esta receta. Trató de estrangularme. Yo me metí la receta en la boca y me la tragué. Op reten d í que me la había tragado. El no estaba seguro. Fue la vez que te llamé por teléfono y te pedí que vinieras a romperle la cara a hostias. Al final se dio por vencido, pero yo tenía aún la receta en mi boca. No la he usado todavía, pero puedo aprovecharla aquí. Por probar nada se pierde.
—Muy bien.
Bajamos en el ascensor a la calle. Hacía un calor insoportable. Apenas me podía mover. Tammie empezó a andar y yo la seguí mientras cruzaba de un lado a otro de la calle.
—¡Vamos! —decía ella—. ¡Animo!
Iba colocada de algo, al parecer barbitúricos. Se le iba el cuerpo. Tammie se acercó a un quiosco y empezó a mirar una revista. Creo que era unVa rie ty . Se quedó allí quieta y se siguió quieta. Yo me quedé aguardando a unos metros. Era aburrido y sin sentido. Simplemente miraba fijamente elVa riet y.
—Oiga, hermana, ¡si no compra la maldita revista lárguese! —le dijo el hombre del
quiosco.
Tammie se movió.
—¡Dios mío, Nueva York es un sitio horrible! ¡Sólo quería ver si decía algo
interesante!
Tammie siguió andando, meneándolo, basculando de un lado del pavimento al otro. En Hollywood, los coches se hubieran subido a la acera, los negros hubieran silbado oberturas, ella habría sido abordada, seguida, ovacionada. Nueva York era diferente; estaba mustia y fatigada y desdeñaba la carne.
Estábamos en un barrio negro. Nos observaron al pasar: la pelirroja de larga cabellera, totalmente pasada, y el viejo de la barba gris caminando a su lado. Los observé, sentados en sus escalones; tenían buenos rostros. Me gustaban. Me gustaban más de lo que me gustaba ella.
Seguí a Tammie calle abajo. Había una tienda de muebles, y en la puerta de la calle una silla de escritorio rota. Tammie se acercó a la silla y empezó a mirarla. Parecía hipnotizada. Se quedó con la mirada fija en la silla de escritorio. La tocó con un dedo. Pasaron los minutos. Entonces se sentó en ella.
—Oye —le dije-—, yo me vuelvo al hotel. Haz lo que te venga en gana.
Tammie ni siquiera levantó la vista. Deslizó sus manos a lo largo de los brazos de
la silla. Estaba metida en su rollo particular. Me di la vuelta y regresé al hotel Chelsea.
Conseguí algo de cerveza y subí en el ascensor. Me desnudé, me di una ducha, puse un par de almohadas contra la cabecera de la cama y me tumbé a beber la cerveza. Las lecturas me disminuían. Te chupaban el alma. Acabé una cerveza y empecé otra. Las lecturas a veces te proporcionaban un buen culo. Las estrellas de rock conseguían culos; los buenos boxeadores conseguían culos; los grandes toreros conseguían vírgenes. De alguna manera, sólo los toreros se lo merecían de verdad.
Alguien llamó a la puerta. Me levanté y entreabrí la puerta. Era Tammie. Empujó la
puerta y entró.
—Me encontré con este sucio judío hijo de puta. Me pedía doce dólares para rellenarme la receta. ¡Cuesta seis pavos en la Costa! Le dije que sólo tenía seis. No me hizo caso. ¡Un sucio judío viviendo en Harlem! ¿Puedo tomar una cerveza?
Tammie cogió una cerveza y se sentó junto a la ventana, con una pierna fuera, un
brazo fuera, una pierna dentro sujetándose al borde.
—Quiero ver la estatua de la Libertad, quiero ver Coney Island.
Me abrí otra cerveza.
—¡Oh, se está bien aquí afuera! ¡Es agradable y fresco!
Tammie se inclinó hacia fuera, mirando.
Entonces soltó un grito.
La mano que había estado sujetándose al borde resbaló. Vi casi todo su cuerpo yéndose por la ventana. Entonces volvió. No sé cómo, se había vuelto a meter dentro. Se
quedó allí sentada, anonadada.
—Esa estuvo cerca —le dije—, hubiera hecho un buen poema. He perdido mujeres
de muchas maneras, pero ésta hubiera sido una nueva forma.
Tammie se fue a la cama. Se quedó tumbada boca abajo. Vi que estaba todavía colocada. Entonces se deslizó fuera de la cama. Se quedó tumbada de espaldas en el suelo. Me acerqué, la levanté y la tumbé en la cama. La agarré del pelo y la besé viciosamente.
—Eh... ¿Qué estás haciendo?
Recordé que me había prometido una buena ración de culo. Le di la vuelta y la puse de espaldas, le subí el vestido, bajé las bragas. Me eché encima de ella y embestí, tratando de encontrar el coño. Exploré y exploré. Entró. Fue deslizándose entrando más y más. La tenía bien cogida. Ella dejaba escapar pequeños sonidos. Entonces sonó el teléfono. La saqué, me levanté y lo cogí. Era Gary Benson.
—Voy a pasarme con la grabadora para la entrevista de la radio.
—¿Cuándo?
—En tres cuartos de hora.
Colgué y volví a Tammie. Seguía empalmado. Agarré su pelo y le di otro violento beso. Sus ojos estaban cerrados, su boca sin vida. La monté de nuevo. Afuera, la gente estaba sentada en las salidas de incendio. Cuando el sol empezaba a irse y aparecía algo de sombra, salían a refrescarse. La gente de Nueva York se sentaba allí fuera a beber cerveza y soda y agua helada. Pensaban en las musarañas y fumaban cigarrillos. Sólo seguir vivos era ya una victoria. Decoraban sus salidas de incendio con plantas. El jardín del edén en la puerta del infierno.
Empecé a darle duro a Tammie. A lo perro. Los perros sabían lo que era bueno. Acometí con euforia. Era bueno estar fuera de la oficina de correos. Apisoné y taladré su cuerpo. A pesar de las píldoras, ella trataba de hablar.
—Hank... —dijo.
Me corrí, finalmente, entonces reposé sobre ella. Estábamos los dos empapados en sudor. Me aparté, me levanté y fui a la ducha. Una vez más me había jodido a esta pelirroja 32 años más joven que yo. Me sentí bien en la ducha. Esperaba llegar a los 80 para poder joderme a una niña de 18 años. El aire acondicionado no funcionaba, pero la ducha sí. Sentaba de maravilla. Estaba listo para mi entrevista de radio.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
jueves, 4 de noviembre de 2010
TONALIDADES de CHARLES BUKOWSKI
Los soldados marchan sin armas
las tumbas están vacías
en la lluvia se deslizan pavorreales
bajando escaleras
marchan sonrientes hombres grandiosos
hay suficiente comida y suficiente dinero para la renta
y tiempo suficiente
nuestras mujeres no se harán viejas
no llegaré a viejo
los vagabundos usan diamantes en sus dedos
Hitler saluda de mano a los judíos
el cielo huele a carne quemada
soy una cortina incendiándose
soy agua evaporándose
soy una víbora soy la orilla de un vaso que corta
soy sangre
soy este caracol ferviente
que se arrastra a casa.
Charles Bukowski.
las tumbas están vacías
en la lluvia se deslizan pavorreales
bajando escaleras
marchan sonrientes hombres grandiosos
hay suficiente comida y suficiente dinero para la renta
y tiempo suficiente
nuestras mujeres no se harán viejas
no llegaré a viejo
los vagabundos usan diamantes en sus dedos
Hitler saluda de mano a los judíos
el cielo huele a carne quemada
soy una cortina incendiándose
soy agua evaporándose
soy una víbora soy la orilla de un vaso que corta
soy sangre
soy este caracol ferviente
que se arrastra a casa.
Charles Bukowski.
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POEMAS BUKOWSKI
miércoles, 3 de noviembre de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 63
Regresamos a la 1010. Tenía mi cheque. Había dejado dicho que no nos
molestasen. Tammie y yo empezamos a beber. Había leído cinco o seis poemas sobre ella.
—Sabían quién era yo —me dijo—, algunas veces me entraba la risa. Era
embarazoso.
Habían sabido acertadamente quién era ella. Refulgía de sexo. Incluso las
cucarachas y las hormigas y las moscas querían jodérsela.
Alguien llamó a la puerta. Se colaron dos personas, un poeta y su mujer. El poeta era Morse Jenkins, de Vermont. Su mujer era Sadie Everet. Tenían cuatro botellas de cerveza.
El llevaba sandalias y unos jeans gastados; brazaletes turquesa; una cadena alrededor de la garganta; una barba y larga melena; blusa naranja. Hablaba sin parar y daba vueltas por la habitación.
Hay un problema con los escritores. Si lo que había escrito un escritor se publicaba y vendía mucho, muchos ejemplares, el escritor pensaba que era magnífico. Si lo que había escrito un escritor se publicaba y vendía un número aceptable de ejemplares, el escritor pensaba que era magnífico. Si lo que había escrito se publicaba y vendía poco, pensaba que era magnífico. Si lo que había escrito nunca se publicaba y no tenía dinero suficiente para publicárselo él mismo, entonces pensaba que era, más que magnífico, genial. La verdad, sin embargo, es que había muy poca magnificencia. Era prácticamente inexistente, invisible. Pero podías estar seguro de que los peores escritores eran los que más confiaban en sí mismos, los que menos dudas tenían. De cualquier manera, los escritores eran seres que había que evitar, y yo trataba de evitarlos, pero era casi imposible. Pretendían que existiera una especie de hermandad, de unidad. Ninguno de ellos tenía nada que hacer con la literatura, ninguno podía ayudar a la máquina de escribir.
—Yo hacía de sparring con Clay antes de que se convirtiese en Alí —dijo Morse.
Morse saltó y fintó, danzando—. Era bastante bueno, pero le di castaña alguna vez.
Morse hizo boxeo de sombra por la habitación.
—¡Mirad mis piernas —dijo—, tengo unas piernas fantásticas!
—Hank tiene mejores piernas que tú —dijo Tammie.
Siendo un hombre de piernas, asentí.
Morse se sentó. Apuntó con la botella de cerveza a Sadie.
—Trabaja de enfermera. Me mantiene. Pero algún día lo voy a conseguir. ¡Todos
me van a oír!
Morse nunca iba a necesitar un micrófono en sus lecturas.
Me miró.
—Chinaski, tú eres uno de los dos o tres mejores poetas vivos. Lo estás haciendo de verdad. Escribes con un par de cojones. ¡Pero aquí vengo yo también! Deja que te lea mi mierda. Sadie, pásame mis poemas.
—No —dije—. ¡Espera! No quiero oírlos.
—¿Por qué no, tío? ¿Por qué no?
—Ya he tenido demasiada poesía esta noche, Morse. Sólo quiero tumbarme y
olvidarlo.
—Bueno, está bien... Oye, nunca contestas mis cartas.
—No soy un snob, Morse, pero recibo 75 cartas al mes. Si las contestase todas, eso
es todo lo que haría.
—Apuesto a que contestas a las mujeres.
—Eso depende...
—Está bien, tío, no soy rencoroso. Me siguen gustando tus cosas. Quizás yo nunca llegue a ser famoso, pero yo creo que lo conseguiré y que te alegrarás de haberme conocido. Vamos, Sadie, larguémonos...
Les acompañé hasta la puerta. Morse agarró mi mano. No la estrechó ni la sacudió,
y ninguno de los dos miró al otro.
—Eres un buen viejo —dijo.
—Gracias, Morse...
Y se fueron.
molestasen. Tammie y yo empezamos a beber. Había leído cinco o seis poemas sobre ella.
—Sabían quién era yo —me dijo—, algunas veces me entraba la risa. Era
embarazoso.
Habían sabido acertadamente quién era ella. Refulgía de sexo. Incluso las
cucarachas y las hormigas y las moscas querían jodérsela.
Alguien llamó a la puerta. Se colaron dos personas, un poeta y su mujer. El poeta era Morse Jenkins, de Vermont. Su mujer era Sadie Everet. Tenían cuatro botellas de cerveza.
El llevaba sandalias y unos jeans gastados; brazaletes turquesa; una cadena alrededor de la garganta; una barba y larga melena; blusa naranja. Hablaba sin parar y daba vueltas por la habitación.
Hay un problema con los escritores. Si lo que había escrito un escritor se publicaba y vendía mucho, muchos ejemplares, el escritor pensaba que era magnífico. Si lo que había escrito un escritor se publicaba y vendía un número aceptable de ejemplares, el escritor pensaba que era magnífico. Si lo que había escrito se publicaba y vendía poco, pensaba que era magnífico. Si lo que había escrito nunca se publicaba y no tenía dinero suficiente para publicárselo él mismo, entonces pensaba que era, más que magnífico, genial. La verdad, sin embargo, es que había muy poca magnificencia. Era prácticamente inexistente, invisible. Pero podías estar seguro de que los peores escritores eran los que más confiaban en sí mismos, los que menos dudas tenían. De cualquier manera, los escritores eran seres que había que evitar, y yo trataba de evitarlos, pero era casi imposible. Pretendían que existiera una especie de hermandad, de unidad. Ninguno de ellos tenía nada que hacer con la literatura, ninguno podía ayudar a la máquina de escribir.
—Yo hacía de sparring con Clay antes de que se convirtiese en Alí —dijo Morse.
Morse saltó y fintó, danzando—. Era bastante bueno, pero le di castaña alguna vez.
Morse hizo boxeo de sombra por la habitación.
—¡Mirad mis piernas —dijo—, tengo unas piernas fantásticas!
—Hank tiene mejores piernas que tú —dijo Tammie.
Siendo un hombre de piernas, asentí.
Morse se sentó. Apuntó con la botella de cerveza a Sadie.
—Trabaja de enfermera. Me mantiene. Pero algún día lo voy a conseguir. ¡Todos
me van a oír!
Morse nunca iba a necesitar un micrófono en sus lecturas.
Me miró.
—Chinaski, tú eres uno de los dos o tres mejores poetas vivos. Lo estás haciendo de verdad. Escribes con un par de cojones. ¡Pero aquí vengo yo también! Deja que te lea mi mierda. Sadie, pásame mis poemas.
—No —dije—. ¡Espera! No quiero oírlos.
—¿Por qué no, tío? ¿Por qué no?
—Ya he tenido demasiada poesía esta noche, Morse. Sólo quiero tumbarme y
olvidarlo.
—Bueno, está bien... Oye, nunca contestas mis cartas.
—No soy un snob, Morse, pero recibo 75 cartas al mes. Si las contestase todas, eso
es todo lo que haría.
—Apuesto a que contestas a las mujeres.
—Eso depende...
—Está bien, tío, no soy rencoroso. Me siguen gustando tus cosas. Quizás yo nunca llegue a ser famoso, pero yo creo que lo conseguiré y que te alegrarás de haberme conocido. Vamos, Sadie, larguémonos...
Les acompañé hasta la puerta. Morse agarró mi mano. No la estrechó ni la sacudió,
y ninguno de los dos miró al otro.
—Eres un buen viejo —dijo.
—Gracias, Morse...
Y se fueron.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
martes, 2 de noviembre de 2010
CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 62
Hacía calor aquella noche en la lectura, que iba a ser en la iglesia de Saint Mark (conocido centro de lecturas poéticas). Tammie y yo nos sentamos en lo que se usaba como vestidor. Tammie encontró un espejo de cuerpo entero apoyado contra una pared y empezó a peinarse. Marshall me sacó al patio de la iglesia. Tenían unas cuantas tumbas. Pequeñas lápidas se levantaban sobre la tierra, y sobre las lápidas había inscripciones grabadas. Marshall me llevó de un lado a otro mostrándome las inscripciones. Siempre me ponía nervioso antes de una lectura, muy tenso y desasosegado. Casi siempre vomitaba. Entonces lo hice. Vomité sobre una de las tumbas.
—Acabas de vomitar sobre Peter Stuyvesant —dijo Marshall.
Regresé al vestidor. Tammie seguía mirándose en el espejo. Se miraba el rostro y el
cuerpo, pero sobre todo se preocupaba por el pelo. Se lo levantaba por encima de la
cabeza, lo observaba así y luego lo dejaba caer.
Marshall asomó la cabeza.
—¡Vamos, están esperando!
—Tammie no está preparada —le dije.
Entonces ella se levantó otra vez la cabellera y se miró. Luego la dejó caer. Luego
se pegó al espejo y se miró los ojos.
Marshall llamó a la puerta, entró.
—¡Venga, Chinaski!
—Venga, Tammie, vamos a salir.
—Está bien.
Salí con Tammie cogida del brazo. Empezaron a aplaudir. El viejo rollo Chinaski estaba funcionando. Tammie bajó con la multitud y yo empecé a leer. Tenía muchas cervezas en una neverita con hielo. Tenía viejos poemas y nuevos poemas. No podía perder. Tenía a San Marcos cogido por la cruz.
—Acabas de vomitar sobre Peter Stuyvesant —dijo Marshall.
Regresé al vestidor. Tammie seguía mirándose en el espejo. Se miraba el rostro y el
cuerpo, pero sobre todo se preocupaba por el pelo. Se lo levantaba por encima de la
cabeza, lo observaba así y luego lo dejaba caer.
Marshall asomó la cabeza.
—¡Vamos, están esperando!
—Tammie no está preparada —le dije.
Entonces ella se levantó otra vez la cabellera y se miró. Luego la dejó caer. Luego
se pegó al espejo y se miró los ojos.
Marshall llamó a la puerta, entró.
—¡Venga, Chinaski!
—Venga, Tammie, vamos a salir.
—Está bien.
Salí con Tammie cogida del brazo. Empezaron a aplaudir. El viejo rollo Chinaski estaba funcionando. Tammie bajó con la multitud y yo empecé a leer. Tenía muchas cervezas en una neverita con hielo. Tenía viejos poemas y nuevos poemas. No podía perder. Tenía a San Marcos cogido por la cruz.
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CHARLES BUKOWSKI MUJERES NOVELA COMPLETA
lunes, 1 de noviembre de 2010
PREGUNTA Y RESPUESTA de CHARLES BUKOWSKI
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VÍDEOS BUKOWSKI
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